Keiko Ogura tenía 8 años recién cumplidos cuando el 6 de agosto de 1945 a las 8.15 de la mañana local cuando la bomba bautizada con el nombre de Little boy (niño pequeño) cayó sobre su ciudad y acabó con la vida de unas 140.000 personas. Nunca antes se había visto un nivel de destrucción parecido por una sola bomba. La ciudad quedó arrasada.
Al implacable ataque del Ejército de Estados Unidos le siguió otro el 9 de agosto en la ciudad de Nagasaki que desencadenó la rendición de Japón y el final de la II Guerra Mundial.
A pesar del intenso y húmedo calor del verano japonés, Ogura, esposa de otro superviviente y madre de tres hijos, pasea por los alrededores del Parque de la Paz de Hiroshima, una de las atracciones turísticas mas populares de Japón. El Museo de la Paz, un sobrio edificio de Kenzo Tange situado en el centro del parque, recibe 1,3 millones de visitantes al año, de los que 260.000 son extranjeros.
Allí trabaja Ogura como guía e intérprete desde hace más de tres décadas. "Tras el dolor y la rabia acumulada durante años llegué a la conclusión de que ser superviviente tenía que tener un significado. Y ahora lo tengo claro, se trata de contar al mundo de primera mano lo que pasó y convencer de que es esencial acabar con las armas nucleares", explica.
Tras inclinarse de manera respetuosa delante el memorial que recuerda a las víctimas de la bomba, se aleja protegiéndose con una sombrilla y reconoce que todavía guarda "rencor" al Gobierno de EEUU. "Sigo sin entender por qué lo hicieron", murmura.
Ahora es el presidente de la Asociación de supervivientes de la Bomba Atómica de Hiroshima. Ha recorrido el mundo contando su historia. Su relato del día de la bomba es vivo y estremecedor.
Recuerda cómo veía a la gente deambulando como zombies por la ciudad arrasada en busca de ayuda. "Quería saltar al río, el cuerpo me ardía, pero no había sitio. Estaba repleto de gente. No se cabía", explica este profesor de instituto retirado que ejerce activamente su militancia contra las armas atómicas.
Su mensaje es claro y lo repite constantemente: "Debemos abolir los arsenales nucleares, no sirven para nada".
Su temor está justificado. La edad media de los hibakusha es de 80 años y su número disminuye. Hace una década, 266.598 personas contaban con el certificado que otorgan las autoridades niponas para reconocer a los supervivientes de la bomba. En marzo de 2015, había descendido a 183.519 hibakusha.
Para impedir que llegue el silencio y el olvido, se han puesto en marcha en Hiroshima varias iniciativas que buscan mantener vivo el testimonio de los supervivientes.
Como el proyecto iniciado en 2002 para formar a voluntarios que se conviertan en los "herederos de los hibakusha". "Es importante mantener la fuerza y la emoción del testimonio en primer persona", cuenta Minako Omatsu, una ama de casa de 43 años que se implicó en el proyecto tras escuchar en vivo la historia de uno los supervivientes.
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