Juan Yagüe: el carnicero de Badajoz
En la historia de España hay nombres que no se olvidan, no por su gloria, sino por el rastro de sangre que dejaron.
Uno de ellos es Juan Yagüe Blanco, el general que convirtió Badajoz en un símbolo del terror franquista y a sí mismo en el espejo más oscuro del poder militar.
El
joven soldado del Rif
Nació en San Leonardo de Yagüe (Soria) en 1891, en una familia modesta, pero marcada por la vocación castrense.
Ingresó en la Academia de Infantería de Toledo, donde coincidió con Francisco Franco y José Millán Astray, con quienes compartió no solo uniforme, sino una mentalidad: el culto al mando, la disciplina y el desprecio al enemigo.
Su carrera militar se forjó en las guerras del Rif, en Marruecos, donde la Legión Española probó sus métodos más brutales.
Yagüe destacó como un oficial eficaz, temido por sus hombres y respetado por sus superiores.
Era un hombre de acción, de órdenes secas y sin titubeos. En sus diarios, hablaba de la guerra como “la única escuela de la patria”.
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El
golpe de 1936
Cuando estalló la Guerra Civil Española, Yagüe no dudó en unirse al golpe de Estado.
Al mando de una columna del Ejército de África, avanzó desde Sevilla hacia el norte con el objetivo de conectar las zonas sublevadas y abrir el camino a Madrid.
Su táctica fue rápida y letal: tomar una ciudad, exterminar la resistencia y dejar un ejemplo de miedo.
Así llegó a Badajoz, el 14 de agosto de 1936.
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La
matanza
En la ciudad se habían refugiado miles de campesinos, milicianos y civiles que huían del avance rebelde.
Cuando las tropas de Yagüe entraron, la resistencia apenas duró unas horas.
Luego vino la represión: fusilamientos masivos en la plaza de toros, en el cementerio y en las calles del casco antiguo.
El periodista portugués Mário Neves, testigo directo, escribió:
“Vi los cuerpos amontonados junto a la pared, algunos todavía moviéndose. La sangre llegaba hasta la puerta de la plaza.”
Yagüe, interrogado después por un corresponsal estadounidense, no se defendió ni lo negó. Solo dijo:
“¿Qué iba a hacer? ¿Dejar a todos esos rojos vivos para que luego me dispararan por la espalda?”
Así selló su fama.
La prensa extranjera lo bautizó como “El carnicero de Badajoz”.
Las estimaciones hablan de entre 1.800 y 4.000 fusilados, aunque el número real nunca se sabrá: muchos fueron enterrados en fosas comunes o quemados.
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El
general del miedo
Franco lo recompensó con honores y ascensos.
Fue nombrado ministro del Aire (1939) y recibió el título de marqués de San Leonardo de Yagüe.
Pero pronto cayeron sobre él las sombras de su propio pasado.
Aunque había sido fiel al golpe, nunca fue del agrado total de Franco, que temía su ambición y su vínculo con la Falange más radical.
Acabó apartado del poder, recluido en su silencio y en su culpa, aunque jamás la confesó.
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El
peso de la historia
Murió en Burgos, el 21 de octubre de 1952, con honores militares.
Durante el franquismo, su nombre fue glorificado: se erigieron bustos, se le dedicaron calles y su pueblo natal llevó su apellido durante décadas.
Hoy, su legado es un símbolo de la impunidad.
El mismo país que olvidó a las víctimas, levantó monumentos a sus verdugos.
Pero la historia —la verdadera— siempre acaba volviendo.
Y con ella, los nombres de quienes murieron sin tumba, sin juicio y sin perdón.
Porque la memoria no se borra con medallas.
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Texto original de Pilar González. Todos los derechos reservados.
Fuente: elDiario.es / Archivo histórico (uso con fines educativos y de divulgación).
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