domingo, 12 de octubre de 2025

 



La idea de “exportar democracia” mediante bombardeos invierte el sentido de las palabras. La violencia militar no abre instituciones ni derechos. Abre cráteres. Instala estados de excepción permanentes. La “paz” que sigue a la “intervención” suele ser una paz de cementerio (poblaciones exhaustas, administraciones rotas y economías subordinadas).

El problema no es solo estratégico. Es semántico y moral. Quien domina el cielo domina también el diccionario. Llama “daños colaterales” a civiles muertos. Llama “operación quirúrgica” a la suspensión del derecho internacional. Llama “seguridad” a la ampliación de su radio de influencia. Esto es poder sobre cuerpos y poder sobre palabras. Sin ese doble monopolio, el relato de la guerra se derrumbaría.

Tampoco es un accidente. Es un sistema. El complejo militar-industrial necesita enemigos para justificar presupuestos crecientes. La maquinaria diplomática necesita misiones para preservar prestigio. Los mercados de energía y de armas necesitan territorios inestables para sostener rentas. Resultado: una economía política de la intervención que convierte la excepción en rutina y la guerra en administración.

La doctrina que legitima ese engranaje es el excepcionalismo. “Nuestros bombardeos son diferentes”. “Nuestras víctimas son daños tristes pero necesarios”. El derecho queda supeditado a la causa de quien bombardea. La filigrana moral es conocida: guerras “preventivas”, “humanitarias” o “quirúrgicas”. Cambia el adjetivo y permanece la lógica. Se decide desde lejos. Se padece desde cerca.

Si terrorismo es violencia contra civiles para lograr fines políticos, la frontera entre el terror de Estado y el terror no estatal se vuelve porosa. La diferencia no está en el método. Está en quién conserva la facultad de nombrar. Quien escribe los comunicados oficiales define qué es “liberación” y qué es “barbarie”. Ese privilegio semántico es parte de la dominación.

Las consecuencias son legibles. Fragmentación territorial. Estados fallidos. Éxodos. Aparición de élites depredadoras que administran ruinas. Circulación de armas y privatización de la violencia. Décadas de duelo. Sobre esa geografía late una pedagogía perversa: la ciudadanía aprende que la política no se debate, se impone. Que la soberanía no se negocia, se bombardea.

Defender la democracia exige lo contrario. Limitar la violencia. Fortalecer el derecho internacional sin excepciones. Embargar armas a agresores y aliados por igual. Financiar reparación, no ocupación. Escuchar a las sociedades civiles que piden elecciones libres, memoria y justicia. La no intervención no es indiferencia. Es una ética de mínimos frente al apetito de máximos del poder aéreo.

El criterio es simple y duro. Una democracia se mide menos por su capacidad de proyectar fuerza y más por su capacidad de contenerla. Quien necesita bombardear para “defender valores” no los está defendiendo. Los está sustituyendo por una teología de la fuerza. Y esa teología deja siempre el mismo altar: un país en ruinas y una bandera plantada sobre los escombros. No hay redención en ese paisaje. Solo administración del desastre.


No hay comentarios:

Publicar un comentario