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martes, 28 de octubre de 2025

 


Mauthausen: el infierno de granito

Entre los campos de concentración del régimen nazi, Mauthausen, en Austria, fue el más temido. No por su tamaño, sino por su crueldad. Los prisioneros sabían que ser enviados allí equivalía a una condena segura.

Clasificado como campo de categoría III, Mauthausen estaba reservado para los llamados “enemigos más peligrosos del Estado”. Su castigo no era inmediato, sino metódico: el exterminio por trabajo, hambre y agotamiento.

En el corazón del campo se alzaba la cantera de granito, un abismo tallado a fuerza de sufrimiento. Cada día, los prisioneros eran obligados a cargar enormes bloques de piedra y subirlos por los 186 peldaños irregulares de la llamada Escalera de la Muerte. Si uno caía, arrastraba consigo a los demás, en una avalancha de cuerpos y rocas.

Los guardias de las SS lo sabían. Se burlaban, empujaban, hacían correr a los reclusos con cargas imposibles. Algunos morían en el acto; otros eran ejecutados por detenerse un instante a respirar.

A diferencia de otros campos, Mauthausen apenas usaba gas. Su arma era más lenta y deliberada: el trabajo hasta la extenuación. Hambre, frío, golpes y jornadas interminables transformaron el lugar en un laboratorio de la deshumanización.

Para los prisioneros de todo el sistema nazi, escuchar el nombre de Mauthausen era suficiente para perder la esperanza. Significaba haber llegado al punto donde la vida se convertía en resistencia pura, y la muerte, en descanso.

Hoy, sus muros permanecen en pie. No como ruinas, sino como testigos. Allí donde las piedras aún recuerdan el eco de los pasos forzados, el mundo se enfrenta con una verdad imposible de olvidar: que el horror también puede construirse peldaño a peldaño.

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