Aquí solo hay algo que nos ofende más que las mentiras de Ayuso: los babosos
Javier
F. Ferrero 
Hay
algo profundamente podrido en una sociedad donde un hombre puede
lanzar comentarios sexuales hacia una mujer en un acto institucional
y seguir siendo invitado a platós, tertulias o mítines. Bertrand
Ndongo, el activista de Vox que ha convertido el odio en oficio, ha
cruzado otra línea —aunque para él no existan— al publicar una
foto con Isabel Díaz Ayuso acompañada del texto: “Madre mía cómo
está @IdiazAyuso 
.
Ya me podéis decir lo que queráis, pero la tía está como un
tren”.
No es humor. No es libertad de expresión. Es machismo descarnado, explícito, y legitimado por un entorno político y mediático que lo tolera mientras se golpea el pecho hablando de “valores”. Lo ha hecho en pleno desfile del 12 de octubre, mientras los tanques desfilaban por la Castellana y el poder aplaudía su propio reflejo.
La escena es grotesca: un acto de Estado convertido en escaparate de testosterona y servilismo. Y lo más grave no es el tuit de un misógino más, sino el silencio posterior de su partido, de los medios y de la propia Ayuso, que ni se dio por aludida. Porque en el fondo, el machismo de los suyos no la ofende tanto como las críticas de sus adversarias.
La ultraderecha ha hecho del acoso y la humillación su lenguaje natural. Si no pueden insultar a las mujeres por ser feministas, lo harán por su cuerpo. Son el reflejo más nítido de una masculinidad en descomposición, incapaz de entender que el deseo no es un arma política ni un chiste.
EL PATRIARCADO NO TIENE BANDO
Bertrand Ndongo no es un caso aislado. Es parte de una maquinaria que lleva años normalizando el desprecio hacia las mujeres en todos los frentes. Lo hizo cuando insultó a la comunicadora LalaChus, llamándola “foca” por aparecer en televisión. Lo repitió cuando escribió sobre la activista Sarah Santaolalla frases que rozan el acoso sexual: “Si la tetona y su novio quieren un trío conmigo, solo tienen que pedirlo”. Y lo hará de nuevo, porque el sistema lo protege.
El machismo no es patrimonio de un partido: es un método de control social. Cuando lo ejerce la ultraderecha, se reviste de chascarrillo; cuando lo ejecutan los opinadores de siempre, se llama “polémica”. La diferencia es que todos beben de la misma fuente: un patriarcado que premia al agresor y calla a la víctima.
Lo que indigna no es solo la frase, sino el contexto: una mujer convertida en objeto por un hombre que se presenta como defensor de la patria. Esa misma patria que invisibiliza a las enfermeras, a las periodistas, a las juezas y a todas las que no caben en su idea de “España viril”.
Ndongo representa al baboso con micrófono, al que se siente con derecho a opinar sobre cuerpos ajenos porque se sabe impune. Pero también representa algo más amplio: un modelo de masculinidad autoritaria y colonial, que confunde virilidad con poder y deseo con dominación.
La pregunta no es por qué lo hace él, sino por qué se le permite hacerlo. Por qué la ultraderecha puede llamar “tetona” a una mujer y seguir siendo tratada como una opción política respetable. Por qué los grandes medios citan sus tuits como “polémicos” en lugar de denunciarlos como lo que son: violencia machista mediática.
El problema no es que Ndongo babee. Es que el sistema le limpia la baba.
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