Pederastía
y religión (1ª Parte)
Por
Jesús
Mostolac
1
octubre 2020
Aunque
solo en los últimos años se ha tomado conciencia de la gravedad del
problema, la pederastia representa una de las mayores lacras que han
marcado el devenir de la Iglesia a lo largo de los siglos. La
jerarquía eclesiástica, desde sus inicios, siempre ha intentado que
todas las atrocidades sexuales cometidas por sus miembros quedaran
minimizadas, encubiertas o impunes. Solo las proporciones alcanzadas
en los últimos tiempos han obligado a esta –aunque a
regañadientes– a aceptar su existencia y a tomar algunas medidas
preventivas y coercitivas. Con el presente trabajo se pretende
realizar un somero acercamiento a esta cruel realidad, con el fin de
que el lector conozca del verdadero alcance de la misma, y, a la vez,
un análisis de los motivos que llevan a estos execrables trastornos
parafílicos, de las consecuencias que acarrean en el estado anímico
y psicológico de los afectados y del porqué de la tibia respuesta
de las autoridades religiosas ante los mismos, tanto a nivel
internacional como, muy especialmente, a nivel nacional.
Para
empezar, convendría clarificar algunos términos relacionados con el
tema. Los que hayáis leído mi última novela, Inter
nos (Mira
editores, 2017), basada en las experiencias personales vividas a mi
paso por uno de estos internados religiosos del
horror, habréis comprobado que en ella aparecen tres sacerdotes
pederastas. Uno de ellos es claramente un enfermo, un desquiciado, un
psicópata, un travestista, un sádico afectado por un buen número
de parafilias. Los otros dos (reales como la vida misma) siguen
un modus
operandi muy
distinto al primero, aunque diferenciado también el uno del otro.
Los tres, dentro de la psicología, se enmarcarían en unos
trastornos específicos, y se les asignaría, dentro de la
terminología técnica, una denominación concreta. Cabría
distinguir, pues, en estos casos de abusos a menores, entre
parafilia, pederastia, pedofilia y efebofilia.
Hablamos
de parafilia siempre que nos referimos a una desviación sexual del
tipo que sea. El término pederastia, por el contrario, ya es más
específico, y se ciñe en exclusiva a los casos en que existe una
inclinación erótica hacia los niños o un abuso sexual cometido con
ellos. También la pedofilia se podría explicar como una atracción
erótica o sexual hacia niños, pero en definiciones más técnicas
esta desviación es tenida como una parafilia que busca la excitación
o el placer sexual a través de actividades o fantasías sexuales con
niños de entre 8 y 12 años. Y, por último, la efebofilia
englobaría a todos aquellos parafílicos que sienten atracción
sexual por los adolescentes, es decir, por los jóvenes en edades
comprendidas entre los 13 y los 19 años de edad, aproximadamente.
La
pedofilia y la efebofilia describen siempre un trastorno mental. La
pederastia, por el contrario, define un comportamiento, de ahí que
sea este el término más utilizado (por neutro y descriptivo) a la
hora de hablar de abusos sexuales a menores.
Dentro
de la terminología, también cabe distinguir entre víctimas y
supervivientes, aunque no todos los expertos –e incluso muchos de
los afectados– aceptan esta bipolaridad, ya que creen que el uso
del término víctima supone una reducción de la identidad del
afectado a tal condición. Por consiguiente, para estos solo debiera
hablarse de supervivientes.
Partiendo
de la existencia de los dos tipos de afectados, nos referiríamos a
víctimas en el caso de personas que no han conseguido superar el
trauma de los abusos que en su día sufrieron (muchos de ellos
viéndose forzados a continuos y dolorosos tratamientos psiquiátricos
o psicológicos o incluso acabando en el suicidio), y a
supervivientes cuando, con un gran esfuerzo, lo han conseguido.
DESDE
CUÁNDO
La
pederastia existe en la Iglesia Católica desde sus inicios. La
primera reprobación de este comportamiento sexual (y de otros)
dentro de esta ya lo encontramos en la Didaché –también
conocida como Enseñanza
de los doce apóstoles o Enseñanza
del Señor a las naciones por medio de los doce apóstoles–,
un texto compilado en la segunda mitad del siglo I, pocas décadas
después de la muerte de Jesús. Un siglo más tarde, San Justino, en
su Primera Apología, de nuevo denunciará los encuentros carnales de
adultos con niños.
La
crisis de los abusos sexuales en el seno de la Iglesia Católica como
vemos, se ha ido fraguando a lo largo del tiempo. En España, la
primera denuncia conocida de pederastia religiosa la hace Ramón
Pérez de Ayala en 1910, y aparece en su novela A.
M. D. G. (Ad
maiorem Dei gloriam),
obra que causó, en su momento, un gran escándalo dentro del seno de
la Iglesia, pues además describe la degradación moral de los
jesuitas. Tal fue la presión recibida por el autor a lo largo de su
vida, debido a la publicación de esta obra (especialmente por parte
de las altas esferas eclesiásticas), que llegó a arrepentirse de
haberla escrito.
Algunos
años más tarde, aunque con menor intensidad, será Manuel
Azaña quien
denuncie los abusos en los internados católicos (en este caso de los
agustinos), a través de su novela El
jardín de los frailes, publicada
parcialmente entre septiembre de 1921 y junio de 1922 y
definitivamente en libro en 1927. Y en Aragón, Benjamín Jarnés se
convertirá en el primer flagelo de las congregaciones religiosas,
con la denuncia que hace desde su novela El
convidado de papel (1928)
de todas las perversiones y acosos que sufren los niños en los
internados religiosos de la época.
Pero
el afloramiento masivo de casos de abusos sexuales en el seno de la
Iglesia se producirá a
partir de los años 50.
Aunque esta, como respuesta, en un primer momento, se limitará a
replegarse sobre sí misma y a negar el problema, tachando a las
víctimas de desequilibradas mentales o bien de mentirosas, y no
apartará de sus cargos a ninguno de los sacerdotes acusados. No
será hasta los años 80,
con la magnificación de los escándalos, cuando se tome consciencia
de la enorme dimensión de la depravación interna. Y ello se deberá,
en gran medida, a las investigaciones llevadas a cabo por algunos
periodistas estadounidenses, quienes destaparán centenares de abusos
a menores por parte de sacerdotes. A destacar, los pedófilos Gilbert
Gauthe y Thomas Adam,
autores confesos de más de un centenar de delitos sexuales de
extrema violencia a niños. La jerarquía eclesiástica, con todo,
aun aceptando los delitos, no castigará a los culpables. Solo entre
1983 y 1987 se denunciarán en EE.UU a más de 200 sacerdotes.
Pero
la crisis, de forma global, estallará en 2002, y
de nuevo la chispa prenderá en EE.UU.
Gracias a un reportaje de investigación realizado por un grupo de
periodistas del periódico The
Boston Globe,
sobre la pederastia y el silenciamiento sistemático de esta por
parte de la jerarquía eclesiástica en la diócesis de Boston, el
mundo podrá conocer las putrefactas miasmas que corren por las
alcantarillas de la Iglesia. El reportaje causó tal impacto en su
día que llevó en 2015 a la realización de un largo
metraje, Spotlight (En
primera plana),
ganador del Óscar a la mejor película. El abuso de poder y la doble
moral que durante siglos ha practicado la Iglesia Católica, y que ha
venido negando y ocultando hasta el momento, quedarán al
descubierto. Más de 6.100 sacerdotes, de forma creíble, fueron
señalados como responsables de crímenes sexuales contra más de
16.000 menores.
En Irlanda,
a partir de estas fechas, fueron aflorando miles de casos, algunos de
ellos tan terribles como los ocurridos en el orfanato de St. Joseph,
en Killkenny, donde uno de los supervivientes de aquel infierno llegó
a afirmar: «Ninguno de los niños que pasamos por aquel lugar tuvo
suerte. Todos sufrimos. Quizá los más afortunados fueron los que
murieron, pues encontraron una vía de salida rápida a su
padecimiento. Tal vez eso es lo que deberíamos haber hecho todos:
morir».
En
un informe realizado por la Comisión Ryan (Commission
to Inquire into Child Abuse),
sobre los abusos en Irlanda, que vio la luz en 2009, el periódico The
Irish Times habla
de un auténtico «mapa del infierno irlandés». El 90% de los que
testificaron declararon que incluso llegaron a temer por su vida en
los momentos de los atropellos. Todos ellos fueron azotados,
pateados, escaldados, quemados, vejados, manoseados, violados o
mantenidos bajo el agua alguna vez.
En Australia,
los casos de pederastia dentro de la Iglesia Católica alcanzan
dimensiones escalofriantes (se cifran en un mínimo de 60.000),
algunos tan espeluznantes como los del cardenal George Pell o los del
sacerdote Gerald Ridsdale, los dos condenados por los abusos
cometidos. Ridsdale, en concreto, llegó a violar a una niña sobre
el propio altar.
Alemania
y Suiza son
otros de los países donde las denuncias por abusos sexuales llevadas
a cabo por sacerdotes ascienden a centenares. En Holanda, el Informe
Deetman,
que vio la luz en 2011, estima que en este país decenas de miles de
niños han sufrido abusos por parte de sacerdotes en los últimos
cincuenta años, y, en Bélgica, los casos se cuentan, igualmente,
por millares. En 2010, en este último país, ya se conocían al
menos trece víctimas que se habían quitado la vida, y la pareja de
una de ellas y otras seis lo habían intentado. El mapa del horror,
como vemos, se extiende por todo el mundo. Los afectados, la mayoría
ahora de edad avanzada, pues los abusos tuvieron lugar en los años
sesenta y setenta del siglo pasado, aseguraban recientemente que
seguían luchando contra la tristeza, la depresión, la enfermedad,
los remordimientos y el silencio.
CENTROS
Y LUGARES DONDE SE SOLÍA DAR LA PEDERASTIA CON MAYOR FRECUENCIA
En
el caso de España,
durante la dictadura franquista se dieron abusos sexuales en un gran
número de internados religiosos que acogían a niños (aunque, en
algunos casos, también a niñas), y, especialmente, en aquellos que
los tutelaban por encontrarse en distintas situaciones de necesidad.
Estas instituciones solían depender de organismos como la Obra de
Protección de Menores, Auxilio Social, Patronato de Protección de
la Mujer o bien de las Diputaciones Provinciales. Muchos de estos
niños eran hijos de rojos que,
dada la degeneración sufrida –según el régimen–, había que
separar de sus familias para convertirlos a los nuevos valores
patrióticos, religiosos y familiares. Por consiguiente, se trataba
de purificar la raza española promoviendo un nuevo tipo de ciudadano
libre de las debilidades
mentales del
marxismo. Los castigos en estos lugares eran brutales: «nos hacían
comer nuestros vómitos, tras una comida nauseabunda y llena de
insectos –cuenta uno de los afectados–; nos quemaban el culo con
una vela por habernos orinado encima, o nos tenían minutos
interminables en formación con los pies descalzos sobre la nieve».
Los
lugares en los que con mayor frecuencia se solían dar los abusos
sexuales eran los dormitorios, las duchas, los cines o teatros y las
excursiones (en centros vacacionales o en el campo).
Pederastía
y religión (2ª Parte)
Por
Jesús
Mostolac
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octubre 2020
PERFIL
DE LAS VÍCTIMAS
Los
depredadores sexuales suelen elegir para sus fines a chicos y chicas
muy vulnerables: con problemas de algún tipo, solitarios,
deprimidos, que provienen de familias humildes o poco estructuradas o
bien huérfanos. Este tipo de niños, no solo son presas más fáciles
y manipulables, sino también, en caso de denuncia, menos creíbles.
La
mayoría de las víctimas suelen ser varones, como ya he dicho. Algo
que choca con respecto a los casos que se dan fuera de las
instituciones religiosas, que suelen ser niñas (1 de cada 4 niñas
sufre o sufrirá abusos, mientras que en los niños la cifra
desciende a 1 de cada 6). Según algunos expertos, se trataría de
una mera cuestión de accesibilidad. Los
sacerdotes que trabajaban en instituciones educativas católicas,
hasta hace poco segregadas por sexos en la mayoría de los países,
han tenido más acceso a niños que a niñas. En otros lugares, donde
la oportunidad de intimar con niños o niñas ha estado igualada,
como en el caso de las parroquias, vemos que se han dado abusos por
parte de sacerdotes con menores de ambos sexos, o incluso solo con
niñas.
Respecto
a las perversiones pederastas de mujeres, simplemente
diremos se conocen muchas menos. Aunque algunas de ellas de lo más
execrables, como es el caso de la Malka Leifer, exdirectora de una
escuela judía australiana, que ha sido acusada, recientemente, de 74
abusos sexuales a chicas.
FACTORES
Para
Joseph Aloisius Ratzinger (Benedicto XVI, como papa) existen
varios factores como causa de este mal dentro de la Iglesia (contra
los que habría que actuar con urgencia). Entre ellos, destaca
cuatro: procedimientos inadecuados para determinar la idoneidad de
los candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa; insuficiente
formación humana, intelectual y espiritual en los seminarios y
noviciados; tendencia a favorecer al clero y a otras figuras de
autoridad, y desmesurada preocupación por el buen nombre de la
Iglesia. Pero, ciertamente, se pueden añadir algunos más, como, por
ejemplo, el celibato (la continua incapacidad de la Iglesia para
hacer cumplir las obligaciones del voto de castidad), el estilo de
vida elitista, el secretismo interno, su apreciación de inmunidad
ante las leyes civiles, la mentalidad de club privilegiado, etc.
En
todo caso, la cuestión es compleja. Algunos expertos en el tema
llegan a afirmar incluso que la pederastia en la Iglesia no es tanto
la manifestación de una inclinación sexual como la reacción propia
de unas personalidades inmaduras y narcisistas que buscan satisfacer
deseos compulsivos, estrechamente relacionados con expresiones de
dominio. Pepe Rodríguez, periodista especializado en sectas y
religiones, resume este punto así: «La mayoría de los delitos
sexuales contra menores los cometen sacerdotes que no son pedófilos
estrictamente hablando, sino personas “no enfermas” que dan
rienda suelta a sus impulsos sexuales, aprovechando su posición de
poder y la fragilidad de sus objetivos».
La
falta de maduración psicológica que presentan muchos de estos
sacerdotes se puede deber, según estos expertos, a un ingreso en los
seminarios muy temprano (de niños), donde su educación psicosexual,
de alguna manera, quedó limitada o truncada. En otros casos, es
precisamente esta negación de la sexualidad la que atrae a las
personas con problemas psicosexuales adquiridos en otros ámbitos o
bien congénitos; sacerdotes que no profesan por vocación o fe, sino
simplemente para zafar sus perversas inclinaciones sexuales. En todo
caso, el perfil psicológico de buena parte de los abusadores se
suele corresponder con el de un hombre egocéntrico, que necesita
reafirmación y adulación, inseguro en su identidad sexual, hasta
cierto punto aislado de relaciones adultas, con un pobre control de
sus impulsos y dependiente e inepto a la hora de manejar su ira.
Como
vemos, el problema va más allá de la existencia en el seno de la
Iglesia de miembros con tendencias homosexuales, como se ha afirmado
durante mucho tiempo; detrás de estas aborrecibles prácticas
subyacen cuestiones más complejas, tanto psicosociales como
culturales. Para poder atajar las depravaciones, pues, se debe partir
de unos razonamientos no basados en prejuicios, sino en hechos; no en
estigmatizaciones, sino en análisis.
Desde
el siglo II, las autoridades eclesiásticas han denigrado el sexo en
todas sus formas, tachándolo de sucio, pecaminoso, impuro y hasta no
natural. El celibato, así, se convierte en un estado especialmente
noble, al que solo pueden acceder almas puras y castas. Esta creencia
ha ido reforzando a lo largo de la historia el sentimiento de casta
elegida en los sacerdotes, y, a su vez, ha contribuido a fomentar la
crisis de la pederastia, a reafirmar la personalidad narcisista de
algunos de sus miembros –generalmente individuos emocionalmente
inmaduros que ven al niño como un objeto del que pueden abusar
debido a su superioridad– y a fomentar el secretismo que domina la
vida clerical –haciéndose muy difícil que un sacerdote denuncie a
otro cuando sabe o sospecha que ha cometido un abuso, pues, de
hacerlo, dejaría de proteger el estatus de la casta y la reputación
de la Iglesia–. Así mismo, al tratarse de delitos sexuales, de
algo vergonzoso para la Iglesia, el tema tabú también juega un
papel muy importante a la hora de no presentar denuncias por parte de
otros miembros del clero.
Curiosamente,
la tendencia de la Iglesia a esconder sus miserias sexuales, a no
reconocer el problema de la pederastia, contrasta notoriamente con su
estricta y dura censura orientada a las costumbres sexuales de los
laicos. Mientras proclama (y exige a los fieles) unos principios de
pureza moral y santidad extraordinariamente elevados, un porcentaje
significativo de sus ministros incurren en comportamientos no solo
pecaminosos, sino incluso criminales.
Por
otro lado, la mayor o menor asimetría de poder de la Iglesia dentro
de cada nación también influye en el número de casos y en la
gravedad de los mismos. Si el abuso sexual se da en un país como
España, por ejemplo, donde la Iglesia ha tenido (y tiene) mucho
poder con respecto a las instituciones públicas, la frecuencia y la
gravedad de los abusos será mayor que en países como EE.UU o
Australia, donde su poder ha sido (y es) mucho menor.
Finalizaremos
este apartado diciendo que en España, hasta hace un par de años, se
creía que los abusos a menores no pasaban de ser meras anécdotas, a
pesar de lo que ya se sabía del resto del mundo (de hecho, cuando mi
novela Inter
nos salió
al mercado, ya prácticamente en 2018, los lectores se escandalizaron
de las atrocidades sexuales que contaba en ella sobre sacerdotes del
internado por el que yo pasé). En estos momentos, las denuncias se
cuentan por cientos, pero, desgraciadamente, ni siquiera los relatos
más aterradores de las víctimas han conseguido sensibilizar a los
responsables de las instituciones religiosas ni a los dedicados a la
protección de la infancia. Tampoco los políticos, de ningún color,
han movido un solo dedo para poner fin a esta lacra o para satisfacer
las peticiones de las víctimas, a las que ni siquiera se ha
escuchado.
Pederastía
y religión (3ª Parte)
Por
Jesús
Mostolac
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octubre 2020
EL
PORQUÉ DEL SILENCIO
En
la actualidad, el 85% de las víctimas por pederastia no revelan los
abusos en el momento que ocurren, y de las que lo hacen, el 20% se
retracta poco después de haberlo hecho, a pesar de haber sido
realmente abusadas. Además, el 30% de los afectados nunca se lo
contará a nadie. Si a esto sumamos que solo el 2% de los abusos
infantiles se descubren en el momento que suceden, podemos imaginar
la ingente cantidad de casos que permanecen en el anonimato y que,
por consiguiente, van quedar impunes. Y de los denunciados, nada más
una pequeña cantidad, entre el 10 y el 20% llegarán a juicio, de
los cuales, una buena parte se perderán por falta de pruebas.
El
porqué del silencio de los afectados, por consiguiente, está muy
claro: a los sentimientos de culpabilidad, vergüenza y temor se
suman la dificultad de probar el delito y el dolor de volver a
recordar y de tenerlo que narrar todo ante extraños. El
ser violado y agredido por una persona tenida como representante de
Dios en la tierra y, en algunos casos, como amigo y benefactor,
genera un estrés postraumático en las víctimas que las deja
paralizadas. Y el desprecio que luego sentirán hacia sí mismas, las
llevará en el futuro a intentar enterrar el horror en lo más
profundo de su memoria, actitud que, en la mayoría de los casos, de
no contar con la ayuda adecuada, les acarreará graves desequilibrios
o consecuencias dramáticas.
Por
otro lado, debemos recordar que bajo el Concordato que existía entre
la Santa Sede y el régimen de Franco, en vigor hasta 1977, no se
podía condenar a un sacerdote, a no ser que el obispo de su diócesis
lo permitiera. Si un miembro de la Iglesia cometía un delito sexual,
no se le juzgaba, simplemente se le enviaba a un centro correccional,
durante dos o tres años, para su rehabilitación. Y en los nuevos
acuerdos Iglesia-Estado aprobados en 1979, se mantiene la
inviolabilidad de los archivos eclesiásticos de parroquias,
obispados, tribunales canónicos y seminarios.
Luego
está la dureza del procedimiento judicial, en el que siempre hay una
tendencia a no dar credibilidad a las denuncias de los menores y a
sospechar más de estos que de los verdugos. Además, las víctimas
se ven obligadas a enfrentarse a multitud de interrogatorios (de la
policía, del fiscal, del juez de instrucción, de los abogados de
las partes… Eso si no han denunciado primero ante los tribunales
eclesiásticos, pues de ser así, el proceso todavía se prolonga más
y supone mayor dolor para ellos).
Denunciar,
por consiguiente, conlleva asumir la visibilidad del maltrato y el
juicio de los demás sobre tu propia conducta; implica revivir de
nuevo todos los horrores sufridos en el pasado y romper el equilibrio
logrado durante años. Hay que pensar que cuando el caso sale a la
luz, se convierte en la identidad de la víctima, y esta se ve
obligada a decidir dónde colocar esta nueva realidad en su vida. A
veces, este lugar de víctima tiene tal potencia que llega a anular
el no lugar donde esta se encontraba antes.
Ya
inmersos en el juicio, surge otro obstáculo para el denunciante, y
es la falta de criterios fijos para valorar las pruebas, ya que estas
las evalúa el juez en conciencia. No hay pautas determinadas. Todo
depende, al final, de si el magistrado cree a la víctima o no.
Existe, además, otro factor muy importante, y es que aquí partimos
de una cultura del miedo, de una cultura que, a su vez, genera un
temor a hablar. La mayor parte de las víctimas recelan n ser
creídas, tanto por las autoridades eclesiásticas y judiciales como
por el propio entorno familiar. (Aquí se hace bueno el lema del
oficial nazi Heinrich Himmler, quien llegó a afirmar: “Cuanto más
horrendos sean los crímenes y los medios que empleemos, menos se los
creerán cuando se denuncien”). Por consiguiente, si se encausa en
el momento de los abusos o todavía bajo la influencia traumática de
estos, las consecuencias pueden ser más destructivas que las propias
vejaciones. Así que al abusado no le queda otra salida que el
silencio, y esto el abusador lo sabe. Además, el niño, en el
momento de los forzamientos, tiende a pensar que solo él está
siendo violentado y violado. Es por ello que son cientos los casos de
sacerdotes pedófilos que se conocen, pero muy pocos los que han sido
o van a ser denunciados.
Otro
factor a tener en cuenta es el elevado poder la Iglesia en España,
que permite, aún hoy, a cardenales y obispos continuar negando y
encubriendo hasta los casos más flagrantes. A esto hay que sumar
algunas causas culturales, como la larga tradición de negación de
traumas en España y la poca fe en los tribunales.
EFECTOS
DE LOS ABUSOS
Los
efectos de los abusos sexuales en un menor son siempre devastadores.
Sume a la víctima en un torbellino de vergüenza, culpabilidad y
dolor que lo inmoviliza psíquica y mentalmente. Algunos expertos los
equiparan a los procesos de estrés postraumático experimentado por
quienes han vivido situaciones bélicas o catástrofes humanitarias.
Para muchos de estos niños, el futuro ha dejado de existir. Al daño
causado por el abuso, hay que sumar el de la negación como tal: no
se les pide perdón, no se los cree y, en los casos más extremos,
como ya se ha dicho, se los descalifica y presenta como mentirosos y
desequilibrados. Además, muchos sacerdotes los acusan de ser ellos
los inductores al pecado.
Las
víctimas se ven acorralas en un infierno de silencio y soledad, en
el que les es imposible superar la vergüenza y la culpa. No pueden
contárselo a sus padres, tampoco a sus tutores o a otros religiosos,
y, en la mayoría de los casos, ni a sus compañeros. ¿Quién los va
a creer? ¿Quién va a aceptar que un hombre santo, cariñoso, alegre
y a menudo encantador, al que todos admiran por el amor que profesa a
los niños, pues les hace regalos, los lleva de excursión, juega con
ellos, etc. es un depravado sexual?
Además,
los propios sacerdotes pederastas suelen amenazar a sus víctimas con
terribles castigos, tanto físicos como divinos, si los delatan.
Otros, por el contrario –los más cínicos–, incluso llegan a
describir el abuso ante el menor como un acto sagrado, una especie de
regalo de Dios.
Dentro
de esta clausura psicológica, las víctimas desarrollan profundos
sentimientos de aislamiento y desánimo que les llevan a la
depresión, la confusión sexual, al abuso de sustancias
estupefacientes y, en demasiados casos, al suicidio. En otros casos,
se recurre a la negación de lo ocurrido; pero aun en estos, no
tardan en aflorar los problemas personales, sociales, de pareja… y
su mundo se acabará por derrumbar. Y a lo mejor es ahora cuando se
quiere denunciar, pero ya es demasiado tarde, lo que generará una
nueva angustia en el acosado, por no haber afrontado el problema
antes. El psicólogo Javier Barreiro afirma que la cuestión es
compleja, pero que una de las razones por las que el niño no
denuncia en el momento se debe a que el abuso entra en su propia
rutina y lo ve como algo normal. Solo con los años será consciente
del alcance del problema.
Por
otro lado, a la víctima, en la mayoría de los casos, la han educado
en la creencia de que un sacerdote no puede equivocarse ni cometer
pecado, por lo que para el menor, el hecho de cargar con la culpa se
convierte en un acto natural. El efecto psicológico arrasador que el
abuso tiene sobre el menor, en estos casos, se multiplica, pues
proviene de alguien que se encumbra como lo más sagrado. De repente,
la persona que representa, de algún modo, la encarnación de Dios en
la tierra –un ser superior perteneciente a una casta elegida que es
capaz, nada más y nada menos, que de transformar el pan y el vino en
el cuerpo y la sangre de Cristo y de perdonar los pecados– se
convierte en tu verdugo, y aquello que debería ser lo más puro de
la vida se transforma en la fuente del más absoluto pavor. Marie
Collins, irlandesa víctima de abusos, lo describe así: «Las mismas
manos que te están dando la comunión se introducen en tu vagina»,
y Lola, aquí en España de esta otra manera: «El
mismo sacerdote que ponía su pene en mi boca para le hiciera una
felación, tras violarme por delante y por detrás, me ponía al día
siguiente la sagrada forma de la primera comunión».
Con
los años, solo las largas y costosas terapias (médicas,
psicológicas o psiquiátricas) pueden remediar estos traumas. La
curación es, por consiguiente, un proceso delicado y tortuoso. El
primer paso siempre es el más difícil: la aceptación del maltrato.
Cuesta admitir que los recuerdos que afloran en tu memoria no son
fruto de la locura o de la ensoñación, sino de una realidad que ha
marcado el devenir de tu vida o la ha arruinado.
En
algunos países, la Iglesia ha comenzado a pedir perdón a las
víctimas y a poner a su disposición recursos para contribuir a su
recuperación. En España, esta no se ha movilizado ni siquiera para
conocer la verdadera dimensión del problema, a pesar de que el papa
Benedicto XVI –que recordamos abdicó por los numerosos escándalos
dentro del Vaticano, entre los que se encontraba la pederastia–
llegara a afirmar que la Iglesia está ante la mayor crisis de su
historia desde la Reforma protestante.
Pederastía
y religión (4ª Parte)
Por
Jesús
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octubre 2020
MEDIDAS
El Papa
Francisco en 2017 se
dolía de haber llegado tarde para atajar los abusos y de que la
jerarquía eclesiástica no hubiera tomado conciencia del problema a
tiempo. Mas todo ha quedado en bonitas palabras y golpes de efecto
ante los medios de comunicación; una inacción que irrita, no solo a
víctimas y supervivientes, sino incluso a los miembros de la curia
más predispuestos a la acción y a la limpieza exhaustiva, como es
el caso de Peter
Saunders, exmiembro de la Comisión Pontificia para la Tutela de los
Menores, que renunció de su cargo en 2016 harto
del encubrimiento de las aberraciones sexuales en el seno de la
Iglesia –especialmente por parte de algunos jerarcas de su curia,
como es el caso del cardenal George Pell– y de su silencio. En el
momento de justificar su renuncia aseguró: «Francisco tiene el
poder para actuar, pero no ha hecho nada».
Por
consiguiente, sin una apertura de la Iglesia Católica, difícilmente
se emprenderá una lucha decidida contra los graves problemas que en
estos momentos la acosan, entre los que destacan, por supuesto, el de
la pederastia. Ha
llegado el momento de apostar por una Iglesia sustentada por hombres
cabales e íntegros y
no infantilizados o enfermos, más fraternal que feudal, menos
machista y clerical y más abierta a las necesidades de los
creyentes, en particular, y del mundo, en general.
Miguel
Hurtado, portavoz de las víctimas de abuso sexual en la Iglesia en
España, reclama desde hace años una comisión de la verdad
independiente, que llame a los jerarcas eclesiásticos a declarar y
que les exija la entrega de los archivos de la perversión. Las
oficinas dependientes de los obispados que hasta ahora se han hecho
cargo de los casos ya han demostrado su inefectividad, y solo han
logrado, hasta el momento, que las víctimas salgan más
traumatizadas que entran en los largos procesos.
En
la Iglesia debe abolirse la cultura de la hipocresía y de la doble
moral que arrastra desde sus inicios. La
Cumbre antipederastia celebrada en Roma hace algún tiempo fue
calificada de FRACASO por todas las asociaciones de afectados del
mundo, precisamente por esa tendencia al fariseísmo y a la
simulación de esta. La
conclusión de las mismas es que mientras sea la propia Iglesia quien
se investigue a sí misma, sin permitir que lo hagan organismos
independientes, no se va a resolver el problema. Frente a las 21
medidas anunciadas por el Papa, vacías de contenido, se proponen
otras 21 por los afectados. Las líneas que las guían se dividen en
tres subgrupos: responsabilidad
de los obispos, rendición de cuentas y transparencia. Entre
las proposiciones caben destacar las siguientes:
Acabar
con el secreto pontificio y obligar a la Iglesia a denunciar a todos
los pederastas ante la policía.
Que
toda la documentación e informes sobre las investigaciones canónicas
relativos a los casos de abuso sean transferidos a las instancias de
la justicia ordinaria.
Que
el Vaticano ponga en práctica las recomendaciones de la Comisión
sobre los Derechos del Niño de la Organización de Naciones Unidas
(ONU), publicadas en 2014, en las que se aconseja «la destitución
de los cargos eclesiásticos implicados en el silenciamiento de los
casos de pederastia y que se entregue a la policía a todos aquellos
que sean culpables de dichos abusos sexuales».
Que
se elimine la inmunidad de los diplomáticos vaticanos y que se deje
de gestionar el problema de la pederastia de manera interna.
Que
las Conferencias Episcopales reserven parte de su presupuesto para
las indemnizaciones a las víctimas de abusos.
Que
se hagan públicos todos los registros y archivos con los religiosos
que han cometido excesos con menores, incluidos los ya apartados o
fallecidos.
Que
se decreten nuevas leyes donde los niños adquieran más derechos y
los clérigos pierdan sus privilegios. Es decir, considerar al
sacerdote como un mero profesional, con los mismos derechos y
obligaciones que cualquier otro ciudadano.
Acabar
con los secretos, tanto de confesión como de pontificio, en los
casos más graves, y que cualquier miembro de la Iglesia pueda
informar a las autoridades pertinentes con total libertad y sin la
amenaza de los severos castigos que pesa sobre ellos en la
actualidad. (Recordemos que, en gran parte, la falta de denuncias
internas se debe al secretismo ancestral de la Iglesia. Además,
muchos sacerdotes temen denunciar de pederastia a sus compañeros
porque estos los pueden denunciar a ellos de otro tipo de relaciones
sexuales, que no son delito, pero que contravienen la doctrina de la
Iglesia).
Aplicación
de las leyes y los convenios internacionales de derechos humanos que
España ha suscrito, y no continuar con la hipocresía de las
autoridades estatales, que temen, aún hoy, molestar a la Iglesia por
miedo a que la denuncia no les sea rentable.
En
esta coyuntura tan favorable para la Iglesia, no es de extrañar que
el expresidente de la Conferencia Episcopal Española (CEE), el
cardenal Ricardo Blázquez, asegurase en su día que no entraba en
sus planes encargar investigaciones sobre los casos de abusos
sexuales cometidos por sacerdotes en la Iglesia española en el
pasado. Aunque, posteriormente, forzado por las recomendaciones del
papa Francisco, afirmase que animaría a denunciar ante la Justicia
cualquier caso de abusos a menores del que se tuviera conocimiento.
Pederastía
y religión (5ª Parte)
Por
Jesús
Mostolac
6
octubre 2020
CASOS
Estamos
hablando de miles y miles de casos que se han dado y se continúan
dando en el mundo. A cual más horrible. Aquí sólo recogemos
algunos testimonios para que el lector se haga una pequeña idea de
lo desgarrador de los mismos. La mayoría aparecen en los libros Los
internados del miedo,
de los periodistas Ricard Belis y Montse Armengou (Now bocks, 2016),
y Lobos
con piel de pastor,
del periodista Juan Ignacio Cortés (Editorial San Pablo, 2018)
«Los
abusos sexuales se daban con suma frecuencia–cuenta una de las
víctima anónimas–. A la crueldad y la humillación de
tocamientos, felaciones y violaciones, se añadía la perversión
mental con que nos hacían creer a los niños que los mismos eran los
designios de Dios. Eso sí, unos designios inconfesables que
debíamos mantener en secreto, bajo amenazas de castigos y terribles
sufrimientos, tanto para nosotros como para nuestros familiares».
«En
un primer momento te dejabas hacer –confiesa Juan Antonio de
Miguel, de su paso por los Hogares Mundet (Salesianos)–, porque no
sabías si eso estaba bien o mal (…). Casi agradecías en aquel
maldito encierro que un cura te mostrara afecto en lugar de
maltratarte (…). Las secuelas del internado son difíciles de
superar: aún hoy me cuesta relacionarme y mirar a alguien a los ojos
cuando me habla».
Joan
Sisa cuenta en estos mismos Hogares Mundet: «Aparte de los golpes,
uno de los castigos más frecuentes consistía en hacer salir por la
noche a los niños del dormitorio y tenerlos de pie en el pasillo sin
poder dormir. Este era uno de los marcos ideales para que se
produjeran abusos sexuales. Yo fui tanto víctima como testigo de los
mismos. Recuerdo cómo un niño, tras ser penetrado analmente por
un sacerdote, al día siguiente tuvo que ser trasladado a la
enfermería».
En
el Colegio de San Fernando de Madrid (Salesianos), donde se daba con
frecuencia la pederastia, José Sobrino, uno de los afectados que en
su día se decidió a denunciar, narra cómo los domingos en el cine
algunos sacerdotes se aprovechaban de ellos. «Lo intentaban
principalmente –cuenta– con niños que carecían de padres,
porque estaban más indefensos (…). Nos tocaban durante la
proyección». Después nadie hablaba del tema, aunque los alumnos
que sufrían los abusos quedaban marcados para siempre. «Recuerdo a
un compañero que lo violaban dos curas: cuando uno terminaba,
empezaba el otro, y luego volvía a manos del primero, y así durante
una buena temporada. Su vida quedó marcada para siempre, y hasta
hace poco ha sido incapaz de contárselo a nadie». Según su
testimonio, el director del centro lo sabía, y hasta el subdirector
era uno de los violadores, pero no lo denunciaba para no afectar a la
reputación del centro. Por otro lado, sabía muy bien que las
víctimas no podían acusarlos ante nadie.
La
pederastia en la orden de los Maristas ha dado lugar a un libro y a
una película. Todo comenzó con la denuncia de Manuel Barbero, padre
de una de las víctimas (y víctima él también en la infancia), al
profesor de Educación Física, Joaquín Benítez. Un periodista de
la sección de sucesos de El Periódico de Catalunya narró todo el
horror en una sección especial titulada ’Crónica
del caso maristas’.
Solo en Cataluña han salido imputados catorce antiguos profesores de
los colegios de esta orden, y la investigación continúa abierta.
Algunos
de estos repugnantes sacerdotes han sido auténticos depredadores
sexuales, como es el caso de Brendan Smyth, que llegó a abusar a lo
largo de 40 años, en parroquias de Belfast, Dublín y EE. UU, al
menos de 143 niños. Varios de sus superiores recibieron
denuncias de su comportamiento sexual criminal, pero no hicieron nada
para detenerlo. Cuando afloraban las denuncias, como medida, se
limitaban a cambiarlo de parroquia. El escándalo desatado en
Irlanda, tras conocerse el horror que había causado, provocó
incluso la caída del Gobierno (diciembre de 1994).
Daniel
Pitt, de Friburgo (Suiza francófona), cuenta en su libro Lo
perdono, padre las
vejaciones que sufrió entre los 9 y los 13 años a manos del
sacerdote capuchino Joel Allaz. Calcula que fue
violado en este tiempo más de 200 veces
y tuvo que soportar otras tantas ceremonias de macabros ritos
sexuales. Transcurridos 58 años de los sucesos, confiesa que ha
estado en terapia más de 20 de los mismos, con varios intentos de
suicidio. «Yo me acostumbré a ser violado como un perro se
acostumbra a su caseta –acaba diciendo–». Hoy
de este sacerdote se reconocen 154 víctimas,
pero solo Daniel Pitt ha tenido el valor de denunciar.
Noticiado
fue también en España el caso del clan
de los Romanones,
grupo de sacerdotes y laicos de Granada, cuya figura más prominente
era el padre Román Martínez. Al menos cuatro de sus miembros se
sabe que mantenían relaciones sexuales entre ellos. El propio padre
Román afirmaba sin rubor que esta promiscuidad sexual era
perfectamente natural y agradable a los ojos de Dios. F. L. los
denunció ante el Vaticano en 2014, tras haber sufrido maltrato
físico y psicológico por uno de ellos, además de abusos de todo
tipo. La respuesta recibida de la curia vaticana fue que el caso, al
haber pasado más de 20 años, estaba prescrito. El cura que abusó
de él se llamaba José Ramón Ramos Gordón, un joven sacerdote con
el que coincidió en el Seminario Mayor de Astorga, en La Bañeza.
Las
denuncias que realizó, en un primer momento, ante su tutor,
Francisco Javier Redondo de Paz, no fueron tomadas en consideración
por carecer de pruebas. Su propia madre le dijo que lo habría soñado
todo, y que tanto él como su hermano, que también era objeto de
malos tratos, lo olvidaran. Los superiores quisieron acallarlo
prometiéndole tomar algunas medidas, pero la totalidad de las mismas
fueron incumplidas. «En el seminario había un clima terrible de
miedo –nos cuenta–, sobre todo por las noches. Son muchísimas
las víctimas, pero aún hoy les sigue dando mucho miedo y vergüenza
ser identificadas como tales. España es otra Irlanda, por eso
debemos denunciar». José
Manuel Ramos Gordón, –denuncia
F. L. en carta ante el Papa– se
acercaba a mi cama, introducía sus dedos por el ano, mientras me
tocaba con la otra mano. Las silenciosas lágrimas que yo derramaba
no eran para él un impedimento ni un límite, y solo me quedaba
pensar en que el tiempo pasaría y que terminaría pronto. Apretaba
los ojos y respiraba, no podía hacer nada más hasta que por fin
terminaba y notaba el asqueroso, húmedo y caliente fluido que había
derramado sobre mí. Cuando ya se había marchado, tenía que
levantarme, tembloroso, llorando, y atravesar descalzo el dormitorio
para ir a lavarme con agua fría y retirar de mi cuerpo el vomitivo
semen que tenía encima… ¡Cuánto extrañé los brazos de mi
madre!, ¡el cobijo de su pecho!, sentirme como cualquier otro niño,
protegido en su regazo y saber que nada malo podía pasarme mientras
estuviera allí.
Su carta nunca fue respondida.
En
agosto de 2018, volvió a escribir a su Santidad en estos
términos: Como
víctima reconocida, me siento indignado con el trato que se me está
dispensando. Han sido dos años y medio de proceso, de abrir heridas,
de exponer ante extraños algo tan íntimo y doloroso como son los
abusos que sufrí y cuyas secuelas aún arrastro, y como respuesta
solo obtengo silencio y desdén… Denunciar es sacar a la luz el
dolor que nunca se fue, es volver a sentir la repugnancia de unos
actos aberrantemente sucios que me han acompañado durante treinta
años (…) Sobran ya las palabras… faltan hechos.
Otro de los afectados, un tal Daniel, valientemente, denunció al
padre Román ante la justicia ordinaria, pero este resultó absuelto
por falta de pruebas y Daniel condenado a pagar las costas del
juicio.
Uno
de los testimonios más duros es el de Dolores Zamorano, quien con
nueve años fue internada por sus padres en el Preventorio
Antituberculosos del Doctor Murillo, en Guadarrama. Nadie en la
familia padecía la enfermedad, pero pensaron que le vendrían bien
unos días en la sierra, allí viajó acompañada de su hermana de
ocho años. Tras numerosas humillaciones y vejaciones, ya el
tercer día de estancia fue violada, anal y vaginalmente, por el
capellán que la preparaba para la primera comunión en catequesis
individuales, y obligada a hacerle felaciones, bajo amenazas y
justificaciones divinas. Luego el sacerdote la castigó y encerró en
un cuarto por pecadora y seductora.
Lola,
de la que ya hemos hablado más arriba, fue violada por el sacerdote
que, al día siguiente, le dio la primera comunión. Lo
cuenta así: «No pude hacer la comunión en grupo porque estaba
enferma, así que el cura me dio catequesis aparte. El primer día me
llevó a la sacristía, y ya vi que, con sus zalamerías, quería
ganarme. El segundo empezó a bajar la mano por mi pecho y a tocarme.
Y el tercero pasó ya lo que pasó: me violó por delante y por
detrás, y luego me obligó a hacerle una felación. Aquello fue
brutal; si no me morí allí, no moriré nunca. El asco que sentí no
se puede explicar. ¡Tengo
60 años y aún creo que soy culpable! No
lo voy a olvidar nunca. Toda una vida en manos de psicólogos, para
acabar hecha una mierda. Aquel depravado me hizo jurar que no
contaría nada a nadie, porque si lo hacía, no volvería a mi casa y
a mis padres les pasarían cosas terribles».
El mismo
sacerdote que violó a Lola,
que se llamaba Don
Mauro, dejó sorda a su amiga Julia de un golpe en el oído,
también
en los días previos a recibir la primera comunión. La niña Julia
preguntó al cura, en su inocencia, qué era la hostia, y recibió
como respuesta una bofetada con tanta fuerza que la tiró escaleras
abajo. Mientras rodaba, el cura le explicó: “Lo que te acabo de
dar es una hostia y lo que tú recibirás es la sagrada forma”.
Tras
estas espeluznantes narraciones, ya solo nos resta añadir que los
informes publicados a nivel global sobre esta lacra de la pederastia
son desoladores, pudiendo alcanzar, a nivel mundial, incluso al 7%
del clero. En España, este porcentaje supondría que unos 1.200
curas pederastas continúan vivos (y, lo que es peor, libres de
juicio). Las víctimas, a nivel internacional, podrían elevarse, en
estos momentos, a más de 100.000; la misma cantidad que se reconoce
en EE.UU en los últimos 50 años.