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ROUCO
La batalla contra el «matrimonio gay»
no se libra únicamente en territorios lejanos como Suráfrica o Latinoamérica.
No se limita a los países del norte de Europa, que a menudo —magro consuelo
para el Vaticano— son de predominio protestante. Lo más inquietante para Roma
es que el debate, al final del pontificado de Juan Pablo II, llegó al núcleo
duro del catolicismo: España, tan importante en la historia cristiana; Francia,
«hija mayor de la Iglesia»; por último, la mismísima Italia, el corazón del
papado, su ombligo, su centro.
Al final de
su interminable pontificado, Juan Pablo II, enfermo, asiste impotente a la
mutación de las opiniones públicas y al debate que se abre en España sobre el
matrimonio de parejas del mismo sexo. Al final de su pontificado, en 2013,
Benedicto XVI, aún más impotente, solo podrá constatar que Francia se dispone a
adoptar la ley sobre el matrimonio antes de que Italia haga lo mismo para las
uniones civiles, poco después de su partida. En su momento el matrimonio
homosexual también llegará a Italia.
Entre estas
dos fechas, las uniones homosexuales se impusieron en Europa, no siempre en el
sistema legal, aunque sí en la mente de todos.
«¡No
pasarán!» El mensaje de Roma es tajante. El cardenal Rouco lo recibe, alto y
claro. En realidad tampoco se ha hecho de rogar. Cuando su amigo Angelo Sodano,
el secretario de Estado de Juan Pablo II, convertido en papa bis desde la
enfermedad del santo padre, le pide que frene a toda costa el «matrimonio gay»,
Rouco ya se ha puesto al frente de la «resistencia». Para Roma es fundamental
que España no ceda. Si este país legaliza el matrimonio homosexual, el símbolo
sería tan fuerte, sus efectos tan amplios, que toda América Latina podría caer.
«¡No
pasarán!» no es, bien mirado, el lenguaje de Rouco. Este neo-nacionalcatólico
está más cerca de las ideas del dictador Franco que de las de los republicanos.
Pero entiende el mensaje, repetido con la misma intensidad por el cardenal
Bertone cuando este sustituye a Sodano.
Viajé a España cinco veces, antes, durante
y después de la batalla sobre el matrimonio. En 2017, cuando regresé a Madrid y
Barcelona para mis últimas entrevistas, se estaba eligiendo el nuevo presidente
de la Conferencia Episcopal. Más de diez años habían pasado desde la batalla
sobre el matrimonio homosexual, pero la herida parecía abierta todavía. Los
actores eran los mismos; la violencia, la rigidez y las dobles vidas también.
Era como si la España católica estuviera atascada. Y ahí, moviendo los hilos,
seguía el cardenal Rouco. En español se dice «titiritero», el que manipula las
marionetas.
Antonio
María Rouco Varela nació en el camino de Santiago. Se crio en la localidad
gallega de Villalba, etapa de la gran peregrinación que hoy siguen haciendo
cientos de miles de fieles. El año de su nacimiento, 1936, estalló la guerra
civil española. Su carrera autoritaria, en las décadas siguientes, fue similar
a la de muchos curas de su tiempo que respaldaron la dictadura franquista.
Nacido en
una familia modesta, con una madre enferma y huérfano precoz de padre, el joven
Rouco inició una ascensión social insólita. Su educación en el seminario menor
fue estricta y conservadora. «Medieval» incluso, según un sacerdote que le
conoce bien. Quien añade:
—Por
entonces en esos colegios católicos españoles todavía se les decía a los
muchachos que la mera masturbación era un pecado abominable. ¡Rouco se educó
con esa mitología del Antiguo Testamento que hace creer en las llamas del
infierno, donde arderán los homosexuales!
Ordenado
sacerdote con 22 años en 1959, el hidalgo Rouco ya soñaba con ser uno de esos
caballeros que combatieron contra los infieles con un escudo en el que figura
la cruz púrpura representada por una espada teñida de rojo sangre, los de la
orden militar de Santiago (la misma enseña que hoy puede verse en el Museo del
Prado en el pecho de Velázquez, en uno de los cuadros más bellos del mundo, Las
Meninas).
Sus
biógrafos conocen mal los diez años que Rouco pasó después en Alemania, en los
sesenta, donde estudió filosofía y teología, principalmente con el canonista
Klaus Mörsdorf. Quienes le conocieron entonces le describen como un cura
bastante moderado, poco sociable, de constitución frágil, afeminado, deprimido,
inquisitivo; algunos pensaron incluso que era progresista.
De vuelta a
España, Rouco pasó siete años en Salamanca. Fue ordenado obispo de la sede de
Gergi y nombrado obispo auxiliar de Santiago durante el papado de Pablo VI. En
los años ochenta se acercó a las posiciones del arzobispo de Madrid, Ángel
Suquía Goicoechea, un conservador al que Juan Pablo II había elegido para
suceder al liberal y antifranquista Vicente Enrique y Tarancón. Por cálculo, quizá,
más que por convicción, Rouco se adhirió a la nueva línea madrileña y vaticana.
Y eso tuvo su recompensa: a los 47 años es nombrado arzobispo de Santiago, su
sueño. Diez años después es arzobispo de Madrid y más tarde Juan Pablo II le
crea cardenal.
Tengo cita
con José Manuel Vidal en el restaurante Robin Hood de Madrid. El nombre (Robin
de los Bosques) está escrito en inglés, no en español. Esta cantina solidaria
está regentada por el centro social de la iglesia de San Antón del Padre Ángel,
que acoge a los vagabundos y a los niños de la calle. Vidal, que también ha
sido cura durante trece años, come aquí para apoyar a la asociación. Y es aquí
donde nos veremos en varias ocasiones.
—Al
mediodía este es un restaurante como todos los demás. Por la noche, en cambio,
es gratuito para los pobres. Comen lo mismo que nosotros: pagamos al mediodía
para que ellos puedan comer gratis por la noche —me explica Vidal.
Hijo del
Vaticano II, José Manuel Vidal también pertenece a esa gran familia, ese gran
río inquieto y silencioso que cruzó los años setenta y ochenta: la de los curas
que se salieron de la Iglesia para casarse. Admiro a Vidal por su franqueza en
un país donde se supone que uno de cada cinco curas vive en concubinato con una
mujer.
—En mi
juventud, los años cincuenta, la Iglesia era la única vía de ascensión social
para un hijo de campesino como yo —dice.
El cura que
colgó los hábitos conoce la Iglesia española por dentro. Está al tanto de sus
intrigas con todo detalle, y tras la «pureza asesina» descubre todos los
secretos, como en la película La mala educación de Almodóvar. Ha sido
periodista de El Mundo y luego director de la importante página web Religión
Digital, primer sitio católico en idioma español. Vidal ha publicado una
biografía del cardenal Antonio María Rouco Varela. Su título, en grandes letras
mayúsculas, como si fuera un personaje tan famoso como Juan Pablo II o Franco,
es un simple ROUCO.
—Mi pasado
de sacerdote me ha permitido recoger informaciones desde dentro. Mi secularización
actual me da una libertad que no suelen tener los eclesiásticos españoles
—resume hábilmente Vidal.
El trabajo
de José Manuel Vidal, de 626 páginas, es una fotografía fascinante de la España
católica desde los años cuarenta hasta nuestros días: la colaboración con la
dictadura franquista; la lucha contra el comunismo; el poder del dinero y la
corrupción que ha gangrenado al clero; los estragos del celibato y los abusos
sexuales. No obstante, la mirada de Vidal es benevolente con esos curas que
fueron como él y que hoy siguen creyendo en Dios y amando a su prójimo.
El cardenal
Rouco fue el hombre más poderoso de la Iglesia católica española durante unos
veinte años, desde que le nombraron arzobispo de Madrid en 1994 hasta que el
papa Francisco le retiró en 2014.
—Rouco es
un hombre de lo más maquiavélico. Ha dedicado su vida a controlar la Iglesia y
España. Tenía una auténtica corte a su alrededor. Y dinero, mucho dinero. Tenía
soldados, tropas, un verdadero ejército —cuenta Vidal para explicar esta
ascensión anormal.
Figura del
«Antiguo Régimen», al decir de su biógrafo, Rouco Varela era un personaje
sumamente anacrónico en España. A diferencia de sus predecesores, como el
cardenal Vicente Enrique y Tarancón, que fue el hombre del Vaticano II y la
transición democrática en España, no parecía «haber roto claramente con el
franquismo», según la expresión del padre Pedro Miguel Lamet, un jesuita con
quien hablo en Madrid.
Rouco era
un «psicorrígido oportunista» que «optó por Roma contra España», dice Vidal. No
tenía el menor escrúpulo en lanzar a los católicos al ruedo político. Movilizó
al episcopado y luego a toda la Iglesia española en apoyo de la facción más
sectaria del Partido Popular, el ala derecha del partido de José María Aznar.
La piedra
angular del poder de Rouco estaba formada por cuatro tramas entrelazadas: el
Opus Dei, los Legionarios de Cristo, «los Kikos» y el movimiento Comunión y
liberación.
El Opus Dei
siempre ha desempeñado un papel importante en España, donde se fundó esta
cofradía secreta en 1928. Según varios testimonios coincidentes, Rouco no era
miembro de «la Obra», pero supo manipularla. Los Legionarios, influenciables
por sus pocas luces, formaron el séquito de Rouco (el cardenal fue partidario
de Marcial Maciel incluso después de las primeras revelaciones sobre casos de
violaciones y pedofilia).
La tercera trama de Rouco se conoce en
España con el nombre de «los Kikos» (y en otros países como movimiento del
Camino Neocatecumenal). Es un movimiento de juventud católica que pretende
volver a los orígenes del cristianismo y rechaza la secularización que se
propaga por el mundo. Por último, Rouco se apoyaba en el importante movimiento
católico conservador Comunión y liberación, fundado en Italia pero con fuerte
presencia en España (desde 2005 su presidente es español).
—Esos
cuatro movimientos de derechas formaron la base social del poder de Rouco, eran
su ejército. Cuando le convenía, el «general» Rouco les ordenaba echarse a la
calle y entre los cuatro podían llenar las grandes plazas de Madrid. Ese era su
modus operandi. Se vio cuando libró la batalla contra el matrimonio gay —me
explica Vidal.
Antes del
debate sobre el matrimonio Rouco había hecho alarde de su talento organizador
durante las Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ) de 1989, que se celebraron
justamente en la ciudad de Santiago. Allí el arzobispo echó el resto y su
eficacia sedujo al papa Juan Pablo II, que le felicitó públicamente en su
primer discurso. Con 52 años Rouco tuvo su momento de gloria y una consagración
que otros esperaron toda la vida. (Rouco renovó la maniobra de seducción con
Benedicto XVI, en 2011, para las JMJ de Madrid.)
Intelectualmente,
el pensamiento de Rouco es calcado del de Juan Pablo II, que le creó cardenal.
El catolicismo está asediado por sus enemigos y hay que defenderlo. Esta visión
granítica de una Iglesia fortaleza puede explicar, según varios testigos, la
rigidez del cardenal, su propensión autoritaria, la movilización de las tropas
para el combate en la calle, su afición por el poder extravagante y el control.
Sobre la
cuestión homosexual, su verdadera obsesión, Rouco estaba en la misma línea que
el papa polaco: no hay que condenar a los homosexuales si optan por la
abstinencia y, si no lo consiguen, hay que brindarles «terapias reparadoras»
que les permitan alcanzar la castidad absoluta.
Elegido y
reelegido cuatro veces al frente de la Conferencia Episcopal Española, Rouco
ocupó el cargo doce años. A los que hay que sumar los años en que siguió
moviendo los hilos, como un titiritero, sin tener oficialmente el poder (aún
sigue haciéndolo). Siempre acompañado de su secretario, que no le deja ni a sol
ni a sombra, y de su peluquero, que no se separa ni un pelo de él, «una
bellísima persona», reconoce Rouco; al arzobispo se le han subido los humos. Un
apellido que aquí nos vale como nombre común le define muy bien: ¡Rouco se ha
convertido en un Sodano!
El poderío
de Rouco Varela es español, pero también romano. Debido a sus inclinaciones
ideológicas y a sus inclinaciones en general, Rouco siempre ha permanecido en
olor de santidad en el Vaticano. Próximo a Juan Pablo II y Benedicto XVI, que
le defendieron a capa y espada, también era íntimo de los cardenales Angelo
Sodano y Tarcisio Bertone. Como el poder da poder, Rouco ha tenido mucha influencia
en todos los nombramientos españoles, de modo que muchos sacerdotes y obispos
le deben su carrera. Los nuncios le llevaban en andas. Y como en España la
Iglesia mide su poder en la relación Roma-Madrid, le llaman «el vicepapa».
—Rouco
gobernó con el miedo y la compra de favores. Siempre se ha dicho de él que era
un «traficante de influencias» —me dice un cura en Madrid.
El arzobispo colocaba sus peones en
todas partes y desplegaba su poder. Tenía sus «hombres de placer», como se
llamaba en la corte de los Austrias a los bufones que hacían reír al rey.
Cuando nombraron obispo al hijo de su hermana, Alfonso Carrasco Rouco, estalló
una polémica sobre el nepotismo y se empezó a hablar de Rouco como el «cardenal
nepote», lo que trae tristes recuerdos.
El dinero
también, ¡y cuánto! Lo mismo que el cardenal López Trujillo, o los secretarios
de Estado Angelo Sodano y Tarcisio Bertone, Rouco es, a su manera, un
plutócrata. Gracias al dinero (de la Iglesia y quizá al de la Conferencia
Episcopal Española) pudo cultivar su poder en Roma.
En España,
el arzobispo de Madrid vivía como un príncipe en un ático restaurado en 2004
por varios millones de euros. Este auténtico penthouse, de un lujo
inaudito, con cuadros de grandes maestros, se encuentra en el Palacio de San
Justo, una mansión del siglo xviii, magnífica, sin duda, y un poco mareante con
su barroco tardío (estuve en el palacio cuando visité al cardenal Osoro, el
sucesor de Rouco).
—En el
extranjero no se hacen una idea de hasta qué punto la elección de Francisco fue
un drama para el episcopado español —me explica Vidal—. Los obispos vivían aquí
como príncipes, más allá del bien y del mal. Todas las sedes episcopales son
palacios grandiosos y la Iglesia española posee un patrimonio inimaginable por
todo el país, en Madrid, Toledo, Sevilla, Segovia, Granada, Santiago… Y de
repente, Francisco les pide que sean pobres, que salgan de sus palacios, que
vuelvan a la actividad pastoral y la humildad. Lo que les fastidia, con este
nuevo papa latinoamericano, no es tanto la doctrina, porque siempre han sido
muy acomodaticios en ese sentido; lo que les fastidia es tener que apartarse
del lujo, dejar de ser príncipes, abandonar sus palacios y, para colmo, ¡tener
que ponerse a servir a los pobres!
Si la
elección de Francisco fue un drama para la Iglesia española, para Rouco fue una
tragedia. Amigo de Ratzinger, su renuncia, que no habría imaginado ni en sus
peores pesadillas, lo dejó anonadado. Y cuando salió elegido el nuevo papa, el
cardenal-arzobispo de Madrid tuvo esta salida de actor trágico, recogida por la
prensa: «El cónclave se nos ha ido de las manos».
¡Qué bien
sabía lo que le esperaba! El papa Francisco solo tardó unos meses en pasarle a
la reserva. Empezó apartándole de la Congregación de los Obispos, un puesto
privilegiado que le permitía decidir el nombramiento de todos los prelados
españoles. Marginado en el Vaticano, también le rogaron que en España dejara su
cargo de arzobispo de Madrid, en el que pretendía apalancarse a pesar del
límite de edad. Entonces, hecho una furia, acusando a todos los que le habían
traicionado, exigió poder elegir a su sucesor y propuso tres nombres sine
qua non al nuncio en España. La lista volvió de Roma con cuatro nombres:
¡ninguno de los que Rouco había propuesto!
Pero lo más
duro aún estaba por llegar. Desde las altas esferas, desde la misma Roma, llegó
la sanción más inimaginable para este príncipe de la Iglesia: le pidieron que
dejara su palacio madrileño. Lo mismo que Angelo Sodano y Tarcisio Bertone en
Roma en circunstancias parecidas, Rouco se negó categóricamente y dio largas al
asunto. Apremiado por el nuncio, propuso que su sucesor viviera en el piso de
encima, con lo que podría quedarse en su casa, en su palacio. Nueva negativa de
la santa sede: Rouco tenía que mudarse y dejar su
piso del Palacio de San Justo al nuevo
arzobispo de Madrid, Carlos Osoro. Pero reaccionó haciendo reformar el famoso
ático.
¿Es el
cardenal Rouco una excepción, y un caso extremo, como dicen algunos hoy en
España para disculparse y tratar de hacer olvidar sus calaveradas y su vida
mundana? Nos gustaría creerlo. Pero ese mal genio es más bien el fruto de un
sistema engendrado por el pontificado de Juan Pablo II, en el que los hombres
se intoxicaron de poder y malas costumbres sin ningún contrapoder que frenara
sus excesos. En eso Rouco no se diferencia de un López Trujillo o un Angelo
Sodano. El oportunismo y el maquiavelismo, de los que ha sido maestro, fueron
tolerados, cuando no alentados, por Roma.
También en
este caso el patrón de interpretación es triple: ideológico, económico y
homófilo. Durante mucho tiempo Rouco estuvo en sintonía con el Vaticano de Juan
Pablo II y Benedicto XVI. Se sumó sin titubear a las guerras contra el
comunismo y la lucha contra la teología de la liberación declaradas por
Wojtyla; hizo suyas las ideas contra los gais del pontificado de Ratzinger;
mantuvo una relación estrecha con Stanislaw Dziwisz y Georg Gänswein, los
famosos secretarios particulares de los papas. Rouco fue el eslabón esencial en
España de su política, su aliado, su servidor y su anfitrión en un lujoso
chalet de Tortosa (según tres testimonios de primera mano).
Su entorno
era homófilo. De nuevo estamos ante una matriz como la que se da en Italia,
Francia y muchos otros países. En los años cincuenta y sesenta los homosexuales
españoles escogían con frecuencia el seminario para librarse de su condición o
de la persecución. Alrededor de Rouco, muchos criptogáis hallaron refugio en la
Iglesia.
—Con
Franco, que era un dictador en apariencia muy piadoso, muy católico, la
homosexualidad era un delito. Hubo detenciones, encarcelamientos, homosexuales
enviados a campos de trabajo. De modo que a muchos jóvenes homosexuales el
sacerdocio les pareció la única solución contra la persecución. Muchos acababan
siendo curas. Esa era la clave, la regla, el modelo —explica Vidal.
Un jesuita
con quien hablo en Barcelona me dice:
—Todos
aquellos a los que en las calles de su pueblo les llamaban «maricón» acabaron
en el seminario.
¿Fue ese el
viacrucis que siguió, estación tras estación, en el camino de Santiago, el
propio Rouco? No lo sabemos.
—He
indagado mucho al respecto —prosigue Vidal—. Rouco nunca se interesó por las
chicas. Las mujeres siempre fueron invisibles para él. Su misoginia es
tremenda. De modo que el voto de castidad con las mujeres no sería un problema
para él. En cuanto a los chicos, hay muchas cosas dudosas, personas gais a su
alrededor, pero no hay indicios de inclinaciones reales. Mi hipótesis es que
Rouco es asexuado.
Así estaban
las cosas cuando Rouco, en 2004-2005, al final del pontificado de Juan Pablo
II, se lanzó a la batalla española en contra del matrimonio gay.
—Hay que
darse cuenta de que para Sodano, y luego para Ratzinger y Bertone, el proyecto
de ley a favor del matrimonio gay en España se presentó como un enorme peligro.
Temían el efecto dominó en toda Latinoamérica. Pensaban que había que detener
definitivamente el matrimonio gay en España, antes de que el contagio se
extendiera. Estaban aterrorizados por el peligro de un efecto bola de nieve. El
hombre decisivo ante esa situación, para ellos, era Rouco. El único capaz de
detener definitivamente el matrimonio era él —comenta Vidal.
Rouco no
les decepcionó. En cuanto el presidente del gobierno, Rodríguez Zapatero, se
comprometió a favor del matrimonio gay en 2004 (lo incluyó en su programa
electoral sin pensar que saldría elegido y sin ninguna convicción), Rouco
Varela se cruzó en su camino. Fue entonces cuando hizo su primera demostración
de fuerza, sin previo aviso. Con sus «Kikos», sus Legionarios de Cristo y la
ayuda del Opus Dei, el cardenal convocó a las masas. Cientos de miles de
españoles llenaron las calles de Madrid con el lema: «La familia sí importa».
Con ellos estaban los obispos; durante este periodo fueron veinte los que se
manifestaron contra el matrimonio gay.
Después de
sus primeros éxitos, Rouco sintió que su estrategia daba resultado. Roma
aplaudía con entusiasmo. Se sucedieron las manifestaciones en 2004 y la duda
empezó a hacer mella en la opinión pública. El papa Ratzinger felicitó a Rouco
por medio de su secretario personal Georg Gänswein. Rouco había ganado su
apuesta: el gobierno de Zapatero estaba en apuros.
—En ese
momento Rouco se convirtió en nuestra bestia negra. Hizo que los obispos se
echaran a la calle, para nosotros era inimaginable —me explica Jesús Generelo,
presidente de la principal federación de asociaciones LGBT españolas, próxima a
la izquierda.
Pero en la
primavera de 2005 la situación dio un vuelco. ¿Habían ido demasiado lejos los
obispos en sus soflamas? ¿Las pancartas exhibidas en las calles eran demasiado
exageradas? ¿La movilización religiosa recordaba al franquismo, que también decía
luchar por la familia y los valores católicos?
—El
principal fallo de Rouco fue hacer que los obispos encabezaran las
manifestaciones. Franco también lo había hecho. Los españoles interpretaron
inmediatamente el mensaje: era la vuelta del fascismo. La imagen fue
devastadora y hubo un viraje en la opinión pública —comenta José Manuel Vidal.
Después de
un tira y afloja de varios meses, los medios se inclinaron a favor del
matrimonio homosexual. Los medios, a pesar de tener en varios casos vínculos
con el episcopado, empezó a criticar las manifestaciones y a parodiar a sus
dirigentes.
El propio
cardenal Rouco pasó a ser el blanco preferido. La vehemencia con la que lanzaba
sus ataques contra esa ley le valió el mote usurpado de «Rouco Siffredi»,
incluso entre los curas (según el testimonio de uno de ellos). Las redes se
burlaron del cardenal a placer: se convirtió en «Rouco Clavel», reina de día,
en alusión al cómico Paco Clavel, reina de noche, un célebre cantante de la
movida, travesti llegado el caso y siempre en la «extravaganza». «Es Rouco
Varela de día y Paco Clavel de noche» fue la comidilla del momento. La Iglesia
perdió el respaldo de la juventud y de las grandes ciudades; la élite del país
y los poderes económicos también se desligaron de esas posiciones anti
matrimonio gay para no parecer trasnochados. Los sondeos mostraron que dos
tercios de los españoles apoyaban el proyecto de ley (hoy son cerca del 80 %).
Roma, que
seguía los debates con mucha atención, empezó a alarmarse por el cariz que
estaban tomando los acontecimientos. A Rouco se le reprochó el haber ido
demasiado lejos y haber permitido que unos obispos iracundos desvariasen cada
vez más. El nuevo secretario de Estado, Tarcisio Bertone, viajó urgentemente a
Madrid para reunirse con Zapatero y para pedirle a Rouco que «se calmara». Que
el nuevo hombre fuerte del Vaticano, el más estrecho colaborador del papa
Benedicto XVI, él mismo muy homófilo, quisiera aplacar a Rouco, era todo un
síntoma.
Hay que
decir que, tras las consignas belicosas y las pancartas rabiosamente contrarias
al matrimonio gay, el episcopado español estaba más dividido de lo que se ha
dicho. Rouco perdió el apoyo de su propia Iglesia. Por ejemplo, el nuevo
cardenal y arzobispo de Sevilla, Carlos Amigo, y el obispo de Bilbao, Ricardo
Blázquez (a quien Francisco crearía cardenal en 2015), criticaron su línea. El
arzobispo de Pamplona, Fernando Sebastián, un religioso y buen teólogo
considerado de izquierdas, antiguo secretario del cardenal Tarancón (al que
Francisco también crearía cardenal en 2014), llegó a atacar frontalmente la
estrategia de Rouco, tachándola de regreso al franquismo.
Lo cual no
quita para que Sebastián, Amigo y Blázquez desaprobaran el matrimonio gay
defendido por Zapatero. Pero ellos rechazaban la movilización callejera de los
obispos. Pensaban que la Iglesia no debía entremeterse en los asuntos
políticos, aunque podía dar su punto de vista ético sobre los debates sociales.
El cardenal
Rouco echó un pulso a sus rivales en la Conferencia Episcopal, apoyado por dos
lugartenientes. Detengámonos un momento en estos dos hombres, figuras
destacadas de la Iglesia española que serían apartados por Francisco. Porque en
ninguna parte la batalla entre los ratzinguerianos y los partidarios de
Francisco fue más dura que en España.
El primero
era Antonio Cañizares, por entonces arzobispo de Toledo y primado de España.
Este amigo de Rouco también era muy afín al cardenal Ratzinger, lo que le valió
en España el apodo de «pequeño Ratzinger» (Benedicto XVI le crearía cardenal en
2006). Lo mismo que al cardenal estadounidense Burke, a Cañizares, como hemos
visto más arriba, le encantaba ponerse la capa magna, el traje de boda de los
cardenales que, con todos sus mantos desplegados, mide varios metros, sostenida
por monaguillos y guapos seminaristas en las grandes ocasiones.
—Como
Cañizares es bajito, verlo con esa cola tan larga le hacía aún más ridículo.
¡Parecía una Mari Bárbola! —me explica un conocido periodista español
(refiriéndose a la enana de Las Meninas, una broma maligna que me han
repetido varias de mis fuentes).
Arreciaron
las críticas a Cañizares y los rumores sobre la gente que lo rodeaba. Varios
políticos y asociaciones LGBT le denunciaron por sus declaraciones homófobas y
por «incitación al odio». No se sabe si un cardenal así sirve la causa
cristiana o si la parodia. Sea como fuere, poco después de su nombramiento
Francisco optó por apartarlo de Roma, donde era perfecto de la Congregación
para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, y lo mandó de vuelta a
España. Cañizares reclamó el arzobispado de Madrid con insistencia, pero
Francisco lo borró de la lista y le forzó a aceptar ser arzobispo de Valencia.
El segundo
hombre de Rouco Varela es, si cabe, aún más caricaturesco y extremista. El
obispo Juan Antonio Reig Pla se lanzó a la batalla contra el matrimonio gay a
su manera: con la sutileza de una drag-queen que entrase en el vestuario
del Barça.
Indignado
con el matrimonio gay y la «ideología de género», Reig Pla atacó a los
homosexuales con una virulencia apocalíptica. Publicó testimonios de personas
«curadas» gracias a las «terapias reparadoras». Equiparó los actos de pedofilia
con la homosexualidad.
Luego, en la homilía de una misa
transmitida en abril de 2012 por la 2 de TVE, lo que provocó un escándalo
también nacional, llegó a decir: «Os aseguro que [los homosexuales] encuentran
el infierno».
—El obispo
Reig Pla es una caricatura de sí mismo. Ha sido el mejor aliado del movimiento
gay durante la batalla por el matrimonio. ¡Cada vez que abría la boca,
ganábamos apoyos! ¡Menos mal que tenemos adversarios como él! —me declara un
responsable de una asociación gay madrileña.
La batalla
espiritual y la batalla personal que se entabló en el país entre estos seis
cardenales y prelados, Rouco-Cañizares-Reig Pla contra
Amigo-Blázquez-Sebastián, marcó profundamente la España católica del primer
decenio del siglo xxi. Reprodujo la línea de fractura entre Benedicto XVI y
Francisco, y todavía hoy, por su intensidad, puede explicar la mayoría de las
tensiones que subsisten en el episcopado español. (En la última elección de la
Conferencia Episcopal Española, que coincidió con uno de mis viajes a Madrid,
Blázquez fue reelegido presidente y Cañizares vicepresidente, una manera de
mantener el equilibrio de fuerzas a favor y en contra de Francisco.)
A pesar de
la movilización excepcional instigada por el cardenal Rouco Varela, el 2 de
julio de 2005 España pasó a ser el tercer país del mundo, después de Holanda y
Bélgica, que abría el matrimonio a todas las parejas del mismo sexo. El 11 de
julio se celebró la primera boda, y al año siguiente se casaron cerca de cinco
mil parejas. Fue una derrota humillante para el ala conservadora del episcopado
español. (Después, el Partido Popular, con el respaldo de la Iglesia, recurrió
esa ley ante el Tribunal Constitucional. El fallo de los jueces, por ocho votos
contra tres, fue inapelable y una victoria definitiva de los partidarios del
matrimonio gay.)
Desde
entonces la cuestión del matrimonio homosexual fue la principal línea de
fractura en la Iglesia española. Para entenderlo hay que pensar de un modo
contraintuitivo: no creer que los obispos «gais» pertenecen necesariamente al
clan de los defensores del matrimonio y los prelados «heteros» al de los
contrarios. La regla, como en todas partes, es más bien la contraria: los más
alborotadores y homófobos suelen ser los más sospechosos.
No cabe
duda de que el papa Francisco conoce perfectamente al episcopado español, sus
charlatanes, sus cocottes, sus delirios, y ha descifrado sus códigos.
Por eso, desde su elección en 2013, optó por hacer una limpieza general en
España.
Los tres
cardenales moderados creados por él (Osoro, Blázquez y Omella) confirman este
control. El nuncio apostólico Fratino Renzo, que tampoco era del agrado de
Francisco por su tren de vida y sus partidas de golf, fue totalmente puenteado
(y su partida ya estaba programada). En cuanto al obispo Reig Pla, que esperaba
la púrpura, todavía la sigue esperando.
—¡Estamos
al principio de una nueva transición! —me asegura José Beltrán Aragoneses,
nuevo director de Vida Nueva, el semanario de la Universidad Pontificia
de Salamanca.
El nuevo
arzobispo de Barcelona, Juan José Omella y Omella, me confirma el cambio de
línea con palabras prudentes y diplomáticas, algo crípticas, cuando me recibe
en su hermoso despacho, al lado de la catedral barcelonesa:
—Después
del Concilio, el episcopado español aprendió la lección: no somos políticos. No
queremos intervenir en la vida política, aunque podemos expresar nuestro
pensamiento desde el punto de vista moral… [Pero] creo que debemos ser
sensibles a las inquietudes de la gente. No comprometernos en el plano
político, sino en el respeto. Un respeto, no una actitud beligerante, no una
actitud de guerra; [la nuestra, por el contrario, debe ser] una actitud
acogedora, de diálogo, no juzgar, como ha recordado Francisco [con su «¿Quién
soy yo para juzgar?»]. Debemos ayudar a la construcción de una sociedad mejor,
resolver sus problemas y siempre con la mirada puesta en los pobres.
La
declaración es hábil. Quirúrgica. Se ha pasado la página Rouco. Omella, que
había sido misionero en Zaire, es el nuevo hombre fuerte del catolicismo
español. Francisco ha creado cardenal a quien rehusó salir a la calle contra el
matrimonio homosexual. En la Congregación de los Obispos ha quitado a Cañizares
y le ha puesto a él. Intransigente con los abusos sexuales de los curas, nada
sospechoso de llevar doble vida, Omella también es más tolerante con los gais.
Durante uno
de mis viajes a Madrid, cuando los obispos debatían para la elección de su
nuevo presidente de la Conferencia Episcopal Española (CEE), una importante
asociación LGBT amenazó con publicar una lista de obispos «rosa». Esta promesa
de outing no llegó a hacerse realidad. Pero el Observatorio Español
contra la LGTBfobia sí llegó a publicar la lista de los catorce obispos más
homófobos de España en junio de 2016. Según esa información, recogida por eldiario.es,
uno de cada seis obispos españoles fomentan la exclusión de la sociedad y la
Iglesia de los homosexuales. Encabezan el listado Cañizares, Reig Pla y López
de Andújar, seguidos por Rico Parés, Demetrio Fernández y dos eméritos, Rouco y
Sebastián.
Una noche,
cuando yo asistía a un programa en directo en los estudios de la COPE, una
radio de gran audiencia que depende del episcopado, me sorprendió que la
elección del presidente de la CEE fuera un acontecimiento en España (cuando esa
elección en Francia no suscita el menor interés). Faustino Catalina Salvador,
jefe de redacción de los programas religiosos de la COPE, pronosticó la
victoria del cardenal Blázquez, de la tendencia pro-Francisco; otros
tertulianos la de Cañizares, el ala ratzingueriana y pro-Rouco.
Después del
programa seguí conversando con algunos de los periodistas de la tertulia a la
que acababa de asistir. Me sorprendió oírles decir que tal o cual cardenal
español estaba «en el armario» o «enclosetado». Todos estaban al corriente.
—La gente
piensa que el hombre de Francisco en España es Osoro. Pero no, el hombre de
Francisco es Omella y Omella —resume un miembro importante de la CEE con quien
paso varias veladas conversando.
Algo
apartado de todos estos debates y prudente, el arzobispo de Madrid, Carlos
Osoro, es el gran perdedor de esta elección de la CEE. Cuando me reúno con él
para entrevistarle comprendo que este hombre complicado, que procede del ala
«derecha» pero se ha puesto del lado de Francisco, está buscando su sitio. Como
todos los recién conversos a la línea del papa Francisco, que le nombró
cardenal, quiere congraciarse. Y para ganar méritos ante Roma en el terreno
pastoral fue a visitar la iglesia de los «pobres» del Padre Ángel en el barrio
gay de Chueca. El día en que yo también fui, los vagabundos acudían allí muy
contentos de encontrar un sitio donde el café caliente, el wifi, el pienso para
su perro y losaseos eran gratis. «Alfombra roja para los pobres», me dijo el
sacerdote de la CEE que me acompañaba.
—Los
homosexuales también acuden a esta iglesia. Es la única que les trata bien —me
dice.
Antes la
iglesia de San Antón estaba cerrada, abandonada, como lo están cada vez más las
pequeñas iglesias católicas aisladas en España. La crisis de vocaciones
sacerdotales es tremenda y el número de fieles disminuye (menos del 12 % de los
españoles son todavía practicantes, según los demógrafos), las iglesias se
vacían y los numerosos escándalos de abusos sexuales gangrenan el episcopado.
El catolicismo español declina peligrosamente en uno de los países del mundo
donde fue más influyente.
—En vez de
dejar la iglesia cerrada, el cardenal Osoro se la dio al Padre Ángel. Fue una buena
idea. Desde entonces ha revivido. Hay gais todo el tiempo, curas gais,
mezclados con los sin techo y los pobres de Madrid. El Padre Ángel les dijo a
los gais y a los transexuales que eran bienvenidos, que esta iglesia era su
casa, y acudieron —prosigue el sacerdote.
Las
«periferias» de las que habla el papa Francisco están reintegradas en una
iglesia del centro de la ciudad convertida en «la casa de todos». El cardenal
Osoro, ahora gay-friendly, ha llegado a estrechar la mano a los miembros
de la asociación Crismhom que se reúnen aquí (hoy en Madrid un cura gay celebra
misas para las personas homosexuales, como he podido comprobar). El cardenal
estaba un poco tenso pero salió airoso, según varios testigos.
—Intercambiamos
algunas palabras y algunos números de teléfono —confirma un parroquiano.
El
asistente de Osoro me ha dicho que le preocupa que «el cardenal le dé su número
a todo el mundo: la mitad de los madrileños tiene su móvil», y de hecho Osoro
también me lo dio durante nuestra entrevista.
—El Padre
Ángel celebró en su iglesia el funeral por Pedro Zerolo. Fue muy emocionante.
Toda la comunidad gay, todo el barrio de Chueca, a dos pasos de aquí, vino con
sus banderas arcoíris —prosigue el sacerdote español de la CEE.
Zerolo, a
quien he visto en muchas fotos de las asociaciones LGBT de Madrid, era un icono
del movimiento gay español. Fue uno de los impulsores de la apertura del
matrimonio a los homosexuales y se casó con su compañero meses antes de su muerte,
causada por un cáncer. Y el sacerdote añade:
—Su funeral fue grandioso y muy emocionante. Pero ese
día el cardenal Osoro, muy descontento, le dijo al Padre Ángel que había ido
demasiado lejos.
Próximo Capítulo:
17
LA HIJA
MAYOR DE LA IGLESIA