Buscar este blog

sábado, 19 de febrero de 2022

 



Pederastía y religión (1ª Parte)

Por

Jesús Mostolac

1 octubre 2020





Aunque solo en los últimos años se ha tomado conciencia de la gravedad del problema, la pederastia representa una de las mayores lacras que han marcado el devenir de la Iglesia a lo largo de los siglos. La jerarquía eclesiástica, desde sus inicios, siempre ha intentado que todas las atrocidades sexuales cometidas por sus miembros quedaran minimizadas, encubiertas o impunes. Solo las proporciones alcanzadas en los últimos tiempos han obligado a esta –aunque a regañadientes– a aceptar su existencia y a tomar algunas medidas preventivas y coercitivas. Con el presente trabajo se pretende realizar un somero acercamiento a esta cruel realidad, con el fin de que el lector conozca del verdadero alcance de la misma, y, a la vez, un análisis de los motivos que llevan a estos execrables trastornos parafílicos, de las consecuencias que acarrean en el estado anímico y psicológico de los afectados y del porqué de la tibia respuesta de las autoridades religiosas ante los mismos, tanto a nivel internacional como, muy especialmente, a nivel nacional.

Para empezar, convendría clarificar algunos términos relacionados con el tema. Los que hayáis leído mi última novela, Inter nos (Mira editores, 2017), basada en las experiencias personales vividas a mi paso por uno de estos internados religiosos del horror, habréis comprobado que en ella aparecen tres sacerdotes pederastas. Uno de ellos es claramente un enfermo, un desquiciado, un psicópata, un travestista, un sádico afectado por un buen número de parafilias. Los otros dos (reales como la vida misma) siguen un modus operandi muy distinto al primero, aunque diferenciado también el uno del otro. Los tres, dentro de la psicología, se enmarcarían en unos trastornos específicos, y se les asignaría, dentro de la terminología técnica, una denominación concreta. Cabría  distinguir, pues, en estos casos de abusos a menores, entre parafilia, pederastia, pedofilia y efebofilia.

Hablamos de parafilia siempre que nos referimos a una desviación sexual del tipo que sea. El término pederastia, por el contrario, ya es más específico, y se ciñe en exclusiva a los casos en que existe una inclinación erótica hacia los niños o un abuso sexual cometido con ellos. También la pedofilia se podría explicar como una atracción erótica o sexual hacia niños, pero en definiciones más técnicas esta desviación es tenida como una parafilia que busca la excitación o el placer sexual a través de actividades o fantasías sexuales con niños de entre 8 y 12 años. Y, por último, la efebofilia englobaría a todos aquellos parafílicos que sienten atracción sexual por los adolescentes, es decir, por los jóvenes en edades comprendidas entre los 13 y los 19 años de edad, aproximadamente.​​

La pedofilia y la efebofilia describen siempre un trastorno mental. La pederastia, por el contrario, define un comportamiento, de ahí que sea este el término más utilizado (por neutro y descriptivo) a la hora de hablar de abusos sexuales a menores.

Dentro de la terminología, también cabe distinguir entre víctimas y supervivientes, aunque no todos los expertos –e incluso muchos de los afectados– aceptan esta bipolaridad, ya que creen que el uso del término víctima supone una reducción de la identidad del afectado a tal condición. Por consiguiente, para estos solo debiera hablarse de supervivientes.

Partiendo de la existencia de los dos tipos de afectados, nos referiríamos a víctimas en el caso de personas que no han conseguido superar el trauma de los abusos que en su día sufrieron (muchos de ellos viéndose forzados a continuos y dolorosos tratamientos psiquiátricos o psicológicos o incluso acabando en el suicidio), y a supervivientes cuando, con un gran esfuerzo, lo han conseguido.

DESDE CUÁNDO

La pederastia existe en la Iglesia Católica desde sus inicios. La primera reprobación de este comportamiento sexual (y de otros) dentro de esta ya lo encontramos en la Didaché –también conocida como Enseñanza de los doce apóstoles o Enseñanza del Señor a las naciones por medio de los doce apóstoles–, un texto compilado en la segunda mitad del siglo I, pocas décadas después de la muerte de Jesús. Un siglo más tarde, San Justino, en su Primera Apología, de nuevo denunciará los encuentros carnales de adultos con niños.

La crisis de los abusos sexuales en el seno de la Iglesia Católica como vemos, se ha ido fraguando a lo largo del tiempo. En Españala primera denuncia conocida de pederastia religiosa la hace Ramón Pérez de Ayala en 1910, y aparece en su novela A. M. D. G. (Ad maiorem Dei gloriam), obra que causó, en su momento, un gran escándalo dentro del seno de la Iglesia, pues además describe la degradación moral de los jesuitas. Tal fue la presión recibida por el autor a lo largo de su vida, debido a la publicación de esta obra (especialmente por parte de las altas esferas eclesiásticas), que llegó a arrepentirse de haberla escrito.

Algunos años más tarde, aunque con menor intensidad, será Manuel Azaña quien denuncie los abusos en los internados católicos (en este caso de los agustinos), a través de su novela El jardín de los frailes, publicada parcialmente entre septiembre de 1921 y junio de 1922 y definitivamente en libro en 1927. Y en Aragón, Benjamín Jarnés se convertirá en el primer flagelo de las congregaciones religiosas, con la denuncia que hace desde su novela El convidado de papel (1928) de todas las perversiones y acosos que sufren los niños en los internados religiosos de la época.

Pero el afloramiento masivo de casos de abusos sexuales en el seno de la Iglesia se producirá a partir de los años 50. Aunque esta, como respuesta, en un primer momento, se limitará a replegarse sobre sí misma y a negar el problema, tachando a las víctimas de desequilibradas mentales o bien de mentirosas, y no apartará de sus cargos a ninguno de los sacerdotes acusados. No será hasta los años 80, con la magnificación de los escándalos, cuando se tome consciencia de la enorme dimensión de la depravación interna. Y ello se deberá, en gran medida, a las investigaciones llevadas a cabo por algunos periodistas estadounidenses, quienes destaparán centenares de abusos a menores por parte de sacerdotes. A destacar, los pedófilos Gilbert Gauthe y Thomas Adam, autores confesos de más de un centenar de delitos sexuales de extrema violencia a niños. La jerarquía eclesiástica, con todo, aun aceptando los delitos, no castigará a los culpables. Solo entre 1983 y 1987 se denunciarán en EE.UU a más de 200 sacerdotes.

Pero la crisis, de forma global, estallará en 2002, y de nuevo la chispa prenderá en EE.UU. Gracias a un reportaje de investigación realizado por un grupo de periodistas del periódico The Boston Globe, sobre la pederastia y el silenciamiento sistemático de esta por parte de la jerarquía eclesiástica en la diócesis de Boston, el mundo podrá conocer las putrefactas miasmas que corren por las alcantarillas de la Iglesia. El reportaje causó tal impacto en su día que llevó en 2015 a la realización de un largo metraje, Spotlight (En primera plana), ganador del Óscar a la mejor película. El abuso de poder y la doble moral que durante siglos ha practicado la Iglesia Católica, y que ha venido negando y ocultando hasta el momento, quedarán al descubierto. Más de 6.100 sacerdotes, de forma creíble, fueron señalados como responsables de crímenes sexuales contra más de 16.000 menores.

En Irlanda, a partir de estas fechas, fueron aflorando miles de casos, algunos de ellos tan terribles como los ocurridos en el orfanato de St. Joseph, en Killkenny, donde uno de los supervivientes de aquel infierno llegó a afirmar: «Ninguno de los niños que pasamos por aquel lugar tuvo suerte. Todos sufrimos. Quizá los más afortunados fueron los que murieron, pues encontraron una vía de salida rápida a su padecimiento. Tal vez eso es lo que deberíamos haber hecho todos: morir».

En un informe realizado por la Comisión Ryan (Commission to Inquire into Child Abuse), sobre los abusos en Irlanda, que vio la luz en 2009, el periódico The Irish Times habla de un auténtico «mapa del infierno irlandés». El 90% de los que testificaron declararon que incluso llegaron a temer por su vida en los momentos de los atropellos. Todos ellos fueron azotados, pateados, escaldados, quemados, vejados, manoseados, violados o mantenidos bajo el agua alguna vez.

En Australia, los casos de pederastia dentro de la Iglesia Católica alcanzan dimensiones escalofriantes (se cifran en un mínimo de 60.000), algunos tan espeluznantes como los del cardenal George Pell o los del sacerdote Gerald Ridsdale, los dos condenados por los abusos cometidos. Ridsdale, en concreto, llegó a violar a una niña sobre el propio altar.

Alemania y Suiza son otros de los países donde las denuncias por abusos sexuales llevadas a cabo por sacerdotes ascienden a centenares. En Holanda, el Informe Deetman, que vio la luz en 2011, estima que en este país decenas de miles de niños han sufrido abusos por parte de sacerdotes en los últimos cincuenta años, y, en Bélgica, los casos se cuentan, igualmente, por millares. En 2010, en este último país, ya se conocían al menos trece víctimas que se habían quitado la vida, y la pareja de una de ellas y otras seis lo habían intentado. El mapa del horror, como vemos, se extiende por todo el mundo. Los afectados, la mayoría ahora de edad avanzada, pues los abusos tuvieron lugar en los años sesenta y setenta del siglo pasado, aseguraban recientemente que seguían luchando contra la tristeza, la depresión, la enfermedad, los remordimientos y el silencio.

CENTROS Y LUGARES DONDE SE SOLÍA DAR LA PEDERASTIA CON MAYOR FRECUENCIA

En el caso de España, durante la dictadura franquista se dieron abusos sexuales en un gran número de internados religiosos que acogían a niños (aunque, en algunos casos, también a niñas), y, especialmente, en aquellos que los tutelaban por encontrarse en distintas situaciones de necesidad. Estas instituciones solían depender de organismos como la Obra de Protección de Menores, Auxilio Social, Patronato de Protección de la Mujer o bien de las Diputaciones Provinciales. Muchos de estos niños eran hijos de rojos que, dada la degeneración sufrida –según el régimen–, había que separar de sus familias para convertirlos a los nuevos valores patrióticos, religiosos y familiares. Por consiguiente, se trataba de purificar la raza española promoviendo un nuevo tipo de ciudadano libre de las debilidades mentales del marxismo. Los castigos en estos lugares eran brutales: «nos hacían comer nuestros vómitos, tras una comida nauseabunda y llena de insectos –cuenta uno de los afectados–; nos quemaban el culo con una vela por habernos orinado encima, o nos tenían minutos interminables en formación con los pies descalzos sobre la nieve».

Los lugares en los que con mayor frecuencia se solían dar los abusos sexuales eran los dormitorios, las duchas, los cines o teatros y las excursiones (en centros vacacionales o en el campo).




Pederastía y religión (2ª Parte)

Por

Jesús Mostolac



2 octubre 2020


PERFIL DE LAS VÍCTIMAS

Los depredadores sexuales suelen elegir para sus fines a chicos y chicas muy vulnerables: con problemas de algún tipo, solitarios, deprimidos, que provienen de familias humildes o poco estructuradas o bien huérfanos. Este tipo de niños, no solo son presas más fáciles y manipulables, sino también, en caso de denuncia, menos creíbles.

La mayoría de las víctimas suelen ser varones, como ya he dicho. Algo que choca con respecto a los casos que se dan fuera de las instituciones religiosas, que suelen ser niñas (1 de cada 4 niñas sufre o sufrirá abusos, mientras que en los niños la cifra desciende a 1 de cada 6). Según algunos expertos, se trataría de una mera cuestión de accesibilidad. Los sacerdotes que trabajaban en instituciones educativas católicas, hasta hace poco segregadas por sexos en la mayoría de los países, han tenido más acceso a niños que a niñas. En otros lugares, donde la oportunidad de intimar con niños o niñas ha estado igualada, como en el caso de las parroquias, vemos que se han dado abusos por parte de sacerdotes con menores de ambos sexos, o incluso solo con niñas.

Respecto a las perversiones pederastas de mujeres, simplemente diremos se conocen muchas menos. Aunque algunas de ellas de lo más execrables, como es el caso de la Malka Leifer, exdirectora de una escuela judía australiana, que ha sido acusada, recientemente, de 74 abusos sexuales a chicas.

 FACTORES

Para Joseph Aloisius Ratzinger (Benedicto XVI, como papa) existen varios factores como causa de este mal dentro de la Iglesia (contra los que habría que actuar con urgencia). Entre ellos, destaca cuatro: procedimientos inadecuados para determinar la idoneidad de los candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa; insuficiente formación humana, intelectual y espiritual en los seminarios y noviciados; tendencia a favorecer al clero y a otras figuras de autoridad, y desmesurada preocupación por el buen nombre de la Iglesia. Pero, ciertamente, se pueden añadir algunos más, como, por ejemplo, el celibato (la continua incapacidad de la Iglesia para hacer cumplir las obligaciones del voto de castidad), el estilo de vida elitista, el secretismo interno, su apreciación de inmunidad ante las leyes civiles, la mentalidad de club privilegiado, etc.

En todo caso, la cuestión es compleja. Algunos expertos en el tema llegan a afirmar incluso que la pederastia en la Iglesia no es tanto la manifestación de una inclinación sexual como la reacción propia de unas personalidades inmaduras y narcisistas que buscan satisfacer deseos compulsivos, estrechamente relacionados con expresiones de dominio. Pepe Rodríguez, periodista especializado en sectas y religiones, resume este punto así: «La mayoría de los delitos sexuales contra menores los cometen sacerdotes que no son pedófilos estrictamente hablando, sino personas “no enfermas” que dan rienda suelta a sus impulsos sexuales, aprovechando su posición de poder y la fragilidad de sus objetivos».

La falta de maduración psicológica que presentan muchos de estos sacerdotes se puede deber, según estos expertos, a un ingreso en los seminarios muy temprano (de niños), donde su educación psicosexual, de alguna manera, quedó limitada o truncada. En otros casos, es precisamente esta negación de la sexualidad la que atrae a las personas con problemas psicosexuales adquiridos en otros ámbitos o bien congénitos; sacerdotes que no profesan por vocación o fe, sino simplemente para zafar sus perversas inclinaciones sexuales. En todo caso, el perfil psicológico de buena parte de los abusadores se suele corresponder con el de un hombre egocéntrico, que necesita reafirmación y adulación, inseguro en su identidad sexual, hasta cierto punto aislado de relaciones adultas, con un pobre control de sus impulsos y dependiente e inepto a la hora de manejar su ira.

Como vemos, el problema va más allá de la existencia en el seno de la Iglesia de miembros con tendencias homosexuales, como se ha afirmado durante mucho tiempo; detrás de estas aborrecibles prácticas subyacen cuestiones más complejas, tanto psicosociales como culturales. Para poder atajar las depravaciones, pues, se debe partir de unos razonamientos no basados en prejuicios, sino en hechos; no en estigmatizaciones, sino en análisis.

Desde el siglo II, las autoridades eclesiásticas han denigrado el sexo en todas sus formas, tachándolo de sucio, pecaminoso, impuro y hasta no natural. El celibato, así, se convierte en un estado especialmente noble, al que solo pueden acceder almas puras y castas. Esta creencia ha ido reforzando a lo largo de la historia el sentimiento de casta elegida en los sacerdotes, y, a su vez, ha contribuido a fomentar la crisis de la pederastia, a reafirmar la personalidad narcisista de algunos de sus miembros –generalmente individuos emocionalmente inmaduros que ven al niño como un objeto del que pueden abusar debido a su superioridad– y a fomentar el secretismo que domina la vida clerical –haciéndose muy difícil que un sacerdote denuncie a otro cuando sabe o sospecha que ha cometido un abuso, pues, de hacerlo, dejaría de proteger el estatus de la casta y la reputación de la Iglesia–. Así mismo, al tratarse de delitos sexuales, de algo vergonzoso para la Iglesia, el tema tabú también juega un papel muy importante a la hora de no presentar denuncias por parte de otros miembros del clero.

Curiosamente, la tendencia de la Iglesia a esconder sus miserias sexuales, a no reconocer el problema de la pederastia, contrasta notoriamente con su estricta y dura censura orientada a las costumbres sexuales de los laicos. Mientras proclama (y exige a los fieles) unos principios de pureza moral y santidad extraordinariamente elevados, un porcentaje significativo de sus ministros incurren en comportamientos no solo pecaminosos, sino incluso criminales.

Por otro lado, la mayor o menor asimetría de poder de la Iglesia dentro de cada nación también influye en el número de casos y en la gravedad de los mismos. Si el abuso sexual se da en un país como España, por ejemplo, donde la Iglesia ha tenido (y tiene) mucho poder con respecto a las instituciones públicas, la frecuencia y la gravedad de los abusos será mayor que en países como EE.UU o Australia, donde su poder ha sido (y es) mucho menor.

Finalizaremos este apartado diciendo que en España, hasta hace un par de años, se creía que los abusos a menores no pasaban de ser meras anécdotas, a pesar de lo que ya se sabía del resto del mundo (de hecho, cuando mi novela Inter nos salió al mercado, ya prácticamente en 2018, los lectores se escandalizaron de las atrocidades sexuales que contaba en ella sobre sacerdotes del internado por el que yo pasé). En estos momentos, las denuncias se cuentan por cientos, pero, desgraciadamente, ni siquiera los relatos más aterradores de las víctimas han conseguido sensibilizar a los responsables de las instituciones religiosas ni a los dedicados a la protección de la infancia. Tampoco los políticos, de ningún color, han movido un solo dedo para poner fin a esta lacra o para satisfacer las peticiones de las víctimas, a las que ni siquiera se ha escuchado.




Pederastía y religión (3ª Parte)

Por

Jesús Mostolac

4 octubre 2020


EL PORQUÉ DEL SILENCIO

En la actualidad, el 85% de las víctimas por pederastia no revelan los abusos en el momento que ocurren, y de las que lo hacen, el 20% se retracta poco después de haberlo hecho, a pesar de haber sido realmente abusadas. Además, el 30% de los afectados nunca se lo contará a nadie. Si a esto sumamos que solo el 2% de los abusos infantiles se descubren en el momento que suceden, podemos imaginar la ingente cantidad de casos que permanecen en el anonimato y que, por consiguiente, van quedar impunes. Y de los denunciados, nada más una pequeña cantidad, entre el 10 y el 20% llegarán a juicio, de los cuales, una buena parte se perderán por falta de pruebas.

El porqué del silencio de los afectados, por consiguiente, está muy claro: a los sentimientos de culpabilidad, vergüenza y temor se suman la dificultad de probar el delito y el dolor de volver a recordar y de tenerlo que narrar todo ante extraños. El ser violado y agredido por una persona tenida como representante de Dios en la tierra y, en algunos casos, como amigo y benefactor, genera un estrés postraumático en las víctimas que las deja paralizadas. Y el desprecio que luego sentirán hacia sí mismas, las llevará en el futuro a intentar enterrar el horror en lo más profundo de su memoria, actitud que, en la mayoría de los casos, de no contar con la ayuda adecuada, les acarreará graves desequilibrios o consecuencias dramáticas.

Por otro lado, debemos recordar que bajo el Concordato que existía entre la Santa Sede y el régimen de Franco, en vigor hasta 1977, no se podía condenar a un sacerdote, a no ser que el obispo de su diócesis lo permitiera. Si un miembro de la Iglesia cometía un delito sexual, no se le juzgaba, simplemente se le enviaba a un centro correccional, durante dos o tres años, para su rehabilitación. Y en los nuevos acuerdos Iglesia-Estado aprobados en 1979, se mantiene la inviolabilidad de los archivos eclesiásticos de parroquias, obispados, tribunales canónicos y seminarios.

Luego está la dureza del procedimiento judicial, en el que siempre hay una tendencia a no dar credibilidad a las denuncias de los menores y a sospechar más de estos que de los verdugos. Además, las víctimas se ven obligadas a enfrentarse a multitud de interrogatorios (de la policía, del fiscal, del juez de instrucción, de los abogados de las partes… Eso si no han denunciado primero ante los tribunales eclesiásticos, pues de ser así, el proceso todavía se prolonga más y supone mayor dolor para ellos).

Denunciar, por consiguiente, conlleva asumir la visibilidad del maltrato y el juicio de los demás sobre tu propia conducta; implica revivir de nuevo todos los horrores sufridos en el pasado y romper el equilibrio logrado durante años. Hay que pensar que cuando el caso sale a la luz, se convierte en la identidad de la víctima, y esta se ve obligada a decidir dónde colocar esta nueva realidad en su vida. A veces, este lugar de víctima tiene tal potencia que llega a anular el no lugar donde esta se encontraba antes.

Ya inmersos en el juicio, surge otro obstáculo para el denunciante, y es la falta de criterios fijos para valorar las pruebas, ya que estas las evalúa el juez en conciencia. No hay pautas determinadas. Todo depende, al final, de si el magistrado cree a la víctima o no. Existe, además, otro factor muy importante, y es que aquí partimos de una cultura del miedo, de una cultura que, a su vez, genera un temor a hablar. La mayor parte de las víctimas recelan n ser creídas, tanto por las autoridades eclesiásticas y judiciales como por el propio entorno familiar. (Aquí se hace bueno el lema del oficial nazi Heinrich Himmler, quien llegó a afirmar: “Cuanto más horrendos sean los crímenes y los medios que empleemos, menos se los creerán cuando se denuncien”). Por consiguiente, si se encausa en el momento de los abusos o todavía bajo la influencia traumática de estos, las consecuencias pueden ser más destructivas que las propias vejaciones. Así que al abusado no le queda otra salida que el silencio, y esto el abusador lo sabe. Además, el niño, en el momento de los forzamientos, tiende a pensar que solo él está siendo violentado y violado. Es por ello que son cientos los casos de sacerdotes pedófilos que se conocen, pero muy pocos los que han sido o van a ser denunciados.

Otro factor a tener en cuenta es el elevado poder la Iglesia en España, que permite, aún hoy, a cardenales y obispos continuar negando y encubriendo hasta los casos más flagrantes. A esto hay que sumar algunas causas culturales, como la larga tradición de negación de traumas en España y la poca fe en los tribunales.

EFECTOS DE LOS ABUSOS

Los efectos de los abusos sexuales en un menor son siempre devastadores. Sume a la víctima en un torbellino de vergüenza, culpabilidad y dolor que lo inmoviliza psíquica y mentalmente. Algunos expertos los equiparan a los procesos de estrés postraumático experimentado por quienes han vivido situaciones bélicas o catástrofes humanitarias. Para muchos de estos niños, el futuro ha dejado de existir. Al daño causado por el abuso, hay que sumar el de la negación como tal: no se les pide perdón, no se los cree y, en los casos más extremos, como ya se ha dicho, se los descalifica y presenta como mentirosos y desequilibrados. Además, muchos sacerdotes los acusan de ser ellos los inductores al pecado.

Las víctimas se ven acorralas en un infierno de silencio y soledad, en el que les es imposible superar la vergüenza y la culpa. No pueden contárselo a sus padres, tampoco a sus tutores o a otros religiosos, y, en la mayoría de los casos, ni a sus compañeros. ¿Quién los va a creer? ¿Quién va a aceptar que un hombre santo, cariñoso, alegre y a menudo encantador, al que todos admiran por el amor que profesa a los niños, pues les hace regalos, los lleva de excursión, juega con ellos, etc. es un depravado sexual?

Además, los propios sacerdotes pederastas suelen amenazar a sus víctimas con terribles castigos, tanto físicos como divinos, si los delatan. Otros, por el contrario –los más cínicos–, incluso llegan a describir el abuso ante el menor como un acto sagrado, una especie de regalo de Dios.

Dentro de esta clausura psicológica, las víctimas desarrollan profundos sentimientos de aislamiento y desánimo que les llevan a la depresión, la confusión sexual, al abuso de sustancias estupefacientes y, en demasiados casos, al suicidio. En otros casos, se recurre a la negación de lo ocurrido; pero aun en estos, no tardan en aflorar los problemas personales, sociales, de pareja… y su mundo se acabará por derrumbar. Y a lo mejor es ahora cuando se quiere denunciar, pero ya es demasiado tarde, lo que generará una nueva angustia en el acosado, por no haber afrontado el problema antes. El psicólogo Javier Barreiro afirma que la cuestión es compleja, pero que una de las razones por las que el niño no denuncia en el momento se debe a que el abuso entra en su propia rutina y lo ve como algo normal. Solo con los años será consciente del alcance del problema.

Por otro lado, a la víctima, en la mayoría de los casos, la han educado en la creencia de que un sacerdote no puede equivocarse ni cometer pecado, por lo que para el menor, el hecho de cargar con la culpa se convierte en un acto natural. El efecto psicológico arrasador que el abuso tiene sobre el menor, en estos casos, se multiplica, pues proviene de alguien que se encumbra como lo más sagrado. De repente, la persona que representa, de algún modo, la encarnación de Dios en la tierra –un ser superior perteneciente a una casta elegida que es capaz, nada más y nada menos, que de transformar el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo y de perdonar los pecados– se convierte en tu verdugo, y aquello que debería ser lo más puro de la vida se transforma en la fuente del más absoluto pavor. Marie Collins, irlandesa víctima de abusos, lo describe así: «Las mismas manos que te están dando la comunión se introducen en tu vagina», y Lola, aquí en España de esta otra manera: «El mismo sacerdote que ponía su pene en mi boca para le hiciera una felación, tras violarme por delante y por detrás, me ponía al día siguiente la sagrada forma de la primera comunión».

Con los años, solo las largas y costosas terapias (médicas, psicológicas o psiquiátricas) pueden remediar estos traumas. La curación es, por consiguiente, un proceso delicado y tortuoso. El primer paso siempre es el más difícil: la aceptación del maltrato. Cuesta admitir que los recuerdos que afloran en tu memoria no son fruto de la locura o de la ensoñación, sino de una realidad que ha marcado el devenir de tu vida o la ha arruinado.

En algunos países, la Iglesia ha comenzado a pedir perdón a las víctimas y a poner a su disposición recursos para contribuir a su recuperación. En España, esta no se ha movilizado ni siquiera para conocer la verdadera dimensión del problema, a pesar de que el papa Benedicto XVI –que recordamos abdicó por los numerosos escándalos dentro del Vaticano, entre los que se encontraba la pederastia– llegara a afirmar que la Iglesia está ante la mayor crisis de su historia desde la Reforma protestante.



Pederastía y religión (4ª Parte)

Por

Jesús Mostolac

6 octubre 2020

MEDIDAS

El Papa Francisco en 2017 se dolía de haber llegado tarde para atajar los abusos y de que la jerarquía eclesiástica no hubiera tomado conciencia del problema a tiempo. Mas todo ha quedado en bonitas palabras y golpes de efecto ante los medios de comunicación; una inacción que irrita, no solo a víctimas y supervivientes, sino incluso a los miembros de la curia más predispuestos a la acción y a la limpieza exhaustiva, como es el caso de Peter Saunders, exmiembro de la Comisión Pontificia para la Tutela de los Menores, que renunció de su cargo en 2016 harto del encubrimiento de las aberraciones sexuales en el seno de la Iglesia –especialmente por parte de algunos jerarcas de su curia, como es el caso del cardenal George Pell– y de su silencio. En el momento de justificar su renuncia aseguró: «Francisco tiene el poder para actuar, pero no ha hecho nada».

Por consiguiente, sin una apertura de la Iglesia Católica, difícilmente se emprenderá una lucha decidida contra los graves problemas que en estos momentos la acosan, entre los que destacan, por supuesto, el de la pederastia. Ha llegado el momento de apostar por una Iglesia sustentada por hombres cabales e íntegros y no infantilizados o enfermos, más fraternal que feudal, menos machista y clerical y más abierta a las necesidades de los creyentes, en particular, y del mundo, en general.

Miguel Hurtado, portavoz de las víctimas de abuso sexual en la Iglesia en España, reclama desde hace años una comisión de la verdad independiente, que llame a los jerarcas eclesiásticos a declarar y que les exija la entrega de los archivos de la perversión. Las oficinas dependientes de los obispados que hasta ahora se han hecho cargo de los casos ya han demostrado su inefectividad, y solo han logrado, hasta el momento, que las víctimas salgan más traumatizadas que entran en los largos procesos.

En la Iglesia debe abolirse la cultura de la hipocresía y de la doble moral que arrastra desde sus inicios. La Cumbre antipederastia celebrada en Roma hace algún tiempo fue calificada de FRACASO por todas las asociaciones de afectados del mundo, precisamente por esa tendencia al fariseísmo y a la simulación de esta. La conclusión de las mismas es que mientras sea la propia Iglesia quien se investigue a sí misma, sin permitir que lo hagan organismos independientes, no se va a resolver el problema. Frente a las 21 medidas anunciadas por el Papa, vacías de contenido, se proponen otras 21 por los afectados. Las líneas que las guían se dividen en tres subgrupos: responsabilidad de los obispos, rendición de cuentas y transparencia. Entre las proposiciones caben destacar las siguientes:

Acabar con el secreto pontificio y obligar a la Iglesia a denunciar a todos los pederastas ante la policía.

Que toda la documentación e informes sobre las investigaciones canónicas relativos a los casos de abuso sean transferidos a las instancias de la justicia ordinaria.

Que el Vaticano ponga en práctica las recomendaciones de la Comisión sobre los Derechos del Niño de la Organización de Naciones Unidas (ONU), publicadas en 2014, en las que se aconseja «la destitución de los cargos eclesiásticos implicados en el silenciamiento de los casos de pederastia y que se entregue a la policía a todos aquellos que sean culpables de dichos abusos sexuales».

Que se elimine la inmunidad de los diplomáticos vaticanos y que se deje de gestionar el problema de la pederastia de manera interna.

Que las Conferencias Episcopales reserven parte de su presupuesto para las indemnizaciones a las víctimas de abusos.

Que se hagan públicos todos los registros y archivos con los religiosos que han cometido excesos con menores, incluidos los ya apartados o fallecidos.

Que se decreten nuevas leyes donde los niños adquieran más derechos y los clérigos pierdan sus privilegios. Es decir, considerar al sacerdote como un mero profesional, con los mismos derechos y obligaciones que cualquier otro ciudadano.

Acabar con los secretos, tanto de confesión como de pontificio, en los casos más graves, y que cualquier miembro de la Iglesia pueda informar a las autoridades pertinentes con total libertad y sin la amenaza de los severos castigos que pesa sobre ellos en la actualidad. (Recordemos que, en gran parte, la falta de denuncias internas se debe al secretismo ancestral de la Iglesia. Además, muchos sacerdotes temen denunciar de pederastia a sus compañeros porque estos los pueden denunciar a ellos de otro tipo de relaciones sexuales, que no son delito, pero que contravienen la doctrina de la Iglesia).

Aplicación de las leyes y los convenios internacionales de derechos humanos que España ha suscrito, y no continuar con la hipocresía de las autoridades estatales, que temen, aún hoy, molestar a la Iglesia por miedo a que la denuncia no les sea rentable.

En esta coyuntura tan favorable para la Iglesia, no es de extrañar que el expresidente de la Conferencia Episcopal Española (CEE), el cardenal Ricardo Blázquez, asegurase en su día que no entraba en sus planes encargar investigaciones sobre los casos de abusos sexuales cometidos por sacerdotes en la Iglesia española en el pasado. Aunque, posteriormente, forzado por las recomendaciones del papa Francisco, afirmase que animaría a denunciar ante la Justicia cualquier caso de abusos a menores del que se tuviera conocimiento.



Pederastía y religión (5ª Parte)

Por

Jesús Mostolac

6 octubre 2020

CASOS

Estamos hablando de miles y miles de casos que se han dado y se continúan dando en el mundo. A cual más horrible. Aquí sólo recogemos algunos testimonios para que el lector se haga una pequeña idea de lo desgarrador de los mismos. La mayoría aparecen en los libros Los internados del miedo, de los periodistas Ricard Belis y Montse Armengou (Now bocks, 2016), y  Lobos con piel de pastor, del periodista Juan Ignacio Cortés (Editorial San Pablo, 2018)

«Los abusos sexuales se daban con suma frecuencia–cuenta una de las víctima anónimas–. A la crueldad y la humillación de tocamientos, felaciones y violaciones, se añadía la perversión mental con que nos hacían creer a los niños que los mismos eran los designios de Dios. Eso sí, unos designios inconfesables que debíamos mantener en secreto, bajo amenazas de castigos y terribles sufrimientos, tanto para nosotros como para nuestros familiares».

«En un primer momento te dejabas hacer –confiesa Juan Antonio de Miguel, de su paso por los Hogares Mundet (Salesianos)–, porque no sabías si eso estaba bien o mal (…). Casi agradecías en aquel maldito encierro que un cura te mostrara afecto en lugar de maltratarte (…). Las secuelas del internado son difíciles de superar: aún hoy me cuesta relacionarme y mirar a alguien a los ojos cuando me habla».

Joan Sisa cuenta en estos mismos Hogares Mundet: «Aparte de los golpes, uno de los castigos más frecuentes consistía en hacer salir por la noche a los niños del dormitorio y tenerlos de pie en el pasillo sin poder dormir. Este era uno de los marcos ideales para que se produjeran abusos sexuales. Yo fui tanto víctima como testigo de los mismos. Recuerdo cómo un niño, tras ser penetrado analmente por un sacerdote, al día siguiente tuvo que ser trasladado a la enfermería».

En el Colegio de San Fernando de Madrid (Salesianos), donde se daba con frecuencia la pederastia, José Sobrino, uno de los afectados que en su día se decidió a denunciar, narra cómo los domingos en el cine algunos sacerdotes se aprovechaban de ellos. «Lo intentaban principalmente –cuenta– con niños que carecían de padres, porque estaban más indefensos (…). Nos tocaban durante la proyección». Después nadie hablaba del tema, aunque los alumnos que sufrían los abusos quedaban marcados para siempre. «Recuerdo a un compañero que lo violaban dos curas: cuando uno terminaba, empezaba el otro, y luego volvía a manos del primero, y así durante una buena temporada. Su vida quedó marcada para siempre, y hasta hace poco ha sido incapaz de contárselo a nadie». Según su testimonio, el director del centro lo sabía, y hasta el subdirector era uno de los violadores, pero no lo denunciaba para no afectar a la reputación del centro. Por otro lado, sabía muy bien que las víctimas no podían acusarlos ante nadie.

La pederastia en la orden de los Maristas ha dado lugar a un libro y a una película. Todo comenzó con la denuncia de Manuel Barbero, padre de una de las víctimas (y víctima él también en la infancia), al profesor de Educación Física, Joaquín Benítez. Un periodista de la sección de sucesos de El Periódico de Catalunya narró todo el horror en una sección especial titulada ’Crónica del caso maristas’. Solo en Cataluña han salido imputados catorce antiguos profesores de los colegios de esta orden, y la investigación continúa abierta.

Algunos de estos repugnantes sacerdotes han sido auténticos depredadores sexuales, como es el caso de Brendan Smyth, que llegó a abusar a lo largo de 40 años, en parroquias de Belfast, Dublín y EE. UU, al menos de 143 niños. Varios de sus superiores recibieron denuncias de su comportamiento sexual criminal, pero no hicieron nada para detenerlo. Cuando afloraban las denuncias, como medida, se limitaban a cambiarlo de parroquia. El escándalo desatado en Irlanda, tras conocerse el horror que había causado, provocó incluso la caída del Gobierno (diciembre de 1994).

Daniel Pitt, de Friburgo (Suiza francófona), cuenta en su libro Lo perdono, padre las vejaciones que sufrió entre los 9 y los 13 años a manos del sacerdote capuchino Joel Allaz. Calcula que fue violado en este tiempo más de 200 veces y tuvo que soportar otras tantas ceremonias de macabros ritos sexuales. Transcurridos 58 años de los sucesos, confiesa que ha estado en terapia más de 20 de los mismos, con varios intentos de suicidio. «Yo me acostumbré a ser violado como un perro se acostumbra a su caseta –acaba diciendo–». Hoy de este sacerdote se reconocen 154 víctimas, pero solo Daniel Pitt ha tenido el valor de denunciar.

Noticiado fue también en España el caso del clan de los Romanones, grupo de sacerdotes y laicos de Granada, cuya figura más prominente era el padre Román Martínez. Al menos cuatro de sus miembros se sabe que mantenían relaciones sexuales entre ellos. El propio padre Román afirmaba sin rubor que esta promiscuidad sexual era perfectamente natural y agradable a los ojos de Dios. F. L. los denunció ante el Vaticano en 2014, tras haber sufrido maltrato físico y psicológico por uno de ellos, además de abusos de todo tipo. La respuesta recibida de la curia vaticana fue que el caso, al haber pasado más de 20 años, estaba prescrito. El cura que abusó de él se llamaba José Ramón Ramos Gordón, un joven sacerdote con el que coincidió en el Seminario Mayor de Astorga, en La Bañeza.

Las denuncias que realizó, en un primer momento, ante su tutor, Francisco Javier Redondo de Paz, no fueron tomadas en consideración por carecer de pruebas. Su propia madre le dijo que lo habría soñado todo, y que tanto él como su hermano, que también era objeto de malos tratos, lo olvidaran. Los superiores quisieron acallarlo prometiéndole tomar algunas medidas, pero la totalidad de las mismas fueron incumplidas. «En el seminario había un clima terrible de miedo –nos cuenta–, sobre todo por las noches. Son muchísimas las víctimas, pero aún hoy les sigue dando mucho miedo y vergüenza ser identificadas como tales. España es otra Irlanda, por eso debemos denunciar». José Manuel Ramos Gordón, –denuncia F. L. en carta ante el Papa– se acercaba a mi cama, introducía sus dedos por el ano, mientras me tocaba con la otra mano. Las silenciosas lágrimas que yo derramaba no eran para él un impedimento ni un límite, y solo me quedaba pensar en que el tiempo pasaría y que terminaría pronto. Apretaba los ojos y respiraba, no podía hacer nada más hasta que por fin terminaba y notaba el asqueroso, húmedo y caliente fluido que había derramado sobre mí. Cuando ya se había marchado, tenía que levantarme, tembloroso, llorando, y atravesar descalzo el dormitorio para ir a lavarme con agua fría y retirar de mi cuerpo el vomitivo semen que tenía encima… ¡Cuánto extrañé los brazos de mi madre!, ¡el cobijo de su pecho!, sentirme como cualquier otro niño, protegido en su regazo y saber que nada malo podía pasarme mientras estuviera allí. Su carta nunca fue respondida.

En agosto de 2018, volvió a escribir a su Santidad en estos términos: Como víctima reconocida, me siento indignado con el trato que se me está dispensando. Han sido dos años y medio de proceso, de abrir heridas, de exponer ante extraños algo tan íntimo y doloroso como son los abusos que sufrí y cuyas secuelas aún arrastro, y como respuesta solo obtengo silencio y desdén… Denunciar es sacar a la luz el dolor que nunca se fue, es volver a sentir la repugnancia de unos actos aberrantemente sucios que me han acompañado durante treinta años (…) Sobran ya las palabras… faltan hechos. Otro de los afectados, un tal Daniel, valientemente, denunció al padre Román ante la justicia ordinaria, pero este resultó absuelto por falta de pruebas y Daniel condenado a pagar las costas del juicio.

Uno de los testimonios más duros es el de Dolores Zamorano, quien con nueve años fue internada por sus padres en el Preventorio Antituberculosos del Doctor Murillo, en Guadarrama. Nadie en la familia padecía la enfermedad, pero pensaron que le vendrían bien unos días en la sierra, allí viajó acompañada de su hermana de ocho años. Tras numerosas humillaciones y vejaciones, ya el tercer día de estancia fue violada, anal y vaginalmente, por el capellán que la preparaba para la primera comunión en catequesis individuales, y obligada a hacerle felaciones, bajo amenazas y justificaciones divinas. Luego el sacerdote la castigó y encerró en un cuarto por pecadora y seductora.

Lola, de la que ya hemos hablado más arriba, fue violada por el sacerdote que, al día siguiente, le dio la primera comunión. Lo cuenta así: «No pude hacer la comunión en grupo porque estaba enferma, así que el cura me dio catequesis aparte. El primer día me llevó a la sacristía, y ya vi que, con sus zalamerías, quería ganarme. El segundo empezó a bajar la mano por mi pecho y a tocarme. Y el tercero pasó ya lo que pasó: me violó por delante y por detrás, y luego me obligó a hacerle una felación. Aquello fue brutal; si no me morí allí, no moriré nunca. El asco que sentí no se puede explicar. ¡Tengo 60 años y aún creo que soy culpable! No lo voy a olvidar nunca. Toda una vida en manos de psicólogos, para acabar hecha una mierda. Aquel depravado me hizo jurar que no contaría nada a nadie, porque si lo hacía, no volvería a mi casa y a mis padres les pasarían cosas terribles».

El mismo sacerdote que violó a Lola, que se llamaba Don Mauro, dejó sorda a su amiga Julia de un golpe en el oído, también en los días previos a recibir la primera comunión. La niña Julia preguntó al cura, en su inocencia, qué era la hostia, y recibió como respuesta una bofetada con tanta fuerza que la tiró escaleras abajo. Mientras rodaba, el cura le explicó: “Lo que te acabo de dar es una hostia y lo que tú recibirás es la sagrada forma”.

Tras estas espeluznantes narraciones, ya solo nos resta añadir que los informes publicados a nivel global sobre esta lacra de la pederastia son desoladores, pudiendo alcanzar, a nivel mundial, incluso al 7% del clero. En España, este porcentaje supondría que unos 1.200 curas pederastas continúan vivos (y, lo que es peor, libres de juicio). Las víctimas, a nivel internacional, podrían elevarse, en estos momentos, a más de 100.000; la misma cantidad que se reconoce en EE.UU en los últimos 50 años.

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario