Buscar este blog

miércoles, 13 de marzo de 2019

Galería

SODOMA- Fréderic Martel (Novela por entregas Capítulo 1º)

PRIMERA PARTE
FRANCISCO
1
DOMUS SANCTÆ MARTHÆ

«Buenas noches —dice la voz—. Quería darle las gracias.»
Llevándose el pulgar y el meñique a la oreja, Francesco Lepore imita para mí una conversación telefónica. Acaba de descolgar y su lenguaje corporal parece ahora tan importante como las palabras que su misterioso interlocutor pronuncia en italiano, con un fuerte acento. Lepore recuerda todos los detalles de la llamada:
—Era el 15 de octubre de 2015, a eso de las 16.45, lo recuerdo muy bien. Mi padre había muerto varios días antes y yo me sentía solo y abandonado. Entonces suena el móvil. El número es anónimo. Contesto un poco maquinalmente:
»—Pronto.
La voz continúa:
«—Buona sera! Soy el papa Francisco. He recibido su carta. El cardenal Farina me la ha pasado y le llamo para decirle que estoy muy impresionado por su valentía y que he valorado la coherencia y la sinceridad de su carta.
»—Santo padre, soy yo el que está impresionado por su llamada, por que se haya molestado en llamarme. No hacía falta. Necesitaba escribirle.
»—No, de verdad, me ha impresionado su sinceridad, su valentía. No sé qué puedo hacer ahora para ayudarle, pero me gustaría hacer algo.»
Con voz temblorosa, Francesco Lepore, desconcertado por una llamada tan inesperada, titubea. Después de un silencio el papa vuelve a hablar:
«—¿Puedo pedirle un favor?
»—¿Qué favor?
»—¿Puede rezar por mí?»
Francesco Lepore guarda silencio.
—Al final le contesté que había dejado de rezar. Y que si quería, él podía rezar por mí.
Francisco le explica que «ya reza» por él y le pregunta: «¿Puedo darle mi bendición?».
—A esta pregunta del papa Francisco contesté que sí, claro está. Hubo un breve silencio, volvió a darme las gracias y la conversación terminó.
Pasado un momento Francesco Lepore me dice:
—¿Sabe? Este papa no es santo de mi devoción. No le defiendo mucho, pero su gesto me impresionó. Nunca había hablado de ello, me lo había guardado para mí, como un secreto personal y una cosa buena. Es la primera vez que lo cuento.
(El cardenal Farina, con quien me entrevisté un par de veces en sus aposentos del Vaticano, me confirmó que le había pasado la carta de Lepore al papa y que se produjo la llamada telefónica posterior de Francisco.)

Cuando recibe esta llamada, Francesco Lepore ha roto con la Iglesia. Acaba de dimitir y, según la expresión al uso, de ser «reducido al estado laico». El cura intelectual del que se enorgullecían los cardenales del Vaticano ha colgado la sotana. Acaba de mandarle una carta al papa Francisco, una botella lanzada al mar con mucho dolor, una epístola en la que
cuenta su historia de sacerdote homosexual, el que fuera traductor latino del papa. Ha querido zanjar el asunto, recobrar su coherencia y abandonar la hipocresía. Con este gesto Lepore quema sus naves.
Sin embargo, esta santa llamada le devuelve inexorablemente a un pasado que ha querido olvidar, a una página que ha querido pasar: su amor al latín y al sacerdocio, su toma del hábito, su ordenación sacerdotal, su vida en la residencia de Santa Marta, sus amistades especiales con muchos obispos y cardenales, sus conversaciones interminables sobre Cristo y la homosexualidad, bajo la sotana y a veces en latín.
¿Ilusiones perdidas? Sí, claro. Su ascensión fue rápida: un joven cura que fue nombrado asistente de los cardenales más prestigiosos y estuvo muy pronto al servicio de los tres papas. Tenían planes para él, le prometieron una carrera en el Palacio Apostólico, quizá incluso el episcopado, quién sabe, ¡el hábito púrpura y la birreta roja!
Eso fue antes de elegir. Francesco tuvo que decidir entre el Vaticano y la homosexualidad y, a diferencia de muchos sacerdotes y cardenales que prefieren llevar una doble vida, optó por la coherencia y la libertad. El papa Francisco, en esa conversación, no abordó frontalmente la cuestión gay, pero es evidente que fue la sinceridad del cura la que lo movió a telefonear personalmente a Francesco Lepore.
—Me pareció que le había impresionado mi historia y quizá también que le relevara ciertas prácticas del Vaticano, el trato desconsiderado de mis superiores (hay muchos protectores y mucho derecho de pernada en el Vaticano) y cómo me dejaron tirado cuando dejé de ser cura.
Más significativo aún es que Francisco agradeciera claramente a Francesco Lepore su «discreción» sobre su homosexualidad, una forma de «humildad» y de «secreto», en vez de una salida del armario pública y escandalosa.
Meses después, monseñor Krzysztof Charamsa, un prelado del círculo del cardenal Ratzinger, no fue tan discreto, y su salida del armario, ventilada en los medios, provocó una violenta reacción del Vaticano. A él no le llamó el papa.
Se comprenderá cuál es la regla no escrita de Sodoma. Para formar parte del Vaticano más vale cumplir un código, el «código del armario», que consiste en tolerar la homosexualidad de los sacerdotes y los obispos, disfrutar de ella si se da el caso, pero mantenerla siempre en secreto. La tolerancia va a la par con la discreción. Y como dice Al Pacino en El padrino, nunca se debe criticar o abandonar a la propia «familia»: «Don’t ever take sides against the family» («No tomes partido en contra de la familia»).
Como iría descubriendo durante esta larga investigación, ser gay en el clero es formar parte de una especie de norma. La única línea roja que no se debe cruzar es la difusión en los medios o el activismo. En el Vaticano ser homosexual es posible, fácil, trivial, incluso se fomenta; pero decirlo, mostrarlo, está prohibido. Ser discretamente homosexual es formar parte de «la parroquia»; ponerse bajo los focos es excluirse de la familia.
Si tenemos en cuenta este «código», la llamada del papa Francisco a Francesco Lepore cobra todo su sentido.

Me entrevisté con Lepore por primera vez cuando empecé esta investigación. Varios meses antes de su carta y de la llamada del papa. Este hombre, mudo de profesión, traductor discreto del santo padre, estaba dispuesto a hablar conmigo cara a cara. Yo acababa de empezar el libro y tenía pocos contactos dentro del Vaticano. Francesco Lepore fue uno de mis primeros curas gais, después hubo varias decenas. Nunca imaginé que tras él fuesen tantos los prelados de la santa sede que llegarían a estar dispuestos a hablar conmigo.
¿Por qué hablan? En Roma todos largan: los curas, los guardias suizos, los obispos, los innumerables monsignori y, más que nadie, los cardenales. ¡Auténticas cotorras! Si uno sabe cómo entrarles, todas estas eminencias y excelencias son muy parlanchinas, al borde
de la logorrea y, en todo caso, de la imprudencia. Cada cual tiene sus motivos: unos lo hacen por convicción, para participar en la feroz batalla ideológica que se libra en el Vaticano entre tradicionalistas y liberales; otros lo hacen por afán de influencia y, digamos, por vanidad. Los hay que hablan porque son homosexuales y quieren contar todo lo que saben de los demás en vez de hablar de sí mismos. Por último, algunos se explayan por perfidia, por su afición a la murmuración y al cotilleo. Hay viejos cardenales que solo viven para los comadreos y las calumnias. Me recuerdan a los miembros de los turbios clubes homófilos de los años cincuenta que se burlaban con ferocidad de todo el mundo, mundanos y venenosos, porque ellos no asumían su propia índole. El armario es un lugar de increíble crueldad.
Francesco Lepore quiso salir de él. Desde el principio se presentó con su verdadero nombre y aceptó que todas nuestras conversaciones se grabaran y se hicieran públicas.
En nuestro primer encuentro, organizado por un amigo común, el periodista de La Repubblica Pasquale Quaranta, Lepore llegó con un poco de retraso, por culpa de la enésima huelga de transportes, al segundo piso del restaurante Eataly, en la romana Piazza della Repubblica, donde nos habíamos citado. Opté por el Eataly, que está en la onda de la slow food, el fooding equitativo y el nacionalismo made in Italy, porque es un restaurante relativamente discreto alejado del Vaticano, donde se puede mantener una conversación libre. La carta propone 10 clases de pasta —más bien decepcionantes— y 73 pizzas diferentes, poco compatibles con mi régimen bajo en hidratos. Acudimos allí para mantener largas entrevistas casi todos los meses alrededor de unos espaguetis all’amatriciana, mis preferidos. En todas las ocasiones el antiguo cura se animaba sobre la marcha y se unía al banquete.

En la foto de época que me enseña, un poco amarillenta, el alzacuello resalta con su blanco de tiza sobre la sotana negra: Francesco Lepore acaba de ser ordenado sacerdote. Tiene el pelo corto bien peinado y la cara cuidadosamente rasurada, en contraste con su barba abundante y su cráneo reluciente de hoy. ¿Es el mismo hombre? El cura reprimido y el homosexual asumido son las dos caras de la misma realidad.
—Nací en Benevento, una ciudad de Campania, al norte de Nápoles —me cuenta Lepore—. Mis padres eran católicos pero no practicantes. Desde muy pequeño sentí una gran vocación religiosa. Me gustaban las iglesias.
Muchos de los curas homosexuales con quienes me entrevisté me describieron esa «atracción» como una búsqueda misteriosa de la gracia. La fascinación por los sacramentos, el esplendor del sagrario, su cortina doble, el copón y la custodia. La magia de los confesionarios, esas cabinas fantasmagóricas por las promesas que en ellas se hacen. Las procesiones, los ejercicios espirituales, los estandartes. También los bordados, las vestiduras, la sotana, el alba, la estola. El deseo de entrar en el secreto de las sacristías. Y la música: el canto de las vísperas, la voz de los hombres y la sonoridad de los órganos. Sin olvidar los reclinatorios.
Muchos de ellos también me dijeron que la Iglesia había sido para ellos «como una segunda madre», y ya sabemos que el culto a la virgen, siempre irracional y autoelectivo, es un gran clásico para esta cofradía. ¡Mamá! Muchos escritores homosexuales, de Marcel Proust a Pasolini, pasando por Julien Green o Roland Barthes, e incluso Jacques Maritain, cantaron el amor pasional que sintieron por su madre, efusión sentimental que no solo fue esencial sino, con frecuencia, una de las claves de su autocensura (muchos escritores y curas no aceptaron su homosexualidad hasta después de la muerte de su madre). Aunque mamá, que siempre se mantuvo fiel a su hijito y correspondió a ese amor, que cuidó de su hijo ya grande como si todavía fuera su propia carne, lo había entendido todo.
Francesco Lepore, por su parte, quiere seguir los pasos de su papá:
—Mi padre era profesor de latín y quise aprender esa lengua para acercarme a ese mundo —me cuenta—. Aprender latín a la perfección. Y desde que tuve diez u once años deseé entrar en un seminario.
Lo hizo contra el parecer de sus padres: a los quince años ya anhelaba «abrazar», como se suele decir, la carrera eclesiástica.
Itinerario clásico de los curas jóvenes en general: el seminario en un instituto católico y cinco años de estudios superiores de filosofía y teología; después los «ministerios», que en Italia todavía se llaman «órdenes menores», con sus lectores y acólitos, antes del diaconato y la ordenación.
—Me ordené sacerdote a los 24 años, el 13 de mayo del año 2000, año del Jubileo y del World Gay Pride —resume Francesco Lepore haciendo una sugestiva síntesis.
El joven que era entonces comprendió enseguida que el vínculo entre homosexualidad y sacerdocio no era contradictorio, ni tampoco casual, como había creído al principio.
—Siempre supe que era homosexual. Sentía una suerte de atracción-repulsión por esa clase de deseos. Crecí en un ambiente que consideraba la homosexualidad como algo intrínsecamente malo, leía libros de teología que la definían como un pecado. Durante mucho tiempo la viví como una culpa. La vía de escape que escogí fue negar esa atracción sexual y desviarla hacia la atracción religiosa, de modo que opté por la castidad y el seminario. Para mí, ser sacerdote era la solución que me permitía expiar un pecado que no había cometido. Durante los años de formación en la universidad romana del Opus Dei me consagré intensamente a la oración y al ascetismo, incluyendo los castigos corporales. Quise ser franciscano para experimentar mi religión con más intensidad y logré permanecer casto durante cinco años, sin siquiera masturbarme.
El itinerario de Francesco Lepore, entre pecado y mortificación, con ese deseo desgarrador de librarse de los deseos sometiéndose a duras pruebas, era casi corriente en la Italia del siglo xx. Durante mucho tiempo la carrera eclesiástica fue la solución ideal para muchos homosexuales que tenían dificultades para asumir su orientación secreta. Decenas de miles de curas italianos creyeron sinceramente que la vocación religiosa era «la» solución de su «problema». Es la primera regla de Sodoma:
Durante mucho tiempo el sacerdocio ha sido la escapatoria ideal para los jóvenes homosexuales. La homosexualidad es una de las claves de su vocación.
Detengámonos un momento en esta idea. Para entender la trayectoria de la mayoría de los cardenales y del sinfín de curas que iremos conociendo a lo largo del libro hay que partir de este proceso de selección casi darwiniano que tiene una explicación sociológica. En Italia fue incluso la regla durante mucho tiempo. Los jóvenes afeminados que reprimían sus deseos, los chicos que se sentían atraídos por su mejor amigo y se distinguían por la afectación de su voz, los homosexuales que se buscaban sin querer declararse, los seminaristas que no iban por el buen camino no tenían muchas salidas en la Italia de las décadas de 1930, 1940 o 1950. Algunos comprendieron enseguida, casi por atavismo, cómo sacar de la homosexualidad sufrida una fuerza, convertir en ventaja una debilidad: haciéndose curas. Eso les permitía recuperar el control de sus vidas en la creencia de que respondían a una doble llamada, la de Cristo y la de sus deseos.
¿Tenían más opciones? Por entonces en una ciudad pequeña de Lombardía o en un pueblo del Piamonte, de donde han salido muchos cardenales, la homosexualidad todavía se consideraba el Mal absoluto. Cuesta entender ese «oscuro infortunio», se teme esa «promesa de un amor múltiple y complejo», se recela de esa «felicidad indecible, incluso insoportable», como diría el Poeta. Entregarse a ella, aunque fuera a escondidas, sería escoger una vida de mentira o de proscrito; hacerse cura, en cambio, era una posible escapatoria. Para el que no asume su homosexualidad, incorporarse al clero es lo más sencillo: vive entre chicos, lleva ropajes, ya no le preguntan si tiene novia, sus compañeros de clase (que antes le gastaban bromas malignas) se muestran ahora impresionados, quien era blanco de burlas recibe honores, quien pertenecía a una raza maldita se incorpora a una raza de elegidos, y Mamá, que, como hemos visto, lo ha entendido todo sin decir nada, alienta esta vocación milagrosa. Y además de todo esto: la castidad con las mujeres y la promesa de celibato ya no dan miedo al futuro sacerdote, sino todo lo contrario, ¡acepta esa prohibición con alivio! De modo que en la Italia de las décadas de 1930 a 1960 el hecho de que un joven homosexual optara por la ordenación y por esa suerte de «voto de celibato entre hombres» estaba en el orden, por no decir en la fuerza, de las cosas.
Un fraile benedictino italiano que había tenido cargos de responsabilidad en la universidad romana Sant’Anselmo, me explica cómo funcionaba todo esto:
—Para mí la opción del sacerdocio fue, al principio, el resultado de una fe profunda y vital. Pero si vuelvo la vista atrás, la analizo también como una manera de sujetar mi sexualidad. Siempre supe que era gay, pero fue mucho más tarde, pasados los cuarenta años, cuando acepté ese aspecto fundamental de mi identidad.
Por supuesto, cada cual tiene su historia personal. Muchos curas italianos me han dicho que descubrieron su homosexualidad solo después de ordenarse o de empezar a trabajar en el Vaticano. También son muchos los que llegaron a esa aceptación bastante más tarde, ya cuarentones, o durante la década de 1970.
A esta selección sociológica de los curas se suma una selección episcopal que no hace más que amplificar el fenómeno. Los cardenales homófilos favorecen a los prelados que tienen esas inclinaciones, y estos, a su vez, escogen curas gais. Entre los nuncios (embajadores del papa, que entre otras cosas son los encargados de seleccionar a los obispos), la proporción de homosexuales alcanza niveles altos, de modo que la suya se puede considerar una «selección natural». Según todos los testimonios que he recogido, los curas con esas inclinaciones tienen ventaja cuando se descubre su homofilia. Dicho de un modo más prosaico: no es raro que un nuncio o un obispo promueva a un cura que pertenece a la «parroquia» porque espera algún favor de él.
Es la segunda regla de Sodoma:
La homosexualidad se extiende a medida que se acerca al sanctasanctórum; conforme se asciende en la jerarquía católica, la proporción de homosexuales aumenta. En el colegio cardenalicio y en el Vaticano culmina el proceso de selección: la homosexualidad es la regla y la heterosexualidad la excepción.
En realidad, este libro lo empecé en 2015. Una noche, mi editor italiano, Carlo Feltrinelli, me invitó a cenar en el restaurante milanés Rovelli, de Vía Tivoli. Ya nos conocíamos, porque él había publicado tres libros míos, y aproveché para hablarle de Sodoma. Llevaba más de un año investigando sobre el tema de la homosexualidad en la Iglesia católica, haciendo entrevistas en Roma y en varios países, leyendo muchos libros, pero mi proyecto no había pasado de ahí. Tenía el argumento, pero no el modo de escribirlo.
Según parece, ese año, en alguna de mis conferencias públicas en Nápoles y Roma, al hablar de los católicos gais yo había dicho: «Algún día habrá que contar la historia del Vaticano». Un joven escritor napolitano me recordó después esta frase, y Pasquale Quaranta, el periodista de La Repubblica, un amigo que desde entonces me ha acompañado en la preparación de este libro, también me la recordó. Pero el asunto sobre el que trabajaba seguía siendo inconfesable.
Antes de esta cena imaginaba que Carlo Feltrinelli rechazaría el proyecto; de haber sido así yo habría renunciado y Sodoma nunca habría visto la luz. Pero sucedió lo contrario: el editor de Borís Pasternak, Günter Grass y, en fechas más recientes, Roberto Saviano me bombardeó a preguntas, quiso conocer mis ideas y después, para animarme a trabajar pero con precaución, sugirió:
—Habría que publicar este libro en Italia y, simultáneamente, en Francia y Estados Unidos, para darle más realce. ¿Tienes fotos? Al mismo tiempo, deberás demostrarme que sabes más de lo que dices. —Se sirvió vino añejo y siguió reflexionando en voz alta. De repente añadió, remarcando las eses—: Pero ¡intentarán assssesssssinarte!
Me acababa de dar su aprobación. Me lancé a la aventura y empecé a pasar unos días en Roma cada mes. Aún no sabía que la investigación me llevaría a viajar a más de treinta países a lo largo de cuatro años. Sodoma había arrancado, ¡la suerte estaba echada!

En el número 178 de la Vía Ostiense, al sur de Roma, Al Biondo Tevere es una trattoria popular. El Tíber pasa al lado de la terraza, de ahí el nombre del restaurante. Es corriente, queda fuera del centro, tiene poca clientela y, en el mes de enero, allí dentro hace un frío que pela. ¿Por qué demonios me ha citado en este antro tan alejado Francesco Gnerre?
Gnerre, profesor de literatura jubilado, ha dedicado una parte importante de sus estudios a la literatura gay italiana. Durante más de cuarenta años también ha firmado cientos de críticas de libros en varias revistas homosexuales.
—Miles de gais como yo han formado su biblioteca leyendo los artículos de Francesco Gnerre en Babilonia y Pride —me explica el periodista Pasquale Quaranta, que ha organizado la cena.
Gnerre ha escogido el lugar a propósito. El cineasta italiano Pier Paolo Pasolini fue a cenar a Al Biondo Tevere la noche de 1 de noviembre de 1975 con Pelosi, el joven prostituto que le asesinaría horas después en la playa de Ostia. Esta «última cena», justo antes de uno de los crímenes más horribles y famosos de la historia italiana, se conmemora de un modo insólito en las paredes del restaurante. Recortes de prensa, fotos de rodajes, imágenes de películas, todo el universo de Pasolini revive en las paredes esmaltadas del restaurante.
—La mayor sociedad gay italiana es el Vaticano —suelta, a modo de entrante, Francesco Gnerre.
Y el crítico literario emprende un largo relato, el de la historia de las complejas relaciones que hay entre los sacerdotes italianos y la homosexualidad, y de paso me revela la homosexualidad de varios novelistas católicos, y me cuenta cosas de Dante:
—Dante no era homófobo —explica Gnerre—. En la Divina Comedia hay cuatro referencias a la homosexualidad en las partes llamadas «Infierno» y «Purgatorio», pero no hay ninguna en el «Paraíso». Dante siente simpatía por su personaje gay, Brunetto Latini, que había sido su profesor de retórica. Aunque lo sitúa en el tercer giro del séptimo círculo del infierno, siente respeto por su condición homosexual.
El sacerdote Francesco Lepore, al tomar el camino de las letras, el latín y la cultura para intentar resolver su dilema, también dedicó años a tratar de desvelar las alusiones ocultas de la literatura y el cine: los poemas de Pasolini, Leopardi, Carlo Coccioli, las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar o las películas de Visconti, sin olvidar las figuras homosexuales de la Divina Comedia de Dante. La literatura ocupó un lugar importante en su vida, como en la de muchos otros sacerdotes italianos homosexuales que están a disgusto consigo mismos; de la literatura se dice que es «el refugio más seguro».
—Gracias a la literatura entendí muchas cosas —añade Lepore—. Yo buscaba códigos, contraseñas.
Para tratar de descifrar esos códigos podemos fijarnos ahora en otra figura clave de la que estuve hablando con el catedrático Francesco Gnerre: Marco Bisceglia. Bisceglia tuvo tres vidas. Fue uno de los fundadores de Arcigay, la principal asociación homosexual italiana de los últimos cuarenta años. Todavía hoy cuenta con varios cientos de miles de miembros, repartidos en comités locales de más de cincuenta ciudades de la península. Pero antes Bisceglia, cómo no, fue cura.
—Marco entró en el seminario porque estaba seguro de que había sido llamado por Dios. Me contó que había creído, con toda su buena fe, que tenía vocación religiosa, pero cuando ya tenía más de cincuenta años descubrió su verdadera vocación: la homosexualidad. Durante mucho tiempo reprimió su orientación sexual. Creo que esta evolución es muy típica en Italia. Un chico que prefiere la lectura al fútbol; un chico que no se siente atraído por las chicas y no entiende muy bien cuáles son sus deseos; un chico que no quiere confesarle a su familia ni a su madre sus anhelos contrariados; todo esto, a los jóvenes homosexuales italianos los conduce de un modo bastante natural al seminario. Pero lo importante en el caso de Marco Bisceglia es que no fue hipócrita. Durante varias décadas, mientras permaneció en la Iglesia, no experimentó la vida gay. Solo después vivió su homosexualidad, con los excesos propios de los conversos.
Esta semblanza cariñosa de Bisceglia que me hace Gnerre, quien le conoció bien, probablemente oculta las tribulaciones y las crisis psicológicas del cura jesuita. Que después derivó hacia la teología de la liberación y al parecer tuvo sus más y sus menos con la jerarquía católica, algo que quizá contribuyera a su siguiente paso, la militancia gay. Después de sus años de activismo gay volvió a abrazar el sacerdocio y murió de sida en 2001.
Tres vidas, pues: el cura, el militante gay que se enfrenta con el cura, el enfermo de sida que se reconcilia con la Iglesia. Su biógrafo, Rocco Pezzano, con quien me entrevisto, se muestra asombrado por «esa vida de perdedor» en la que Marco Bisceglia, de fracaso en fracaso, no acabó nunca de encontrar su camino. Francesco Gnerre es más generoso y destaca su «coherencia» y el despliegue de «una vida dolorosa pero magnífica».
Curas homosexuales: ¿dos caras de la misma moneda? Otra figura del movimiento gay italiano, Gianni delle Foglie, fundador de la primera librería gay de Milán, que se interesaba por los escritores católicos homosexuales, hizo esta famosa declaración: «Nos han dejado casi solos, frente al Vaticano. Pero quizá sea mejor así. ¡Dejadnos solos! ¡Esta es una guerra entre maricones [una guerra tra froci]!».

Fue en Roma donde Francesco Lepore tuvo sus primeras aventuras sexuales. Como para muchos sacerdotes italianos, la capital, la de Adriano y Miguel Ángel, fue reveladora de sus tendencias singulares. Allí descubrió que el voto de castidad se respetaba poco y que entre los sacerdotes había una mayoría de homosexuales.
—En Roma estaba solo, y fue allí donde descubrí el secreto: los curas solían llevar vidas disolutas. Era un mundo totalmente nuevo para mí. Empecé una relación con un cura que duró cinco meses. Cuando nos separamos pasé por una crisis profunda. Fue mi primera crisis espiritual. ¿Cómo podía ser sacerdote y al mismo tiempo vivir mi homosexualidad?
Lepore comentó su dilema con los confesores y con un cura jesuita (al que le contó todos los detalles) y luego con su obispo (a él se los ahorró). Todos le animaron a perseverar en el sacerdocio, a no hablar más de homosexualidad y a no sentirse culpable. Le dieron a entender claramente que podía vivir sin problemas su sexualidad a condición de que fuera discreto y no la convertiera en una identidad militante.
Fue entonces cuando propusieron su nombre para un puesto en la prestigiosa Secretaría de Estado en el Palacio Apostólico del Vaticano, equivalente al gabinete del «primer ministro del papa».
—Buscaban a un cura que hablase perfectamente latín, y como se rumoreaba que yo estaba pasando por una crisis, alguien propuso mi nombre. Monseñor Leonardo Sandri, que después fue cardenal, habló con mi obispo y me invitó a entrevistarme con los de la sección latina. Me examinaron de latín y fui admitido. De todos modos, recuerdo muy bien la advertencia que me hicieron, prueba de que estaban informados acerca de mi inclinación sexual: con una indirecta, me dijeron que, si bien «estaba suficientemente cualificado para desempeñar ese trabajo», debía «dedicar mi vida al papa y olvidarme de todo lo demás».
El 30 de noviembre de 2003 el cura napolitano ingresa en la Domus Sanctae Marthae, residencia de los cardenales en el Vaticano (y domicilio actual del papa Francisco).

La Domus Sanctae Marthae solo se puede visitar con una autorización especial los miércoles y jueves por la mañana entre las 10 y las 12, cuando el papa está en San Pedro de Roma. Monseñor Battista Ricca, el famoso director de la residencia, que tiene allí su oficina, es quien me proporciona el permiso indispensable. Me indica con todo detalle qué tengo que hacer para pasar el control de la policía y luego el de los guardias suizos. Hablaré a menudo con este prelado de ojos húmedos, un francotirador próximo a Francisco que ha conocido la gloria y la caída y que acabará, como veremos, por permitir que me aloje en una de las residencias del Vaticano.
Con sus cinco plantas y sus 120 habitaciones, la Domus Sanctae Marthae podría ser un motel cualquiera de los suburbios de Atlanta o de Houston si el papa no viviera ahí. Moderna, impersonal e insustancial, esta residencia contrasta con la belleza del Palacio Apostólico.
Cuando visité, acompañado por el diplomático Fabrice Rivet, la famosa Tercera Logia del imponente palacio, los mapamundis pintados en las paredes, las fieras salvajes rafaelistas y los techos artísticos que hacen juego con los trajes de los guardias suizos me dejaron boquiabierto. No hay nada de eso en Santa Marta.
—Es un poco frío —reconoce Harmony, una joven de origen siciliano encargada de mostrarme el lugar.
A la entrada hay un letrero que dice: «Se exige indumentaria correcta», y un poco más allá: «No se permite la entrada con short ni minifalda». También veo varios bolsos Gammarelli, la marca de lujo de los vestidos vaticanos, que esperan en la recepción de Santa Marta. La sala de audiencias y la sala de prensa, alineadas, también son insustanciales, y todo lo demás por el estilo: el triunfo del mal gusto.
En la sala de reuniones del papa lo primero que veo es una enorme imagen de la virgen de Guadalupe, que simboliza la religiosidad de Latinoamérica. Es un regalo que le hizo al papa el cardenal y arzobispo de México, Norberto Rivera Carrera, un obsequio con el que quizá quiso hacerse perdonar sus devaneos. (Rivera fue criticado por no denunciar al famoso cura pedófilo Marcial Maciel, por lo que Francisco acabó jubilándole.)
A unos metros de allí hay una capilla reservada para el papa, donde dice misa en privado todas las mañanas a las siete. Es tan fea como el comedor, mucho más amplio, que parece un comedor de empresa Sodexo. Harmony me enseña la mesa, un poco apartada, donde come Francisco junto con otras seis personas, como máximo.
En la segunda planta están los aposentos privados del santo padre, que no se visitan. Me enseñan una réplica exacta, situada en el ala opuesta. Es una suite modesta con un saloncito y un dormitorio con una cama individual. Uno de los guardias suizos que protegen al papa y que pasa muchas noches delante de la puerta de su cuarto me confirmará estas informaciones. Volveré a verle con frecuencia en Roma. Acostumbraremos a reunirnos en el café Makasar, en el Borgo, un bar de vinos alejado del Vaticano, el lugar en donde me encontraré con todos los que prefieren verme discretamente. Como veremos más adelante, este joven acabará siendo uno de mis informadores sobre la vida gay del Vaticano.
Hemos llegado al vestuario. Anna es una mujercita dulce, devota, y Harmony me la presenta como «la lavandera del papa». En dos cuartos situados a la izquierda de la capilla papal, esta religiosa, con una devoción impecable, se encarga de la ropa de Francisco. Despliega cuidadosamente, como si fuera el santo sudario, casullas y albas para mostrármelas. (Francisco, a diferencia de sus predecesores, no ha querido vestir con roquete y muceta roja.)
—Mire, estos son los vestidos que lleva su santidad. Blanco en general, verde para una misa ordinaria, rojo y violeta para ocasiones especiales y por último plata, pero el papa no usa este color —me dice Anna.
Cuando estoy saliendo de la Domus Sanctae Marthae me cruzo con Gilberto Bianchi, el jardinero del papa, un italiano jovial, devoto servidor del santo padre y visiblemente preocupado por los cítricos que han plantado en el exterior, justo delante de la capilla pontifical, por deseo de su santidad.
—¡Estamos en Roma, no en Buenos Aires! —me dice, inquieto, Gilberto, con tono de entendido. Mientras riega unas orquídeas añade—: Esta noche ha hecho demasiado frío para los naranjos, los limoneros y los mandarinos, no sé si lo resistirán.
Me vuelvo también yo, no menos preocupado, hacia los árboles plantados junto al muro, con la esperanza de que consigan pasar el invierno. ¡Es verdad, no estamos en Buenos Aires!
—Ese muro que ve ahí, al lado de la capilla, donde están los naranjos, marca la frontera —me dice entonces Harmony.
—¿Qué frontera?
—¡La del Vaticano! Al otro lado está Italia.

Cuando estoy saliendo de la Domus Sanctae Marthae, justo a la entrada de la residencia, me topo con un paragüero que contiene, bien a la vista, un gran paraguas con los colores del arcoíris: ¡una bandera gay!
—No es el paraguas del papa —me aclara enseguida Harmony, como si hubiera sospechado un malentendido.
Y mientras los guardias suizos me saludan y los gendarmes bajan la mirada al ver que me alejo, me pongo a cavilar. ¿A quién puede pertenecer ese bonito paraguas que tiene unos colores contra natura? ¿Será el de monseñor Battista Ricca, el direttore de Santa Marta, que me invitó amablemente a visitar la residencia que dirige? ¿Se lo habrá dejado ahí uno de los asistentes del papa? ¿O un cardenal que viste una capa magna a juego con ese paraguas arcoíris?
Sea como fuere, me imagino la escena: ¡su feliz propietario, quizá un cardenal, o un monsignore, paseándose por los jardines del Vaticano con su bandera arcoíris en la mano! ¿Quién es? ¿Cómo se atreve? ¿O quizá no sabe lo que significa? Me lo represento caminando por la Vía delle Fondamenta y subiendo la Rampa dell’Archeologia con su paraguas para visitar a Benedicto XVI, que vive enclaustrado en el monasterio Mater Ecclesiae. A no ser que su paseo con el lindo paraguas multicolor lo lleve hasta el palacio del Santo Oficio, sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la antigua Inquisición. ¿Y si este paraguas arcoíris no tiene dueño conocido y está, él también, dentro del armario? Lo han dejado allí. Lo cogen, lo dejan, vuelven a cogerlo, lo usan. Imagino entonces que los prelados se lo pasan unos a otros, según las circunstancias y el tiempo que haga. Uno para rezar una oración al arcoíris; otro para pasear por los alrededores de la Fuente de la Concha o el torreón de San Juan; otro para rendir homenaje a la estatua más venerada de los jardines del Vaticano, la de san Bernardo de Claraval, gran reformador y doctor de la Iglesia, conocido por sus textos homófilos y por haber amado tiernamente al arzobispo irlandés Malaquías de Armagh. ¿La presencia allí de esta estatua rígida, que lleva una doble vida en pleno centro del catolicismo romano, es un símbolo?
¡Cómo me habría gustado ser un observador discreto, un guardia suizo de servicio, un recepcionista de Santa Marta, para conocer la vida de este paraguas multicolor, «barco ebrio» más ligero que un tapón de corcho, en danza por los jardines del Vaticano! ¿Será esta bandera «condenada por el arcoíris» el código secreto de ese «desfile salvaje» del que habla el Poeta? ¡A menos que sirva única y exclusivamente para protegerse de la lluvia!

—Llegué a Santa Marta a finales de 2003 —prosigue, durante otro almuerzo, Francesco Lepore.
Era el cura más joven de todos los que trabajan en el Vaticano. Empezó a vivir rodeado de cardenales, obispos y viejos nuncios de la santa sede. A todos los conocía, era el asistente de varios y calibraba el talento y las pequeñas manías de cada uno. Adivinaba sus secretos.
—Los que trabajaban conmigo vivían allí. Incluso monseñor Georg Gänswein, que acababa de ser nombrado secretario particular del papa Benedicto XVI, vivía con nosotros.
Lepore estuvo un año en la célebre residencia, que pronto acabó viendo que era un increíble centro de homoerotismo.
—Santa Marta es una sede de poder —me explica—. Es una gran encrucijada de ambiciones e intrigas, un lugar donde hay mucha competencia y envidia. Tenga por seguro que un número significativo de los curas que residen allí son homosexuales, y recuerdo bien que a la hora de comer siempre gastábamos bromas alusivas. Poníamos motes a los cardenales, feminizándolos, y toda la mesa se echaba a reír. Sabíamos los nombres de los que tenían un mancebo y los que se traían chicos a Santa Marta para pasar la noche con ellos. Muchos llevaban una doble vida, de día sacerdote en el Vaticano y de noche homosexual en bares y clubes. Estos prelados solían tirar los tejos a los curas más jóvenes, entre los que yo me contaba, y también a los seminaristas, a los guardias suizos y a los laicos que trabajaban en el Vaticano.
Lepore no es el único que me ha hablado de esas «comidas de chismorreo» en que los curas se cuentan en voz alta historias de patio de colegio; y, en voz baja, historias de chicos (que suelen ser las mismas). ¡Ah, esas burlas de la Domus Sanctae Marthae! ¡Esas murmuraciones que sorprendí en la Domus Internationalis Paulus VI, la Domus Romana Sacerdotalis o los aposentos del Vaticano las veces en que me hospedé y comí allí!
Francesco Lepore prosigue:
—Uno de los prelados de Santa Marta trabajaba en la Secretaría de Estado. Era allegado al cardenal Giovanni Battista Re. Ese prelado tenía en aquel entonces un joven amigo eslavo, al que por las noches solía introducir en la residencia. Después lo presentaba como un familiar: su sobrino. ¡Por supuesto, nadie se lo creía! Un día, cuando el sacerdote fue ascendido, los rumores cobraron fuerza. Entonces el cardenal Giovanni Battista Re y el obispo Fernando Filoni publicaron una declaración para confirmar que el joven eslavo era realmente un familiar, y se echó tierra sobre el asunto.
De modo que la omnipresencia de homosexuales en el Vaticano no era un problema de «manzanas podridas», «ovejas negras» o «peces malos en la red de Pedro», como dijo Joseph Ratzinger. No se trata de un lobby ni de una disidencia; tampoco es una secta o una masonería dentro de la santa sede: es un sistema. No es una pequeña minoría, sino una gran mayoría.
Llegados a este punto, le pregunto a Francesco Lepore cuál es, a su juicio, la importancia de esta comunidad, incluyendo todas las tendencias, en el clero del Vaticano.
—Creo que el porcentaje es muy alto. Diría que del orden del ochenta por ciento —me asegura.
En una conversación con un arzobispo no italiano con quien me reuní varias veces, este me explicó:
—Se dice que tres de los últimos cinco papas era homófilos. Algunos de sus asistentes y secretarios de Estado también lo eran. E igual la mayoría de los cardenales y obispos de la curia. Pero no se trata de averiguar si estos sacerdotes del Vaticano tienen esa inclinación, porque la tienen. Se trata de saber, y en realidad es el verdadero debate, si son homosexuales practicantes o no. Porque si lo son, entonces las cosas se complican. Hay prelados con esa inclinación que no la practican. La homosexualidad. Pueden ser homófilos en su cultura, pero sin tener una vida homosexual.

En las diez entrevistas que tuve con Francesco Lepore me habló de la loca disipación del Vaticano. Su testimonio es incuestionable. Él mismo tuvo varios amantes entre los arzobispos y prelados, y hubo varios cardenales, de los que hablaremos más adelante, que flirtearon con él. He verificado escrupulosamente cada una de estas historias poniéndome en contacto con estos cardenales, arzobispos, monsignori, nuncios, minutantes, asistentes, simples curas o confesores de San Pedro, y todos han resultado ser, efectivamente, homosexuales.
Lepore formó parte del sistema durante mucho tiempo. Y cuando un cardenal te tira los tejos discretamente, o cuando un monsignoretrata de seducirte descaradamente, es fácil saber quiénes son los closeted, los practicantes y los demás miembros de «la parroquia». Yo mismo lo he comprobado. ¡Es un juego demasiado fácil! Porque incluso los solteros empedernidos que han hecho voto de castidad heterosexual y se han encerrado en un armario tan sólido como una caja fuerte acaban traicionándose en algún momento.
Gracias a Lepore y luego, por capilaridad, a otros 28 informadores, sacerdotes o laicos, todos con destino en el Vaticano, que se han mostrado gais ante mí, que son fuentes que he estado consultando con frecuencia durante cuatro años, yo sabía adónde dirigirme desde que empecé mi indagación. Pude identificar a los cardenales que eran «de la parroquia» antes incluso de hablar con ellos, conocía a los asistentes que podían informarme y el nombre de los monsignori con quienes debía trabar amistad. Son muchos los que «son».
Nunca olvidaré esas conversaciones interminables con Lepore en la noche romana, cuando, al mencionar a tal o cual cardenal o arzobispo, veía cómo se animaba de repente, se alborozaba y exclamaba agitando las manos: «Gaissimo!».

Francesco Lepore fue durante mucho tiempo uno de los curas preferidos del Vaticano. Era joven y seductor, incluso «sexi», a la vez que un intelectual culto. Seducía tanto por su físico como por su intelecto. Durante el día traducía los documentos oficiales del papa al latín y contestaba las cartas dirigidas al santo padre. También escribía artículos culturales para L’Osservatore Romano, el periódico oficial del Vaticano.
El cardenal Ratzinger, futuro papa Benedicto XVI y por entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, llegó a prologar una de las compilaciones de textos eruditos de Lepore y elogió al joven sacerdote.
—Tengo un buen recuerdo de ese periodo —me dice Lepore—, pero el problema homosexual seguía ahí, más apremiante que nunca. Tenía la impresión de que mi propia vida ya no me pertenecía. Además, no tardé en sentirme atraído por la cultura gay de Roma: empecé a ir a clubes deportivos, primero a los heterosexuales, pero se supo. Cada vez celebraba menos misas, salía vestido de calle, sin sotana ni alzacuello, y acabé dejando de ir a dormir a Santa Marta. Mis superiores, informados de todo, quisieron cambiarme de destino, quizá para alejarme del Vaticano, y fue entonces cuando monseñor Stanislaw Dziwisz, el secretario personal del papa Juan Pablo II, y también el director de L’Osservatore Romano, donde yo escribía, intervinieron a mi favor, logrando que me quedara en el Vaticano.
Volveremos a encontrarnos más veces en este libro con Stanislaw Dziwisz, hoy cardenal retirado en Polonia. Vive en Cracovia, donde tuve la ocasión de hablar un par de veces con él. Durante mucho tiempo fue uno de los hombres más poderosos del Vaticano, y de hecho fue él quien lo dirigió, junto con el cardenal y secretario de Estado Angelo Sodano, a medida que la salud de Juan Pablo II se deterioraba. Decir que hay una leyenda negra en torno a este audaz polaco es un eufemismo. Pero no vayamos tan deprisa: ya tendrán ocasión los lectores de comprender cómo funciona el sistema.
Gracias a Dziwisz, por tanto, Francesco Lepore fue nombrado secretario particular del cardenal Jean-Louis Tauran, un francés muy influyente, curtido diplomático y, con Juan Pablo II, secretario del Vaticano para las relaciones con los Estados. Tauran, con quien hablé en cuatro ocasiones, fue uno de mis informadores y contactos regulares en el Vaticano, a pesar de su insondable esquizofrenia. Llegué incluso a sentir un afecto ilimitado por este cardenal fuera de lo común, postrado durante mucho tiempo por una terrible enfermedad de Parkinson que se lo llevó en el verano de 2018, justo cuando yo estaba releyendo la versión final de este libro.
Gracias a Tauran, que estaba al corriente de sus costumbres, Lepore puede proseguir su actividad intelectual en el Vaticano. Entra al servicio del cardenal italiano Raffaele Farina, que dirige la biblioteca y los archivos secretos, y después está al servicio de su sucesor, el arzobispo Jean-Louis Bruguès. Ambos conocen sus inclinaciones. Le encargan la edición de manuscritos raros y Lepore publica compilaciones de coloquios de teología editados por la prensa oficial de la santa sede.
—Yo seguía muy agobiado por mi doble vida, por esa hipocresía desgarradora —cuenta Lepore—. Pero me faltaba valor para liarme la manta a la cabeza y renunciar al sacerdocio.
El sacerdote planeó cuidadosamente su revocación, tratando de evitar el escándalo.
—Era demasiado cobarde para dimitir. De modo que me las arreglé para que la decisión no tuviera que tomarla yo.
Según su versión (confirmada por los cardenales Jean-Louis Tauran y Farina), optó «deliberadamente» por consultar páginas gais con su ordenador desde el Vaticano y dejar su sesión abierta, con artículos y webs comprometedores.
—De sobra sabía que todos los ordenadores del Vaticano estaban sometidos a un control estricto y que no tardarían en descubrirme, como efectivamente ocurrió. Me convocaron, y el asunto se despachó con rapidez: no hubo proceso ni sanción. Me propusieron volver a mi diócesis y ocupar allí un cargo importante. Lo rechacé.
El incidente se tomó en serio, y no era para menos, tratándose del Vaticano. El cardenal Tauran, «que estaba muy triste por lo que acababa de pasar», recibió a Francesco Lepore:
—Tauran me regañó cariñosamente por haber sido tan ingenuo, por no haber sabido que «el Vaticano tiene ojos en todas partes» y me dijo que debía haber sido más prudente. ¡No me hizo ningún reproche por ser gay, solo por haberme puesto en evidencia! Fue así como acabó todo. Meses después salí del Vaticano y definitivamente dejé de ser cura.
Próximo capítulo:
2
LA TEORÍA DE GÉNERO

Cero apellidos catalanes

Cero apellidos catalanes
Por Xavier Diez - 03/03/2019
Diario16

Se ha convertido en lugar común establecer un retrato de los catalanes como “supremacistas”. Se trata de un fenómeno relacionado con el descubrimiento sorpresivo que un porcentaje muy considerable, posiblemente mayoritario de los residentes en Cataluña se ha hecho independentistas, probablemente de manera irreversible. Que rechazan permanecer en el Reino de España. Reciente, pero no extraño. Las diversas encuestas del CIS de las últimas décadas nos pintaban como los menos simpáticos entre quienes compartimos nacionalidad. Los tópicos nos describían con apelativos como “agarrados”, con aires de superioridad, y “muy suyos”, atributos, por cierto similares a los prejuicios contra los judíos en las sociedades europeas, siempre sospechosos de representar un “cuerpo extraño” entre la comunidad. Incluso los mismos chistes antisemitas se han utilizado contra los catalanes en España. Ahora, con una crisis sistémica del régimen del 78 en el cual el soberanismo republicano ha tenido un papel preponderante, este proceso se ha agudizado. La deformación del conflicto, a partir del “aporellismo” mediático y judicial o manipulación de los más bajos instintos por parte de determinadas formaciones políticas han contribuido a construir una deshumanización de siete millones y medio de personas que, independientemente de sus convicciones políticas son criminalizadas por lo que son. O peor aún, estableciendo categorías como si aquellos millones de ciudadanos de Cataluña que han decidido romper con España fueran intrínsecamente perversos, una especie de herejes contemporáneos a los cuales se debería “desinfectar”, como el propio ministro Borrell ha declarado.
Este relato, sin duda, ha sido potenciado por un oligopolio de los medios, especialmente la televisión, que en España jamás se ha caracterizado por la pluralidad. Antes al contrario, como ha estudiado el investigador de la Complutense de Madrid, Javier Muñoz Soro, la actuación de los medios españoles actuales contiene una línea de continuidad muy clara respecto al gremio periodístico formado durante la dictadura, financiado por los sectores empresariales estrechamente relacionados con el franquismo y que tradicionalmente han servido como instrumento para potenciar un espíritu uniforme y autoritario entre la sociedad española, complementada por una cultura televisiva –en un país con déficit de lectura y conciencia crítica- en el que se ha invisibilizado deliberadamente todos aquellos elementos que no concuerdan con una idea de identidad nacional que tiende a confundir España con Madrid o potenciando clichés del casticismo.
Nos engañaríamos al creer que el prejuicio anticatalán es algo reciente. De hecho la represión contra Cataluña ha sido una de los elementos sobre los cuales se ha conformado la identidad española, puesto que ya se sabe que pocas cosas cohesionan tanto como un enemigo externo o interno. Pocos saben que el apelativo “polaco” tiene su origen en los primeros años de la postguerra en el que el ejército franquista, emulando a la Wehrmacht, denominaba así a sus reclutas catalanes para recordarles su condición de pueblo sometido. Las arengas anticatalanas de Quevedo tenían que ver con su espíritu antimonárquico “Son aborto monstruoso de la política, libres con señor”, es decir, que no se sometían al espíritu absolutista de la monarquía española. De hecho, una de las señas de identidad de Cataluña es su aversión al poder y tradición libertaria. Incluso el historiador Jaume Vicens Vives contabilizó hasta 11 revoluciones (el pueblo europeo más revolucionario), lo que lo hace especialmente incómodo a un régimen que proviene directamente del totalitarismo más longevo de Europa, e incapaz de deshacerse de una monarquía rancia como la que ocupa la jefatura del estado actual.
Volviendo al inicio. Resulta curioso calificar de “nazi” a un independentismo que proviene precisamente de la resistencia antifranquista, que participó abiertamente en la segunda guerra mundial al lado de los aliados y resistentes (frente a una España que envió 50.000 soldados bajo uniforme de la Wehrmatch y que es corresponsable en el crimen de guerra del sitio de Leningrado). Pero ya se sabe, los propagandistas mediáticos actuales han asimilado la máxima de Goebbels: una mentira repetida mil veces puede convertirse en verdad.
Toda mentira, para resultar creíble, debe contener elementos de verdad. Es cierto que entre círculos intelectuales catalanistas de los años 30 se elaboraron y difundieron algunas ideas hostiles a la inmigración española rural. Reportajes como los de Carles Sentís o Josep Maria Planes alimentaban el mito del “murciano”, no en tanto a su origen, sino porque muchos de ellos ejercían su integración social a partir de una CNT que estableció una dura rivalidad y conflicto con el catalanismo progresista y republicano de la época. Pero fue quizá el estadístico y demógrafo Josep Anton Vandellós quien con su libro “Catalunya, poble decadent?” intelectualizó la aversión a la inmigración de lengua no catalana, considerando que podría producirse una substitución lingüística y cultural si no se remediaba una endémica baja natalidad catalana (lo que la demógrafa Anna Cabré denomina el “sistema catalán de reproducción) y se abrían las puertas a población extraña.
Lo malo de exponer casos aislados, de elevar la anécdota a la condición de categoría, es que así se tergiversa la realidad. Desde principios de siglo XX hasta los juicios de Nuremberg, la eugenesia estaba de moda y se consideraba una propuesta política con cierto prestigio intelectual. Y una propuesta asumida desde el nazismo hasta los propios anarquistas, quienes difundían estas ideas en revistas como Eugenia, Salud y Fuerza, Estudios, Generación Consciente y tantas otras. De hecho, hasta el mismo movimiento anarquista, que tantos inmigrantes rurales y meridionales integró en la vida pública de Cataluña eran hostiles a determinadas prácticas culturales (a la crueldad contra los animales, el alcoholismo, la prostitución y las consiguientes enfermedades asociadas, a favor del control de natalidad, pero también a favor de la esterilización de quienes no consideraban aptos). De hecho, antes de las leyes eugenésicas alemanas, ese tipo de políticas ya se habían experimentado en algunos estados de Norteamérica o en Escandinavia.
El franquismo tampoco fue ajeno a esta perversa idea, a partir de las iniciativas del Mengele español, el psiquiatra Antonio Vallejo-Nájera, obsesionado por extirpar el “gen rojo” de la sociedad española, y responsable del robo de miles de niños a familias republicanas, con la participación entusiasta–y beneficio crematístico- de la iglesia católica.
Donde no hay discusión posible (excepto, por supuesto, entre quienes repiten mil veces la mentira del supuesto “racismo catalán” es que Cataluña es una nación sin ningún componente étnico particular. Como mucho, puede considerarse como una nación cultural, aunque desde mi mirada de historiador, más bien se trataría de una entidad postnacional fundamentada en la voluntad de serlo y la resistencia a la asimilación respecto a un estado hostil. Vicens Vives, en una conocida obra de 1954 “Noticia de Cataluña” (la censura impidió publicarla bajo su título original, “Nosotros, los catalanes”), considera el territorio como una “tierra de paso” en la que se asentaban diversos pueblos e individuos, conformándose como entidad a partir de una amalgama heterogénea y en construcción permanente. Un ejemplo, durante los siglos XVI-XVII, en base a los censos y la documentación de la época, se considera que alrededor del 40% de la fuerza de trabajo está constituida inmigrantes occitanos, fugitivos del feudalismo de la Francia meridional. La Barcelona moderna, portuaria y cosmopolita, así como buena parte de las áreas marítimas, atraían a diásporas mercantiles y técnicos capacitados de todo el continente, especialmente de las costas italianas. Hacia finales del XIX, con una población de 2 millones, los aportes demográficos provenían principalmente del País Valenciano y Aragón. Hacia principios del siglo XX, empezaron a llegar andaluces, muchos de los cuales huyendo de la represión rural y persecución política en una época de importantes movimientos sociales. Barcelona, capital del anarquismo, era un refugio y lugar donde pasar desapercibido a quienes eran perseguidos.
Pero sin duda, lo que muy a menudo se ha olvidado es que con sus 2,7 millones de residentes justo antes de la guerra civil, Cataluña acogió a más de 1 millón de refugiados de las áreas en las que el ejército nacional español controlaba. Un millón de refugiados que escapaban de una muerte segura o una represión que, sin exagerar, el historiador británico Paul Preston ha calificado del “holocausto español”. Muchos de ellos consiguieron exiliarse hacia el final de la guerra (440.000 es la cifra del éxodo republicano de 1939), aunque otros muchos pudieron quedarse incorporándose a una sociedad catalana hostil al franquismo.
Durante el periodo franquista varias oleadas inmigratorias llegaron a Cataluña. Tampoco suele explicarse que muchos de ellos eran perdedores o hijos de perdedores de la guerra civil, y que permanecer en sus pueblos implicaba una represión sistemática o una especie de condición de “parias” en sus respectivas comunidades de origen. Huir hacia Cataluña, donde la vida no era precisamente fácil, servía para pasar desapercibido, pero a pesar de todo, para muchos resultaba cómodo vivir en un lugar donde la inmensa mayoría de la población era hostil al franquismo. También es cierto que hubo otro tipo de “inmigrantes”: un nombre importante de funcionarios del régimen, falangistas, militares, policías y sus familias, cuya misión consistía precisamente en reprimir a una población civil disidente y alérgica al régimen, muchos de los cuales establecieron alianzas con sectores de la burguesía catalana afecta al régimen y castellanizada. Buena parte de éstos y sus descendientes son los que han conformado espacios y partidos políticos como Ciudadanos o élites del Partido Popular, lo que explica su obsesión contra el catalanismo, aparte de nutrir a una ultraderecha violenta y amparada por el poder judicial y las fuerzas policiales. Por ello no es de extrañar que en sus manifestaciones se ovacione el edificio de la Jefatura de Policía de Via Laietana, un tétrico espacio conocido por sus torturas y ejecuciones extrajudiciales, un verdadero Abu Grahib eruopeo.
Lo cierto es que, demográficamente, la población catalana pasó de 2,8 millones según el censo de 1940 a 5,1 millones en el de 1970 (especialmente fue intenso en otra oleada de inmigración, de carácter más económico que político, en la década de los sesenta, en que se pasa de 3,9 a 5,1 millones). Es cierto, además, entre las élites franquistas que se trataba de potenciar una “españolización” de la sociedad catalana, estimulada deliberadamente. Por supuesto, esta multiplicación de la sociedad (se dice que entre los residentes de 1975 había más nacidos fuera que dentro de Cataluña) suponía un reto brutal de supervivencia de la identidad catalana. Es por ello que, unidos por el antifranquismo, se establece una alianza tácita entre el catalanismo moderado de las clases medias urbanas y sectores de la burguesía catalana y del movimiento obrero clandestino. Esta especie de entente se ha simbolizado a menudo por las figuras de Jordi Pujol y Paco Candel. En el primer caso, y rompiendo claramente con Vandellós, considerando “catalán, todo aquel que vive y trabaja en Cataluña” (y la coletilla que a menudo se olvida) “y que no le es hostil”. Es importante este matiz, porque buena parte de los representantes políticos que se autodenominan “constitucionalistas”, fundamentan su discurso en la hostilidad y desprecio hacia Cataluña, su lengua y sus elementos culturales, y en realidad se dedican a perseguir como objetivo la reducción de Cataluña a una región asimilada a la españolidad oficial. En el segundo caso, el de Candel, autor de uno de los textos más fundamentales del siglo pasado “Los otros catalanes”, porque potencia una visión de catalanidad plural y transversal, un mensaje muy interesante y asumido durante décadas, también actualmente, que vendría a resumirse en la máxima según la cual cada uno puede ejercer su catalanidad a su manera. En otros términos, que la catalanidad no se fundamenta en esencias inmutables, sino que, al contrario, representa la idea de amalgama, de adición de componentes diversos que permite reinventar la identidad a cada generación. Ello implica que Cataluña asume, en cierta manera, una idea de identidad “postnacional”, al estilo de Estados Unidos, Canadá o Argentina, alejado del concepto de Ius Sanguinis propio de Alemania o de España, según la cual la identidad es determinada por la etnicidad (son españoles los descendientes de españoles) y un pasado (normalmente reinventado en base a mitos), inmutable, i que requiere una asimilación cultural de acuerdo con patrones castellanos. Cualquier elemento que se escapa a estas características, o bien es rechazado o reducido a una condición subalterna y folklorizada.
Esta idea es más que relevante. A la catalanidad, en realidad ciudadanía política, la idea de poder incorporarse a la nación mediante un ejercicio de voluntad, explica el éxito de la inmersión lingüística. Contrariamente a la propaganda catalanófoba y las acusaciones absurdas de supremacismo, fueron precisamente los padres andaluces, extremeños o murcianos quienes presionaron a las autoridades educativas para que la escuela hiciera del catalán la lengua vehicular. Se trataba de una estrategia social. Las familias consideraban que sus hijos debían dominar la lengua del país para obtener mayores posibilidades laborales, pero también para interactuar, en pie de igualdad, en la sociedad de acogida. El catalán era un pasaporte para el ascenso social, pero también expresión de respeto hacia la sociedad de acogida y reivindicación de poder interactuar en igualdad de condiciones con los autóctonos. El gesto de dominar el catalán implicaba cierta capacidad de mezclarse social y familiarmente en una sociedad bastante acostumbrada a la diversidad. Los grupos de amigos son mixtos, las familias son mixtas, y pasadas varias décadas del duelo migratorio, la inmensa mayoría de la sociedad catalana piensa en el presente y en el futuro, más que en el pasado. Para muchos hijos y nietos de andaluces o extremeños les resulta absurdo que sus orígenes deban determinar sus afectos, en un contexto en el que la identidad muta aceleradamente. Dominar dos lenguas permite sumergirte en dos cosmovisiones, pero utilizar la lengua del país supone la declaración, por la vía de los hechos, de voluntad de participación en la construcción colectiva y permanente de una identidad dinámica. La dualidad identitaria (aquel sector demográfico que suele situarse en el 40 % que se siente tan catalán como español) se ha mantenido en las últimas décadas a pesar del creciente asedio a la identidad catalana promovida por el espíritu del búnker franquista. Y a causa de ello, el “me siento más español que catalán, o únicamente español” se ha residualizado (representa un 10,2% en 2016, y bajando)
Es cierto que a partir de los años 90, especialmente gracias a personajes como Aznar, ha habido un esfuerzo constante por socavar las instituciones y la identidad. En otros términos, la agresividad del franquismo ha renacido en una democracia cada vez más supuesta. En cierta manera el anticatalanismo con sus obsesiones contra la presencia pública de la lengua (todavía a muchos les sorprende que el número de tesis doctorales en inglés y en catalán supere a las presentadas en español, o que el consumo de radio o prensa escrita ya haya superado al castellano), la inmersión lingüística, TV3 ha conseguido establecer un estado de opinión de una hostilidad irrespirable contra Cataluña.
¿Por qué? Más allá de la dimensión moral, subyace la idea que están perdiendo a Cataluña. Contrariamente a las mentiras repetidas mil veces desde los medios, ello no se debe al pérfido nacionalismo, a la pérfida Albión, a los bots rusos, o a las conspiraciones y rebeliones imaginarias. Si bien la desconexión emocional experimentada por muchos catalanes se debe a la catalanofobia de unos y el silencio cómplice de otros, existen procesos más profundos que explican un progresivo alejamiento entre España y Cataluña. Hablamos, por ejemplo, de una cultura política divergente: una basada en la pervivencia del franquismo en sus instituciones estratégicas, mientras que otra en el antifascismo militante, que explica, para poner un ejemplo, un sistema de partidos más acorde con la lógica continental que con la ibérica. Hablamos también de una identidad, la española de matriz castellana, rocosa, inalterable, excluyente, poco permeable a la pluralidad e intolerante con la disidencia, y otra, la catalana, dinámica, heterogénea, mutante, que precisamente para sobrevivir, se reinventa a cada generación. Además, es fácil ser catalán, solamente basta querer serlo.
Pero quizá lo que más alarma a los sectores del estado profundo que diseñan las estrategias políticas y sociales es que precisamente estos cambios profundos hacen de Cataluña un espacio menos español, aunque no necesariamente más catalán, sino más global. De hecho, quienes se denominan a sí mismos como constitucionalistas, y que en rigor, serían más bien “unionistas” en el sentido que aspiran a ejercer un papel parecido a los protestantes monárquicos del Ulster, manifiestan un temor profundo a una creciente irrelevancia en el debate público y en su capacidad de influencia en el seno de la sociedad catalana. Se trataría de partidarios de una “Cataluña española” despojada de todo signo de identidad que la singularice respecto de Madrid, Valladolid o Sevilla, subordinada a los intereses económicos y la concepción cultural de la capital del estado. Por ello su obsesión contra la lengua, el sistema educativo y mediático propio, aparte de un desprecio profundo hacia la Cataluña que no se ubica fuera del área metropolitana de Barcelona.
En otras palabras, que los 117.000 residentes en Cataluña nacidos en Extremadura conviven con 207.000 catalanes nacidos en Marruecos. Que, según el padrón continuo, hay 1,3 millones de residentes nacidos en el estado, frente a 1,4 millones nacidos en el extranjero. Que ello implica una nueva, la enésima reinvención de la catalanidad, y que a algunos, esta situación les angustia. Especialmente cuando buena parte de los dirigentes políticos de PP y C’s expresan una gran hostilidad contra la inmigración (no la suya, por supuesto), o en las manifestaciones unionistas (en la que es habitual la presencia de una ultraderecha que a menudo ha agredido a personas con aspecto africano o asiático), la idea de una Cataluña en la que su componente español no desaparezca, sino que mute y evolucione por contacto con otras culturas y cosmovisiones les parece una herejía. Porque es constatable que en este odio y este desprecio hacia lo catalán oculta un temor hacia lo que podrían considerar un desclasamiento. Porque, en una República catalana, ¿acaso un extremeño no debería tener los mismos derechos y obligaciones que un argelino, un argentino o un leridano? Quienes creen que la única nación, la española, es la única existente, y viene determinada por la sangre y la genealogía (recuerdo que en España rige el Ius Sanguinis, mientras que no conozco a ningún independentista que no considere esencial instaurar el Ius Solis), ven con preocupación la igualdad que tanto reclaman.
Pero también existen otros factores que generan angustia. Como creo que debería quedar claro, es catalán todo aquel que vive, trabaja (o no) en Cataluña y no le es hostil. En otras palabras, es catalán todo aquel que quiere serlo. Una Cataluña étnica es inviable. Según el Instituto de Estadística de Cataluña, únicamente un 24 % de los residentes catalanes los tienen cuatro abuelos nacidos en Cataluña (y alrededor del 16% tiene “ocho apellidos catalanes”). En cambio, según las encuestas, el porcentaje de independentistas oscila, en los últimos años, entre el 45 y el 55%, que se eleva al 60% entre los nacidos en Cataluña, aunque también entre los menores de 40 años, y creciendo. Más curiosidades, el 31% de los independentistas no tienen ningún abuelo nacido en Cataluña, porcentaje que crece a medida que los encuestados se definen más de izquierdas o poseen mayor nivel formativo. Esto del nivel formativo no tiene que ver tampoco con ningún “supremacismo”, sino por el hecho que suele corresponder a personas que han tenido más contacto con la pluralidad del país. Por ello, si no fuera por la mala fe e intención de quienes pretenden desacreditar el independentismo y a los independentistas a base de considerarlos racistas o supremacistas, la identidad no tiene que ver con la genealogía, ni siquiera con el nacimiento, sino, simplemente con la voluntad. Cero apellidos catalanes, como es el caso de quien esto escribe, o como Antonio Baños, o como David Fernández, nos da suficiente libertad para ser lo que nos da la gana.
¿Quién es catalán? Hagamos la pregunta en otros términos ¿Quién es español? Más allá de la dimensión administrativa, ¿es español aquel residente británico de la Costa del Sol que no habla, ni quiere hablar una sola palabra de español, que desprecia a sus vecinos, que vive en su propia burbuja, y que se queja abiertamente que nadie le hable en inglés? La respuesta es obvia. Y precisamente por ello la identidad catalana, flexible y relativa, es todo lo contrario al esencialismo. Al fin y al cabo, la independencia es una cuestión del hegemónico republicanismo de los catalanes. Por eso el franquismo nos ha declarado la guerra.

martes, 12 de marzo de 2019

Por qué algunas mujeres sufren dolor durante el sexo...y cómo solucionarlo

Por qué algunas mujeres sufren dolor durante el sexo y cómo solucionarlo
Una de cada diez mujeres asegura que lo ha experimentado.
Por Rachel Moss, HuffPost UK

14/3/19

El sexo incómodo no es algo de lo que se hable con frecuencia porque el tema tampoco es cómodo. Sin embargo, un estudio reciente en el que han participado más de 8.000 mujeres británicas ha revelado que a una de cada diez les resulta doloroso el sexo, algo también conocido como dispareunia o coitalgia.
El estudio, publicado en la revista especializada Journal of Obstetrics and Gynaecology, desvela que el dolor y otras molestias impiden a muchas mujeres disfrutar del sexo: el 30,9% de las mujeres que sufren dolor al mantener relaciones sexuales no están satisfechas con su vida sexual, en comparación con el 10,1% de las mujeres insatisfechas que no sufren dolor durante el sexo. ¿No va siendo hora de abordar el problema?
Durex ha lanzado un nuevo anuncio de lubricantes en Reino Unido en el que formula la pregunta "¿por qué seguimos aceptando el sexo incómodo?", y este podría ser un buen punto de partida. Sin embargo, en vez de tapar el problema con lubricante con la esperanza de que desaparezca, la edición británica del HuffPost se ha propuesto investigar el origen de ese dolor y sus implicaciones en la salud de la mujer.
"El dolor durante el sexo es muy común y puede estar causado por muchos motivos", indica la doctora Vanessa Mackay, portavoz del Real Colegio de Obstetras y Ginecólogos. Puede ser dolor durante el sexo o después, ya sea en la vagina o más hacia la pelvis.
Los motivos más habituales para sufrir dolor en la vagina son los siguientes:
Sequedad vaginal
Este problema aparece a cualquier edad y suele estar provocado por un cambio hormonal, de modo que sucede mucho si das el pecho, estás en la menopausia o has cambiado de píldora anticonceptiva. También suele provocarlo la falta de excitación sexual o el uso de jabones perfumados.
Falta de excitación sexual
Los posibles motivos son muy variados e individuales: cansancio, estrés o simplemente falta de ganas.
Vaginismo
Este problema se produce cuando los músculos vaginales se tensan al intentar introducir algo, ya sea un pene, un dedo o incluso un tampón. Según el Servicio Nacional de Salud del Reino Unido (NHS), no hay una causa conocida, pero conviene buscar ayuda profesional a través de tratamientos como mindfulness y ejercicios de suelo pélvico para recuperar el control de los músculos vaginales.
Irritación genital o alergia
Puede deberse a la candidiasis, a una enfermedad de transmisión sexual (que tal vez requiera tratamiento con medicamentos) o a una alergia a algún jabón, a los condones de látex o al lubricante, problemas que se suelen solucionar cambiando de productos.
La doctora Mackay añade que, aunque con menos frecuencia, el dolor dentro de la pelvis también puede deberse a problemas como una enfermedad inflamatoria pélvica (una infección de la parte superior del tracto genital superior de la mujer), endometriosis, fibroma, síndrome del intestino irritable o estreñimiento.
Hablar con un profesional de la salud te ayudará a descubrir si el dolor que sufres durante el sexo se debe a alguna de las causas anteriores, además de recomendarte el mejor tratamiento posible.
No obstante, la salud no es siempre el problema. Algunas mujeres sufren dolor por motivos psicológicos. A veces es señal de que no te sientes preparada, según la psicoterapeuta Lucy Beresford, especializada en sexo y relaciones.
Puede deberse a una experiencia negativa o ansiedad por falta de experiencia. "En ambos casos es posible tratar los problemas por ti misma o con algún asesor para saber mejor qué hacer con tu cuerpo", explica.
Otra posible causa es que estés incómoda practicando sexo con esa persona en particular, quizás por falta de confianza o porque te pide que hagáis cosas que no te atraen sexualmente. Hay que encontrar un momento (que no sea durante el coito) para hablarlo con tu pareja para ver si lo comprende y te apoya, recomienda Beresford. "Si sigues sintiéndote insegura, reflexiona sobre si es la relación adecuada para ti".
Si estás segura de que quieres volver a practicar sexo con esa persona, hay algunos consejos prácticos que te ayudarán a relajarte.
"Sed atrevidos y juguetones. Utilizad cojines para elevaros a uno de los dos, experimentad en distintos muebles o habitaciones, de pie o en la ducha, en vez de hacerlo siempre tumbados en la cama; utiliza más lubricante del que creas que necesitas y, después, échate más", aconseja Beresford.
"Lo mejor es que te abstengas del sexo penetrativo durante unas cuantas sesiones y te centres en los preliminares para que la próxima vez que lo pruebes te sientas increíblemente excitada", concluye.

Este artículo fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Reino Unido y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.

viernes, 8 de marzo de 2019

Obispos violeta


Obispos españoles celebran el 8M

Yo también soy feminazi

Día Internacional de la Mujer


¿Por qué el 8M?

¿Por qué se celebra el 8M el Día Internacional de la mujer?
No es una celebración de un hecho positivo, es una reivindicación, un reclamo contra la discriminación

elplural.com Jueves, 7 de marzo de 2019


No es una celebración de un hecho positivo, es una reivindicación, un reclamo en contra de la discriminación. Las Naciones Unidas, que en 1945 habían firmado en San Francisco una carta que constituyó el primer acuerdo internacional en defensa de la igualdad de ambos sexos como derecho fundamental, fijaron, en 1975, el 8 de marzo como el Día Internacional de la Mujer. Pero ya en 1911 se había celebrado el primer Día Internacional de la Mujer, el 19 de marzo en varios países de Europa, con manifestaciones reclamando el derecho a voto, el derecho a la ocupación de cargos públicos, el derecho a la formación profesional y el derecho al trabajo y a la no discriminación por el mero hecho de ser mujer. Pocos días después, el 25 de marzo de 1911, varios centenares de trabajadoras morían en un incendio en la fábrica Triangle Shirtwaist Company de Nueva York, y en las ediciones posteriores de esta conmemoración se haría referencia a este dramático hecho como símbolo de las malas condiciones laborales de las trabajadoras de la época.
Nacido de un motín por la escasez de alimentos
La fecha del 8 de marzo se había decidido en 1910, en la II Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas en Copenhague, aprobando por unanimidad una propuesta de la socialista alemana Clara Zetkin, y tras la celebración de una importante manifestación del sector textil el 27 se septiembre de 1909, a la que siguió una huelga de 13 semanas (hasta el 15 de febrero de 1910). Poco a poco, los países fueron sumándose al gesto a favor de los derechos femeninos. En Europa, en 1914, se aunaron los mítines de apoyo a la mujer con los contrarios a la Primera Guerra Mundial. Rusia declaró el Día de la Mujer en 1913, y allí, el 8 de marzo de 1917 -de aquí que la ONU lo haya tomado como referencia-, como consecuencia de la escasez de alimentos, las mujeres se amotinaron, lo que desató el comienzo de la Revolución Rusa. El gobierno provisional nacido de la revuelta concedió a la mujer el Derecho a Voto.