Manual
de la Iglesia Católica para encubrir la pederastia
Ocurrió
sistemáticamente desde 1947. Unos 300
sacerdotes de
seis diócesis de la Iglesia Católica en Pensilvania (EE.UU.)
abusaron sexualmente de más
de 1.000 niños.
Así lo confirma un extenso informe del Tribunal Supremo del estado
que durante más de dos años ha llevado a cabo una investigación de
la que ahora se conocen los detalles más escabrosos.
Entre
los incidentes descritos existe la confesión de un sacerdote que
violó a 15 niños o el caso de una infante de siete años que fue
abusada en el hospital cuando su agresor fue a visitarla tras ser
operada de amigdalitis. Un cura limpió con agua bendita la boca de
un niño después de obligarle a practicarle sexo oral y otro hizo
que su víctima posara desnudo como Jesucristo crucificado mientras
le fotografiaba con una Polaroid. Después, les entregaban a sus
víctimas un colgante con una cruz dorada; así sabían que esos
niños ya habían sido violados.
El
informe denuncia la existencia de una "red pornográfica"
donde los sacerdotes se intercambiaban decenas de fotos y videos de
los abusos, que incluían, en ocasiones, prácticas fetichistas con
"fustas, violencia y sadismo", todo ello, con el
consentimiento de los líderes de la iglesia católica de
Pensilvania. Pero, ¿cómo lograron ocultarlo?
El
Tribunal considera probado la existencia de unos patrones de conducta
elaborados por la jerarquía eclesiástica para evitar que las
agresiones salieran a la luz pública, una especie de manual para
proteger a los agresores y silenciar a sus víctimas. Nunca se
hablaba de violación o abuso, sino que se utilizaban eufemismos como
"contacto inapropiado"; no se realizaban investigaciones
con personal especializado e independiente, sino con sacerdotes que
sacaban conclusiones parciales favorables al agresor; para dar una
apariencia de integridad enviaban a los curas a centros psiquiátricos
administrados por la propia iglesia donde se elaboraban informes
basados únicamente en los testimonios de los religiosos; si
finalmente decidían apartar al sacerdote alegaban como excusa una
falsa enfermedad o un problema nervioso; aun sabiendo a ciencia
cierta que se estaban cometiendo abusos, las diócesis seguían
sufragando los gastos de los agresores, incluso cuando
utilizaban esos recursos para continuar con sus prácticas
pederastas; cuando un caso trascendía los límites de la privacidad
se trasladaba al religioso a otra parroquia donde los fieles
desconocían su pasado, y por último; nunca se daba parte a la
policía.
A
pesar de la crudeza de los hechos, Josh Shapiro, Fiscal General
del Estado, reconoce que la mayoría de los asaltantes nunca serán
juzgados. Más de cien ya han fallecido mientras que los que siguen
vivos se verán beneficiados por la legislación actual. En
Pensilvania, las víctimas menores de edad sólo tienen hasta los 30
años para interponer demandas civiles y hasta los 50 para presentar
cargos criminales. Así las cosas, un gran número de agresiones ya
han prescrito. Si bien parece que la tarea del Tribunal Supremo
apenas acarreará consecuencias penales, el mismo ha servido para
volver a situar los abusos sexuales en la iglesia en el centro del
debate público.
Todas
las miradas apuntan ahora al cardenal Donald Wuerl, arzobispo de
Pittsburgh (Pensilvania) durante 18 años y que en la actualidad
ejerce la misma función en Washington, donde llegó tras la renuncia
de su predecesor, precisamente, tras ser acusado de abuso sexual.
Aunque Wuerl ha negado cualquier implicación en los hechos y
descarta dimitir, resulta difícil creer que el máximo responsable
de la iglesia en Pensilvania durante casi dos décadas no supiera
nada de lo que sucedía entre las bambalinas de su negociado.
La
otra pata de este banco es el Vaticano, cuyo nombre sale mencionado
hasta en 43 ocasiones en el informe elaborado por el Tribunal
Supremo. Los investigadores sostienen que la Santa Sede tuvo
conocimiento de lo que estaba sucediendo al menos desde 1963 y que se
mostró "tolerante" con algunos casos.
El
primer episodio del que tuvieron constancia fue el relativo al cura
Raymond Lukac, de la diócesis de Greensburg. A principios de los
años 60, Lukac había sido acusado en tres ocasiones por tocamientos
inapropiados a menores de edad y la violación de una niña de 11
años. Además, mantuvo una relación con un organista de 18 años,
contrajo matrimonio estando en el ejercicio del sacerdocio y tuvo un
hijo con una adolescente a la que conoció cuando ella tenía 17
años. Cuando se percató de lo que estaba aconteciendo, el obispo de
Greensburg, inmediato superior de Lukac, se lo comunicó al
Vaticano, que decidió apartarle en un centro religioso a
las afueras de Chicago. Sin embargo, poco tiempo después, la Santa
Sede autorizó que volviera a retomar todas sus funciones como
párroco.
Tras
conocerse las duras revelaciones del informe, la conferencia
episcopal estadounidense ha reaccionado a través de un comunicado en
el que califica lo sucedido de "catástrofe moral" y apunta
al "fracaso del liderazgo episcopal" como una de las raíces
del problema. Danel DiNardo, máximo responsable de la institución
que aglutina a los obispos de los Estados Unidos, solicita una mayor
transparencia a la hora de responder a las constantes acusaciones de
abusos sexuales en el seno de la iglesia y apunta al Papa como el
único capaz de poner en marcha los mecanismos necesarios para
atajar de una vez por todas una problemática que está corroyendo
los cimientos de la Iglesia Católica en todo el mundo.
El
Pontífice se ha manifestado en las últimas horas con una carta
abierta donde asume que "no supimos estar donde teníamos que
estar, que no actuamos a tiempo reconociendo la magnitud y la
gravedad del daño que se estaba causando en tantas vidas".
Francisco califica los hechos ocurridos en Pensilvania como "un
crimen que genera hondas heridas de dolor e importancia" y
concluye aseverando que "nunca será suficiente lo que se haga
para pedir perdón y buscar reparar el daño causado".
Pablo
MM 2.018
IGLESIA
CATÓLICA
PEDERASTIA