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martes, 4 de mayo de 2021

 

Y se apagó la risa

Viernes, 12 Marzo 2021

Enrique S. Cardesín Fenoll

Nou Horta



-Quién es Tramús, ¿eh? Venga, responde, maldito rojo –bramaba el falangista, a la vez que le propinaba al detenido, ligado de pies y manos a una silla metálica aferrada al suelo, violentos guantazos en la cabeza, que reverberaban contra las desconchadas paredes de la lúgubre estancia.

Las tropas nacionales habían hecho su entrada en Valencia el 30 de marzo de 1939. Solo unos días después, las autoridades falangistas dictaban una orden de busca y captura de los colaboradores del “soez, obsceno, impúdico y antipatriota” semanario satírico valenciano La Traca. Esta publicación, de ámbito regional y escrita en valenciano, que fue clausurada durante el régimen dictatorial de Primo de Rivera –ya había sufrido anteriormente otros cierres por culpa de la censura-, volvió a ver la luz tras la proclamación de la Segunda República, aunque en esta nueva etapa se editó en castellano y adquirió una dimensión nacional. Su primer número vendió más de 500.000 ejemplares. Dado que era una prensa muy barata, su público se contaba mayormente entre la población más humilde. La revista se caracterizó por su profundo republicanismo, anticlericalismo y valencianismo. En plena contienda civil, y hasta su cierre en 1938, como consecuencia de la falta de materias primas (papel, tintas…) y la enorme dificultad para su distribución, se hizo bastante evidente su compromiso antifascista, y las ilustraciones de portada y sus viñetas se centraron sobre todo en ridiculizar a los militares sublevados. Franco era presentado como afeminado o “general invertido” y Queipo de Llano era calificado como “el general borrachín”. De ahí que, al finalizar la guerra civil, en las listas de los falangistas locales aparecían subrayados el editor y los demás humoristas de La Traca. Se habían propuesto extirpar cualquier recuerdo de la revista y de sus responsables. Sin embargo, de algunos de ellos, conocían únicamente el seudónimo: Bluff, Tramús, Marqués de Sade, Burlón…

- Vaya, conque te resistes a decirnos quién es el cobarde que se esconde detrás del seudónimo de Tramús. ¿Acaso eres tan ingenuo para pensar que no vamos a ser capaces de sonsacarte tarde o temprano su verdadera identidad? Pues, ¡hala!, toma, engulle, engulle sin parar… Eso, así, sin dejar ni un pedazo –y el que había sido editor y director de La Traca, Vicent Miquel Carceller, era obligado por medio de tortura a abrir la boca y comerse un viejo ejemplar de su semanario. Los falangistas lo habían capturado en casa de su suegra. Había corrido a ocultarse allí nada más enterarse de la detención de uno de los colaboradores de la revista, Modesto Méndez Álvarez, alias Burlón. Este había pasado toda la guerra civil en su domicilio de Barcelona; si bien, a mediados de febrero de 1939, aterrado por la desaforada represión desatada por los fascistas a renglón seguido de la conquista de la ciudad, se vio impelido a trasladarse a Valencia, capital a la que viajaba regularmente en tiempo de paz por mor de su trabajo. Modesto se convertiría en el primer detenido de los dibujantes de La Traca; y el primero, también, en dar con sus huesos en la Cárcel Modelo de Valencia.

Cada miércoles por la tarde, desde hacía algunos años, Carceller, Carlos Gómez Carrera (de nombre artístico Bluff), Enric Pertegàs (que usaba el seudónimo de Tramús) y Paco el impresor, vecino de Torrent y operario del taller de artes gráficas donde se imprimía La Traca, se reunían en un bar de la calle Ruzafa, a escasa distancia de la vivienda del editor, para jugar unas cuantas partidas al truc. Esa tarde, justo a la semana siguiente de la entrada del ejército franquista en Valencia, ninguno de ellos se podía imaginar que acabaría siendo la última en la que se juntarían los cuatro para disputar unas manos de cartas. Jugaban en pareja –su composición era distinta en cada ocasión- y la que terminaba perdiendo le tocaba pagar los cafés, las copas y los puros que hubieran consumido. Habían fijado una hora tope, que cumplían a rajatabla: las ocho. Y no eran pocas, ciertamente, las consumiciones hechas hasta esa hora. Tramús era el que tenía peor perder, y le costaba dios y ayuda aflojar la pasta. Cuando el madrileño Carlos Gómez Carrera ganó su primer “envit” (formaba pareja con Carceller, y pillaron in albis a sus rivales en el momento en que se entrecruzaban subrepticiamente las señas), y apaciguado al fin su alborozo, les preguntó a sus compañeros de juego: “¿Habéis oído lo que ha dicho Franco por la radio? Los otros negaron con la cabeza. “Ha prometido que los que no tengan manchadas las manos por el asesinato o por el robo, nada han de temer de la justicia nacionalista”. En seguida un gesto de escepticismo se dibujó al unísono en el rostro de sus tres amigos. “Yo me había planteado muy en serio –prosiguió Bluff- la opción de huir al extranjero. De tal manera que ya tenía preparado el equipaje. Me iba a marchar con mi familia a Alicante a esperar la salida de algún barco. Pero he decidido confiar en esa promesa, mal que me pese, y voy a permanecer en mi casa. No me voy a mover de aquí. A fin de cuentas, nosotros la única arma que hemos empuñado ha sido el lápiz de carboncillo. Por eso creo que no debemos sentir inquietud alguna. Tal vez nos impongan una sanción. Poca cosa más”. Su detención fue cuestión de días. Y tampoco tardó mucho en producirse la de Vicent Carceller. A continuación, vinieron los interminables interrogatorios y las brutales torturas. Aunque no consiguieron doblegar a ninguno de los dos. Los falangistas, a pesar del tremendo daño físico que les infligieron, se quedaron papando moscas y sin obtener la información que procuraron arrancar con sus inquisitoriales métodos: la identidad de Tramús.

Paco el impresor esperaba en la parada de la Cárcel Modelo la llegada del tranvía a Torrent, que tenía su salida en las Torres de Quart. Había acudido al centro penitenciario a visitar a Vicent Carceller. El editor de La Traca compartía celda con los otros dos historietistas del semanario satírico que habían sido internados antes que él en ese mismo penal: Modesto Méndez y Carlos Gómez. Corría el mes de junio de 1940. Llevaban, por tanto, casi un año de encierro. La fecha del consejo de guerra se había fijado para dentro de siete días. Sobre los humoristas pesaba la acusación de <<adhesión a la rebelión con el agravamiento de trascendencia de los hechos>>. “Si no fuera porque es trágico, pues se encuentra en juego nuestras vidas, sería para echarse unas risas con la desopilante ocurrencia de estos fascistas: ellos que se levantaron en armas contra el gobierno legítimo de la República acusando de rebeldes a quienes nos mantuvimos leales y lo defendimos, incluso tan incruentamente como vosotros, con dibujos –les dijo en el patio otro preso, que había sido líder sindicalista. Ante la inminencia del consejo de guerra, Paco el impresor quería darles ánimos y desearles suerte en persona, y por esa razón se desplazó a la prisión. De repente, un automóvil negro con los cristales tintados frenó bruscamente junto a la parada del tranvía. Dos individuos, que vestían camisa azul de Falange, se bajaron apresuradamente del coche y, valiéndose del factor sorpresa, agarraron de los brazos a Paco el impresor, del mismo modo que un ave rapaz hubiera asido a su incauta víctima. Luego, lo introdujeron sin ningún miramiento en la parte de atrás del vehículo, encajado entre los dos tipos. El lugar donde lo encerraron, un cuartucho sin ventanas, techo alto del que pendía un fino cable rematado por una desnuda bombilla que emitía una luz mortecina, y dominado por un insoportable hedor a orines y defecaciones, sería siempre para Paco el impresor un enigma del que nunca contaría nada a nadie. La mayor parte del tiempo él no sabía si estaba soñando o estaba consciente, porque una misma frase se repetía una y otra vez en su cabeza, como un latoso soniquete: “dinos quién es Tramús”.

La sentencia se ejecutó con carácter inmediato. Al atardecer del 28 de junio de 1940, bajo un cielo del que salieron despavoridas todas las nubes, Vicent Miquel Carceller, Carlos Gómez Carrera y Modesto Menéndez Álvarez, el editor y dos de los colaboradores más brillantes del semanario satírico valenciano La Traca, la publicación estrella de la Segunda República, fueron fusilados en el Terrer de Paterna y sus cuerpos arrojados a una fosa común del cementerio de esa localidad. Paco el impresor también vio ese atardecer de cielo límpido y respiró su aire cálido. Lo hizo antes de caer muerto, en la cuneta de una carretera rural, tras recibir un tiro en la cabeza a cañón tocante. Enric Pertegàs, Tramús, salvó la vida gracias al coraje de sus amigos. A su silencio. Y pudo seguir dejando muestras de su arte.

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