Francisco Hernández
En 1978, ante los ojos de toda la América televisiva, Vanessa Redgrave subió al escenario de los Óscar con la estatuilla dorada en las manos y, con la calma casi martirial de una mujer plenamente convencida, pronunció unas palabras que incendiaron al público: llamó a parte de los presentes “una banda de matones sionistas”. Fue un terremoto. Silbidos, gritos, estremecimientos. Los productores intentaron desesperadamente cortar a publicidad. Bob Hope se tapó la cara con las manos. Pero ella permaneció firme. Completamente serena. Porque creía profundamente en cada palabra que acababa de decir.
Vanessa Redgrave se había convertido en la nueva musa de Hollywood gracias a un papel que daba vida a una ferviente antifascista —una interpretación que los críticos describían como “transformadora”. Pero si la industria alababa su talento, detestaba sus ideas. Redgrave había financiado un documental propalestino, The Palestinian, rodado en el Líbano. Días antes de la ceremonia, manifestantes armados desfilaban frente al teatro con pancartas que la denunciaban.
A pesar de todo, ganó. Y en el momento de su triunfo eligió la confrontación.
Aquella noche Vanessa no sólo recibió un Óscar. Ganó una batalla interna: la batalla de la coherencia. Pagó por ello el precio más alto: Hollywood le dio la espalda. Los productores cancelaron proyectos. Los agentes le dijeron que nadie volvería a contratarla. Su respuesta fue simple y tajante: “Entonces crearé mi propio trabajo.” Y así lo hizo.
Montó sus propias producciones. Financiaba compañías teatrales rebeldes. Llevó a Shakespeare a zonas de guerra. Marchó junto a refugiados. Respiró gas lacrimógeno en las protestas. El MI5 la vigiló por “actividad subversiva”. Cuando le preguntaron si temía ser incluida en una lista negra, respondió: “No se puede poner en la lista negra a quien nunca estuvo en su lista.”
Pudo haber elegido el lujo, el respeto, el dorado silencio. Nacida en una dinastía teatral, los Redgrave eran la aristocracia de la escena británica. Era extraordinariamente hermosa y enormemente talentosa. Pero se negó a ser ornamental. Nunca quiso ser una “gran dama” de salón. Seguía presentándose en los tribunales descalza.
Pagó por todo. Incluso con dolor. Incluso con pérdida. Años después, cuando su querida hija Natasha Richardson murió en un trágico accidente, el mundo pensó que Vanessa se quebraría. Pero al poco tiempo regresó al escenario. Cuando le preguntaron por qué, respondió en voz baja: “Porque si no actúo, dejo de respirar.”
Cada personaje que interpretaba llevaba algo sagrado y desgarrador. Desde Isadora hasta Los bostonianos, cada papel estaba atravesado por un amargo desafío, por el coraje de quien conoce la tristeza.
Meryl Streep dijo una vez: “Vanessa no actúa. Ella testimonia.” Y es exactamente así.
Vanessa Redgrave nunca dejó de testimoniar. Por los refugiados. Contra los crímenes de guerra. Contra la hipocresía. Contra la complicidad del silencio. Incluso a los ochenta años seguía en las plazas, lista para ser detenida. Seguía exigiendo que el arte tuviera sentido.
Cuando una periodista le preguntó si lamentaba aquel encendido discurso en los Óscar, Redgrave sonrió con la misma calma peligrosa de 1978 y dijo: “Si dices la verdad y te abuchean, significa que estás haciendo lo correcto.”
Vanessa Redgrave no sólo interpretaba revolucionarias. Lo era. Una de esas personas raras y auténticas que saben que el verdadero poder no está en los aplausos, sino en negarse a callar cuando todos te lo exigen.
No hay comentarios:
Publicar un comentario