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martes, 16 de diciembre de 2025

 


Nando Worldcitizen

Sevilla, 2016. Cuando Carmen anunció que se casaba a los 89 años, su familia pensó que era una broma… o una señal clara de que algo empezaba a fallar en su cabeza.

¿Casarte? —dijo su hija mayor, entre nerviosa y confusa—. Mamá, llevas viuda treinta años.

Precisamente —respondió Carmen, con total serenidad—. Ya va siendo hora de volver a ponerme guapa por alguien.

Nadie sabía qué decir.

Carmen vivía sola en un piso antiguo del barrio de Triana. Tenía tres hijos, siete nietos y un bisnieto al que apenas conocía en fotos. Hacía años que las visitas se habían vuelto escasas, siempre con prisas, siempre con relojes mirando de reojo.

Pero ahora… ahora Carmen hablaba de vestidos, flores, una comida sencilla y música antigua.

¿Quién es el novio? —preguntó un nieto con humor.

Alguien muy puntual —respondió ella—. Nunca llega tarde.

Aquella frase dejó a todos desconcertados.

Contra todo pronóstico, Carmen empezó con los preparativos. Fue a una modista del barrio. Compró unos zapatos blancos discretos. Encargó un ramo pequeño de jazmines. Incluso fue al Ayuntamiento a preguntar por los papeles.

¿Está segura de esto, señora? —le preguntó la funcionaria.

Más segura que de muchas bodas que ha visto usted aquí —contestó Carmen sonriendo.

Al final, la familia cedió. Pensaron que quizás era una forma excéntrica de cerrar una etapa. De sentirse viva.

La boda se fijó para un sábado de mayo.

Todos acudieron.

Hijos que hacía meses no se veían entre ellos.

Nietos que apenas sabían el nombre real de su abuela.

Incluso vino una hermana desde Valencia.

La iglesia estaba casi vacía. Solo familiares. Nada ostentoso.

Las flores estaban puestas.

El piano sonaba suave.

Carmen entró del brazo de su nieto pequeño.

Vestida de blanco.

Sonriente.

Con los ojos brillantes.

Abuela… —susurró él—. ¿Y el abuelo… digo, el novio?

Carmen miró al fondo del altar.

Ya llegará.

Esperaron.

Cinco minutos.

Diez.

Quince.

El murmullo empezó a crecer.

Esto es una locura…

Se nos ha ido del todo…

Pobrecilla…

Entonces Carmen pidió el micrófono con un gesto sereno.

Gracias por venir.

Su voz temblaba un poco, pero no por debilidad.

Hoy no iba a haber un novio verdadero. Nunca lo hubo.

Un silencio espeso cayó sobre la iglesia.

Yo no me casaba con nadie —continuó—. Yo solo quería una excusa digna para que todos ustedes volvieran a estar juntos en el mismo lugar… por mí.

Algunas personas bajaron la cabeza.

Otras se llevaron la mano a la boca.

Desde que murió vuestro padre —dijo mirando a sus hijos—, fui dejando de ser prioridad. No os culpo. La vida aprieta. Pero yo también me fui quedando atrás.

Miró a sus nietos.

No quería morirme siendo un recuerdo borroso en vuestros móviles.

Se apoyó un poco en el atril.

Así que inventé una boda. Porque para las bodas siempre venís.

Nadie habló.

Muchos lloraban sin darse cuenta.

No me voy a casar hoy —concluyó—. Pero sí quería vivir algo antes de irme. Algo con todos vosotros.

Se sentó.

Y entonces ocurrió algo que nadie esperaba.

Su hija mayor se levantó, caminó hasta ella y la abrazó largo.

Perdón, mamá.

Luego otro hijo.

Luego otro.

Luego los nietos.

La iglesia se llenó de abrazos torpes, llantos abiertos, risas nerviosas.

Aquella “boda” se transformó en una comida improvisada, en historias antiguas, en fotos nuevas y en promesas tardías.

Carmen murió dos meses después, tranquila, dormida, en su cama.

Pero no murió sola.

Porque desde aquel día, la familia volvió a verla.

A llamarla.

A visitarla.

Uno de los nietos escribió tiempo después:

"Mi abuela no fingió una boda porque estuviera loca. La fingió porque estaba lúcida. Sabía que a veces el amor necesita una excusa para volver".

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