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martes, 9 de diciembre de 2025

 



Ricardo Miñana

La publicación de la sentencia, *diecinueve días después de concluido el juicio*, ha caído como un jarro de agua fría en una ciudadanía ya exhausta de escándalos y sospechas. El fallo declara “probado” que fue “el fiscal, o alguien de su entorno y con su conocimiento”, quien filtró aquel correo. Y, sin embargo, reconoce que *no se ha podido determinar con certeza quién fue*...

Esa contradicción —ese salto desde la duda a la imputación moral— es la grieta por la que se cuela la sensación de que todo estaba decidido antes incluso de escuchar

a nadie.

Para muchos, esta resolución no solo no despeja incógnitas, sino que las multiplica. Alimenta la impresión de que había un relato previamente escrito, un camino ya marcado, una condena implícita desde el primer día. Y quien no quiera ver esa sombra de sospecha, quien prefiera mirar hacia otro lado, inevitablemente quedará alineado con quienes han contribuido a un desenlace que una parte de la sociedad considera profundamente injusto.

Resulta inevitable recordar declaraciones previas, insinuaciones políticas y movimientos estratégicos que parecían anticipar lo que hoy se ha confirmado. La idea de que había que “quitárselo de en medio”, de neutralizar a quien podía incomodar

a unos o a otros, pesa como un lastre sobre la credibilidad del proceso. Todo ello, además, en un contexto en el que ciertas causas judiciales y determinados intereses privados parecen caminar demasiado cerca unos de otros.

El resultado final —una multa de 7.200 euros que muchos perciben como un gesto casi sarcástico— no hace sino incrementar la frustración. Para algunos ciudadanos, esa cifra es casi una burla, un recordatorio irónico de que el sistema judicial, sostenido con el dinero de todos, parece a veces más dispuesto a *proteger su propia narrativa* que a ofrecer respuestas claras y confiables.

Y así, una vez más, se abre una herida en la ya deteriorada confianza en las instituciones. No es solo indignación: es cansancio, es desafección, es la amarga sensación de que el Poder Judicial se aleja de la gente a la que debería servir. Una democracia fuerte necesita tribunales que inspiren respeto, no descreimiento; y sentencias que iluminen, no que oscurezcan.

Si algo demuestra este episodio es que la credibilidad no se impone: *se gana*, y también se pierde. Y cuando se pierde, recuperarla es una tarea larga y dolorosa.



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