UN
TRAJE DE MADERA
Brígida, la señora Brígida como la
llaman todos, se siente mayor. No quiere recordar la edad que tiene y procura
que su cumpleaños pase desapercibido. Tampoco hay nadie que se lo recuerde. Se
quedó viuda hace muchos años y no tiene hijos, su maternidad quedó frustrada
con dos abortos que no pudo impedir a pesar de las muchas precauciones y
cuidados que le prodigaron en su día. En estos momentos todos sus esfuerzos están
encaminados hacia el féretro que tiene en su habitación junto al lecho,
colocado a la espera de que sea ocupado por su propietaria, encima de dos
sólidos caballetes de madera.
Cuando enterró a Sebastián, su
marido, quedó muy complacida del servicio que le proporcionó la compañía
aseguradora en decesos a la que viene cotizando una prima mensual desde no sabe
cuándo. Paco, el señor Paco, el cobrador de los recibos, daba cinco aldabonazos
con la mano de hierro que sujeta una bola, sobre el soporte incrustado en la
puerta de madera, para que le abriese. Casi al instante alguna de las vecinas
gritaba:
-Abra señora Brígida que es el de
los muertos.
Todo iba sobre ruedas hasta que al
señor Paco le llegó la hora de la jubilación y la empresa decidió que sus
clientes domiciliasen los recibos en un banco. Al principio se resistió pero
llegó a la conclusión de que lo mejor
era pactar y la compañía envió a uno de
sus agentes.
No se lo podía creer, nunca en toda
su vida profesional nadie le había hecho una proposición tan insólita. La
señora Brígida se comprometía todos los meses, el día siguiente al que cobrase
su pensión, ingresar en una caja de ahorros, la que había en la esquina de su
calle, el importe del recibo que durante tantos años le había abonado en mano
al paciente cobrador. La contrapartida era que la compañía debía proporcionarle
ya, el ataúd que le correspondiese según quedaba especificado en la póliza sin
esperar la llegada del día de su óbito. La razón era muy simple: debía
aclimatarse, hacerse a la idea de que aquella caja de madera sería su nuevo
hogar para la eternidad y por lo tanto necesitaría acondicionarla a su gusto.
Intentaron convencerla de que todavía era muy joven y para cuando ella faltase
habrían salido nuevos modelos mucho más atractivos. Cerrada en banda la llevó
el agente hasta los almacenes donde habían apilados hasta más de un centenar de
cajas y en una sala contigua la gran exposición. Allí le pudo mostrar tres
ejemplares entre los que podía escoger, y él lo haría constar en su póliza como
garantía de que sería aquel modelo y no otro el que le proporcionarían llegado
el momento de partir para el largo viaje. No. A pesar de la rapidez con que
atravesaron la sala uno en especial había llamado su atención. De color caoba y
todas las aristas redondeadas le causó tal impacto que decidió en el mismo
instante que era el que quería, con el que siempre había soñado. Mucho más caro
pero eso no importaba. La propuesta llegó hasta el propio consejo de
administración debido a que, si bien no estaba fuera de la ley tampoco
resultaba demasiado ortodoxa la asombrosa petición. Un publicista avispado
aconsejó que se cerrase el trato argumentando que si existía una funeraria que
se llamaba “La Siempreviva” ellos
podrían en un futuro no muy lejano sacarle mucho partido a este caso tan
extraordinario.
Se lo llevaron un día de
primavera al anochecer manteniendo una total discreción aunque el envoltorio de
papel no pudiese disimular su fúnebre configuración.