Y
se apagó la risa
Viernes,
12 Marzo 2021
Enrique
S. Cardesín
Fenoll
Nou
Horta
-Quién
es Tramús, ¿eh? Venga, responde, maldito rojo –bramaba el
falangista, a la vez que le propinaba al detenido, ligado de pies y
manos a una silla metálica aferrada al suelo, violentos guantazos en
la cabeza, que reverberaban contra las desconchadas paredes de la
lúgubre estancia.
Las
tropas nacionales habían hecho su entrada en Valencia el 30 de marzo
de 1939. Solo unos días después, las autoridades falangistas
dictaban una orden de busca y captura de los colaboradores del “soez,
obsceno, impúdico y antipatriota” semanario satírico valenciano
La Traca. Esta publicación, de ámbito regional y escrita en
valenciano, que fue clausurada durante el régimen dictatorial de
Primo de Rivera –ya había sufrido anteriormente otros cierres por
culpa de la censura-, volvió a ver la luz tras la proclamación de
la Segunda República, aunque en esta nueva etapa se editó en
castellano y adquirió una dimensión nacional. Su primer número
vendió más de 500.000 ejemplares. Dado que era una prensa muy
barata, su público se contaba mayormente entre la población más
humilde. La revista se caracterizó por su profundo republicanismo,
anticlericalismo y valencianismo. En plena contienda civil, y hasta
su cierre en 1938, como consecuencia de la falta de materias primas
(papel, tintas…) y la enorme dificultad para su distribución, se
hizo bastante evidente su compromiso antifascista, y las
ilustraciones de portada y sus viñetas se centraron sobre todo en
ridiculizar a los militares sublevados. Franco era presentado como
afeminado o “general invertido” y Queipo de Llano era calificado
como “el general borrachín”. De ahí que, al finalizar la guerra
civil, en las listas de los falangistas locales aparecían subrayados
el editor y los demás humoristas de La Traca. Se habían propuesto
extirpar cualquier recuerdo de la revista y de sus responsables. Sin
embargo, de algunos de ellos, conocían únicamente el seudónimo:
Bluff, Tramús, Marqués de Sade, Burlón…
-
Vaya, conque te resistes a decirnos quién es el cobarde que se
esconde detrás del seudónimo de Tramús. ¿Acaso eres tan ingenuo
para pensar que no vamos a ser capaces de sonsacarte tarde o temprano
su verdadera identidad? Pues, ¡hala!, toma, engulle, engulle sin
parar… Eso, así, sin dejar ni un pedazo –y el que había sido
editor y director de La Traca, Vicent Miquel Carceller, era obligado
por medio de tortura a abrir la boca y comerse un viejo ejemplar de
su semanario. Los falangistas lo habían capturado en casa de su
suegra. Había corrido a ocultarse allí nada más enterarse de la
detención de uno de los colaboradores de la revista, Modesto Méndez
Álvarez, alias Burlón. Este había pasado toda la guerra civil en
su domicilio de Barcelona; si bien, a mediados de febrero de 1939,
aterrado por la desaforada represión desatada por los fascistas a
renglón seguido de la conquista de la ciudad, se vio impelido a
trasladarse a Valencia, capital a la que viajaba regularmente en
tiempo de paz por mor de su trabajo. Modesto se convertiría en el
primer detenido de los dibujantes de La Traca; y el primero, también,
en dar con sus huesos en la Cárcel Modelo de Valencia.
Cada
miércoles por la tarde, desde hacía algunos años, Carceller,
Carlos Gómez Carrera (de nombre artístico Bluff), Enric Pertegàs
(que usaba el seudónimo de Tramús) y Paco el impresor, vecino de
Torrent y operario del taller de artes gráficas donde se imprimía
La Traca, se reunían en un bar de la calle Ruzafa, a escasa
distancia de la vivienda del editor, para jugar unas cuantas partidas
al truc. Esa tarde, justo a la semana siguiente de la entrada del
ejército franquista en Valencia, ninguno de ellos se podía imaginar
que acabaría siendo la última en la que se juntarían los cuatro
para disputar unas manos de cartas. Jugaban en pareja –su
composición era distinta en cada ocasión- y la que terminaba
perdiendo le tocaba pagar los cafés, las copas y los puros que
hubieran consumido. Habían fijado una hora tope, que cumplían a
rajatabla: las ocho. Y no eran pocas, ciertamente, las consumiciones
hechas hasta esa hora. Tramús era el que tenía peor perder, y le
costaba dios y ayuda aflojar la pasta. Cuando el madrileño Carlos
Gómez Carrera ganó su primer “envit” (formaba pareja con
Carceller, y pillaron in albis a sus rivales en el momento en que se
entrecruzaban subrepticiamente las señas), y apaciguado al fin su
alborozo, les preguntó a sus compañeros de juego: “¿Habéis oído
lo que ha dicho Franco por la radio? Los otros negaron con la cabeza.
“Ha prometido que los que no tengan manchadas las manos por el
asesinato o por el robo, nada han de temer de la justicia
nacionalista”. En seguida un gesto de escepticismo se dibujó al
unísono en el rostro de sus tres amigos. “Yo me había planteado
muy en serio –prosiguió Bluff- la opción de huir al extranjero.
De tal manera que ya tenía preparado el equipaje. Me iba a marchar
con mi familia a Alicante a esperar la salida de algún barco. Pero
he decidido confiar en esa promesa, mal que me pese, y voy a
permanecer en mi casa. No me voy a mover de aquí. A fin de cuentas,
nosotros la única arma que hemos empuñado ha sido el lápiz de
carboncillo. Por eso creo que no debemos sentir inquietud alguna. Tal
vez nos impongan una sanción. Poca cosa más”. Su detención fue
cuestión de días. Y tampoco tardó mucho en producirse la de Vicent
Carceller. A continuación, vinieron los interminables
interrogatorios y las brutales torturas. Aunque no consiguieron
doblegar a ninguno de los dos. Los falangistas, a pesar del tremendo
daño físico que les infligieron, se quedaron papando moscas y sin
obtener la información que procuraron arrancar con sus
inquisitoriales métodos: la identidad de Tramús.
Paco
el impresor esperaba en la parada de la Cárcel Modelo la llegada del
tranvía a Torrent, que tenía su salida en las Torres de Quart.
Había acudido al centro penitenciario a visitar a Vicent Carceller.
El editor de La Traca compartía celda con los otros dos
historietistas del semanario satírico que habían sido internados
antes que él en ese mismo penal: Modesto Méndez y Carlos Gómez.
Corría el mes de junio de 1940. Llevaban, por tanto, casi un año de
encierro. La fecha del consejo de guerra se había fijado para dentro
de siete días. Sobre los humoristas pesaba la acusación de
<<adhesión a la rebelión con el agravamiento de trascendencia
de los hechos>>. “Si no fuera porque es trágico, pues se
encuentra en juego nuestras vidas, sería para echarse unas risas con
la desopilante ocurrencia de estos fascistas: ellos que se levantaron
en armas contra el gobierno legítimo de la República acusando de
rebeldes a quienes nos mantuvimos leales y lo defendimos, incluso tan
incruentamente como vosotros, con dibujos –les dijo en el patio
otro preso, que había sido líder sindicalista. Ante la inminencia
del consejo de guerra, Paco el impresor quería darles ánimos y
desearles suerte en persona, y por esa razón se desplazó a la
prisión. De repente, un automóvil negro con los cristales tintados
frenó bruscamente junto a la parada del tranvía. Dos individuos,
que vestían camisa azul de Falange, se bajaron apresuradamente del
coche y, valiéndose del factor sorpresa, agarraron de los brazos a
Paco el impresor, del mismo modo que un ave rapaz hubiera asido a su
incauta víctima. Luego, lo introdujeron sin ningún miramiento en la
parte de atrás del vehículo, encajado entre los dos tipos. El lugar
donde lo encerraron, un cuartucho sin ventanas, techo alto del que
pendía un fino cable rematado por una desnuda bombilla que emitía
una luz mortecina, y dominado por un insoportable hedor a orines y
defecaciones, sería siempre para Paco el impresor un enigma del que
nunca contaría nada a nadie. La mayor parte del tiempo él no sabía
si estaba soñando o estaba consciente, porque una misma frase se
repetía una y otra vez en su cabeza, como un latoso soniquete:
“dinos quién es Tramús”.
La
sentencia se ejecutó con carácter inmediato. Al atardecer del 28 de
junio de 1940, bajo un cielo del que salieron despavoridas todas las
nubes, Vicent Miquel Carceller, Carlos Gómez Carrera
y Modesto Menéndez Álvarez, el editor y dos de los colaboradores
más brillantes del semanario satírico valenciano La Traca, la
publicación estrella de la Segunda República, fueron fusilados en
el Terrer de Paterna y sus cuerpos arrojados a una fosa común del
cementerio de esa localidad. Paco el impresor también vio ese
atardecer de cielo límpido y respiró su aire cálido. Lo hizo antes
de caer muerto, en la cuneta de una carretera rural, tras recibir un
tiro en la cabeza a cañón tocante. Enric Pertegàs, Tramús, salvó
la vida gracias al coraje de sus amigos. A su silencio. Y pudo seguir
dejando muestras de su arte.