Curas
pederastas, obispos evasivos, víctimas desamparadas
29-10-23
ElPlural
Sin
embargo, ni el nombre inmaculado de Michavila ni el perfil angelical
del Defensor han convencido al severo presidente de la Conferencia
Episcopal España, Juan José Omella, para quien “las
cifras extrapoladas por algunos medios son mentira y tienen intención
de engañar”;
por fortuna, piensa el cardenal veterotestamentario, tales intentos
están condenados a sucumbir ante la infinita capacidad de perdón de
“tantísimos buenos sacerdotes y religiosos” prestos a aceptar
sin una queja “las críticas e incluso las difamaciones al estilo
de Jesús”.
Mañana
lunes 30 hay asamblea plenaria extraordinaria de la Conferencia
Episcopal, convocada de urgencia tras conocerse el informe del
Defensor y donde, de nuevo, la Iglesia habrá de enfrentarse a una
antigua encrucijada que le es bien conocida: la misma encrucijada,
por cierto, a la cual tienen que enfrentarse antes o después las
instituciones a las que les ha sido otorgado un cierto poder para que
hagan el bien. No es un equilibrio fácil: demasiado bien diluye el
poder y demasiado poder olvida el bien. “La
única ventaja del poder es que puedes hacer más bien”,
sostenía el padre Gracián.
La
encrucijada de la Iglesia española ante el abrumador informe del
Defensor es esta: ser santa o ser poderosa. La santidad aconseja
aceptar de buen grado que, en efecto, cientos de ministros de la
Iglesia cometieron gravísimos pecados y, en consecuencia, buscar la
manera de compensar a las víctimas y hacerse perdonar por ellas. El
poder, en cambio, aconseja negar
la evidencia, demonizar al mensajero y
dejar para mejor ocasión el examen de conciencia, el dolor de los
pecados, el propósito de enmienda y el cumplimiento la penitencia.
¿Los
justos salvarán el mundo?
El
dilema, en todo caso, no es meramente eclesiástico. No hay debate
político de calado que no sea una variación del combate
interminable que, antes o después, las instituciones del Estado
dignas de serlo acaban teniendo consigo mismas: es el combate
entre el poder y la santidad, entre la necesidad y la virtud, entre
la utilidad y la bondad,
entre Bentham y Kant, entre la ética de la convicción y la ética
de la responsabilidad. Un exceso de bondad puede ser dañino para
institución, pero un exceso de pragmatismo acaba resultando letal.
No
conozco a ningún cura que sea pederasta pero sí a un par o tres de
ellos que cuya vida está dedicada no al proselitismo, sino a dar
consuelo material y espiritual a personas a quienes nadie se lo daría
si ellos no lo hicieran. Esos curas misericordiosos –y los seglares
que los secundan– son lo mejor que tiene la Iglesia: ellos
son los
50 justos del Génesis por
los cuales Sodoma merecía ser perdonada por Jehová, ellos los 36
justos de la tradición talmúdica cuya piedad sostiene al mundo y a
los que mencionaba Borges en ‘El libro de los seres imaginarios’:
“Si no fuera por ellos, Dios aniquilaría al género humano. Son
nuestros salvadores y no lo saben”.
Los
ministros son a un Gobierno o los secretarios generales a un partido
lo que los obispos a una Iglesia, pero la naturaleza de las
instituciones que unos y otros administran es bien distinta: el
Gobierno no está obligado a ser santo sino a ser útil, mientras que
la Iglesia pierde todo su sentido si la gente observa que se
desentiende de la santidad y no ampara a los desamparados. La
Iglesia, si todavía es poderosa, lo es por ser santa, no al revés,
como parecen creer tantos obispos; lo que todavía la hace poderosa
es lo que queda en ella de santidad, sin la cual está perdida. Si a
la hora de gestionar el gravísimo asunto de la pedofilia y demás
abusos sexuales la Iglesia española se comporta como un partido
político y no como una institución evangélica, como una fundación
misericordiosa, seguirá cavando su tumba. No socavará su poder,
pero sí su santidad, sin la cual su poder es polvo, sombra, niebla,
nada.
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