MÁS SOSPECHOSOS QUE UNA BODA EN EL ESCORIAL
Hay cálculos que no hace falta hacer con una calculadora. Basta con tener memoria.
Si de verdad quisiéramos hablar del índice de criminalidad en España, no miraríamos a las colas del padrón, sino a los listados de invitados.
Porque, seamos honestos: el mayor núcleo delictivo organizado de las últimas décadas no estaba en una banda latina ni en una red de okupas. Estaba en una boda.
El 5 de septiembre de 2002, en el Monasterio de El Escorial, se celebró uno de los eventos más simbólicos de la España del cinismo institucional: la boda de la hija de José María Aznar.
Un desfile nupcial con olor a poder, gomina y sobres.
Una reunión de Estado paralela, donde lo que se sellaba no era solo un matrimonio, sino un pacto tácito entre política, empresa y corrupción.
Allí estaban. Los nombres que años después llenarían sumarios, portadas y banquillos.
Francisco Correa, artífice de la Gürtel.
Álvaro Pérez “El Bigotes”, su hombre de confianza.
Luis Bárcenas, guardián de los sobresueldos.
Rodrigo Rato, el hombre que encarnó el milagro económico… hasta que se cayó el decorado.
Jesús Sepúlveda, condenado.
Ana Mato, dimitida.
Y decenas de figuras del PP que, si no acabaron imputadas, fue más por ingeniería jurídica que por inocencia.
No era una boda.
Era una postal del Régimen del 78 en su forma más pura: impunidad envuelta en seda, delito con smoking, y un cura que bendecía sin saber (o sabiendo demasiado bien) a quiénes tenía delante.
Y sin embargo, nadie habló entonces de “crisis de seguridad”.
Nadie pidió controles migratorios en la entrada del monasterio.
Nadie cuestionó la nacionalidad de los corruptos.
Porque claro: eran blancos, españoles y bien vestidos.
El crimen, cuando se sienta a tu mesa, deja de parecer delito. Se convierte en networking.
Mientras tanto, fuera del convite, se cocía otro relato.
Uno en el que el peligro estaba en el inmigrante, en el mantero, en el mena, en el pobre.
Uno que convertía la pobreza en amenaza y la desigualdad en culpa del de abajo.
Y ahí sí: policía, persecución, portadas, alarmismo.
Pero si sumamos los millones robados, las políticas privatizadas, los recortes impuestos por aquellos que brindaban ese día con champán francés…
la pregunta no es cuántos delitos cometió un mantero.
La pregunta es cuánto nos costó aquel brindis.
Montoro, por cierto, estaba allí.
Y no como invitado cualquiera.
Era uno de los arquitectos de la austeridad, el notario fiscal del expolio.
Años después, hoy, lo tenemos imputado por favorecer a empresas gasísticas desde el Gobierno.
¿Sorprende?
Solo a quienes llevan veinte años fingiendo no ver.
Porque el verdadero escándalo no es la boda.
El verdadero escándalo es el país que se construyó a su alrededor.
Un país donde robar millones es legal si llevas corbata.
Donde saquear lo público no te lleva a prisión, sino al consejo de administración.
Y donde los que de verdad pusieron en jaque al Estado no llegaron en patera, sino en coche oficial.
Así que sí:
Si comparamos índices de criminalidad, yo me fío más de un chaval migrante sin papeles que de un empresario sonriente con foto en El Escorial.
Porque uno huye del hambre.
El otro vino a servirla en bandeja.
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