Pajaro Demarjarl
Ya lo decía Paco: el contubernio judeo-masónico
Franco lo tenía claro: detrás de cada problema nacional había una conjura. Judíos, masones, comunistas… todos cabían en ese saco mítico llamado contubernio. Era la explicación perfecta: servía para aplastar la disidencia, blindar el poder y, de paso, no rendir cuentas a nadie. Cuando algo fallaba, no era culpa del régimen, sino de la conspiración.
Décadas después, el eco de esa paranoia regresa en forma de ironía amarga. El caso Montoro revela algo más tangible que los fantasmas del Caudillo: una red de intereses privados, bien trajeados, que al parecer redactaban leyes tributarias desde un despacho con conexiones ministeriales. Sin símbolos, sin liturgias secretas, sin enemigos exteriores. Solo poder económico incrustado en lo público. Un contubernio real.
Mientras se imponían recortes, se despedía a trabajadores y se predicaba austeridad, empresas energéticas y grandes firmas industriales habrían recibido privilegios fiscales hechos a medida. Y todo desde el corazón del Ministerio de Hacienda. A plena luz del BOE.
Aquí no hay túnicas, ni logias, ni manifiestos revolucionarios. Solo Excel, PowerPoint y mucho eufemismo: “optimización fiscal”, “reforma eficiente”, “seguridad jurídica”. Palabras limpias para decisiones sucias.
La paradoja es perfecta: aquellos que hablaban de conspiraciones ocultas servían de tapadera a tramas muy visibles. Los enemigos imaginarios escondían a los socios reales. Y quienes hoy se escandalizan por pancartas o tuits, callan ante correos electrónicos donde se pactan millones.
No, Paco. El contubernio no era judeo ni masónico. Era neoliberal, fiscalmente creativo y con amigos en el Consejo de Ministros.
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