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viernes, 26 de diciembre de 2025

 



En el sur de Argelia existió durante siglos una comunidad que rompía muchas de las ideas que solemos tener sobre el papel de la mujer en las sociedades tradicionales: los Ouled Naïl, un grupo amazigh (imazighen) cuya cultura otorgó a sus mujeres un grado inusual de autonomía económica.

No se conoce con certeza el origen remoto de los Ouled Naïl, aunque formaban parte del mundo bereber del norte de África y se islamizaron progresivamente a partir del siglo VII. Pero su organización social conservó rasgos propios, especialmente en lo que respecta a las mujeres, conocidas como Nailiyat.

En esa cultura, muchas jóvenes pasaban una etapa de su vida trabajando fuera de su comunidad, generalmente en pueblos o ciudades, como bailarinas, artistas o acompañantes en contextos festivos y sociales. No se trataba de una obligación impuesta, sino de una práctica culturalmente aceptada que tenía un objetivo claro: reunir una dote propia.

Durante años, esas mujeres ahorraban el dinero que ganaban para poder regresar después a su comunidad con independencia económica, comprar tierras, una casa o ganado, y elegir entonces si querían casarse, y con quién.

Era una forma singular de invertir primero en autonomía antes que en dependencia.

Las fotografías tomadas a principios del siglo XX muestran a estas mujeres con una presencia poderosa: túnicas de múltiples capas, grandes brazaletes de plata, collares hechos con monedas ganadas por ellas mismas, ojos delineados con kohl, manos y pies decorados con henna. No eran solo adornos: eran signos visibles de estatus, trabajo, experiencia y propiedad.

A diferencia de muchos modelos sociales de su época, las Nailiyat no estaban definidas primero como esposas o hijas, sino como personas que construían un patrimonio propio antes de entrar en una relación estable. Su valor no dependía únicamente del matrimonio, sino también de su capacidad para sostenerse por sí mismas.

Eso no significa que vivieran fuera de toda norma, ni que fueran “libres” en un sentido moderno. Vivían dentro de un sistema cultural concreto, con límites, expectativas y roles. Pero dentro de ese sistema, habían encontrado una manera de ampliar su margen de decisión.

La historia de las Ouled Naïl no es un cuento romántico ni una provocación moral. Es una prueba de algo más simple y más profundo: que las formas de vivir, de amar, de trabajar y de ser mujer han sido siempre más diversas de lo que solemos imaginar cuando miramos el pasado desde una sola cultura.

Y que incluso en sociedades que hoy llamaríamos “tradicionales”, existieron espacios de autonomía que no encajan en nuestras categorías fáciles.

A veces, la historia no nos enseña cómo deberíamos vivir.

Solo nos recuerda que nunca hemos vivido todos de la misma manera.


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