La fiesta que dio origen a la Navidad: las Saturnales de Roma.
Mucho antes de que existiera la Navidad, en Roma ya existía una fiesta que ocupaba exactamente el mismo lugar emocional del año.
Se llamaba Saturnalia.
Se celebraba en diciembre, alrededor del solsticio de invierno, cuando los días empezaban lentamente a alargarse después de la noche más larga del año.
Y no era una fiesta solemne.
Era una explosión de desorden permitido.
Durante las Saturnales, Roma suspendía sus reglas normales:
Los tribunales cerraban.
Las escuelas cerraban.
El trabajo se detenía.
Y lo más importante:
los roles sociales se invertían.
Los esclavos se sentaban a la mesa.
Los amos les servían comida.
Se permitía burlarse del poder sin castigo.
Se hablaba sin miedo.
Por unos días, el mundo se ponía al revés.
No como caos…
sino como recordatorio.
Recordatorio de que el orden no es natural, sino construido.
Y de que incluso el poder necesita pausas para no volverse monstruo.
La gente se regalaba cosas pequeñas: velas, figuritas de barro, dulces. No como lujo, sino como símbolo: “te veo”, “pienso en ti”, “estamos juntos en esta oscuridad”.
Las casas se llenaban de luz. Se encendían muchas lámparas y velas para “ayudar” al sol a volver.
No se celebraba el nacimiento de un niño.
Se celebraba algo más grande:
que la luz regresa aunque parezca que se ha ido.
Cuando el cristianismo se expandió siglos después, no eliminó esta fiesta.
La transformó.
Tomó la fecha.
Tomó la idea de la luz en la oscuridad.
Tomó la idea del regalo pequeño.
Tomó la idea de reunirse.
Y le puso otro nombre: Navidad.
Pero debajo de la Navidad moderna todavía late esto:
una fiesta antigua que no celebraba a un dios que nace,
sino a un mundo que no se rinde al invierno.
Por eso la Navidad no se siente solo religiosa.
Se siente humana.
Porque antes de ser cristiana, fue romana.
Y antes de ser romana, fue solar.
Y antes de ser solar… fue miedo humano a que la noche no termine nunca.
Y la respuesta humana fue siempre la misma:
encender una luz juntos
y esperar.
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