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domingo, 6 de octubre de 2019

El franquismo (Capítulo 1)


1

EL «NUEVO ESTADO»

(1936-1945)



1.1. FRANCO, CAUDILLO PROVIDENCIAL

A FINALES DE SEPTIEMBRE DE 1936 una junta militar, denominada Junta de Defensa Nacional, presidida por el general Miguel Cabanellas, proclamaba a Francisco Franco Bahamonde «Generalísimo» de todas las Fuerzas Armadas y jefe del gobierno del Estado español, otorgándole «todos los poderes del Nuevo Estado». La decisión había sido determinada por las circunstancias de la guerra, que imponían un mando único. El nombramiento perdió enseguida su carácter provisional para convertirse en dictadura vitalicia. El 1 de octubre Franco comenzó a firmar decretos como jefe del Estado. Nacía de hecho el régimen franquista, contrapuesto al gobierno legal republicano.

Franco había llegado a la Guerra Civil acompañado de una fama de experimentado estratega militar y combatiente heroico ganada en Marruecos. General de brigada con solo treinta y tres años, se había distinguido por su intransigencia en la aplicación de la disciplina militar y por su dureza en la represión, que ya demostrara en 1934 con motivo de la insurrección de Asturias y que confirmaría en el transcurso de la Guerra Civil. Su investidura como jefe del Estado fue celebrada el 1 de octubre de 1936 en Burgos, una de las primeras ciudades conquistadas y sede de la Junta, según un protocolo arcaico y solemne que inauguraba la larga serie de rituales marcados por mensajes simbólico-ideológicos que caracterizarán al régimen. Una muchedumbre entusiasta, con el brazo en alto, aclamó al «Generalísimo», quien había festejado pocos días antes la conquista de Toledo y la liberación del alcázar asediado por los milicianos. La victoria se convertiría de inmediato en una epopeya mítica.

Al día siguiente, a pesar de que algún incauto periódico utilizara el término dictador, rápidamente censurado, se imponía la denominación de Caudillo, correspondiente al italiano Duce y al alemán Führer. Una atenta campaña propagandística dirigida al culto a la personalidad empezaba a dibujar el perfil de un carisma que también recurría a las comparaciones con legendarios héroes del pasado, el Cid de manera especial. La efigie de Franco montado en un caballo blanco hizo su primera aparición en las tarjetas postales de la zona nacional (Martí Morales, 2000, pág. 133) y con el añadido de la escolta mora constituyó durante años la iconografía dominante. No menos conocida fue la imagen creada por el pintor Arturo Reque Meruvia, quien le representó con vestimenta de cruzado medieval en un lienzo de imponentes dimensiones.

«Mando y capitanía» aparecían juntos en los documentos oficiales y en los discursos, indicando un ejercicio del poder caracterizado por la dimensión militar y sintetizado en la fórmula del «caudillaje». La adhesión de la Iglesia al «Alzamiento Nacional» tuvo como consecuencia la exaltación en clave religiosa y salvífica de la figura del Caudillo, al cual la divina providencia habría encomendado la misión de rescatar a España. No muy experto en cuestiones políticas, respecto a las cuales «non nasconde il suo impaccio» —como anotó el mismo Galeazzo Ciano al regreso de su viaje a España realizado en julio de 1939 (Di Febo, 2005, pág. 266)—, Franco era, en cambio, muy hábil a la hora de utilizar las divisiones y los contrastes existentes entre los diversos sectores y grupos para reforzar su supremacía. Los críticos y los disidentes acababan marginados o alejados, incluso mediante el exilio; los aliados y consejeros podían verse apartados por razones de oportunidad y reajuste de los equilibrios políticos. La Guerra Civil, por lo tanto, no fue solo escenario de vicisitudes y eventos militares, sino también de estrategias de construcción de las primeras estructuras dictatoriales, del poder y del carisma del jefe. Las consignas que comenzaban a aparecer en las portadas de los diarios —«Una Patria, un Estado, un Caudillo» y «Por el Caudillo y por Dios»— aludían a la identificación entre la configuración del «caudillaje» y la definición del Nuevo Estado. Caudillo, caudillaje, acaudillar evocaban, de forma sintética, la idea de excelencia y unicidad del mando, a la cual se añadiría rápidamente la dimensión mesiánico-providencial.

Asistido por una Junta Técnica de Estado, que se ocupaba de administrar las zonas conquistadas a través de comisiones concebidas como organismos paraministeriales, Franco comenzaba a sentar los cimientos del Nuevo Estado a través de decretos. El fracaso de la ofensiva sobre Madrid, en noviembre de 1936, prolongaba los tiempos y las dificultades de la guerra. Se hacía improrrogable pasar de un Estado «campamental» e improvisado a una organización estatal y administrativa dotada de órganos de gobierno y de una ideología que definiera los objetivos y las finalidades del Alzamiento. El principal artífice de la operación fue el brillante abogado Ramón Serrano Suñer, diputado de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) durante la República, cuñado de Franco, amigo en su juventud de José Antonio Primo de Rivera y admirador de Mussolini. Serrano llegó a Salamanca, sede del cuartel general alojado en el palacio episcopal, en febrero de 1937, huyendo de la zona republicana en la que había perdido a dos hermanos, fusilados en la cárcel Modelo de Madrid.

1.2. CONFIGURACIÓN DEL NUEVO ESTADO

El acto que marcó el comienzo del nuevo ordenamiento fue la creación y formalización del partido único. La unificación se llevó a cabo en una etapa de la Guerra Civil crucial desde el punto de vista militar. En la primavera de 1937, las fuerzas nacionales estaban concentradas en la campaña del norte con el objetivo de conquistar las zonas republicanas (Vizcaya, Santander, Asturias) mientras que a la victoria de los italianos en Málaga había seguido su derrota en Guadalajara. En este marco, el bando nacional debía unificar las distintas ramas de los combatientes y reforzar políticamente el mando del «Generalísimo».

El decreto, aconsejado por el «cuñadísimo», fue anunciado por Franco el 18 de abril en Salamanca por Radio Nacional en un discurso muy esclarecedor de las finalidades asignadas a la nueva formación. En realidad, se trata de una arenga imbuida de la retórica mítico-doctrinaria de la «Cruzada», dirigida a los españoles y a los combatientes. La unificación se presenta como continuación de las etapas patriótico-religiosas de la España imperial y antiliberal, se insiste sobre su necesidad para acelerar la victoria y se exaltan todas las fuerzas involucradas realzando el papel del Ejército. Se afirma el carácter de «Movimiento» de la nueva formación y por lo tanto «en proceso de elaboración y sujeto a constante revisión y mejora». Combinando el discurso tradicionalista con las consignas de Falange dibuja el perfil del Nuevo Estado que se caracterizaría por una «democracia efectiva» en oposición a la «verbalista y formal» del Estado liberal con sus «ficciones»: los partidos, las leyes electorales y las votaciones (Doc. 1[*]).

El 19 de abril de 1937, Franco promulgó el decreto de unificación de los partidos, por el cual se establecía la fusión en una «sola entidad política nacional» de las dos organizaciones que, a pesar de las diferencias y las divisiones entre ellas, habían proporcionado una considerable ayuda militar a la guerra: Falange Española, de orientación fascista, y Comunión Tradicionalista, concentrada en Navarra, monárquico-carlista e inspirada en el catolicismo integrista. Todas las organizaciones y partidos políticos existentes fueron suprimidos y la nueva formación sometida al mando del Caudillo. La entidad fue bautizada con el largo nombre de Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (FET y de las JONS), aunque se denominaría corrientemente Falange o Movimiento. La unificación comportó una homologación exterior de todos sus adeptos, que adoptaron la camisa azul de Falange y la boina roja carlista. El programa se inspiró en los 26 puntos fijados en su tiempo por José Antonio Primo de Rivera —Estado totalitario y nacional-sindicalista articulado a través de la familia, el municipio y el sindicato, disciplina y «orden nuevo»— aunque se suprimió el punto 27, probablemente porque sugería el «predominio» político de Falange Española. El sello falangista es evidente en la asunción de algunos símbolos y liturgias, en particular el saludo romano impuesto por ley y llamado «saludo nacional» (Doc. 2[*]), el himno «Cara al sol» y el emblema del yugo y las flechas de los Reyes Católicos. Nacía una organización asimilable, bajo ciertos aspectos, al partido único de «otros países de régimen totalitario», pero con una diferencia fundamental: había sido creada desde arriba por un jefe militar, ya instalado en el gobierno del Estado, quien la utilizaría como instrumento para consolidar su poder. La Falange no consiguió imponer su hegemonía en las relaciones entre Estado y sociedad, pero mantuvo durante muchos años un papel determinante en diversos sectores e instituciones del régimen.

La Falange, que de fuerza marginal en los años de la República había llegado a ser durante la guerra el más importante centro de agregación y militarización, se consideró como el instrumento idóneo para contribuir a la organización del régimen dictatorial. Sin embargo, más tarde sufriría las consecuencias de la heterogeneidad ideológica que había acompañado su transformación en partido único. En efecto, en la recién nacida «entidad» confluyeron católicos de la CEDA y sectores del Ejército que, más que a un Estado totalitario moderno aspiraban a la restauración de la España católica, autoritaria, corporativa y de la monarquía de Alfonso XIII, mientras que los carlistas tradicionalistas mantenían sus reivindicaciones de sucesión dinástica en la persona del príncipe Francisco Javier de Borbón Parma, y su nostalgia por un Estado preliberal. Además, se perfilaba el peso creciente de la Iglesia muy atenta en parar posibles desviaciones totalitarias; los mismos teóricos del Nuevo Estado asociaban el atributo de «católico» a los términos totalitario, fascista y nacionalsindicalista, para destacar una peculiaridad española.

Esta interrelación político-religiosa, que caracterizó al régimen durante al menos veinte años, se formalizó en los Estatutos de FET y de las JONS promulgados en agosto de 1937. En ellos se enfatizaba la misión regeneradora del Movimiento, cuyo fin era «devolver a España el sentido profundo de una indestructible unidad de destino y la fe resuelta en su misión católica e imperial». Se preveían dos órganos: el Consejo Nacional y la Junta Política. El Consejo (todos los miembros del primer Consejo fueron nombrados por Franco, según se establecía en su artículo 36) se reuniría cada año el 17 de julio y «cuantas veces sea convocado por el Caudillo». El decreto establecía, además, que en la primera reunión el jefe y los miembros del Consejo prestarían el juramento de la FET y de las JONS «por España, ante Cristo y los Santos Evangelios» (Doc. 3[*]). La ceremonia de la jura, enmarcada en una escenografía patriótico-religiosa que anunciaba la configuración nacionalcatólica del régimen, se celebró en Burgos, en el monasterio de Santa María Real de las Huelgas, el 2 de diciembre de 1937.



El Consejo Nacional, concebido como órgano supremo del partido único, y la Junta Política o Secretariado, que tenía básicamente tareas de «asesoramiento a la Jefatura», cumplirían en realidad la función de ratificar las decisiones del jefe del Estado. Los Estatutos fueron también la ocasión para proclamar a Franco «Jefe Nacional» de FET y de las JONS y «Supremo Caudillo del Movimiento» con la atribución de «la más absoluta autoridad», subrayándose con estilo lapidario: «El Jefe responde ante Dios y ante la Historia».

Se va configurando en estos años el intento, apoyado por Serrano Suñer y otros dirigentes falangistas, de orientar la construcción del Nuevo Estado según el modelo de los Estados totalitarios nazi y fascista, pero con una especial influencia del régimen italiano. La Segunda Guerra Mundial, iniciada pocos meses después de finalizar la Guerra Civil, las victorias del ejército alemán y la entrada en guerra de Italia, imprimieron una aceleración en este sentido. Sin embargo, el proceso de fascistización del régimen, visible en la adopción e imitación de instituciones y símbolos italianos, debía responder a exigencias de equilibrio respecto al Ejército y la Iglesia, y al mismo tiempo de consolidación del caudillaje.

Si el Ejército tenía un fuerte poder de decisión, en su calidad de guardián y árbitro de las decisiones políticas y militares del régimen, la Iglesia, por su parte, había conseguido imponerse como elemento de cohesión entre los distintos sectores, gracias a la asimilación de la guerra con una cruzada. La adhesión de la jerarquía eclesiástica al golpe de Estado militar —anunciada en septiembre de 1936 en la carta pastoral Las dos ciudades del obispo Enrique Pla y Deniel y reiterada oficialmente a través de la Carta colectiva del episcopado español de julio de 1937, redactada por el cardenal primado Isidro Gomá— había introducido un cambio de sentido en la rebelión de los militares, presentada en un primer momento como un clásico pronunciamiento decimonónico dirigido a restablecer el orden vulnerado.

Menos de dos meses después de la sublevación, las primeras declaraciones de los generales contra la anarquía y el caos, atribuidos al gobierno republicano y a la influencia de «agentes bolcheviques», dejaban paso a la definición del conflicto como Cruzada y, por lo tanto, como guerra de religión y choque entre dos civilizaciones: «España y la anti-España». Se indicaba como principal motivación el asesinato de religiosos y la destrucción de iglesias y objetos sagrados, perpetrados durante los primeros meses de la guerra. De hecho, la insurrección de los militares y la consiguiente ruptura de la legalidad republicana habían producido un violento y difuso anticlericalismo, que se escapó del control del gobierno y provocó, según la reconstrucción del obispo Antonio Montero, el asesinato de unos 7000 religiosos (Montero, 1961). Pesaban sobre la Iglesia española la memoria pasada y reciente del apoyo dado a los regímenes conservadores en perjuicio de las capas menos favorecidas y su oposición a la modernidad. La resistencia de la jerarquía eclesiástica ante los procesos de laicización emprendidos por la República y, al mismo tiempo, el radicalismo o la inoportunidad de algunas medidas legislativas, así como el resurgir de actitudes anticlericales, habían dado lugar a profundas divisiones que la guerra hacía irreparables. En estas circunstancias se fue forjando una idea de identidad nacional basada en la pertenencia al catolicismo, según el proyecto político-religioso en su tiempo adoptado por los Reyes Católicos y fundado en la exclusión de las otras religiones. La Cruzada, además, ponía en marcha la recuperación de formas arcaicas de religiosidad y un modelo de interacción entre lo sacro y lo político filtrado a través de una ritualidad en la que a menudo se fundían aspectos devocionales y mensajes de legitimación del régimen. El nacionalcatolicismo, tal como se le denominará posteriormente, se configuró durante la Guerra Civil como «teología de reconquista» caracterizada, entre otras cosas, por una «militante antimodernidad» según Alfonso Álvarez Bolado (1976, pág. 195). En los primeros veinte años de dictadura tuvo la función de remodelar las costumbres, la educación y el mismo universo mítico y simbólico.

En las ciudades y pueblos que el ejército franquista iba ocupando, las procesiones y misas de campaña, los actos de reparación por las iglesias y reliquias profanadas y las entronizaciones del Sagrado Corazón se superponían al cruento escenario de guerra. En el centro de las celebraciones, la constante presencia de Ejército, Falange y jerarquía eclesiástica se convertía en autorrepresentación de la unidad de los poderes político, militar y religioso. La adhesión y la integración de las masas —y en esto el régimen se diferenciaba del fascismo y del nazismo— se realizaban mediante la identificación individual y colectiva con una idea de nación-patria que asumía como elemento unificador el catolicismo tradicional, en cuanto rasgo constitutivo de la historia y del pasado imperial. Los acontecimientosmíticos que se evocaban eran la Reconquista y los Reyes Católicos, la Conquista, la Contrarreforma, Lepanto, los reinados de Carlos V y de Felipe II.

Acompañaba a esta representación la exaltación de Franco como jefe invencible y asistido por la protección divina; todo ello, sostenido por el retorno a prácticas devocionales medievales y barrocas o propias del integrismo católico carlista. La mano-reliquia de Teresa de Ávila —santa acreditada y popular, convertida durante la guerra en «Santa de la Raza»— cuya custodia la Iglesia encomendó al Caudillo después de su «providencial hallazgo» en la maleta de un coronel republicano en 1937, contribuiría a reforzar en el imaginario colectivo la dimensión sobrenatural del carisma del «Generalísimo». Al finalizar la guerra, a través del uso soberano y omnipotente de los decretos, y resucitando una tradición que se remontaba a la primera guerra carlista, el Caudillo otorgaba «los máximos honores militares» a la Virgen de los Reyes y a la Virgen de Covadonga (Di Febo, 2012, págs. 41-42).

En este complejo escenario, el 31 de enero de 1938 se constituía en Burgos el primer gobierno del régimen de Franco con arreglo a la ley aprobada el día antes sobre organización de la Administración Central. La Ley establecía que: «Al Jefe del Estado… corresponde la suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter general». Franco se autoasignaba también el poder constituyente, que mantendría durante todo el período de la dictadura. La elección de las personas llamadas a ocupar los cargos ministeriales se orientó a garantizar un protagonismo equilibrado a la coalición que había apoyado el golpe de Estado y a privilegiar a hombres de confianza de Franco. Así, la distribución de los ministerios reflejaba la primacía de los militares (Exteriores, Defensa, Orden Público e Industria y Comercio). Al secretario general de Falange Española, Raimundo Fernández Cuesta, se asignó el Ministerio de Agricultura y a otro falangista, Pedro González Bueno el de Organización y Acción Sindical. La cartera de Educación Nacional fue para Pedro Sainz Rodríguez, exponente de la derecha católica, monárquico y fuertemente antiliberal; mientras que el Ministerio de Justicia fue ocupado por los carlistas. Las provincias serían, en realidad, administradas por una poderosa burocracia estatal, dirigida principalmente por Falange. Serrano Suñer, nombrado ministro de Gobernación, también se hacía cargo del Servicio de Publicaciones y Propaganda, cuya gestión confió a jóvenes intelectuales falangistas.

La creciente influencia del fascismo italiano se veía confirmada por la aprobación, por decreto firmado por Franco el 9 de marzo de 1938, del Fuero del Trabajo, inspirado en la Carta del Lavoro de Mussolini y que será considerado como una de las Leyes Fundamentales del régimen. El Fuero (en un primer momento denominado Carta del Trabajo) tuvo un itinerario atormentado precisamente por promulgarse en un momento en el que el régimen, aun abierto a sugestiones totalitarias, iba acentuando su carácter confesional. A este respecto fue fundamental la intervención de Gomá —desde 1937 encargado oficioso provisional de la Santa Sede en Burgos— en la modificación del texto. Al cardenal primado le preocupaba, entre otras cosas, la reacción que pudiera tener el Vaticano —que todavía no había reconocido de iure al gobierno de Franco— en relación a la posible orientación totalitaria del Nuevo Estado (Di Febo, 2008). Todo ello comportó unos reajustes que valoraban la dimensión católica, opción patente en el mismo preámbulo:

Renovando la Tradición Católica, de justicia social y alto sentido humano que informó nuestra legislación del Imperio, el Estado, Nacional en cuanto es instrumento totalitario al servicio de la integridad patria, y Sindicalista en cuanto representa una reacción contra el capitalismo liberal y el materialismo marxista, emprende la tarea de realizar —con aire militar, constructivo y gravemente religioso— la Revolución que España tiene pendiente…

Prohibida la huelga, considerada delito «de lesa patria», se instauraba el sindicato vertical y único, definido como «instrumento al servicio del Estado» y dirigido por Falange; el derecho al trabajo se consideraba como «consecuencia del deber impuesto al hombre por Dios». Entre las disposiciones figuraba la marginación femenina del trabajo, mediante la fórmula «[el Estado] libertará a la mujer casada del taller y de la fábrica». Paralelamente, se procedía al desmantelamiento del Estado laico y de las principales reformas republicanas. Entre 1936 y 1939 fueron abolidos los Estatutos autónomos de Cataluña y del País Vasco, gran parte de la reforma agraria, la libertad de prensa y de asociación; quedó prohibido elculto público de otras religiones, fue derogada la Ley de Divorcio y declarado nulo el matrimonio civil. La enseñanza perseguía una formación «eminentemente católica y patriótica» y «los ideales del Nuevo Estado».

La caída de Cataluña, en febrero de 1939, anunciaba el epílogo de la guerra. Con la entrada del ejército franquista en Madrid, el 28 de marzo de 1939, concluía una Guerra Civil que duró casi tres años. El último parte del 1 de abril anunciaba: «En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado».

1.3. LITURGIAS, CENSURA, PROPAGANDA

«El Madrid rojo ha sucumbido. La victoria militar lo ha incorporado a la Patria. Llegue la noticia a todos los ámbitos de la tierra». En marzo de 1939, Serrano Suñer dirigía «al mundo» su Anuncio de la Victoria Española, configurando ya el carácter revanchista de las futuras «fiestas de la Victoria».

Dos meses después, el 19 de mayo de 1939, por las calles del Madrid «reconquistado» tenía lugar un inacabable, patriótico y «viril» desfile militar: representación de triunfo y poder, y advertencia al mundo exterior y a los vencidos. Franco asistía al desfile, rodeado por las autoridades, desde lo alto de la tribuna levantada en el Paseo de la Castellana. Al comienzo de la ceremonia el general Varela impuso «al invencible Caudillo» la máxima condecoración, la Gran Cruz Laureada de San Fernando. En el cielo una escuadrilla de aviones escribió VIVA FRANCO. A la damnatio memoriae de la República, además de la incesante propaganda destinada a deslegitimar el ordenamiento, la cultura y las instituciones republicanas, contribuiría la exaltación de los lugares de las más importantes victorias del ejército franquista, transformados en santuarios patrióticos. Ceremonias religiosas, desfiles militares, conmemoraciones de los caídos se desarrollaban en los aniversarios declarados fiesta nacional: el 18 de julio, «Día del Alzamiento Nacional»; el 1 de octubre —fecha de la investidura de Franco como jefe del Estado— se denominó desde entonces el «Día del Caudillo»; el 12 de octubre, «Día de la Raza» o «de la Hispanidad». Durante años se celebró un ritual de la memoria dirigido a exaltar una identidad fundada también en la permanente afirmación de la división producida por la Guerra Civil. Las ruinas del alcázar de Toledo y de Belchite cerca de Zaragoza, el santuario de Santa María de la Cabeza en la Sierra Morena, los muros de muchas iglesias con la leyenda «Caídos por Dios y por España. ¡Presentes!», perdurarán como testimonio de una ruptura irremediable e inalterada a lo largo del tiempo. En cada aniversario del Alzamiento se leía en las plazas, según establecía una Orden de Serrano Suñer, el último parte de guerra.

El día siguiente al desfile militar, tenía lugar en la iglesia de Santa Bárbara, en Madrid, la ofrenda de la espada de la victoria al Santo Cristo de Lepanto por parte de Franco. El rito, que aludía a una renovada alianza entre trono y altar, evocada también por el uso de la liturgia medieval y por un ceremonial con connotaciones regias, escenificaba, de hecho, la cancelación del Estado laico y la redefinición en sentido confesional del Nuevo Estado. La iglesia estaba engalanada con objetos y símbolos de la Reconquista y de la victoria de Lepanto; asistieron a la ceremonia miembros del gobierno, de Falange, generales y embajadores de los países amigos. Salvas de cañón y vítores de la muchedumbre saludaron la llegada de Franco, que se dirigió hacia la escalinata pasando bajo un arco de blancas palmas y saludando con el brazo en alto. Después de haber sido recibido por la jerarquía eclesiástica, entró en la iglesia y se encaminó hacia el altar bajo palio, privilegio reservado en la liturgia católica a los obispos, al Santísimo Sacramento y a los reyes, que el Generalísimo seguiría disfrutando durante muchos años. La ceremonia legitimaba el paso del «Caudillo por la gracia de Dios» de jefe victorioso a guía de la nación, al tiempo que sacralizaba su carisma (Di Febo, 2012). Su poder era tan absoluto como el de los antiguos monarcas, salvaguardado por un Ejército que seguía dirigiendo al país como territorio ocupado y por una Falange cada vez más cercana al fascismo.

El 20 de noviembre de 1939 comienza en Alicante el traslado de los restos mortales de José Antonio. Un imponente cortejo fúnebre recorre más de 400 kilómetros y concluye diez días después en El Escorial, donde tiene lugar la sepultura ante la presencia de Franco. El traslado, organizado por el Servicio de Prensa y Propaganda de Falange, es una concentración de ritos y de liturgias en los cuales, como es usual en las ceremonias de esos años, conviven permanencias e innovaciones. Junto a liturgias nazi-fascistas (las hogueras, los gritos rituales, el saludo romano), el acontecimiento evoca también antiguos ritos funerarios; al mismo tiempo, el contexto hagiográfico y sacralizante que le rodea sugiere modalidades propias de la traslatio de reliquias de origen barroco. Al «santo» José Antonio le dirigen oraciones su hermano Miguel —«José Antonio ruega por nosotros»— mientras que su hermana Pilar escribe un De profundis. El acontecimiento señala el intento de hacer del culto a los caídos la expresión de un duelo nacional de cohesión y agregación alrededor de la «Cruzada», aunque con aportaciones de consignas de la Falange.

El 20 de noviembre fue declarado «Día de luto nacional» por un decreto del 16 de noviembre de 1938, que también establecía que, previo acuerdo con las autoridades eclesiásticas, «en los muros de cada Parroquia figurará una inscripción que contenga los nombres de sus Caídos, ya en la presente Cruzada, ya víctimas de la revolución marxista». Durante años, cada aniversario de la muerte del «gran ausente» fue ocasión de conmemoraciones de claro cariz religioso. Proliferaron las publicaciones en clave hagiográfica por parte de conocidos escritores, autoridades eclesiásticas y políticas. Con el paso de los años el culto a José Antonio va asumiendo cada vez más formas devocionales reservadas a los santos y a los mártires. Emblemática, en este sentido, es la Súplica que, en 1942, le dedica el secretario general de Falange, José Luis de Arrese (Doc. 4[*]).

En realidad, aunque en competición por la supremacía en algunos sectores de la sociedad, la Falange y la Iglesia, a la sombra de la atenta vigilancia de los generales, aparecían en armonía tanto en las ceremonias públicas como en la utilización de un lenguaje común impregnado de mensajes palingenésicos y admonitorios. Promesas de regeneración y redención, bajo el signo de «orden, patria y religión», se evocaban en los discursos de Franco, los boletines episcopales, los manuales de Falange y la prensa. La regeneración comportaba el sacrificio, convertido en idealización y sublimación espiritual, en la España autárquica y extremadamente pobre de los años cuarenta (el racionamiento acabó tan solo en 1952). La represión se acompañaba de una abundante normativa que reglamentaba lecturas, comportamientos, entretenimientos y lugares de encuentro. Se prohibieron el carnaval y la coeducación, esta última por ser un sistema pedagógico «contrario enteramente a los principios religiosos del Glorioso Movimiento Nacional».

Como acto de clemencia hacia el vencido —idea «sacada por el Generalísimo de las entrañas mismas del dogma cristiano» según J. A. Pérez del Pulgar, vocal del Patronato Central para la Redención de las Penas por el Trabajo (Sueiro, 1976, pág. 48)— la Redención de Penas por el Trabajo, reglamentada por numerosos decretos y órdenes, concedía a los presos políticos, que sufrían en las cárceles duras condiciones de vida, la reducción de días de cárcel por días de trabajo. En el decreto de 28 de mayo de 1937 se afirma: «El derecho al trabajo, que tienen todos los españoles, como principio básico declarado en el punto quince del programa de Falange Española Tradicionalista y de las JONS, no ha de ser regateado por el Nuevo Estado a los prisioneros y presos rojos». A este «derecho» también se acogieron los numerosos detenidos republicanos utilizados para construir el Valle de los Caídos, cerca de El Escorial, el austero monasterio de Felipe II. Ejemplo de una recurrente amalgama simbólico-ideológica, en la construcción conviven el monumentalismo arquitectónico y la religiosidad espectacular —materializada en la cruz de 150 metros de altura y en el imponente mausoleo construido «con objeto de perpetuar la memoria de los que cayeron en nuestra gloriosa Cruzada», según afirma el decreto de 1 de abril de 1940— con el mensaje de continuidad con la España imperial y de la Contrarreforma. Su realización duró unos veinte años. El mismo Franco fue enterrado en el mausoleo después de su muerte, que ocurrió el mismo día, 20 de noviembre, que la de José Antonio. Durante años, la propaganda oficial presentó el Valle de los Caídos como monumento de «reconciliación nacional».

El Nuevo Estado confesional impuso un giro antimodernizador que tuvo una significativa repercusión en el ámbito de la enseñanza. El preámbulo de la Ley sobre Ordenación de la Universidad Española, de 29 de julio de 1943, declaraba: «La Ley, además de reconocer los derechos docentes de la Iglesia en materia universitaria, quiere ante todo que la Universidad del Estado sea católica. Todas sus actividades habrán de tener como guía suprema el dogma y la moral cristiana y lo establecido por los sagrados cánones respecto de la enseñanza». La participación en las oposiciones universitarias estaba supeditada a la presentación de una certificación de la Secretaría General del Movimiento que atestiguara «la firme adhesión a los Principios Fundamentales del Estado».

Disuelto el asociacionismo católico juvenil, con cierta resistencia por parte de la jerarquía eclesiástica, los estudiantes fueron encuadrados en el Sindicato Español Universitario (SEU), dirigido por Falange.

Fueron estos los años de máxima expansión de Falange Española. Dependían directamente de ella numerosos aparatos de propaganda: periódicos como Arriba y Pueblo, emisoras de Radio Nacional, editoriales, revistas culturales y el NO-DO (Noticiarios y Documentales Cinematográficos), semanario de actualidad parecido al Film Luce italiano cuya proyección era obligatoria en las salas cinematográficas, antes del comienzo de las películas. Durante más de veinte años constituyó un importante instrumento de información propagandística con la función de legitimar y exaltar al régimen. En 1940, un grupo de ideólogos falangistas —«apóstoles de una moral nacional»— fundó la revista Escorial con el siguiente objetivo: «Rehacer la comunidad española, realizar la unidad de la Patria y poner a esa unidad al servicio de un destino universal y propio». Pero en realidad la unidad de que habla la revista, declaradamente antiliberal, significaba rescatar a «aquellos que, aun habiendo colaborado con los vencidos, decidieran expiar su pecado, dar el paso de incorporarse a los vencedores» (Juliá, 2004, págs. 342 y 347).

Si bien el ocaso de la Falange empezará a vislumbrarse en 1942 —cuando el intento de institucionalizar el régimen en sentido totalitario fue parado por Franco—, su control sobre la información se mantuvo por mucho tiempo. Represión, encuadramiento social y una rígida censura caracterizaron la larga posguerra española. La censura era «dogmática, xenófoba y pudibunda en un grado inverosímil (Ridruejo, 1976, pág. 435)». Esta es la valoración expresada en Casi unas memorias (publicado póstumamente en 1976), de Dionisio Ridruejo, responsable del Servicio de Propaganda hasta 1941, que había pasado a la oposición en la década de los cincuenta. La censura intervenía ante cualquier opinión, análisis, observación que estuviese en desacuerdo con la ideología oficial. Controlaba la prensa, el cine, el teatro y la literatura, así como los actos públicos. Quedaban exentos los «actos de propaganda política del Movimiento», los de carácter militar, los «puramente religiosos» y los de enseñanza organizados en los centros escolares (Abellán, 1980, págs. 275-276). Todo lo que se consideraba crítico con el régimen, etiquetado de «disolvente o pornográfico», se retiraba inmediatamente de la circulación.

Hasta 1941 la censura dependió directamente del Ministerio de la Gobernación; desde 1942 a 1945 fue controlada por la Subsecretaría de Educación Popular de la Falange; a continuación pasó al Ministerio de Educación; y finalmente, de 1951 a 1976 al Ministerio de Información y Turismo. La Ley de Prensa, promulgada en 1938 y complementada por sucesivas órdenes, permanecería sin apenas cambios hasta los años sesenta. Se estableció la censura previa para cualquier tipo de publicación (con la excepción de algunas eclesiásticas), la intervención del Estado en el nombramiento de los directores de los periódicos y las sanciones a las personas o las empresas. La primera modificación se produjo en 1966 a raíz de la Ley de Prensa e Imprenta del ministro Manuel Fraga Iribarne.

En 1967, Juan Goytisolo publicó en Francia el ensayo Escribir en España, en el que describe el trámite a que debía someterse todo escritor que quisiera editar novelas o poesías. El «no procede» o, en el mejor de los casos, la devolución del manuscrito una vez eliminadas las escenas eróticas, las alusiones críticas o irónicas hacia la religión oficial o «el orden existente», se comunicaba al interesado. La agotadora tramitación es evocada por Goytisolo: «El original debe pasar por las manos del prestigioso Departamento de Orientación y Consulta, último nombre de pila de la censura, a fin de que en un plazo más o menos breve —de dos semanas a un año y, a veces, más aún— los funcionarios de este Departamento —sacerdotes, militares y ciudadanos pura y simplemente— resuelvan, a la luz de los principios de la moral católica y de los intereses del Estado, si su publicación es o no es oportuna» (Goytisolo, 1967, pág. 23).

La censura también canceló segmentos enteros del pensamiento político y filosófico. En las universidades se enseñaba neoescolástica, y solo en los años cincuenta, gracias a docentes como Enrique Tierno Galván, José Luis Aranguren, Manuel Sacristán y José María Valverde, quienes habían mantenido contactos con los filósofos exiliados, se recuperaron para la enseñanza otras corrientes filosóficas. Especialmente demoledora fue la campaña dirigida contra la prestigiosa escuela liberal Institución Libre de Enseñanza, fundada en 1876por el filósofo y pedagogo Francisco Giner de los Ríos, en la cual se habían formado numerosos intelectuales abiertos a Europa y a la modernidad.

La denigración del intelectual en cuanto sinónimo de pensamiento laico, y por ende factor de disgregación de la unidad nacional, ya se había iniciado durante la guerra con la publicación de la carta pastoral de Pla y Deniel Los delitos del pensamiento y los falsos ídolos intelectuales (1938). En el documento se denunciaban los «pecados del entendimiento» no sometido al magisterio de la Iglesia y se invocaba para «los libros condenados por la Iglesia» la expurgación de las bibliotecas populares, escolares y pedagógicas. Esta fue sistemática y se extendió a las escuelas y las universidades y a todo el personal docente. Se alejó, en particular, a miles de maestros herederos de la pedagogía laica e innovadora de la Institución. La crítica como libre ejercicio y debate, como interpretación y reconstrucción problemática de los procesos históricos y culturales, fue sustituida por la homologación del pensamiento y del lenguaje. El liberalismo y sus «perniciosas libertades» —de conciencia, culto, prensa, reunión, enseñanza y propaganda— fueron objeto de una severa condena por parte del catecismo oficial del padre Ripalda; en cambio, se apoyaba la censura previa, ya que «debe impedir el engaño, la calumnia y la corrupción de sus súbditos, que van directamente contra el bien común» (Nuevo Ripalda, 1944, pág. 104).

La misma jerarquía eclesiástica, en la persona del cardenal Gomá, autorizado defensor del régimen, sufriría los efectos de la censura. En agosto de 1939 fue prohibida la publicación (salvo en los boletines episcopales) de su carta pastoral Lecciones de la guerra y deberes de la paz. En el documento, retomando críticas hacia los Estados totalitarios expresadas en su momento por Pío XI, el prelado defendía un totalitarismo de dimensiones cristianas, que definía como «totalitarismo divino», criticaba el «estatismo moderno exagerado» e invitaba «al perdón de los enemigos».

La censura, como veremos, continuó funcionando de modo más o menos arbitrario hasta finales de los años setenta. Una ambigua apertura fue propuesta a través del Fuero de los Españoles, que pretendía ser una carta de los derechos. Fue promulgado en 1945 con el propósito de ofrecer una fachada legalista a la fórmula de la «democracia orgánica». De hecho, el artículo 12 declaraba la libertad de expresión de las ideas, pero añadiendo: «… mientras no atenten a los principios fundamentales del Estado». El aislamiento político y cultural de España iba aumentando, debido al vacío intelectual causado por el exilio de miles de historiadores, escritores, filósofos, juristas. Entre los más conocidos, cabe mencionar a los poetas Rafael Alberti y Juan Ramón Jiménez; los historiadores Américo Castro, Salvador de Madariaga, Claudio Sánchez Albornoz; los filósofos José Ferrater Mora y María Zambrano; el jurista Luis Jiménez de Asúa, y los escritores Ramón Sender y Mercè Rodoreda.

Poco después de finalizar la Guerra Civil, el régimen empezó a crear los primeros institutos culturales, que también nacían marcados por el impulso ideológico y propagandístico. En el preámbulo de la ley por la que en noviembre de 1939 se creaba el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, se indicaba como objetivo cultural el de la «restauración de la clásica y cristiana unidad de las ciencias, destruida en el siglo XVIII». Institutos especializados, como el Consejo de la Hispanidad, sustituido en 1945 por el Instituto de Cultura Hispánica, fueron destinados al relanzamiento de las relaciones y los intercambios con América Latina y a la recuperación de España como «guía espiritual», en nombre de los antiguos lazos y comunión de lengua, cultura y religión. La campaña de promoción editorial de temas latinoamericanos fue encomendada al Instituto Gonzalo Fernández de Oviedo y a la Escuela de Estudios Hispanoamericanos de Sevilla. (Delgado Gómez-Escalonilla, 1999, pág. 153).

La hispanidad se imponía como instrumento de movilización interno y como eje de la política cultural hacia Hispanoamérica, continente privilegiado en las relaciones internacionales y también en función de la recuperación de un protagonismo que dejara en un segundo plano el aislamiento del régimen en Europa. Retomando el planteamiento ideológico de Ramiro de Maeztu en Defensa de la hispanidad (1934), se relanzaba una identidad hispánica basada en valores patrióticos y religiosos presentados como consustanciales de la España auténtica, cuya realización se remontaba a la evangelización de América, a las victorias bélicas del pasado imperial y al esplendor cultural del Siglo de Oro. Castilla, tierra de la reina Isabel y de Teresa de Ávila, era objeto de una atención privilegiada en cuanto forjadora de los mitos y símbolos tradicionales hispánicos: la hidalguía, el sentido religioso de la vida, la austeridad, el rigor moral, el «casticismo» lingüístico.

La revalorización de «lo español» frente a la extranjerización era un tema recurrente en los manuales escolares. La legislación, ya en 1938, indicaba los objetivos de la enseñanza de la historia: «Se trata así de poner de manifiesto la pureza moral de la nacionalidad española; la categoría superior, universalista, de nuestro espíritu imperial, de la Hispanidad, según concepto felicísimo de Maeztu, defensora y misionera de la verdadera civilización, que es la Cristiandad». En los libros de texto, la clave de la lectura del pasado procedía de la Historia de los heterodoxos españoles de Marcelino Menéndez Pelayo (1882), obra en la que los acontecimientos, los procesos históricos, los protagonistas, se analizan según criterios que consideran positivas las fases marcadas por la afirmación del catolicismo tradicional y patrio, y negativas las caracterizadas por la disidencia religiosa, la Ilustración, el liberalismo, el laicismo; en definitiva, la España «heterodoxa».

Exceptuando algunas importantes contribuciones en el campo de la historia moderna, entre ellas el libro Carlos V y sus banqueros (1943), de Ramón Carande, la historiografía de los años cuarenta, en particular la contemporánea, estaba generalmente orientada al adoctrinamiento y al conformismo. La monumental Historia de la cruzada española, en diez volúmenes, dirigida por Joaquín Arrarás y Carlos Sáenz de Tejada (diseñador gráfico oficial del régimen, se encargó de la dirección artística de la obra) y publicada entre 1939 y 1943 con el propósito de exaltar las fases heroicas de la guerra-cruzada, constituye un ejemplo de historia unilateral y apologética.

1.4. REPRESIÓN, INTERVENCIONISMO, AUTARQUÍA, POBREZA

El régimen político que se impuso en España tras la victoria del 1 de abril fue una dictadura basada en las tres fuerzas que durante la guerra habían luchado contra la República y que a su final procedieron a un reparto, no siempre libre de conflictos, de las diferentes esferas de poder: los militares, la Iglesia y el Movimiento. Eran tres grandes burocracias que estaban de acuerdo en la necesidad de aniquilar el pasado liberal republicano, militarizar el orden público, regimentar la vida económica y social, recatolizar la sociedad y evitar cualquier contagio con el exterior. Una sociedad represaliada, regimentada, recatolizada y autárquica: tales fueron las características de la sociedad española mientras se construía un Estado cuya nota fundamental consistió en concentrar todo el poder en las manos del general Francisco Franco.

Es imposible entender lo que a la sociedad española le ocurrió tras la derrota de la República si no se tiene en cuenta que fue el Ejército la burocracia dominante en los años siguientes y que el Ejército nunca redujo su función a la de mero instrumento de una dominación de clase. La sociedad española vivió hasta bien avanzado el año 1948 bajo el estado de guerra formalmente declarado por la Junta de Defensa Nacional diez días después del golpe de Estado de 1936. Los militares inundaron literalmente todo el aparato del Estado, se hicieron cargo de la gestión de la economía, con la creación del INI y llenaron a rebosar las calles con sus uniformes. Más decisivo aún: fueron tribunales militares los encargados de administrar la justicia de los vencedores. Lo hicieron con una técnica metódica, implacable, puesta al servicio de unos objetivos muy precisos, mil veces repetidos en la propaganda oficial y en las disposiciones legales. Las nuevas autoridades se propusieron liquidar el liberalismo heredado del siglo XIX y la democracia instaurada en el XX: dos herencias que los mandos militares consideraban espurias y extranjeras y que decidieron erradicar del suelo español.

Fue por eso la sociedad de la posguerra, ante todo, una sociedad reprimida, recluida —como la vio el novelista Luis Martín-Santos— en un tiempo de silencio. La represión comenzó pronto, desde el mismo día de la rebelión militar. Los militares contaban con ella como un elemento central para construir su Nuevo Estado: en la instrucción reservada número 1, firmada por «El Director» unas semanas antes del golpe militar de julio de 1936, se indicaba que «la acción ha de ser en extremo violenta, para reducir lo antes posible al enemigo que es fuerte y bien organizado». Desde luego «serán encarcelados todos los directivos de los partidos políticos, sociedades o sindicatos no afectos al Movimiento aplicándose castigos ejemplares a dichos individuos, para estrangular los movimientos derebeldía o huelga». Durante la guerra, la represión se cebó sobre todo en las clases obrera y campesina, en los afiliados a las organizaciones sindicales y en los partidos políticos que formaron parte del Frente Popular y en sus viudas, hijas o hermanas, castigadas con el corte de pelo al rape, la purga, la marcha por las calles del pueblo y el despojo de sus bienes. Sobre la clase media, profesional o empresarial, de adscripción republicana y socialista también cayó una terrible represión: muchos alcaldes y concejales pertenecientes a partidos republicanos fueron fusilados y sus bienes incautados.

La Junta de Defensa se apresuró en dotarse de instrumentos jurídicos para proceder a esta sistemática y ejemplarizante represión. A los bandos que los días 17 y 18 de julio declaraban el estado de guerra, con la consiguiente asunción de todos los poderes por las autoridades militares, siguió el publicado por la misma Junta el 28 de julio que declaraba incurso en el delito de rebelión y sometido por tanto a la jurisdicción militar, que actuaría por procedimiento sumarísimo, a cualquiera que hubiera defendido, activa o pasivamente, el orden constitucional vigente o que, desde el 1 de octubre de 1934, hubiera sido miembro de sindicatos o partidos opuestos al Movimiento Nacional. Lo que en las primeras semanas del golpe de Estado fueron matanzas más o menos indiscriminadas, se convirtió inmediatamente en ejecuciones decretadas por tribunales militares en aplicación del vigente código de justicia militar contra decenas de miles de españoles acusados de «adhesión a la rebelión militar». Fue, en verdad, una «justicia al revés» como la definirá años después Ramón Serrano Suñer en sus memorias (1977, pág. 245), que se podía aplicar a todos los que de alguna manera hubieran mostrado lealtad a la República y a todos los afiliados o simpatizantes de partidos políticos y sindicatos obreros.

A pesar de las promesas de clemencia y generosidad expresadas personalmente por el general Franco en diversas ocasiones, el fin de la guerra como rendición incondicional supuso, para quienes habían combatido en las filas republicanas y no pudieron atravesar la frontera, su detención en campos de concentración en los que muchos de ellos perdieron la vida. De los campos de internamiento, decenas de miles de socialistas, anarquistas, republicanos y comunistas salieron hacia las cárceles o las colonias penitenciarias, donde hubieron de enfrentarse a miserables condiciones de vida, al hacinamiento, la tortura, el hambre y las epidemias que asolaban a la población penitenciaria. Con los prisioneros en edad de cumplir el servicio militar se constituyeron las colonias penitenciarias militarizadas. El ritmo del trabajo, los castigos, la mala comida provocaban entre los penados graves enfermedades que causaban no pocas muertes.

La finalidad de esta represión, una vez terminada la guerra, no consistía en asegurar la victoria militar sino en una depuración masiva de los vencidos hasta erradicar por completo todo lo que los vencedores tenían como causa del desvío de la nación: según dijo el mismo Franco en alguna ocasión, había que enderezar la nación torcida. Fue, en su conjunto, una «operación perfecta de extirpación de las fuerzas políticas que habían sostenido la República», como escribió a principios de los años sesenta el que fuera dirigente de Falange, Dionisio Ridruejo: una extirpación que empujó al exilio a medio millón de españoles, encerró en campos y cárceles a unos 300 000 y llevó ante el paredón o liquidó en calles y caminos a, por lo menos, 150 000 españoles, varias decenas de miles de ellos después del 1 de abril de 1939, día de la victoria; una extirpación que dejó sin líderes a la clase obrera y sin cabezas a toda aquella clase media que había protagonizado los años de la Edad de Plata de la cultura española. Víctimas de esa represión, perdieron la vida ante pelotones de fusilamiento el presidente de la Generalitat de Cataluña, Lluís Companys, los ministros de la República Julián Zugazagoitia y Juan Peiró, dirigentes del PSOE y de la CNT, respectivamente, detenidos los tres en Francia por la Gestapo y entregados a las autoridades españolas para ser sometidos a consejos de guerra.

Por otra parte, los tribunales de Responsabilidades Políticas, creados por ley de 9 de febrero de 1939 e integrados por representantes del ejército, de Falange y de la magistratura, y las comisiones de depuración nombradas en todos los organismos públicos para revisar la actuación de los funcionarios, abrieron expediente administrativo a decenas de miles de españoles, que podían ser sancionados con la adscripción de residencia obligada, la pérdida de su cargo o empleo en cualquier rama de la función pública, y con fuertes multas y el embargo e incautación de sus bienes. Miles de maestros fueron depurados y muchos miles de españoles fueron castigados con la pérdida de todas sus propiedades, como fue el caso del mismo presidente de la República, Manuel Azaña, condenado después de muertoal pago de una multa de cien millones de pesetas (Doc. 5[*]), condena que según la misma ley era transmisible a sus herederos, excepto en los casos en que se acreditase su adhesión a los postulados del Movimiento Nacional. Todos estos procesos se acompañaban además de la convocatoria de testigos para que denunciaran a los sospechosos de no haber mostrado adhesión al Movimiento, lo que extendió por toda la sociedad española un clima de delación y de sospecha.

Por si fuera poco, el 1 de marzo de 1940 se aprobaba la Ley de Represión de la Masonería y el Comunismo que podía aplicarse a todos aquellos que sembraran «ideas disolventes» contra la Religión, la Patria, las instituciones fundamentales del Estado o contra la armonía social. Más aún, la Ley de 29 de marzo de 1941, de Seguridad del Estado, tipificaba una serie de delitos entre los que destacaban la circulación de noticias y rumores perjudiciales a la seguridad del Estado y ultrajes a la Nación, las asociaciones y propagandas ilegales, la suspensión de servicios públicos y las huelgas. En fin, por leyes de 2 de marzo de 1943 que reformaban los códigos de Justicia Militar y Penal de la Marina, se equiparaban al delito de rebelión militar la propagación de noticias falsas o tendenciosas con el fin de causar trastornos de orden público, «los plantes, huelgas y chantajes, así como las reuniones de productores y demás actos análogos cuando persigan un fin político y causen graves trastornos de orden público». El 15 de noviembre de este mismo año se creaba por ley en cada región militar un juzgado especial encargado de la aplicación de la Ley contra la Masonería y el Comunismo que, en opinión de Manuel Ballbé (1983), suponía el establecimiento de medidas con idénticos efectos que la ley marcial. La Ley contra el Bandidaje y el Terrorismo venía a culminar, unos años después, el edificio legal del nuevo régimen. Sin temor a exagerar, se podría decir que media España vivió durante los años cuarenta sometida de manera permanente a un estado de excepción, del que se vieron libres todos los partidarios del Movimiento, incluso aquellos que hubieran cometido actos considerados delictivos entre el día de la proclamación de la República y el 18 de julio de 1936, exonerados de cualquier responsabilidad penal por ley de 23 de septiembre de 1939 (Marc Carrillo, 2001).

Al paso que erradicaba la rica herencia del más denso período de cambio social y creación cultural experimentado por España durante las décadas de 1910 y 1920, y liquidaba las organizaciones obreras y los partidos políticos, el Estado surgido de la Guerra Civil se aplicó a crear una sociedad homogéneamente católica, encuadrada por una burocracia fascista con amplio poder en sindicatos y corporaciones locales, cerrada a todo influjo exterior, corporativa y autárquica y con sueños de reencontrar su pasado imperial. Franco hubiera querido borrar de la historia de España todo el siglo XIX, un siglo al que los ideólogos católicos y falangistas negaban carácter español. De acuerdo con esa visión de la historia, no dejó de repetir en sus discursos que del liberalismo procedían los dos males que habían resultado en el «balance catastrófico» de siglo y medio: la democracia, con sus partidos, y la lucha de clases, con sus sindicatos; el liberalismo se entendía como la antesala del marxismo y de la revolución.

Había que proceder, por tanto, como primera medida del nuevo orden en construcción, a disciplinar a toda la fuerza de trabajo, tarea encomendada al partido único. Falange no solo llegó en 1939 a altas posiciones de gobierno; bajo su mando quedaron también encuadrados todos los productores en una organización regida por los principios de verticalidad, unidad, totalidad y jerarquía. Los estatutos de la nueva FET y de las JONS concebían los sindicatos como un servicio del Partido y el Fuero del Trabajo establecía que todos los factores de la economía debían quedar integrados en sindicatos verticales cuyos directivos procederían de la misma Falange. El nuevo sindicato debía agrupar a obreros, técnicos y empresarios en una sola organización, ordenada jerárquicamente bajo control de los mandos del Movimiento que, por su simultánea presencia en el aparato del Estado, garantizaban la conexión orgánica del Estado con el Sindicato y lo reducían a instrumento de su política económica.

Estos principios quedaron consagrados por la Ley de Unidad Sindical de 26 de enero de 1940 y por la Ley de Bases de la Organización Sindical del 6 de diciembre del mismo año. Por la primera se concedía el monopolio sindical a FET y de las JONS, lo cual significaba que la Iglesia debía permitir la absorción de sus sindicatos, muy arraigados entre los campesinos castellanos, en el aparato del Movimiento. La segunda establecía, en el seno de la Organización Sindical, las Centrales Nacional-Sindicalistas, con la función de encuadrar y disciplinar a todos los productores, y los Sindicatos Nacionales, organismos de carácter económico sobre los que recaía la responsabilidad de hacer cumplir en la esfera de su competencia las normas y órdenes dictadas por el Estado en su nueva calidad de supremo director de la economía.

El objetivo final de este encuadramiento de carácter tendencialmente totalitario consistía en organizar la economía como un «gigantesco sindicato de productores». Todos los españoles que participaban en la producción formarían parte de la gran comunidad nacional y sindical al servicio de la potencia económica de España. Embriagado por la perspectiva que se abría ante el sindicato, su primer delegado nacional, Gerardo Salvador Merino, se dedicó con entusiasmo desde agosto de 1939 a la tarea de crear una fuerza autónoma y decidió participar el 31 de marzo de 1941 con una concentración de más de 100 000 productores en los fastos conmemorativos del segundo aniversario de la victoria. Generales y obispos comenzaron a manifestar su descontento ante la posibilidad de que surgiera un sindicato controlado autónomamente por el partido fascista, pero los nazis avanzaban incontenibles por toda Europa y nadie se atrevía por el momento a paralizar el proyecto de una organización capaz de someter a una estricta disciplina laboral y política a toda la fuerza de trabajo.

Disfrutando de una sólida posición en el gobierno, propietarios de un extenso aparato de prensa y propaganda, gestores de delegaciones y comisarías, dueños de la Organización Sindical, con una extensa implantación entre mujeres, jóvenes y adolescentes, con decenas de miles de consejeros locales, miles de jefaturas locales y provinciales, con el Instituto de Estudios Políticos y enjambres de intelectuales afanados en elaborar la teoría del Caudillo fundido con el pueblo en el destino imperial de la Nación, fueron estos los momentos de mayor entusiasmo fascista. Falange contará muy pronto con cerca de un millón de afiliados y estará en condiciones de repartir entre ellos la parte del león del botín capturado: de cada cinco puestos depurados de la Administración cuatro se reservaron para excautivos, excombatientes, huérfanos y viudas; en el nuevo régimen, todo el que no mostrara fervorosa adhesión se veía condenado al ostracismo y al silencio; no había prensa más que la censurada, ni casinos más que los de labradores, ni casas del pueblo más que las del partido único: toda la vida asociativa había quedado encuadrada en las instituciones del Nuevo Estado.

Asegurada de esta forma la regimentación de las fuerzas productivas, el gobierno nombrado el 8 de agosto de 1939 anuló la reforma agraria de la República y estableció el intervencionismo estatal en todas las actividades económicas. Para lo primero, un decreto de 28 de agosto dejaba en suspenso los planes de aplicación de la reforma agraria que no estuvieran ejecutados del todo en esa fecha, y una ley de febrero del año siguiente ordenaba la devolución a sus propietarios de las tierras ocupadas por el Instituto de Reforma Agraria en los años de República y guerra. Para lo segundo, el Nuevo Estado se dotó de una extensa burocracia y de una prolija legislación. Por ley de 10 de marzo de 1939 se creó la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes con el cometido de procurar y distribuir recursos para abastecer a la población y fijar los tipos de racionamiento de alimentos básicos y los precios para el consumo de los artículos tasados en producción. La Comisaría tuvo competencia sobre multitud de artículos de primera necesidad, como cereales, legumbres, patatas, frutas, pan, carne, pescado, tejidos, vestidos, calzado…, y multiplicó la burocracia con decenas de servicios centrales, comisarías de recursos, zonas de abastecimientos, delegaciones provinciales y locales de racionamiento y consumo. Las infracciones se perseguían por una Fiscalía de Tasas, creada en septiembre de 1940, que podía llevar a los culpables ante tribunales militares, competentes también en esta clase de delitos.

Al fijarse precios bajos, los agricultores tendieron a labrar menos tierra, ocultar cosechas y canalizar parte de su producción a través de mercados no controlados. Se generalizó así el mercado negro —bautizado con el nombre de «estraperlo», por un célebre fraude en cierto juego de ruleta en el que se vio implicado un sobrino de Alejandro Lerroux, varias veces presidente del gobierno de la República en 1934 y 1935— de los productos agrícolas, tasados a precio más bajo de su nivel de equilibrio, con ganancias suplementarias, en ocasiones fabulosas, de los grandes agricultores que aprovecharon además las concesiones del Estado en fertilizantes, maquinaria o productos energéticos. Los resultados económicos fueron catastróficos aunque de ellos obtuvieran grandes beneficios los grupos con capacidad para burlar controles y moverse en mercados paralelos. La búsqueda de ese beneficio creóuna trama de intereses en los que se encontraron los burócratas del Nuevo Estado, que decidían sobre concesiones y licencias, y los terratenientes cuya producción se canalizaba a través de esos mercados.

Resultado del nuevo sistema de dominación impuesto en el campo y de la política intervencionista fue un descenso de los salarios agrícolas en términos reales de un 40% respecto a los pagados antes de la guerra. Los jornaleros perdieron la posibilidad de organizar sus propios sindicatos o de recurrir a los tradicionales métodos de negociación y presión para mejorar sus contratos. El reforzamiento del poder de las fuerzas de seguridad —por lo que se refiere a la España rural, de la Guardia Civil—, la ausencia de un Estado de derecho y de una magistratura independiente dejó en la más absoluta indefensión al campesinado. Ahora bien, la reducción de salarios y la disponibilidad de una abundante y sometida mano de obra no favoreció en nada a la producción. Los años cuarenta conocieron de nuevo grandes hambres provocadas por unas mediocres cosechas entre las que se cuentan algunas de las peores del siglo. La producción de los alimentos básicos descendió dramáticamente durante toda la década como lo hizo también la de los productos agrarios de exportación.


FUENTE: Carlos Barciela, «Introducción», en Ramón Garrabou y otros (1987, pág. 386).

El dramático descenso de la producción agraria fue atribuido por los ideólogos del Nuevo Estado a las destrucciones provocadas por la guerra, a la escasez de fertilizantes y maquinaria y a la llamada «pertinaz sequía», que fue la habitual denominación de las adversas condiciones climatológicas. Sin embargo, las destrucciones solo fueron significativas en lo que se refiere al ganado de labor, del que se perdió un 26,6%, pero el hecho de que grandes extensiones del suelo más fértil quedaran desde el principio de la Guerra Civil en la zona controlada por los rebeldes y que el hundimiento del frente se produjera al final sin grandes combates hizo que, en todo lo demás, las pérdidas no fueran de gran importancia. De hecho, la agricultura mantuvo durante aquellos años aproximadamente el volumen de la producción anterior. Fue únicamente al acabar la guerra e implantarse las nuevas políticas de intervención cuando comenzaron los catastróficos resultados.

Estos tampoco se debieron a las adversas condiciones climatológicas, pues solo se produjeron fuertes sequías en 1945 y 1949, sino a la política económica impuesta por el nuevo régimen. Tal política consistió en una mezcla de los tradicionales principios de intervencionismo estatal y de proteccionismo autárquico con algunos añadidos de lo que se ha denominado fascismo agrario. El Estado español había intervenido tradicionalmente como protector de la producción nacional, papel que llegó a su cima durante la dictadura de Primo de Rivera y no se redujo con la República. En 1940, haciendo de la necesidad virtud, el Nuevo Estado exaltó el ideal autárquico mezclándolo con la nueva retórica del nacionalismo y de la autosuficiencia. A tal retórica se añadía, para completar el cuadro, la crasa ignorancia de los mecanismos económicos por la élite político-militar que concebía el abastecimiento de la población en términos de intendencia, con cartillas de racionamiento de los productos básicos.

Parte de la retórica fascista del Nuevo Estado implicaba, además de la intervención en el suministro, la acción para modificar la estructura de la propiedad creando el Instituto Nacional de Colonización seis meses después de terminada la guerra, en octubre de 1939. El plan de «redención» del campesinado consistía en asentar colonos en zonas de regadíos. La Ley de Colonización de Grandes Zonas fue, sin embargo, un absoluto fracaso: de más de medio millón de hectáreas declaradas de interés nacional para ejecutar el plan solo se transformaron unas diez mil. El número de colonos asentados ha sido estimado recientemente en solo 1759, pero incluso aunque hubieran sido ciertas las cifras oficiales, 25 000 colonos, tal cantidad no habría representado más que un 0,2% de los campesinos sin tierraque, por otro lado, recibían lotes muy pequeños y que enseguida se revelaron antieconómicos.

Intervencionismo y autarquía fueron también los principios que guiaron la política industrial. En la línea del lento pero sostenido proceso de crecimiento industrial que había caracterizado a la economía española del primer tercio de siglo, la guerra y el primer franquismo suponen una quiebra de continuidad. Evidentemente, en este sector las destrucciones fueron superiores a las del sector agrario, aunque el tejido industrial de las zonas más industrializadas pasó sin grandes destrozos a manos del ejército franquista. Los nacionalistas vascos evitaron aplicar cualquier política de tierra quemada y entregaron prácticamente intacta la industria siderometalúrgica a los vencedores, que pudieron disponer de ella desde el verano de 1937. En Cataluña no hubo tampoco destrozos de maquinaria y los antiguos propietarios que, para salvar la vida, se habían exiliado durante los años de guerra y revolución pudieron reanudar la producción al día siguiente de su retorno. Los destrozos más significativos se produjeron en el transporte y las comunicaciones, pero no en el tejido industrial.

Sin embargo, la inmediata posguerra presenciará una profunda depresión que alcanzó su punto más bajo varios años después de terminada la contienda: la década de 1940 supuso para España la única quiebra notable del secular proceso de industrialización. La explicación, como en la agricultura, debe buscarse en la política intervencionista y autárquica seguida por el Estado Nacionalsindicalista —que era como a la Falange le gustaba denominarlo—, así como en las nuevas alianzas internacionales que alejaron a España de Francia y Gran Bretaña para convertirla en aliada de Alemania e Italia. La libertad de creación de industrias quedó severamente limitada por los decretos de 20 de agosto de 1938 y de 8 de septiembre de 1939, que exigían una autorización previa. Los planes de industrialización quedaron vinculados a la creación, en septiembre de 1941, del Instituto Nacional de Industria, que convirtió al Estado en gran empresario industrial y que será la institución desde la que se asiente el poder económico de los «gestores militares». El INI estuvo desde sus comienzos dirigido por militares y dedicó su atención preferente a industrias de defensa. Los altos costes de primer establecimiento, la fuerte competitividad internacional, la sustitución de importaciones y la financiación poco ortodoxa de su instalación contribuyeron a disparar la inflación, aunque al final de la década el INI era el único o mayoritario fabricante de camiones y automóviles, fertilizantes, aluminio y refino de petróleo.

Esta nueva ideología industrialista era una amalgama de la tradicional exigencia de intervención del Estado para proteger a los industriales de los competidores extranjeros y de las demandas obreras con el principio del Estado como agente impulsor de la industrialización. Las consecuencias fueron que el gobierno, además de descabezar a la clase obrera, incautándose de las propiedades de sus sindicatos y deteniendo, torturando y sometiendo a consejo de guerra a quienes pretendían organizar alguna acción reivindicativa, favoreció la ausencia de competitividad de las empresas y las situaciones de oligopolio y monopolio. El Estado intervencionista reforzó el poder de los sectores más tradicionales del capitalismo español, que con sus industrias protegidas y con la clase obrera sometida pudieron reducir los salarios hasta un tercio del valor real alcanzado antes de la guerra sin preocuparse del aumento de la productividad. Por otro lado, la rigidez ordenancista redundó en una proliferación de burocracia y de toda clase de irregularidades administrativas. Se creó así un clima económico del que fueron expulsados los principios de la racionalidad capitalista de la libre empresa, la libertad del mercado, la búsqueda de mayor productividad por medio de la reducción de costes. Ante ese Estado omnipresente, el principal esfuerzo de los nuevos industriales consistía en conseguir influencias políticas y administrativas que redundaran en beneficio de los intereses personales.

El intervencionismo reforzó, pues, el poder de los sectores más tradicionales del capitalismo español, que siempre habían reclamado la protección del Estado contra la competencia que podía llegar del exterior y las reivindicaciones obreras que llegaban del interior. Ahora, con sus industrias protegidas hasta el grado extremo de levantar una barrera autárquica y con la clase obrera sometida, los industriales españoles pudieron efectivamente reducir el componente del coste de producción que representa la masa salarial sin preocuparse para nada del aumento de la productividad. Este conjunto de factores —descenso de salarios y, por tanto, de consumo real, fuerte intervencionismo estatal y política autárquica del Nuevo Estado— explican la profunda depresión que atravesó la industria española durante la primera década del franquismo. De acuerdo con el mejor índice disponible, hasta 1950 no volvió a alcanzarse el nivel de producción industrial ya registrado en 1930.

El descenso en la producción industrial, añadido al paralelo de producción agraria, explica que durante los años cuarenta España se empobreciera en términos absolutos y quedara rezagada respecto a otros países europeos cuyo ritmo de crecimiento había sido hasta entonces similar al español. Buena prueba de lo primero es que el nivel de renta por habitante que se había alcanzado en 1935 no se volverá a igualar de manera definitiva hasta 1954. El conjunto de los españoles tardó, pues, veinte años en recuperar lo que ya habían obtenido.

1.5. DE LA NEUTRALIDAD A LA NEUTRALIDAD PASANDO POR LA NO BELIGERANCIA

El predominio adquirido en 1939 por Falange en política interior tuvo su inmediata correspondencia en la predilección por Alemania e Italia, frente a Gran Bretaña y Francia en la política exterior. Por supuesto, los vínculos que ataban a España con las potencias del Eje venían de antes, de las primeras semanas del golpe de Estado, cuando los insurgentes solicitaron y recibieron copiosa y regular ayuda militar de ambas potencias. Franco había firmado con la primera un pacto secreto de amistad y cooperación en marzo de 1936, y con la segunda en noviembre. Nada de extraño, pues, que inmediatamente terminada la Guerra Civil, España anunciara su adhesión al Pacto Anti-Komintern y el abandono de la Sociedad de Naciones. Ciertamente, el Nuevo Estado español estableció también relaciones con Gran Bretaña y Francia y firmó acuerdos comerciales con ambas, pero el rechazo del liberalismo y la ya histórica frustración de los medios militares ante la competencia francesa en Marruecos, multiplicaron los gestos de simpatía hacia Italia, que alcanzarán su punto más emotivo durante el viaje de Serrano Suñer a Nápoles y Roma, en junio de 1939, al frente de una amplia misión militar que acompañaba a los repatriados italianos de la Guerra Civil. Poco después, en la crisis de agosto del mismo año, el general Gómez-Jordana, que no compartía el entusiasmo de Serrano por las potencias del Eje, fue sustituido al frente del Ministerio de Asuntos Exteriores por el coronel Juan Beigbeder, más cercano a las tesis de Serrano.

Con el cambio de gobierno de agosto de 1939, Falange pretendió impulsar el proceso de completa fascistización del Estado, lo que en política exterior significaba un acercamiento sin cortapisas a Alemania e Italia, que incluía también su identificación con los fines de la guerra. Sin embargo, la cautela proverbial de Franco, la desastrosa situación interior y el lamentable estado en que se encontraban el armamento y los suministros de guerra, empujaron al gobierno a declarar la neutralidad el 4 de septiembre de 1939, pocos días después de la invasión alemana de Polonia y la consiguiente declaración de guerra contra Alemania por parte de Gran Bretaña y Francia. Era una neutralidad benévola hacia el Eje, obligada únicamente porque el control marítimo ejercido por Gran Bretaña y Francia habría impedido el aprovisionamiento de alimentos y combustibles en caso de que España hubiera entrado también en la guerra.

Las fulgurantes victorias y, sobre todo, la rápida ocupación de los Países Bajos y Francia por las tropas alemanas fue recibida con entusiasmo en los medios de Falange, como una confirmación hacia el exterior de las posiciones ya conquistadas en el interior: Europa entera sería fascista y España tenía que ocupar una posición de avanzada en tan histórica empresa. El embajador de España ante el nuevo Estado francés presidido por el mariscal Pétain, José Félix de Lequerica, sirvió de mediador para la firma del armisticio el 22 de junio de 1940, lo que elevó por unas semanas el papel internacional de España, que había ocupado Tánger el mismo día, 14 de junio, de la caída de París. En el entusiasmo general desatado por lo que parecía simultánea derrota del comunismo en Rusia y del liberalismo y la democracia en Francia, Franco se sintió por vez primera tentado de entrar en la guerra, aunque finalmente se impuso de nuevo la cautela, a la que le invitaban los altos mandos militares, y se contentó con dar un paso adelante declarando la no beligerancia de España, una iniciativa similar a la tomada por Mussolini en Italia hasta que la derrota de Francia le empujó a declarar también la guerra como aliado de Alemania. En el caso de Franco, era una no beligerancia entendida como un primer paso en el camino que conducía a una participación plena de España al lado de Alemania e Italia.



 Ocurrió, sin embargo, que Franco quiso vender muy cara su esperada declaración. En junio de 1940, el general Juan Vigón, jefe del Alto Estado Mayor, ofreció a Hitler la entrada de España en la guerra a cambio del envío de suministros bélicos y alimenticios y de un compromiso de cesión de Gibraltar, el Marruecos francés y el Oranesado una vez alcanzada la victoria. A Hitler, más interesado en mantener la colaboración con el Estado francés de Vichy, la ayuda que pudiera recibir de las maltrechas Fuerzas Armadas españolas le traía más bien sin cuidado y despreció la oferta. Con Serrano ya al frente del Ministerio de Exteriores desde el 17 de octubre de 1940, la posible entrada de España volvió a plantearse en sendas entrevistas que Hitler mantuvo con Franco, en Hendaya, el 23 de octubre, y con Serrano, en Berchtesgaden, el 18 de noviembre. En ninguna de las dos ocasiones forzó Hitler la decisión española; en ambas, insistieron Franco y Serrano en los puntos ya conocidos por los alemanes: España atravesaba una situación de penuria, carecía de petróleo y armamento, sufría una gran escasez alimentaria y solo podría entrar en guerra si Alemania garantizaba los suministros necesarios y si obtenía un compromiso de cesión de territorios en el norte de África.

Con toda su estrategia dirigida a la invasión de Rusia, Hitler no consideró prioritario ocupar España, invadir Gibraltar y cerrar el estrecho. Los españoles, por su parte, necesitados de suministros, y vulnerables a posibles ataques británicos en las islas Baleares y Canarias, no dejaron de insistir en la sinceridad de su identificación con el Eje y aprovecharon la ofensiva nazi contra la Unión Soviética para pasar de las palabras a los hechos: la formación de una división de voluntarios con la misión de combatir en el frente oriental. Los dirigentes de Falange pensaron que con esta iniciativa reforzarían su posición dentro del Estado español, en declive por la presión de los militares y de la Iglesia. Pero Franco, aunque aceptó la propuesta de enviar una división, bautizada como «azul» por el ministro secretario general del Movimiento, José Luis de Arrese, tuvo buen cuidado en ponerla bajo mando militar. Era, en la práctica, una ruptura de la no beligerancia aunque Franco se apresuró a tranquilizar a los británicos insistiendo en el doble carácter de la guerra: en la que enfrentaba a Alemania con Rusia, España era beligerante frente al comunismo; en la que oponía a Alemania con Gran Bretaña, España se mantenía neutral. Una neutralidad que la entrada de Estados Unidos de América en la guerra y el desembarco aliado, un año después, en el norte de África, no hizo más que confirmar.

Las crecientes dificultades de Alemania e Italia y el vigor de la ofensiva aliada modificaron por completo la estrategia del Caudillo español. Franco se mostró sobre todo muy impresionado por la decisión y la fortaleza de Estados Unidos y aprovechó los conflictos internos entre Falange y el Ejército para destituir a Serrano de todos sus cargos ministeriales y políticos y volver a llamar en septiembre de 1942 al general Gómez-Jordana al frente del Ministerio de Asuntos Exteriores. La derrota del sector «totalitario» de Falange —el sector «serranista»— tuvo una inmediata repercusión en la política exterior del Nuevo Estado. A partir de ese momento, la diplomacia del régimen dirigió sus mejores esfuerzos a reforzar sus relaciones con el Vaticano y a anudar lazos con Estados Unidos, cuyo presidente, Franklin D. Roosevelt, ofreció toda clase de garantías a Franco en el sentido de que el desembarco aliado en el norte de África no pondría en peligro las posesiones españolas siempre que España mantuviera la neutralidad.

Y a la neutralidad estaba ansioso de volver Franco a medida que los aliados avanzaban y las potencias del Eje acumulaban reveses en los campos de batalla. El desembarco americano en Sicilia y la simultánea caída de Mussolini fue la circunstancia aprovechada por el dictador español para volver a declarar la neutralidad de España desde octubre de 1943. La División Azul —por la que habían pasado 45 500 hombres, de los que 5000 perdieron la vida— inició su repatriación y en mayo de 1944, después del estricto embargo de petróleo decretado por Estados Unidos ante la persistencia de aprovisionamiento español de wolframio a los alemanes, España firmó con Estados Unidos y Gran Bretaña un acuerdo por el que se comprometía a reducir al mínimo los intercambios comerciales con Alemania, expulsar a sus espías y cerrar los consulados.

El retorno de España a la neutralidad tuvo efectos inmediatos en la política interior. Franco se apresuró a recalcar que su régimen no era ni fascista ni nazi, sino exclusivamente español, lo que constituía una singularidad derivada del 18 de julio de 1936, cuando se inició una guerra por la patria y la religión y contra la amenaza comunista. El contenido anticomunista de la Guerra Civil y del régimen de ella salido se exaltó al mismo tiempo quepasaba a primer término su catolicismo radical. Como el arzobispo de Toledo y primado de España informaba a los aliados al día siguiente de la capitulación alemana, la guerra europea y mundial no había tenido nada que ver con la guerra de España, que había sido una verdadera cruzada en defensa de la religión, la patria y la civilización. Esa mezcla constituía la singularidad española. Por tanto, los aliados no debían temer nada de ella; todo lo contrario: España era una adelantada en la lucha contra el comunismo de la que los aliados podrían recibir alguna enseñanza. Mientras tanto, y como en Europa occidental la democracia había triunfado, Franco procedió a un reajuste de gobierno en el que suprimió el Ministerio de la Secretaría General del Movimiento y nombró para ocupar la cartera de Asuntos Exteriores al presidente de la Junta Nacional de Acción Católica, Alberto Martín Artajo. Poco después, el régimen se presentaba al mundo como una democracia, aunque inmediatamente connotada de «orgánica».

El 15 de agosto de 1945 Franco ordenaba izar la bandera nacional para celebrar el final de la Segunda Guerra Mundial (Doc. 6[*]).

RESUMIENDO…

La dictadura franquista nace y se desarrolla durante la Guerra Civil causada por el golpe de Estado perpetrado contra la República por un grupo de generales, con Emilio Mola y Francisco Franco a la cabeza. Desde las primeras semanas, la guerra-cruzada se convierte en una oportunidad para el Caudillo de construir su poder personal.

Inicialmente la configuración del Nuevo Estado, apoyado por la Falange, la Iglesia y el Ejército, refleja la inspiración del fascismo italiano, fundida con una tradición española que negaba como espuria y extranjera la herencia liberal y democrática.

Desmanteladas las instituciones republicanas, el régimen se va definiendo a través de estructuras corporativas, organismos e instituciones similares a los del modelo italiano pero sometidos al control absoluto de Franco y del Ejército y con un fuerte influjo de la Iglesia. En el plano económico, la elección autárquica comportó pobreza y crisis.

Franco renunció a entrar en guerra al lado de las fuerzas del Eje. En realidad, las distintas estrategias —neutralidad, no beligerancia, envío de voluntarios y retorno a la neutralidad— fueron dictadas por las vicisitudes bélicas y por las luchas de facciones dentro del mismo régimen, especialmente entre Falange y el Ejército.

















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LA HEGEMONÍA CATÓLICA

(1945-1957)
















SUDÁFRICA | Las costas salvajes

sábado, 5 de octubre de 2019

La Collares


Lo cuenta el ilustre doctor Vicente Pozuelo Escudero (Los últimos días de Franco, Planeta 1980) quien le prestó asistencia durante los últimos 476 días de su vida como médico de cabecera”.
Sucedió durante los últimos días del Caudillo cuando, consciente de que se moría, le pidió al doctor Pozuelo "No me deje", unas dramáticas palabras "que nunca podré olvidar". Tampoco el día que entró en la habitación doña Carmen y le pidió a su marido que abriera los ojos y la mirara. Aunque se encontraba totalmente despierto, no quiso abrirlos. "Como me ocupaba en aquellos momentos de tomarle el pulso, noté que se alteraba". Doña Carmen le suplicó de nuevo que abriera los ojos. Que la mirara. Tampoco en esta ocasión lo hizo. Cuando se marchó, entonces los abrió". Esto es lo que se dice ni a la hora de mi muerte. ¿Quieren más ejemplos?.
“Estoy seguro de que si a Franco se le pudiera preguntar si desea que lo entierren de nuevo, en este caso en El Pardo, junto a su esposa, diría, sin duda alguna, "¡¡¡No!!!". Como con el faisán. Respetemos su voluntad”, suplica el periodista del diario El Mundo.

¡Heil Franco!

¡Heil Franco!

Las trece Rosas Rojas y un malnacido llamado Smith


04/10/2019

Antón Losada destroza a Ortega Smith (Vox) en 43 segundos: "Hay que ser muy franquista..."

El político del partido de ultraderecha ha recibido numerosas críticas.



Redacción El HuffPost/EFE

Antón Losada ha sido muy contundente en su cuenta de Twitter y ha respondido en vídeo de 43 segundos a Javier Ortega Smith, político del partido de ultraderecha Vox.

El portavoz de Vox en el Ayuntamiento de Madrid ha dicho este viernes que las trece jóvenes republicanas conocidas como las Trece Rosas, asesinadas en 1939 durante la dictadura franquista, “lo que hacían era torturar, violar y asesinar vilmente”, cometer “crímenes brutales”.

Una afirmación que le ha valido multitud de críticas y que lo ha situado en el número uno de las tendencias de Twitter durante este viernes con más de 48.000 tuits. 

“Hace falta ser tan franquista como Ortega Smith para acusar a las Trece Rosas de algo que ni siquiera el tribunal franquista que las condenó consideró”, ha empezado diciendo el tertuliano habitual de televisión.

“Fueron condenadas. Y fusiladas. Pero no por violar, torturar y asesinar si no por adhesión a la rebelión. Hay que ser muy franquista y muy miserable para inventarse unas acusaciones que ni siquiera el Tribunal franquista que las condenó tuvo el coraje de inventarse”, ha sentenciado con dureza. 



Las Trece Rosas no torturaron, violaron ni asesinaron


El 5 de agosto de 1939, cuatro meses después del final de la guerra civil, fueron fusiladas en Madrid estas trece jóvenes, doce de ellas militantes del PCE o las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), organización que agrupaba a las juventudes socialistas y comunistas.

Dos días antes, las posteriormente conocidas como “Trece Rosas” habían sido condenadas a muerte con la acusación de ser “responsables de un delito de adhesión a la rebelión” en un Consejo de Guerra sumarísimo contra 58 procesados y por el que fueron ejecutados también 43 hombres. En ningún momento se las acusó de crímenes como los que les atribuye Ortega-Smith, según la propia sentencia, publicada por Newtral, y expertos consultados por EFE.


El fallo no hace ninguna alusión a su participación en torturas, asesinatos, violaciones o cualquier otro tipo de crímenes
En la sentencia, el Consejo de Guerra Permanente número 9 de Madrid considera probado que “los procesados, miembros de las JSU y del Partido Comunista”-pretendían ejecutar en España ”órdenes emanadas del extranjero” para “hacer fracasar las instrucciones político-jurídicas” del Estado Nacional.
Su misión, según se asegura en este texto, era la de atentar contra “el orden social y jurídico de la Nueva España”, tratando de “infiltrarse” para ello “en las filas de F.E.T. y de las JONS y del Ejército”.
El fallo no hace ninguna alusión a su participación en torturas, asesinatos, violaciones o cualquier otro tipo de crímenes.


viernes, 4 de octubre de 2019

Todo lo que NO deberías acercar a tu vagina


Todo lo que NO deberías acercar a tu vagina

"Hasta que no existan estos productos para hombres, voy a seguir pensando que es pura misoginia”.


04/10/2019

ElHuffPost




“El cuerpo femenino se utiliza como arma en casi todas las culturas”.

Es una afirmación contundente, pero no se puede esperar menos de la doctora Jen Gunter. Conocida como la ginecóloga de Twitter, esta canadiense tiene fama de llamar a las cosas por su nombre, ya sea para dar consejos de higiene íntima o para desmentir la última recomendación de Gwyneth Paltrow.

Su trabajo se basa en una filosofía simple: los cuerpos femeninos no son sucios y todo aquel que diga lo contrario solo quiere sacarte el dinero u oprimirte, o ambas cosas.

“Esos expertos en bienestar que venden aceite de serpiente solo buscan obtener beneficios y algunos de verdad piensan que están haciendo algo bueno, pero solo promueven un mensaje patriarcal”, explica Gunter a la edición británica del HuffPost.

“Están diciéndoles a las mujeres que tienen que limpiar las toxinas de su cuerpo y utilizan un lenguaje patriarcal (puro, limpio, natural...), utilizan un envoltorio diferente y lo transmiten como feminismo, pero no es feminismo de verdad. Eso me fascina, pero también me aterroriza.

La industria de la belleza lleva mucho tiempo sacando partido de la vergüenza y las inseguridades de las mujeres, pero la doctora Gunter advierte que la era de las fake news está haciendo que la desinformación se propague más rápido que nunca.

“Están todas esas influencers dándote consejos como si fueran tus mejores amigas, pero lo cierto es que no tienes ni idea de sus conocimientos o sus prejuicios”, señala.

Su nuevo libro, The Vagina Bible, busca empoderar a las mujeres a través de una fuente fiable en temas que van desde el sexo doloroso hasta la cirugía estética íntima. También habla de los muchísimos productos que hay a la venta para la vagina y de por qué no deberías comprarlos. Como adelanto de su libro, la doctora Gunter señala cinco objetos que no deberías llevarte nunca a la vagina.

1. Jabones de higiene íntima y espráis


Los jabones, geles de ducha y espráis que se venden como “productos de higiene íntima” no solo son un gasto innecesario, sino que también pueden dañar tu vulva y tu vagina, según asegura la doctora.

“Muchos de ellos llevan fragancias. La piel de la vagina es más sensible a la irritación y las fragancias son un agente irritante muy habitual”, explica.

“Además, algunas mujeres utilizan estos productos por dentro porque muchas veces no utilizamos el lenguaje correcto, vagina y vulva se emplean como sinónimos y no lo son, y al final ha quedado todo en una zona gris. Si utilizas estos productos por dentro, dañarás tu ecosistema vaginal y a todas las bacterias beneficiosas que tienes ahí”, advierte.

Estos productos también contribuyen a perpetuar la idea misógina de que los genitales de las mujeres huelen mucho, añade.

“Cuando venden jabones con olor a piña colada o a frutas tropicales o lo que sea que estén inventando ahora para que te lo pongas, están perpetuando la idea de que hay algo mal con tu olor natural y humano”, critica la doctora Gunter, quien también señala que esta clase de productos nunca se crean para hombres.

“¿Qué pasa? ¿Acaso el escroto huele a rosas? Porque no es así”.

2. Duchas vaginales


Una ducha vaginal es un tipo de limpieza que se hace del interior de la vagina con agua y otras sustancias que van desde el vinagre hasta el bicarbonato de sodio. Las mezclas que se venden por internet suelen venir en un bote o un envase diseñado para dispararte el contenido dentro de la vagina, algo que la doctora Gunter considera muy mala idea.

“Las duchas vaginales, independientemente del producto utilizado, son a la vagina lo que el tabaco a los pulmones, y así es como deberías empezar a considerarlas. Aunque no aportan ningún beneficio para la salud, la gente las ha incorporado a sus rutinas de vida sana”, se lamenta.

No hay ninguna prueba de que las duchas vaginales sean beneficiosas y sí que hay muchas pruebas de que matan a las bacterias buenas de la vagina y deterioran la mucosa, lo que provoca un desequilibrio del PH vaginal.

“Se sabe que las mujeres que se hacen duchas vaginales tienen un riesgo mucho mayor de contraer el VIH y gonorrea en caso de exposición, ya que han eliminado su primera línea de defensa. Si te haces duchas vaginales, aunque sean solamente con agua, estás aumentando el riesgo de sufrir vaginosis bacteriana”, sostiene.

La doctora describe la vagina como un horno de limpieza automática. “Se limpia sola, no tienes que hacerle nada, ella lo hace por ti”.

3. Supositorios de CBD


La industria global del CBD (cannabidiol) está en alza y la última moda que ha salido es la de los supositorios, una píldora pequeña preparada para meterla en la vagina. Los vendedores afirman que el CBD alivia los dolores de la regla, pero la doctora Gunter pide precaución.

“Hay muy pocos datos que avalen la eficacia del CBD para mitigar el dolor, y cuando no hay datos, es muy fácil abusar. Lo que sí sabemos es que cualquier derivado del cannabis diseñado para introducirse en la vagina no ha sido científicamente testada, de modo que conviene que prestes mucha atención a las advertencias de seguridad de la empresa”, avisa.

“¿Qué pensarías si una parafarmacia te vendiera una pastilla que no ha sido testada en un laboratorio? Con esto es lo mismo, por eso le pido a la gente que lo vea desde esta perspectiva”.

Los pocos datos que tenemos de los productos derivados del cannabis y la vagina sugieren que hay cierta relación con el aumento de infección por hongos, añade la doctora Gunter.

“Existen pruebas realizadas con animales que demuestran que estas duchas pueden afectar a los niveles de azúcar en las células de la vagina, que es de donde se alimentan las bacterias”, explica. Los cambios en la composición bacteriana de la vagina pueden provocar infecciones por hongos (candidiasis).

Algunos productos con CBD contienen THC, el constituyente psicotrópico del cannabis. “El THC se absorbe con facilidad y puede colocarte. Me importa un bledo el consumo recreativo de la marihuana, pero si no sabemos cómo afecta eso al ecosistema vaginal, hay que andar con cuidado”, comenta.

4. Huevos de jade



La empresa Goop de Gwyneth Paltrow recomendaba que las mujeres se introdujeran huevos de jade en la vagina para fortalecer los músculos con la premisa de que mejoraría sus relaciones sexuales y sus menstruaciones. Sin embargo, acabaron pagando 145.000 dólares (132.500 euros) en multas por una condena de protección del consumidor.

Esta empresa sigue vendiendo huevos de jade, aunque ahora no presume en el embalaje de sus supuestos beneficios para la salud.

“Los huevos de jade son una estafa. ¿Por qué ibas a confiar en alguien que intenta venderte algo que está demostrado que es un timo?”, reflexiona. Además, estos huevos están hechos con un material poroso, lo que hace que sean difíciles de limpiar.

“Como no sabemos cómo limpiarlos, no vamos a volver a meternos esas bacterias en la vagina y arriesgarnos a sufrir el síndrome del choque tóxico. Si quieres fortalecer tu suelo pélvico, hay muchos modos de hacerlo. Por ejemplo, puedes hacer ejercicios de Kegel gratis”, propone.

Si insistes en utilizar pesas vaginales, que sean productos que hayan superado controles de calidad médicos y que estén hechos de silicona o plástico para que sean fáciles de limpiar.

“Algunos de esos productos son sugerentes y los puedes incorporar a tu vida sexual. También puedes comprarte un vibrador de gran calidad por menos de lo que cuesta un huevo de jade, y probablemente será más beneficioso para tu salud sexual”, asevera.



5. Toallitas húmedas



Está claro cuál es el objetivo de mercado de las toallitas íntimas. Suelen venir en un envase con decoración floral y existen artículos y blogs que aconsejan a las mujeres llevarse toallitas cuando van de acampada o asisten a festivales. La doctora Gunter lo desaconseja.

“¿Por qué se comercializan estas toallitas para las mujeres y no para los hombres? ¿O es que ellos no tienen culo? Hasta que no existan estos productos para hombres, voy a seguir pensando que es pura misoginia”, asegura.

Gunter argumenta que las mujeres se limpian demasiado porque no dejan de recibir mensajes predatorios sobre su impureza.

“Las toallitas provocan irritación en la piel, incluso dermatitis. Los ginecólogos lo ven a menudo. La piel es una capa protectora y cuanto más la frotes, más la vas a irritar”, argumenta.

¿Qué puedes usar en lugar de todo eso?


“Prácticamente todo lo que se compra sin receta es innecesario. Soy ginecóloga, soy experta en vulvas y no utilizo ninguno de estos productos”, señala Gunter.

En vez de esos productos, lo único que utiliza es un limpiador facial para el cuerpo entero (incluida la vulva), aceite de coco para hidratar la piel y lubricante de base siliconada.

Si te llama la atención un producto en una tienda o por internet, investiga un poco antes de despilfarrar el dinero que tanto sudor te cuesta ganar.

“Nunca deberías fiarte solamente de lo que te dice el vendedor. Pregúntale al ginecólogo, al médico o al dermatólogo. En mi libro abordaré todos los productos íntimos que puedes comprar sin receta”.


Este artículo fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Reino Unido y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.

jueves, 3 de octubre de 2019

¡ARRIBA ESPAÑA1 ¡ARRIBA ALEMAÑA!


El Coño de la Bernarda




El Valle de los Caídos,
es:


El Coño de la Bernarda

El franquismo (Introducción)



El franquismo



¿Qué supuso el liderazgo de Francisco Franco durante la Guerra Civil española? ¿Cómo se manifestó su condición de «caudillo» al término de ésta? ¿En qué se diferenció el régimen franquista de los demás fascismos europeos de la época?

A través de un análisis claro y sintético de los procesos ideológicos, culturales y políticos que confluyeron en aquel período, este libro recorre y explica todas las fases de la dictadura que gobernó España entre 1936 y 1975, a partir de la sublevación militar y hasta la crisis y el inicio de la transición democrática. Además, reconstruye las etapas de la institucionalización y la política económica, el contexto internacional y las estrategias de las movilizaciones antifranquistas.



Giuliana Di Febo & Santos Juliá

El franquismo

Una introducción

ePub r1.0

Titivillus 20.07.17











Introducción

EN 1936, en plena Guerra Civil, se instauraba la dictadura de Francisco Franco en los territorios ocupados por los militares protagonistas del golpe de Estado contra la República. El contexto en que nacía, la compleja constelación de fuerzas involucradas, su larga duración y su capacidad de adaptación a los cambios internacionales son los principales factores que hacen difícil una caracterización exhaustiva y definitiva del régimen que gobernó España durante casi cuarenta años. A lo largo del debate historiográfico han surgido múltiples denominaciones —cesarismo, autoritarismo, fascismo, totalitarismo, caudillismo, dictadura militar— con el propósito de precisar sus aspectos dominantes y la influencia más o menos acentuada de otras dictaduras, en particular de la italiana.

Sin duda, la peculiaridad fundamental del franquismo radica en el hecho de haberse estructurado durante la Guerra Civil, que se produjo por el intento de algunos generales de derribar al gobierno republicano que había ganado las elecciones de 1936. Este incipit marcó durante mucho tiempo las instituciones, las orientaciones políticas y la propia concepción y gestión del poder. Tampoco debe olvidarse que la ayuda alemana y, sobre todo, italiana fueron determinantes para la victoria de los «nacionales», y favorecieron la imitación del modelo fascista y totalitario. Por otra parte, la misma Falange, la organización política fundada en 1933 por José Antonio Primo de Rivera, en un momento de fuerte consolidación del régimen de Mussolini, se había configurado ya en los años de la Segunda República como canal de propaganda de la ideología fascista, incluyendo la atracción por el uso de la violencia en la política. Esta opción, que formaba parte del programa falangista presentado en Madrid por José Antonio, se resumía en la conocida frase «la dialéctica de los puños y de las pistolas». Su admiración por Mussolini le había llevado a prologar en 1934 la obra El fascismo, versión española del libro que recogía los escritos del Duce sobre la doctrina fascista. Ya durante la Guerra Civil, a través de la política de «hermandad» con Italia, y posteriormente en los primeros años de la dictadura, la Falange fue el canal de importación de formas institucionales, símbolos y estilos fascistizantes, aunque manteniendo el componente católico.

Sin embargo, la incidencia de instituciones, ideología y símbolos asimilables al fascismo italiano debe valorarse sobre la base de la eficacia, la importancia y la duración que tuvieron en el sistema dictatorial español. También hay que considerar hasta qué punto las caracterizaciones propuestas reflejan las tendencias más o menos predominantes en las diversas fases y, en todo caso, influidas por las legitimaciones y funciones ejercidas por los tres pilares fundamentales del poder —Ejército, Falange, Iglesia—, en un complejo entramado de reorientaciones y equilibrios internos vinculados a los diversos acontecimientos internacionales. Desde luego, entre los hechos externos que tuvieron importantes repercusiones en la estructura, la reorganización, la estabilidad y, a partir de los años sesenta, en la creciente deslegitimación de la dictadura, cabe destacar la Segunda Guerra Mundial y la derrota del Eje, la Guerra Fría y el Concilio Vaticano II. Lo que permaneció inalterado, y justifica la utilización del término «franquismo» para calificar el régimen, fue el inoxidable poder personal de Franco, hecho posible por la interacción de todos estos sujetos, contextos y situaciones, y por una represión capilar y constante. Por lo tanto, la periodización aquí propuesta no pretende ser una elección de orden meramente cronológico, sino que está relacionada con las tendencias que incidieron en la configuración del «Nuevo Estado», en sus numerosos reajustes y, en los últimos años, en la profunda crisis que minó sus fundamentos.

Este perfil de historia del franquismo intenta reconstruir las etapas de la hegemonía ejercida por sectores, grupos e instituciones a partir del período conocido como «la larga posguerra», seguido por los años de la Guerra Fría y por la superación gradual del aislamiento internacional de España. Con la expresión «larga posguerra» nos referimos también a la elección hecha por el régimen —apoyado por la mayoría de la jerarquía eclesiástica— de mantener la fractura producida por el conflicto. La política de guerra, materializada en una intensa represión, tenía una poderosa arma de movilización en la continua representación y evocación de la victoria. Fue también un instrumento de disuasión contra toda pretensión de reavivar el recuerdo del estado democrático y laico que cuestionase la estructura antiliberal del «nuevo orden»: una elección coherente por parte de un régimen nacido de un golpe de Estado antirrepublicano.



Se propone aquí, pues, un recorrido a través de las diversas fases y modalidades del crecimiento económico, iniciado a finales de los años cincuenta y consolidado a lo largo de la década siguiente, que dio lugar a unas transformaciones e impulsos modernizadores en la sociedad, que estaban en contradicción con el inmovilismo de las principales instituciones dictatoriales. Son estos los años en los que se afirma una extendida movilización antifranquista, caracterizada por múltiples estrategias y también por la búsqueda de un frente común, coincidiendo con la reaparición de los partidos y sindicatos tradicionales y el nacimiento de nuevas formas de organización. Por último, se examinan las tensiones, la crisis del régimen y las conquistas de facto que al inicio de los años setenta abrieron el camino a la transición democrática.

El apéndice documental que cierra el libro pretende ofrecer al lector informaciones adicionales para la interpretación de los acontecimientos, de las leyes, de los discursos y de los programas del régimen. Tiene igualmente el objetivo de sacar a la luz algunos aspectos menos conocidos o cuya contundencia puede haber pasado desapercibida por la necesidad de la síntesis o la brevedad de las citas. Es el caso del documento sobre la absurda sanción impuesta a la familia de Manuel Azaña, que ilustra eficazmente los criterios jurídicos en que se basó la Ley de Responsabilidades Políticas. A su vez el manifiesto de los estudiantes universitarios madrileños de 1956 explicita un cambio de actitud hacia la cultura de guerra dominante, al mismo tiempo que la respuesta del régimen desmiente las hipótesis que sostienen el comienzo de tendencias «liberalizadoras» a partir de la segunda mitad de los años cincuenta.

Nos complace incluir la canción Diguem no, de Raimon, símbolo de toda una generación y demostración de las posibilidades de convertir la metáfora en acto de resistencia civil.


¡Que me lleven a Benidorm!


miércoles, 2 de octubre de 2019

Callejero


El origen del orgasmo femenino


Un nuevo experimento para entender el origen del orgasmo femenino

Un grupo de científicos cree que las antiguas humanas eran como las conejas y gatas: la ovulación se producía con la cópula

AGENCIA SINC

 Miércoles, 2 de octubre de 2019

ElPlural


El orgasmo de las mujeres lleva años intrigando a los científicos porque su función en la evolución no está clara. Mientras que en los hombres está ligado a la eyaculación, las mujeres pueden concebir hijos sin sentir placer. No tiene un efecto directo sobre la reproducción. Además, la penetración no es la mejor manera de alcanzar el clímax.

“En otras palabras, la tasa de orgasmos con penetración es menor que con la masturbación, por lo que parece poco probable que haya una función reproductiva directa involucrada. Y, finalmente, el rasgo parece demasiado complejo como para aparecer en la evolución sin función”, aclara a Sinc Mihaela Pavlicev, investigadora en la Universidad de Cincinnati (EE UU) y primera autora de un estudio que se publica en la revista PNAS.

Hasta la fecha, la comunidad científica había propuesto diferentes hipótesis. Un nuevo trabajo liderado por la Universidad de Yale (EE UU) busca poner a prueba sus hipótesis sobre el posible origen evolutivo del orgasmo femenino, que es poco probable que haya evolucionado por casualidad.

Los mecanismos fisiológicos del orgasmo femenino pudieron desarrollarse en su origen para inducir la ovulación durante la copulación

Los autores del estudio postulan que los mecanismos fisiológicos del orgasmo femenino pudieron desarrollarse en su origen para inducir la ovulación durante la cópula.

Estimulación


“Creemos que el orgasmo femenino se asoció ancestralmente con la inducción de la ovulación mediante la cópula, es decir, con la liberación de óvulos del ovario que en algunos animales ocurre como consecuencia de la cópula. Llamamos a estas mamíferas ovuladoras inducidas (o con reflejos) –conejas, gatas, huronas y camellas–. En otras, como humanas y grandes simias, este tipo de ovulación se pierde y las ovulaciones se regulan de manera endógena, sin estímulo externo, como en el caso de las mujeres”, recalca Pavlicev.

En un estudio previo del mismo equipo, publicado en 2016, los investigadores llegaron a tres conclusiones: que existen similitudes fisiológicas entre el orgasmo femenino y el orgasmo de las mamíferas con ovulación inducida; que la ovulación inducida fue anterior a la endógena en la evolución; y que la anatomía del órgano genital femenino refleja estos cambios, “en el sentido de que los animales que requieren inducción externa para ovular tienen el clítoris dentro o muy cerca del canal copulatorio, por lo que se estimula”, señala la experta.

En humanas y grandes simias, el clítoris está colocado lejos del aparato reproductor y, por lo tanto, a menudo no se estimula durante el coito

En humanas y grandes simias, el clítoris está colocado más lejos del aparato reproductor y, por lo tanto, a menudo no se estimula durante el coito. “Llegamos a la conclusión de que estos cambios son responsables de la frecuente falta de orgasmo en el acto sexual humano y que la posición del clítoris refleja la importancia de su función y la pérdida de ella”, apunta Pavlicev.

Un experimento con conejas


Para corroborar la teoría del modelo ovulatorio, los científicos partieron de la base de que si perturbaban el orgasmo, también lo haría la inducción de la ovulación. El experimento se realizó con conejas a las que se les administraron diariamente durante dos semanas inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (antidepresivos), que causan anorgasmia.

Con antidepresivos, las conejas debían inhibir su ovulación. Los resultados mostraron tasas de ovulación disminuidas en un 30 %. En un segundo experimento, los autores indujeron la ovulación mediante una inyección hormonal a las conejas tratadas con antidepresivos, y observaron que estos no afectaron a la ovulación provocada con fármacos.

Según los autores, los resultados apoyan la hipótesis de que el orgasmo en conejas es homólogo al de las humanas, y ambos procesos podrían compartir un origen evolutivo común. “El mecanismo que causa el orgasmo en las humanas podría ser el mismo que en el pasado evolutivo se habría utilizado para desencadenar la ovulación durante la cópula”, subraya la investigadora.

Pero si el orgasmo femenino perdió su función reproductiva, ¿por qué se mantuvo? “Nosotros no nos hacemos esta pregunta porque todas las razones se buscan exclusivamente en la reproducción”, concluye la experta.