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EL «NUEVO ESTADO»
(1936-1945)
1.1. FRANCO, CAUDILLO PROVIDENCIAL
A FINALES DE SEPTIEMBRE DE 1936 una junta militar, denominada
Junta de Defensa Nacional, presidida por el general Miguel Cabanellas,
proclamaba a Francisco Franco Bahamonde «Generalísimo» de todas las Fuerzas
Armadas y jefe del gobierno del Estado español, otorgándole «todos los poderes
del Nuevo Estado». La decisión había sido determinada por las circunstancias de
la guerra, que imponían un mando único. El nombramiento perdió enseguida su
carácter provisional para convertirse en dictadura vitalicia. El 1 de octubre
Franco comenzó a firmar decretos como jefe del Estado. Nacía de hecho el
régimen franquista, contrapuesto al gobierno legal republicano.
Franco había llegado a la Guerra Civil acompañado de una fama
de experimentado estratega militar y combatiente heroico ganada en Marruecos.
General de brigada con solo treinta y tres años, se había distinguido por su
intransigencia en la aplicación de la disciplina militar y por su dureza en la
represión, que ya demostrara en 1934 con motivo de la insurrección de Asturias
y que confirmaría en el transcurso de la Guerra Civil. Su investidura como jefe
del Estado fue celebrada el 1 de octubre de 1936 en Burgos, una de las primeras
ciudades conquistadas y sede de la Junta, según un protocolo arcaico y solemne
que inauguraba la larga serie de rituales marcados por mensajes
simbólico-ideológicos que caracterizarán al régimen. Una muchedumbre
entusiasta, con el brazo en alto, aclamó al «Generalísimo», quien había
festejado pocos días antes la conquista de Toledo y la liberación del alcázar
asediado por los milicianos. La victoria se convertiría de inmediato en una
epopeya mítica.
Al día siguiente, a pesar de que algún incauto periódico
utilizara el término dictador, rápidamente censurado, se imponía la
denominación de Caudillo, correspondiente al italiano Duce y al alemán Führer.
Una atenta campaña propagandística dirigida al culto a la personalidad empezaba
a dibujar el perfil de un carisma que también recurría a las comparaciones con
legendarios héroes del pasado, el Cid de manera especial. La efigie de Franco
montado en un caballo blanco hizo su primera aparición en las tarjetas postales
de la zona nacional (Martí Morales, 2000, pág. 133) y con el añadido de la
escolta mora constituyó durante años la iconografía dominante. No menos conocida
fue la imagen creada por el pintor Arturo Reque Meruvia, quien le representó
con vestimenta de cruzado medieval en un lienzo de imponentes dimensiones.
«Mando y capitanía» aparecían juntos en los documentos
oficiales y en los discursos, indicando un ejercicio del poder caracterizado
por la dimensión militar y sintetizado en la fórmula del «caudillaje». La
adhesión de la Iglesia al «Alzamiento Nacional» tuvo como consecuencia la
exaltación en clave religiosa y salvífica de la figura del Caudillo, al cual la
divina providencia habría encomendado la misión de rescatar a España. No muy
experto en cuestiones políticas, respecto a las cuales «non nasconde il suo
impaccio» —como anotó el mismo Galeazzo Ciano al regreso de su viaje a España
realizado en julio de 1939 (Di Febo, 2005, pág. 266)—, Franco era, en
cambio, muy hábil a la hora de utilizar las divisiones y los contrastes
existentes entre los diversos sectores y grupos para reforzar su supremacía.
Los críticos y los disidentes acababan marginados o alejados, incluso mediante
el exilio; los aliados y consejeros podían verse apartados por razones de
oportunidad y reajuste de los equilibrios políticos. La Guerra Civil, por lo
tanto, no fue solo escenario de vicisitudes y eventos militares, sino también
de estrategias de construcción de las primeras estructuras dictatoriales, del
poder y del carisma del jefe. Las consignas que comenzaban a aparecer en las
portadas de los diarios —«Una Patria, un Estado, un Caudillo» y «Por el
Caudillo y por Dios»— aludían a la identificación entre la configuración del
«caudillaje» y la definición del Nuevo Estado. Caudillo, caudillaje,
acaudillar evocaban, de forma sintética, la idea de excelencia y unicidad
del mando, a la cual se añadiría rápidamente la dimensión
mesiánico-providencial.
Asistido por una Junta Técnica de Estado, que se ocupaba de
administrar las zonas conquistadas a través de comisiones concebidas como
organismos paraministeriales, Franco comenzaba a sentar los cimientos del Nuevo
Estado a través de decretos. El fracaso de la ofensiva sobre Madrid, en
noviembre de 1936, prolongaba los tiempos y las dificultades de la guerra. Se
hacía improrrogable pasar de un Estado «campamental» e improvisado a una
organización estatal y administrativa dotada de órganos de gobierno y de una
ideología que definiera los objetivos y las finalidades del Alzamiento. El
principal artífice de la operación fue el brillante abogado Ramón Serrano
Suñer, diputado de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas)
durante la República, cuñado de Franco, amigo en su juventud de José Antonio
Primo de Rivera y admirador de Mussolini. Serrano llegó a Salamanca, sede del
cuartel general alojado en el palacio episcopal, en febrero de 1937, huyendo de
la zona republicana en la que había perdido a dos hermanos, fusilados en la
cárcel Modelo de Madrid.
1.2. CONFIGURACIÓN DEL NUEVO ESTADO
El acto que marcó el comienzo del nuevo ordenamiento fue la
creación y formalización del partido único. La unificación se llevó a cabo en
una etapa de la Guerra Civil crucial desde el punto de vista militar. En la
primavera de 1937, las fuerzas nacionales estaban concentradas en la campaña
del norte con el objetivo de conquistar las zonas republicanas (Vizcaya,
Santander, Asturias) mientras que a la victoria de los italianos en Málaga
había seguido su derrota en Guadalajara. En este marco, el bando nacional debía
unificar las distintas ramas de los combatientes y reforzar políticamente el
mando del «Generalísimo».
El decreto, aconsejado por el «cuñadísimo», fue anunciado por
Franco el 18 de abril en Salamanca por Radio Nacional en un discurso muy
esclarecedor de las finalidades asignadas a la nueva formación. En realidad, se
trata de una arenga imbuida de la retórica mítico-doctrinaria de la «Cruzada»,
dirigida a los españoles y a los combatientes. La unificación se presenta como
continuación de las etapas patriótico-religiosas de la España imperial y
antiliberal, se insiste sobre su necesidad para acelerar la victoria y se
exaltan todas las fuerzas involucradas realzando el papel del Ejército. Se
afirma el carácter de «Movimiento» de la nueva formación y por lo tanto «en
proceso de elaboración y sujeto a constante revisión y mejora». Combinando el
discurso tradicionalista con las consignas de Falange dibuja el perfil del Nuevo
Estado que se caracterizaría por una «democracia efectiva» en oposición a la
«verbalista y formal» del Estado liberal con sus «ficciones»: los partidos, las
leyes electorales y las votaciones (Doc. 1[*]).
El 19 de abril de 1937, Franco promulgó el decreto de
unificación de los partidos, por el cual se establecía la fusión en una «sola
entidad política nacional» de las dos organizaciones que, a pesar de las
diferencias y las divisiones entre ellas, habían proporcionado una considerable
ayuda militar a la guerra: Falange Española, de orientación fascista, y
Comunión Tradicionalista, concentrada en Navarra, monárquico-carlista e
inspirada en el catolicismo integrista. Todas las organizaciones y partidos
políticos existentes fueron suprimidos y la nueva formación sometida al mando
del Caudillo. La entidad fue bautizada con el largo nombre de Falange Española Tradicionalista
y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (FET y de las JONS), aunque
se denominaría corrientemente Falange o Movimiento. La unificación comportó una
homologación exterior de todos sus adeptos, que adoptaron la camisa azul de
Falange y la boina roja carlista. El programa se inspiró en los 26 puntos
fijados en su tiempo por José Antonio Primo de Rivera —Estado totalitario y
nacional-sindicalista articulado a través de la familia, el municipio y el
sindicato, disciplina y «orden nuevo»— aunque se suprimió el punto 27,
probablemente porque sugería el «predominio» político de Falange Española. El
sello falangista es evidente en la asunción de algunos símbolos y liturgias, en
particular el saludo romano impuesto por ley y llamado «saludo nacional»
(Doc. 2[*]),
el himno «Cara al sol» y el emblema del yugo y las flechas de los Reyes
Católicos. Nacía una organización asimilable, bajo ciertos aspectos, al partido
único de «otros países de régimen totalitario», pero con una diferencia
fundamental: había sido creada desde arriba por un jefe militar, ya instalado
en el gobierno del Estado, quien la utilizaría como instrumento para consolidar
su poder. La Falange no consiguió imponer su hegemonía en las relaciones entre
Estado y sociedad, pero mantuvo durante muchos años un papel determinante en
diversos sectores e instituciones del régimen.
La Falange, que de fuerza marginal en los años de la
República había llegado a ser durante la guerra el más importante centro de
agregación y militarización, se consideró como el instrumento idóneo para
contribuir a la organización del régimen dictatorial. Sin embargo, más tarde
sufriría las consecuencias de la heterogeneidad ideológica que había acompañado
su transformación en partido único. En efecto, en la recién nacida «entidad»
confluyeron católicos de la CEDA y sectores del Ejército que, más que a un
Estado totalitario moderno aspiraban a la restauración de la España católica,
autoritaria, corporativa y de la monarquía de Alfonso XIII, mientras que
los carlistas tradicionalistas mantenían sus reivindicaciones de sucesión
dinástica en la persona del príncipe Francisco Javier de Borbón Parma, y su
nostalgia por un Estado preliberal. Además, se perfilaba el peso creciente de
la Iglesia muy atenta en parar posibles desviaciones totalitarias; los mismos
teóricos del Nuevo Estado asociaban el atributo de «católico» a los términos
totalitario, fascista y nacionalsindicalista, para destacar una peculiaridad
española.
Esta interrelación político-religiosa, que caracterizó al
régimen durante al menos veinte años, se formalizó en los Estatutos de FET y de
las JONS promulgados en agosto de 1937. En ellos se enfatizaba la misión
regeneradora del Movimiento, cuyo fin era «devolver a España el sentido
profundo de una indestructible unidad de destino y la fe resuelta en su misión
católica e imperial». Se preveían dos órganos: el Consejo Nacional y la Junta
Política. El Consejo (todos los miembros del primer Consejo fueron nombrados
por Franco, según se establecía en su artículo 36) se reuniría cada año el 17
de julio y «cuantas veces sea convocado por el Caudillo». El decreto establecía,
además, que en la primera reunión el jefe y los miembros del Consejo prestarían
el juramento de la FET y de las JONS «por España, ante Cristo y los Santos
Evangelios» (Doc. 3[*]).
La ceremonia de la jura, enmarcada en una escenografía patriótico-religiosa que
anunciaba la configuración nacionalcatólica del régimen, se celebró en Burgos,
en el monasterio de Santa María Real de las Huelgas, el 2 de diciembre de 1937.
El Consejo Nacional, concebido como órgano supremo del
partido único, y la Junta Política o Secretariado, que tenía básicamente tareas
de «asesoramiento a la Jefatura», cumplirían en realidad la función de
ratificar las decisiones del jefe del Estado. Los Estatutos fueron también la
ocasión para proclamar a Franco «Jefe Nacional» de FET y de las JONS y «Supremo
Caudillo del Movimiento» con la atribución de «la más absoluta autoridad»,
subrayándose con estilo lapidario: «El Jefe responde ante Dios y ante la
Historia».
Se va configurando en estos años el intento, apoyado por
Serrano Suñer y otros dirigentes falangistas, de orientar la construcción del
Nuevo Estado según el modelo de los Estados totalitarios nazi y fascista, pero
con una especial influencia del régimen italiano. La Segunda Guerra Mundial,
iniciada pocos meses después de finalizar la Guerra Civil, las victorias del
ejército alemán y la entrada en guerra de Italia, imprimieron una aceleración
en este sentido. Sin embargo, el proceso de fascistización del régimen, visible
en la adopción e imitación de instituciones y símbolos italianos, debía
responder a exigencias de equilibrio respecto al Ejército y la Iglesia, y al
mismo tiempo de consolidación del caudillaje.
Si el Ejército tenía un fuerte poder de decisión, en su
calidad de guardián y árbitro de las decisiones políticas y militares del
régimen, la Iglesia, por su parte, había conseguido imponerse como elemento de
cohesión entre los distintos sectores, gracias a la asimilación de la guerra
con una cruzada. La adhesión de la jerarquía eclesiástica al golpe de Estado
militar —anunciada en septiembre de 1936 en la carta pastoral Las dos
ciudades del obispo Enrique Pla y Deniel y reiterada oficialmente a través
de la Carta colectiva del episcopado español de julio de 1937, redactada
por el cardenal primado Isidro Gomá— había introducido un cambio de sentido en
la rebelión de los militares, presentada en un primer momento como un clásico pronunciamiento
decimonónico dirigido a restablecer el orden vulnerado.
Menos de dos meses después de la sublevación, las primeras
declaraciones de los generales contra la anarquía y el caos, atribuidos al
gobierno republicano y a la influencia de «agentes bolcheviques», dejaban paso
a la definición del conflicto como Cruzada y, por lo tanto, como guerra de
religión y choque entre dos civilizaciones: «España y la anti-España». Se
indicaba como principal motivación el asesinato de religiosos y la destrucción de
iglesias y objetos sagrados, perpetrados durante los primeros meses de la
guerra. De hecho, la insurrección de los militares y la consiguiente ruptura de
la legalidad republicana habían producido un violento y difuso
anticlericalismo, que se escapó del control del gobierno y provocó, según la
reconstrucción del obispo Antonio Montero, el asesinato de unos 7000 religiosos
(Montero, 1961). Pesaban sobre la Iglesia española la memoria pasada y reciente
del apoyo dado a los regímenes conservadores en perjuicio de las capas menos
favorecidas y su oposición a la modernidad. La resistencia de la jerarquía
eclesiástica ante los procesos de laicización emprendidos por la República y,
al mismo tiempo, el radicalismo o la inoportunidad de algunas medidas
legislativas, así como el resurgir de actitudes anticlericales, habían dado
lugar a profundas divisiones que la guerra hacía irreparables. En estas
circunstancias se fue forjando una idea de identidad nacional basada en la
pertenencia al catolicismo, según el proyecto político-religioso en su tiempo
adoptado por los Reyes Católicos y fundado en la exclusión de las otras
religiones. La Cruzada, además, ponía en marcha la recuperación de formas
arcaicas de religiosidad y un modelo de interacción entre lo sacro y lo político
filtrado a través de una ritualidad en la que a menudo se fundían aspectos
devocionales y mensajes de legitimación del régimen. El nacionalcatolicismo,
tal como se le denominará posteriormente, se configuró durante la Guerra Civil
como «teología de reconquista» caracterizada, entre otras cosas, por una
«militante antimodernidad» según Alfonso Álvarez Bolado (1976, pág. 195). En
los primeros veinte años de dictadura tuvo la función de remodelar las
costumbres, la educación y el mismo universo mítico y simbólico.
En las ciudades y pueblos que el ejército franquista iba
ocupando, las procesiones y misas de campaña, los actos de reparación por las
iglesias y reliquias profanadas y las entronizaciones del Sagrado Corazón se
superponían al cruento escenario de guerra. En el centro de las celebraciones,
la constante presencia de Ejército, Falange y jerarquía eclesiástica se
convertía en autorrepresentación de la unidad de los poderes político, militar
y religioso. La adhesión y la integración de las masas —y en esto el régimen se
diferenciaba del fascismo y del nazismo— se realizaban mediante la
identificación individual y colectiva con una idea de nación-patria que asumía
como elemento unificador el catolicismo tradicional, en cuanto rasgo
constitutivo de la historia y del pasado imperial. Los acontecimientosmíticos
que se evocaban eran la Reconquista y los Reyes Católicos, la Conquista, la
Contrarreforma, Lepanto, los reinados de Carlos V y de Felipe II.
Acompañaba a esta representación la exaltación de Franco como
jefe invencible y asistido por la protección divina; todo ello, sostenido por
el retorno a prácticas devocionales medievales y barrocas o propias del
integrismo católico carlista. La mano-reliquia de Teresa de Ávila —santa
acreditada y popular, convertida durante la guerra en «Santa de la Raza»— cuya
custodia la Iglesia encomendó al Caudillo después de su «providencial hallazgo»
en la maleta de un coronel republicano en 1937, contribuiría a reforzar en el
imaginario colectivo la dimensión sobrenatural del carisma del «Generalísimo».
Al finalizar la guerra, a través del uso soberano y omnipotente de los
decretos, y resucitando una tradición que se remontaba a la primera guerra
carlista, el Caudillo otorgaba «los máximos honores militares» a la Virgen de
los Reyes y a la Virgen de Covadonga (Di Febo, 2012, págs. 41-42).
En este complejo escenario, el 31 de enero de 1938 se
constituía en Burgos el primer gobierno del régimen de Franco con arreglo a la
ley aprobada el día antes sobre organización de la Administración Central. La
Ley establecía que: «Al Jefe del Estado… corresponde la suprema potestad de
dictar normas jurídicas de carácter general». Franco se autoasignaba también el
poder constituyente, que mantendría durante todo el período de la dictadura. La
elección de las personas llamadas a ocupar los cargos ministeriales se orientó
a garantizar un protagonismo equilibrado a la coalición que había apoyado el
golpe de Estado y a privilegiar a hombres de confianza de Franco. Así, la
distribución de los ministerios reflejaba la primacía de los militares
(Exteriores, Defensa, Orden Público e Industria y Comercio). Al secretario
general de Falange Española, Raimundo Fernández Cuesta, se asignó el Ministerio
de Agricultura y a otro falangista, Pedro González Bueno el de Organización y
Acción Sindical. La cartera de Educación Nacional fue para Pedro Sainz
Rodríguez, exponente de la derecha católica, monárquico y fuertemente
antiliberal; mientras que el Ministerio de Justicia fue ocupado por los
carlistas. Las provincias serían, en realidad, administradas por una poderosa
burocracia estatal, dirigida principalmente por Falange. Serrano Suñer,
nombrado ministro de Gobernación, también se hacía cargo del Servicio de
Publicaciones y Propaganda, cuya gestión confió a jóvenes intelectuales
falangistas.
La creciente influencia del fascismo italiano se veía
confirmada por la aprobación, por decreto firmado por Franco el 9 de marzo de
1938, del Fuero del Trabajo, inspirado en la Carta del Lavoro de
Mussolini y que será considerado como una de las Leyes Fundamentales del
régimen. El Fuero (en un primer momento denominado Carta del Trabajo)
tuvo un itinerario atormentado precisamente por promulgarse en un momento en el
que el régimen, aun abierto a sugestiones totalitarias, iba acentuando su
carácter confesional. A este respecto fue fundamental la intervención de Gomá
—desde 1937 encargado oficioso provisional de la Santa Sede en Burgos— en la
modificación del texto. Al cardenal primado le preocupaba, entre otras cosas,
la reacción que pudiera tener el Vaticano —que todavía no había reconocido de
iure al gobierno de Franco— en relación a la posible orientación
totalitaria del Nuevo Estado (Di Febo, 2008). Todo ello comportó unos reajustes
que valoraban la dimensión católica, opción patente en el mismo preámbulo:
Renovando la Tradición Católica, de justicia social y alto
sentido humano que informó nuestra legislación del Imperio, el Estado, Nacional
en cuanto es instrumento totalitario al servicio de la integridad patria, y
Sindicalista en cuanto representa una reacción contra el capitalismo liberal y
el materialismo marxista, emprende la tarea de realizar —con aire militar,
constructivo y gravemente religioso— la Revolución que España tiene pendiente…
Prohibida la huelga, considerada delito «de lesa patria», se
instauraba el sindicato vertical y único, definido como «instrumento al
servicio del Estado» y dirigido por Falange; el derecho al trabajo se
consideraba como «consecuencia del deber impuesto al hombre por Dios». Entre
las disposiciones figuraba la marginación femenina del trabajo, mediante la
fórmula «[el Estado] libertará a la mujer casada del taller y de la fábrica».
Paralelamente, se procedía al desmantelamiento del Estado laico y de las
principales reformas republicanas. Entre 1936 y 1939 fueron abolidos los
Estatutos autónomos de Cataluña y del País Vasco, gran parte de la reforma
agraria, la libertad de prensa y de asociación; quedó prohibido elculto público
de otras religiones, fue derogada la Ley de Divorcio y declarado nulo el
matrimonio civil. La enseñanza perseguía una formación «eminentemente católica
y patriótica» y «los ideales del Nuevo Estado».
La caída de Cataluña, en febrero de 1939, anunciaba el epílogo
de la guerra. Con la entrada del ejército franquista en Madrid, el 28 de marzo
de 1939, concluía una Guerra Civil que duró casi tres años. El último parte del
1 de abril anunciaba: «En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo,
han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra
ha terminado».
1.3. LITURGIAS, CENSURA, PROPAGANDA
«El Madrid rojo ha sucumbido. La victoria militar lo ha
incorporado a la Patria. Llegue la noticia a todos los ámbitos de la tierra».
En marzo de 1939, Serrano Suñer dirigía «al mundo» su Anuncio de la Victoria
Española, configurando ya el carácter revanchista de las futuras «fiestas
de la Victoria».
Dos meses después, el 19 de mayo de 1939, por las calles del
Madrid «reconquistado» tenía lugar un inacabable, patriótico y «viril» desfile
militar: representación de triunfo y poder, y advertencia al mundo exterior y a
los vencidos. Franco asistía al desfile, rodeado por las autoridades, desde lo
alto de la tribuna levantada en el Paseo de la Castellana. Al comienzo de la
ceremonia el general Varela impuso «al invencible Caudillo» la máxima
condecoración, la Gran Cruz Laureada de San Fernando. En el cielo una
escuadrilla de aviones escribió VIVA FRANCO. A la damnatio memoriae de
la República, además de la incesante propaganda destinada a deslegitimar el
ordenamiento, la cultura y las instituciones republicanas, contribuiría la
exaltación de los lugares de las más importantes victorias del ejército
franquista, transformados en santuarios patrióticos. Ceremonias religiosas,
desfiles militares, conmemoraciones de los caídos se desarrollaban en los
aniversarios declarados fiesta nacional: el 18 de julio, «Día del
Alzamiento Nacional»; el 1 de octubre —fecha de la investidura de Franco como
jefe del Estado— se denominó desde entonces el «Día del Caudillo»; el 12 de
octubre, «Día de la Raza» o «de la Hispanidad». Durante años se celebró un
ritual de la memoria dirigido a exaltar una identidad fundada también en la
permanente afirmación de la división producida por la Guerra Civil. Las ruinas
del alcázar de Toledo y de Belchite cerca de Zaragoza, el santuario de Santa
María de la Cabeza en la Sierra Morena, los muros de muchas iglesias con la
leyenda «Caídos por Dios y por España. ¡Presentes!», perdurarán como testimonio
de una ruptura irremediable e inalterada a lo largo del tiempo. En cada
aniversario del Alzamiento se leía en las plazas, según establecía una Orden de
Serrano Suñer, el último parte de guerra.
El día siguiente al desfile militar, tenía lugar en la
iglesia de Santa Bárbara, en Madrid, la ofrenda de la espada de la victoria al
Santo Cristo de Lepanto por parte de Franco. El rito, que aludía a una renovada
alianza entre trono y altar, evocada también por el uso de la liturgia medieval
y por un ceremonial con connotaciones regias, escenificaba, de hecho, la
cancelación del Estado laico y la redefinición en sentido confesional del Nuevo
Estado. La iglesia estaba engalanada con objetos y símbolos de la Reconquista y
de la victoria de Lepanto; asistieron a la ceremonia miembros del gobierno, de
Falange, generales y embajadores de los países amigos. Salvas de cañón y
vítores de la muchedumbre saludaron la llegada de Franco, que se dirigió hacia
la escalinata pasando bajo un arco de blancas palmas y saludando con el brazo
en alto. Después de haber sido recibido por la jerarquía eclesiástica, entró en
la iglesia y se encaminó hacia el altar bajo palio, privilegio reservado en la
liturgia católica a los obispos, al Santísimo Sacramento y a los reyes, que el
Generalísimo seguiría disfrutando durante muchos años. La ceremonia legitimaba
el paso del «Caudillo por la gracia de Dios» de jefe victorioso a guía de la
nación, al tiempo que sacralizaba su carisma (Di Febo, 2012). Su poder era tan
absoluto como el de los antiguos monarcas, salvaguardado por un Ejército que
seguía dirigiendo al país como territorio ocupado y por una Falange cada vez
más cercana al fascismo.
El 20 de noviembre de 1939 comienza en Alicante el traslado
de los restos mortales de José Antonio. Un imponente cortejo fúnebre recorre
más de 400 kilómetros y concluye diez días después en El Escorial, donde tiene
lugar la sepultura ante la presencia de Franco. El traslado, organizado por el
Servicio de Prensa y Propaganda de Falange, es una concentración de ritos y de
liturgias en los cuales, como es usual en las ceremonias de esos años, conviven
permanencias e innovaciones. Junto a liturgias nazi-fascistas (las hogueras,
los gritos rituales, el saludo romano), el acontecimiento evoca también antiguos
ritos funerarios; al mismo tiempo, el contexto hagiográfico y sacralizante que
le rodea sugiere modalidades propias de la traslatio
de reliquias de origen barroco. Al «santo» José Antonio le dirigen oraciones su
hermano Miguel —«José Antonio ruega por nosotros»— mientras que su hermana
Pilar escribe un De profundis. El acontecimiento señala el intento de hacer del
culto a los caídos la expresión de un duelo nacional de cohesión y agregación
alrededor de la «Cruzada», aunque con aportaciones de consignas de la Falange.
El 20 de noviembre fue declarado «Día de luto nacional» por
un decreto del 16 de noviembre de 1938, que también establecía que, previo
acuerdo con las autoridades eclesiásticas, «en los muros de cada Parroquia
figurará una inscripción que contenga los nombres de sus Caídos, ya en la
presente Cruzada, ya víctimas de la revolución marxista». Durante años, cada
aniversario de la muerte del «gran ausente» fue ocasión de conmemoraciones de
claro cariz religioso. Proliferaron las publicaciones en clave hagiográfica por
parte de conocidos escritores, autoridades eclesiásticas y políticas. Con el
paso de los años el culto a José Antonio va asumiendo cada vez más formas
devocionales reservadas a los santos y a los mártires. Emblemática, en este
sentido, es la Súplica que, en 1942, le dedica el secretario general de
Falange, José Luis de Arrese (Doc. 4[*]).
En realidad, aunque en competición por la supremacía en
algunos sectores de la sociedad, la Falange y la Iglesia, a la sombra de la
atenta vigilancia de los generales, aparecían en armonía tanto en las
ceremonias públicas como en la utilización de un lenguaje común impregnado de
mensajes palingenésicos y admonitorios. Promesas de regeneración y redención,
bajo el signo de «orden, patria y religión», se evocaban en los discursos de
Franco, los boletines episcopales, los manuales de Falange y la prensa. La regeneración
comportaba el sacrificio, convertido en idealización y sublimación espiritual,
en la España autárquica y extremadamente pobre de los años cuarenta (el
racionamiento acabó tan solo en 1952). La represión se acompañaba de una
abundante normativa que reglamentaba lecturas, comportamientos,
entretenimientos y lugares de encuentro. Se prohibieron el carnaval y la
coeducación, esta última por ser un sistema pedagógico «contrario enteramente a
los principios religiosos del Glorioso Movimiento Nacional».
Como acto de clemencia hacia el vencido —idea «sacada por el
Generalísimo de las entrañas mismas del dogma cristiano» según J. A. Pérez
del Pulgar, vocal del Patronato Central para la Redención de las Penas por el
Trabajo (Sueiro, 1976, pág. 48)— la Redención de Penas por el Trabajo,
reglamentada por numerosos decretos y órdenes, concedía a los presos políticos,
que sufrían en las cárceles duras condiciones de vida, la reducción de días de
cárcel por días de trabajo. En el decreto de 28 de mayo de 1937 se afirma: «El
derecho al trabajo, que tienen todos los españoles, como principio básico
declarado en el punto quince del programa de Falange Española Tradicionalista y
de las JONS, no ha de ser regateado por el Nuevo Estado a los prisioneros y
presos rojos». A este «derecho» también se acogieron los numerosos detenidos
republicanos utilizados para construir el Valle de los Caídos, cerca de El
Escorial, el austero monasterio de Felipe II. Ejemplo de una recurrente
amalgama simbólico-ideológica, en la construcción conviven el monumentalismo
arquitectónico y la religiosidad espectacular —materializada en la cruz de 150
metros de altura y en el imponente mausoleo construido «con objeto de perpetuar
la memoria de los que cayeron en nuestra gloriosa Cruzada», según afirma el
decreto de 1 de abril de 1940— con el mensaje de continuidad con la España
imperial y de la Contrarreforma. Su realización duró unos veinte años. El mismo
Franco fue enterrado en el mausoleo después de su muerte, que ocurrió el mismo
día, 20 de noviembre, que la de José Antonio. Durante años, la propaganda
oficial presentó el Valle de los Caídos como monumento de «reconciliación
nacional».
El Nuevo Estado confesional impuso un giro antimodernizador
que tuvo una significativa repercusión en el ámbito de la enseñanza. El
preámbulo de la Ley sobre Ordenación de la Universidad Española, de 29 de julio
de 1943, declaraba: «La Ley, además de reconocer los derechos docentes de la
Iglesia en materia universitaria, quiere ante todo que la Universidad del Estado
sea católica. Todas sus actividades habrán de tener como guía suprema el dogma
y la moral cristiana y lo establecido por los sagrados cánones respecto de la
enseñanza». La participación en las oposiciones universitarias estaba
supeditada a la presentación de una certificación de la Secretaría General del
Movimiento que atestiguara «la firme adhesión a los Principios Fundamentales
del Estado».
Disuelto el asociacionismo católico juvenil, con cierta
resistencia por parte de la jerarquía eclesiástica, los estudiantes fueron
encuadrados en el Sindicato Español Universitario (SEU), dirigido por Falange.
Fueron estos los años de máxima expansión de Falange
Española. Dependían directamente de ella numerosos aparatos de propaganda:
periódicos como Arriba y Pueblo, emisoras de Radio Nacional,
editoriales, revistas culturales y el NO-DO (Noticiarios y Documentales
Cinematográficos), semanario de actualidad parecido al Film Luce italiano cuya
proyección era obligatoria en las salas cinematográficas, antes del comienzo de
las películas. Durante más de veinte años constituyó un importante instrumento
de información propagandística con la función de legitimar y exaltar al
régimen. En 1940, un grupo de ideólogos falangistas —«apóstoles de una moral
nacional»— fundó la revista Escorial con el siguiente objetivo: «Rehacer
la comunidad española, realizar la unidad de la Patria y poner a esa unidad al
servicio de un destino universal y propio». Pero en realidad la unidad de que
habla la revista, declaradamente antiliberal, significaba rescatar a «aquellos
que, aun habiendo colaborado con los vencidos, decidieran expiar su pecado, dar
el paso de incorporarse a los vencedores» (Juliá, 2004, págs. 342 y 347).
Si bien el ocaso de la Falange empezará a vislumbrarse en
1942 —cuando el intento de institucionalizar el régimen en sentido totalitario
fue parado por Franco—, su control sobre la información se mantuvo por mucho
tiempo. Represión, encuadramiento social y una rígida censura caracterizaron la
larga posguerra española. La censura era «dogmática, xenófoba y pudibunda en un
grado inverosímil (Ridruejo, 1976, pág. 435)». Esta es la valoración
expresada en Casi unas memorias (publicado póstumamente en 1976), de
Dionisio Ridruejo, responsable del Servicio de Propaganda hasta 1941, que había
pasado a la oposición en la década de los cincuenta. La censura intervenía ante
cualquier opinión, análisis, observación que estuviese en desacuerdo con la
ideología oficial. Controlaba la prensa, el cine, el teatro y la literatura,
así como los actos públicos. Quedaban exentos los «actos de propaganda política
del Movimiento», los de carácter militar, los «puramente religiosos» y los de
enseñanza organizados en los centros escolares (Abellán, 1980,
págs. 275-276). Todo lo que se consideraba crítico con el régimen,
etiquetado de «disolvente o pornográfico», se retiraba inmediatamente de la
circulación.
Hasta 1941 la censura dependió directamente del Ministerio de
la Gobernación; desde 1942 a 1945 fue controlada por la Subsecretaría de
Educación Popular de la Falange; a continuación pasó al Ministerio de
Educación; y finalmente, de 1951 a 1976 al Ministerio de Información y Turismo.
La Ley de Prensa, promulgada en 1938 y complementada por sucesivas órdenes,
permanecería sin apenas cambios hasta los años sesenta. Se estableció la
censura previa para cualquier tipo de publicación (con la excepción de algunas
eclesiásticas), la intervención del Estado en el nombramiento de los directores
de los periódicos y las sanciones a las personas o las empresas. La primera
modificación se produjo en 1966 a raíz de la Ley de Prensa e Imprenta del
ministro Manuel Fraga Iribarne.
En 1967, Juan Goytisolo publicó en Francia el ensayo Escribir
en España, en el que describe el trámite a que debía someterse todo
escritor que quisiera editar novelas o poesías. El «no procede» o, en el mejor
de los casos, la devolución del manuscrito una vez eliminadas las escenas
eróticas, las alusiones críticas o irónicas hacia la religión oficial o «el
orden existente», se comunicaba al interesado. La agotadora tramitación es
evocada por Goytisolo: «El original debe pasar por las manos del prestigioso
Departamento de Orientación y Consulta, último nombre de pila de la censura, a
fin de que en un plazo más o menos breve —de dos semanas a un año y, a veces,
más aún— los funcionarios de este Departamento —sacerdotes, militares y
ciudadanos pura y simplemente— resuelvan, a la luz de los principios de la
moral católica y de los intereses del Estado, si su publicación es o no es
oportuna» (Goytisolo, 1967, pág. 23).
La censura también canceló segmentos enteros del pensamiento
político y filosófico. En las universidades se enseñaba neoescolástica, y solo
en los años cincuenta, gracias a docentes como Enrique Tierno Galván, José Luis
Aranguren, Manuel Sacristán y José María Valverde, quienes habían mantenido
contactos con los filósofos exiliados, se recuperaron para la enseñanza otras
corrientes filosóficas. Especialmente demoledora fue la campaña dirigida contra
la prestigiosa escuela liberal Institución Libre de Enseñanza, fundada en 1876por
el filósofo y pedagogo Francisco Giner de los Ríos, en la cual se habían
formado numerosos intelectuales abiertos a Europa y a la modernidad.
La denigración del intelectual en cuanto sinónimo de
pensamiento laico, y por ende factor de disgregación de la unidad nacional, ya
se había iniciado durante la guerra con la publicación de la carta pastoral de
Pla y Deniel Los delitos del pensamiento y los falsos ídolos intelectuales
(1938). En el documento se denunciaban los «pecados del entendimiento» no
sometido al magisterio de la Iglesia y se invocaba para «los libros condenados
por la Iglesia» la expurgación de las bibliotecas populares, escolares y
pedagógicas. Esta fue sistemática y se extendió a las escuelas y las
universidades y a todo el personal docente. Se alejó, en particular, a miles de
maestros herederos de la pedagogía laica e innovadora de la Institución. La
crítica como libre ejercicio y debate, como interpretación y reconstrucción
problemática de los procesos históricos y culturales, fue sustituida por la
homologación del pensamiento y del lenguaje. El liberalismo y sus «perniciosas
libertades» —de conciencia, culto, prensa, reunión, enseñanza y propaganda—
fueron objeto de una severa condena por parte del catecismo oficial del padre
Ripalda; en cambio, se apoyaba la censura previa, ya que «debe impedir el
engaño, la calumnia y la corrupción de sus súbditos, que van directamente
contra el bien común» (Nuevo Ripalda, 1944, pág. 104).
La misma jerarquía eclesiástica, en la persona del cardenal
Gomá, autorizado defensor del régimen, sufriría los efectos de la censura. En
agosto de 1939 fue prohibida la publicación (salvo en los boletines
episcopales) de su carta pastoral Lecciones de la guerra y deberes de la paz.
En el documento, retomando críticas hacia los Estados totalitarios expresadas
en su momento por Pío XI, el prelado defendía un totalitarismo de
dimensiones cristianas, que definía como «totalitarismo divino», criticaba el
«estatismo moderno exagerado» e invitaba «al perdón de los enemigos».
La censura, como veremos, continuó funcionando de modo más o
menos arbitrario hasta finales de los años setenta. Una ambigua apertura fue
propuesta a través del Fuero de los Españoles, que pretendía ser una carta de
los derechos. Fue promulgado en 1945 con el propósito de ofrecer una fachada
legalista a la fórmula de la «democracia orgánica». De hecho, el artículo 12
declaraba la libertad de expresión de las ideas, pero añadiendo: «… mientras no
atenten a los principios fundamentales del Estado». El aislamiento político y
cultural de España iba aumentando, debido al vacío intelectual causado por el
exilio de miles de historiadores, escritores, filósofos, juristas. Entre los
más conocidos, cabe mencionar a los poetas Rafael Alberti y Juan Ramón Jiménez;
los historiadores Américo Castro, Salvador de Madariaga, Claudio Sánchez
Albornoz; los filósofos José Ferrater Mora y María Zambrano; el jurista Luis
Jiménez de Asúa, y los escritores Ramón Sender y Mercè Rodoreda.
Poco después de finalizar la Guerra Civil, el régimen empezó
a crear los primeros institutos culturales, que también nacían marcados por el
impulso ideológico y propagandístico. En el preámbulo de la ley por la que en
noviembre de 1939 se creaba el Consejo Superior de Investigaciones Científicas,
se indicaba como objetivo cultural el de la «restauración de la clásica y
cristiana unidad de las ciencias, destruida en el siglo XVIII». Institutos
especializados, como el Consejo de la Hispanidad, sustituido en 1945 por el
Instituto de Cultura Hispánica, fueron destinados al relanzamiento de las
relaciones y los intercambios con América Latina y a la recuperación de España
como «guía espiritual», en nombre de los antiguos lazos y comunión de lengua,
cultura y religión. La campaña de promoción editorial de temas latinoamericanos
fue encomendada al Instituto Gonzalo Fernández de Oviedo y a la Escuela de
Estudios Hispanoamericanos de Sevilla. (Delgado Gómez-Escalonilla, 1999, pág. 153).
La hispanidad se imponía como instrumento de movilización
interno y como eje de la política cultural hacia Hispanoamérica, continente
privilegiado en las relaciones internacionales y también en función de la
recuperación de un protagonismo que dejara en un segundo plano el aislamiento
del régimen en Europa. Retomando el planteamiento ideológico de Ramiro de
Maeztu en Defensa de la hispanidad (1934), se relanzaba una identidad
hispánica basada en valores patrióticos y religiosos presentados como
consustanciales de la España auténtica, cuya realización se remontaba a la
evangelización de América, a las victorias bélicas del pasado imperial y al
esplendor cultural del Siglo de Oro. Castilla, tierra de la reina Isabel y de
Teresa de Ávila, era objeto de una atención privilegiada en cuanto forjadora de
los mitos y símbolos tradicionales hispánicos: la hidalguía, el sentido
religioso de la vida, la austeridad, el rigor moral, el «casticismo»
lingüístico.
La revalorización de «lo español» frente a la extranjerización
era un tema recurrente en los manuales escolares. La legislación, ya en 1938,
indicaba los objetivos de la enseñanza de la historia: «Se trata así de poner
de manifiesto la pureza moral de la nacionalidad española; la categoría
superior, universalista, de nuestro espíritu imperial, de la Hispanidad, según
concepto felicísimo de Maeztu, defensora y misionera de la verdadera
civilización, que es la Cristiandad». En los libros de texto, la clave de la
lectura del pasado procedía de la Historia de los heterodoxos españoles
de Marcelino Menéndez Pelayo (1882), obra en la que los acontecimientos, los
procesos históricos, los protagonistas, se analizan según criterios que
consideran positivas las fases marcadas por la afirmación del catolicismo
tradicional y patrio, y negativas las caracterizadas por la disidencia
religiosa, la Ilustración, el liberalismo, el laicismo; en definitiva, la
España «heterodoxa».
Exceptuando algunas importantes contribuciones en el campo de
la historia moderna, entre ellas el libro Carlos V y sus banqueros
(1943), de Ramón Carande, la historiografía de los años cuarenta, en particular
la contemporánea, estaba generalmente orientada al adoctrinamiento y al
conformismo. La monumental Historia de la cruzada española, en diez
volúmenes, dirigida por Joaquín Arrarás y Carlos Sáenz de Tejada (diseñador
gráfico oficial del régimen, se encargó de la dirección artística de la obra) y
publicada entre 1939 y 1943 con el propósito de exaltar las fases heroicas de
la guerra-cruzada, constituye un ejemplo de historia unilateral y apologética.
1.4. REPRESIÓN, INTERVENCIONISMO, AUTARQUÍA,
POBREZA
El régimen político que se impuso en España tras la victoria
del 1 de abril fue una dictadura basada en las tres fuerzas que durante la
guerra habían luchado contra la República y que a su final procedieron a un
reparto, no siempre libre de conflictos, de las diferentes esferas de poder:
los militares, la Iglesia y el Movimiento. Eran tres grandes burocracias que
estaban de acuerdo en la necesidad de aniquilar el pasado liberal republicano,
militarizar el orden público, regimentar la vida económica y social,
recatolizar la sociedad y evitar cualquier contagio con el exterior. Una
sociedad represaliada, regimentada, recatolizada y autárquica: tales fueron las
características de la sociedad española mientras se construía un Estado cuya
nota fundamental consistió en concentrar todo el poder en las manos del general
Francisco Franco.
Es imposible entender lo que a la sociedad española le
ocurrió tras la derrota de la República si no se tiene en cuenta que fue el
Ejército la burocracia dominante en los años siguientes y que el Ejército nunca
redujo su función a la de mero instrumento de una dominación de clase. La
sociedad española vivió hasta bien avanzado el año 1948 bajo el estado de
guerra formalmente declarado por la Junta de Defensa Nacional diez días después
del golpe de Estado de 1936. Los militares inundaron literalmente todo el
aparato del Estado, se hicieron cargo de la gestión de la economía, con la
creación del INI y llenaron a rebosar las calles con sus uniformes. Más
decisivo aún: fueron tribunales militares los encargados de administrar la
justicia de los vencedores. Lo hicieron con una técnica metódica, implacable,
puesta al servicio de unos objetivos muy precisos, mil veces repetidos en la
propaganda oficial y en las disposiciones legales. Las nuevas autoridades se
propusieron liquidar el liberalismo heredado del siglo XIX y la democracia
instaurada en el XX: dos herencias que los mandos militares consideraban
espurias y extranjeras y que decidieron erradicar del suelo español.
Fue por eso la sociedad de la posguerra, ante todo, una
sociedad reprimida, recluida —como la vio el novelista Luis Martín-Santos— en
un tiempo de silencio. La represión comenzó pronto, desde el mismo día de la
rebelión militar. Los militares contaban con ella como un elemento central para
construir su Nuevo Estado: en la instrucción reservada número 1, firmada por
«El Director» unas semanas antes del golpe militar de julio de 1936, se
indicaba que «la acción ha de ser en extremo violenta, para reducir lo antes
posible al enemigo que es fuerte y bien organizado». Desde luego «serán
encarcelados todos los directivos de los partidos políticos, sociedades o
sindicatos no afectos al Movimiento aplicándose castigos ejemplares a dichos
individuos, para estrangular los movimientos derebeldía o huelga». Durante la
guerra, la represión se cebó sobre todo en las clases obrera y campesina, en
los afiliados a las organizaciones sindicales y en los partidos políticos que
formaron parte del Frente Popular y en sus viudas, hijas o hermanas, castigadas
con el corte de pelo al rape, la purga, la marcha por las calles del pueblo y
el despojo de sus bienes. Sobre la clase media, profesional o empresarial, de
adscripción republicana y socialista también cayó una terrible represión:
muchos alcaldes y concejales pertenecientes a partidos republicanos fueron
fusilados y sus bienes incautados.
La Junta de Defensa se apresuró en dotarse de instrumentos
jurídicos para proceder a esta sistemática y ejemplarizante represión. A los
bandos que los días 17 y 18 de julio declaraban el estado de guerra, con la
consiguiente asunción de todos los poderes por las autoridades militares,
siguió el publicado por la misma Junta el 28 de julio que declaraba incurso en
el delito de rebelión y sometido por tanto a la jurisdicción militar, que
actuaría por procedimiento sumarísimo, a cualquiera que hubiera defendido,
activa o pasivamente, el orden constitucional vigente o que, desde el 1 de
octubre de 1934, hubiera sido miembro de sindicatos o partidos opuestos al
Movimiento Nacional. Lo que en las primeras semanas del golpe de Estado fueron
matanzas más o menos indiscriminadas, se convirtió inmediatamente en
ejecuciones decretadas por tribunales militares en aplicación del vigente
código de justicia militar contra decenas de miles de españoles acusados de
«adhesión a la rebelión militar». Fue, en verdad, una «justicia al revés» como
la definirá años después Ramón Serrano Suñer en sus memorias (1977,
pág. 245), que se podía aplicar a todos los que de alguna manera hubieran
mostrado lealtad a la República y a todos los afiliados o simpatizantes de
partidos políticos y sindicatos obreros.
A pesar de las promesas de clemencia y generosidad expresadas
personalmente por el general Franco en diversas ocasiones, el fin de la guerra
como rendición incondicional supuso, para quienes habían combatido en las filas
republicanas y no pudieron atravesar la frontera, su detención en campos de
concentración en los que muchos de ellos perdieron la vida. De los campos de
internamiento, decenas de miles de socialistas, anarquistas, republicanos y
comunistas salieron hacia las cárceles o las colonias penitenciarias, donde
hubieron de enfrentarse a miserables condiciones de vida, al hacinamiento, la
tortura, el hambre y las epidemias que asolaban a la población penitenciaria.
Con los prisioneros en edad de cumplir el servicio militar se constituyeron las
colonias penitenciarias militarizadas. El ritmo del trabajo, los castigos, la
mala comida provocaban entre los penados graves enfermedades que causaban no
pocas muertes.
La finalidad de esta represión, una vez terminada la guerra,
no consistía en asegurar la victoria militar sino en una depuración masiva de los
vencidos hasta erradicar por completo todo lo que los vencedores tenían como
causa del desvío de la nación: según dijo el mismo Franco en alguna ocasión,
había que enderezar la nación torcida. Fue, en su conjunto, una «operación
perfecta de extirpación de las fuerzas políticas que habían sostenido la
República», como escribió a principios de los años sesenta el que fuera
dirigente de Falange, Dionisio Ridruejo: una extirpación que empujó al exilio a
medio millón de españoles, encerró en campos y cárceles a unos 300 000 y
llevó ante el paredón o liquidó en calles y caminos a, por lo menos,
150 000 españoles, varias decenas de miles de ellos después del 1 de abril
de 1939, día de la victoria; una extirpación que dejó sin líderes a la clase
obrera y sin cabezas a toda aquella clase media que había protagonizado los
años de la Edad de Plata de la cultura española. Víctimas de esa represión,
perdieron la vida ante pelotones de fusilamiento el presidente de la
Generalitat de Cataluña, Lluís Companys, los ministros de la República Julián
Zugazagoitia y Juan Peiró, dirigentes del PSOE y de la CNT, respectivamente,
detenidos los tres en Francia por la Gestapo y entregados a las autoridades
españolas para ser sometidos a consejos de guerra.
Por otra parte, los tribunales de Responsabilidades
Políticas, creados por ley de 9 de febrero de 1939 e integrados por
representantes del ejército, de Falange y de la magistratura, y las comisiones
de depuración nombradas en todos los organismos públicos para revisar la
actuación de los funcionarios, abrieron expediente administrativo a decenas de
miles de españoles, que podían ser sancionados con la adscripción de residencia
obligada, la pérdida de su cargo o empleo en cualquier rama de la función
pública, y con fuertes multas y el embargo e incautación de sus bienes. Miles
de maestros fueron depurados y muchos miles de españoles fueron castigados con
la pérdida de todas sus propiedades, como fue el caso del mismo presidente de
la República, Manuel Azaña, condenado después de muertoal pago de una multa de
cien millones de pesetas (Doc. 5[*]), condena que según la misma ley
era transmisible a sus herederos, excepto en los casos en que se acreditase su
adhesión a los postulados del Movimiento Nacional. Todos estos procesos se
acompañaban además de la convocatoria de testigos para que denunciaran a los
sospechosos de no haber mostrado adhesión al Movimiento, lo que extendió por
toda la sociedad española un clima de delación y de sospecha.
Por si fuera poco, el 1 de marzo de 1940 se aprobaba la Ley
de Represión de la Masonería y el Comunismo que podía aplicarse a todos
aquellos que sembraran «ideas disolventes» contra la Religión, la Patria, las
instituciones fundamentales del Estado o contra la armonía social. Más aún, la
Ley de 29 de marzo de 1941, de Seguridad del Estado, tipificaba una serie de
delitos entre los que destacaban la circulación de noticias y rumores
perjudiciales a la seguridad del Estado y ultrajes a la Nación, las
asociaciones y propagandas ilegales, la suspensión de servicios públicos y las
huelgas. En fin, por leyes de 2 de marzo de 1943 que reformaban los códigos de Justicia
Militar y Penal de la Marina, se equiparaban al delito de rebelión militar la
propagación de noticias falsas o tendenciosas con el fin de causar trastornos
de orden público, «los plantes, huelgas y chantajes, así como las reuniones de
productores y demás actos análogos cuando persigan un fin político y causen
graves trastornos de orden público». El 15 de noviembre de este mismo año se
creaba por ley en cada región militar un juzgado especial encargado de la
aplicación de la Ley contra la Masonería y el Comunismo que, en opinión de
Manuel Ballbé (1983), suponía el establecimiento de medidas con idénticos
efectos que la ley marcial. La Ley contra el Bandidaje y el Terrorismo venía a
culminar, unos años después, el edificio legal del nuevo régimen. Sin temor a
exagerar, se podría decir que media España vivió durante los años cuarenta
sometida de manera permanente a un estado de excepción, del que se vieron
libres todos los partidarios del Movimiento, incluso aquellos que hubieran
cometido actos considerados delictivos entre el día de la proclamación de la
República y el 18 de julio de 1936, exonerados de cualquier responsabilidad
penal por ley de 23 de septiembre de 1939 (Marc Carrillo, 2001).
Al paso que erradicaba la rica herencia del más denso período
de cambio social y creación cultural experimentado por España durante las
décadas de 1910 y 1920, y liquidaba las organizaciones obreras y los partidos
políticos, el Estado surgido de la Guerra Civil se aplicó a crear una sociedad
homogéneamente católica, encuadrada por una burocracia fascista con amplio
poder en sindicatos y corporaciones locales, cerrada a todo influjo exterior,
corporativa y autárquica y con sueños de reencontrar su pasado imperial. Franco
hubiera querido borrar de la historia de España todo el siglo XIX, un
siglo al que los ideólogos católicos y falangistas negaban carácter español. De
acuerdo con esa visión de la historia, no dejó de repetir en sus discursos que
del liberalismo procedían los dos males que habían resultado en el «balance catastrófico»
de siglo y medio: la democracia, con sus partidos, y la lucha de clases, con
sus sindicatos; el liberalismo se entendía como la antesala del marxismo y de
la revolución.
Había que proceder, por tanto, como primera medida del nuevo
orden en construcción, a disciplinar a toda la fuerza de trabajo, tarea
encomendada al partido único. Falange no solo llegó en 1939 a altas posiciones
de gobierno; bajo su mando quedaron también encuadrados todos los productores
en una organización regida por los principios de verticalidad, unidad,
totalidad y jerarquía. Los estatutos de la nueva FET y de las JONS concebían
los sindicatos como un servicio del Partido y el Fuero del Trabajo establecía
que todos los factores de la economía debían quedar integrados en sindicatos
verticales cuyos directivos procederían de la misma Falange. El nuevo sindicato
debía agrupar a obreros, técnicos y empresarios en una sola organización,
ordenada jerárquicamente bajo control de los mandos del Movimiento que, por su
simultánea presencia en el aparato del Estado, garantizaban la conexión
orgánica del Estado con el Sindicato y lo reducían a instrumento de su política
económica.
Estos principios quedaron consagrados por la Ley de Unidad
Sindical de 26 de enero de 1940 y por la Ley de Bases de la Organización
Sindical del 6 de diciembre del mismo año. Por la primera se concedía el
monopolio sindical a FET y de las JONS, lo cual significaba que la Iglesia
debía permitir la absorción de sus sindicatos, muy arraigados entre los
campesinos castellanos, en el aparato del Movimiento. La segunda establecía, en
el seno de la Organización Sindical, las Centrales Nacional-Sindicalistas, con
la función de encuadrar y disciplinar a todos los productores, y los Sindicatos
Nacionales, organismos de carácter económico sobre los que recaía la
responsabilidad de hacer cumplir en la esfera de su competencia las normas y
órdenes dictadas por el Estado en su nueva calidad de supremo director de la
economía.
El objetivo final de este encuadramiento de carácter
tendencialmente totalitario consistía en organizar la economía como un
«gigantesco sindicato de productores». Todos los españoles que participaban en
la producción formarían parte de la gran comunidad nacional y sindical al
servicio de la potencia económica de España. Embriagado por la perspectiva que
se abría ante el sindicato, su primer delegado nacional, Gerardo Salvador
Merino, se dedicó con entusiasmo desde agosto de 1939 a la tarea de crear una
fuerza autónoma y decidió participar el 31 de marzo de 1941 con una
concentración de más de 100 000 productores en los fastos conmemorativos
del segundo aniversario de la victoria. Generales y obispos comenzaron a
manifestar su descontento ante la posibilidad de que surgiera un sindicato
controlado autónomamente por el partido fascista, pero los nazis avanzaban
incontenibles por toda Europa y nadie se atrevía por el momento a paralizar el
proyecto de una organización capaz de someter a una estricta disciplina laboral
y política a toda la fuerza de trabajo.
Disfrutando de una sólida posición en el gobierno,
propietarios de un extenso aparato de prensa y propaganda, gestores de
delegaciones y comisarías, dueños de la Organización Sindical, con una extensa
implantación entre mujeres, jóvenes y adolescentes, con decenas de miles de
consejeros locales, miles de jefaturas locales y provinciales, con el Instituto
de Estudios Políticos y enjambres de intelectuales afanados en elaborar la
teoría del Caudillo fundido con el pueblo en el destino imperial de la Nación,
fueron estos los momentos de mayor entusiasmo fascista. Falange contará muy
pronto con cerca de un millón de afiliados y estará en condiciones de repartir
entre ellos la parte del león del botín capturado: de cada cinco puestos
depurados de la Administración cuatro se reservaron para excautivos,
excombatientes, huérfanos y viudas; en el nuevo régimen, todo el que no
mostrara fervorosa adhesión se veía condenado al ostracismo y al silencio; no
había prensa más que la censurada, ni casinos más que los de labradores, ni
casas del pueblo más que las del partido único: toda la vida asociativa había
quedado encuadrada en las instituciones del Nuevo Estado.
Asegurada de esta forma la regimentación de las fuerzas
productivas, el gobierno nombrado el 8 de agosto de 1939 anuló la reforma
agraria de la República y estableció el intervencionismo estatal en todas las
actividades económicas. Para lo primero, un decreto de 28 de agosto dejaba en
suspenso los planes de aplicación de la reforma agraria que no estuvieran
ejecutados del todo en esa fecha, y una ley de febrero del año siguiente
ordenaba la devolución a sus propietarios de las tierras ocupadas por el
Instituto de Reforma Agraria en los años de República y guerra. Para lo
segundo, el Nuevo Estado se dotó de una extensa burocracia y de una prolija
legislación. Por ley de 10 de marzo de 1939 se creó la Comisaría General de
Abastecimientos y Transportes con el cometido de procurar y distribuir recursos
para abastecer a la población y fijar los tipos de racionamiento de alimentos
básicos y los precios para el consumo de los artículos tasados en producción.
La Comisaría tuvo competencia sobre multitud de artículos de primera necesidad,
como cereales, legumbres, patatas, frutas, pan, carne, pescado, tejidos,
vestidos, calzado…, y multiplicó la burocracia con decenas de servicios
centrales, comisarías de recursos, zonas de abastecimientos, delegaciones
provinciales y locales de racionamiento y consumo. Las infracciones se perseguían
por una Fiscalía de Tasas, creada en septiembre de 1940, que podía llevar a los
culpables ante tribunales militares, competentes también en esta clase de
delitos.
Al fijarse precios bajos, los agricultores tendieron a labrar
menos tierra, ocultar cosechas y canalizar parte de su producción a través de
mercados no controlados. Se generalizó así el mercado negro —bautizado con el
nombre de «estraperlo», por un célebre fraude en cierto juego de ruleta en el
que se vio implicado un sobrino de Alejandro Lerroux, varias veces presidente
del gobierno de la República en 1934 y 1935— de los productos agrícolas,
tasados a precio más bajo de su nivel de equilibrio, con ganancias
suplementarias, en ocasiones fabulosas, de los grandes agricultores que
aprovecharon además las concesiones del Estado en fertilizantes, maquinaria o
productos energéticos. Los resultados económicos fueron catastróficos aunque de
ellos obtuvieran grandes beneficios los grupos con capacidad para burlar
controles y moverse en mercados paralelos. La búsqueda de ese beneficio creóuna
trama de intereses en los que se encontraron los burócratas del Nuevo Estado,
que decidían sobre concesiones y licencias, y los terratenientes cuya
producción se canalizaba a través de esos mercados.
Resultado del nuevo sistema de dominación impuesto en el
campo y de la política intervencionista fue un descenso de los salarios
agrícolas en términos reales de un 40% respecto a los pagados antes de la
guerra. Los jornaleros perdieron la posibilidad de organizar sus propios
sindicatos o de recurrir a los tradicionales métodos de negociación y presión
para mejorar sus contratos. El reforzamiento del poder de las fuerzas de
seguridad —por lo que se refiere a la España rural, de la Guardia Civil—, la
ausencia de un Estado de derecho y de una magistratura independiente dejó en la
más absoluta indefensión al campesinado. Ahora bien, la reducción de salarios y
la disponibilidad de una abundante y sometida mano de obra no favoreció en nada
a la producción. Los años cuarenta conocieron de nuevo grandes hambres
provocadas por unas mediocres cosechas entre las que se cuentan algunas de las
peores del siglo. La producción de los alimentos básicos descendió
dramáticamente durante toda la década como lo hizo también la de los productos
agrarios de exportación.

FUENTE: Carlos Barciela, «Introducción», en Ramón
Garrabou y otros (1987, pág. 386).
El dramático descenso de la producción agraria fue atribuido
por los ideólogos del Nuevo Estado a las destrucciones provocadas por la
guerra, a la escasez de fertilizantes y maquinaria y a la llamada «pertinaz
sequía», que fue la habitual denominación de las adversas condiciones
climatológicas. Sin embargo, las destrucciones solo fueron significativas en lo
que se refiere al ganado de labor, del que se perdió un 26,6%, pero el hecho de
que grandes extensiones del suelo más fértil quedaran desde el principio de la
Guerra Civil en la zona controlada por los rebeldes y que el hundimiento del
frente se produjera al final sin grandes combates hizo que, en todo lo demás,
las pérdidas no fueran de gran importancia. De hecho, la agricultura mantuvo durante
aquellos años aproximadamente el volumen de la producción anterior. Fue
únicamente al acabar la guerra e implantarse las nuevas políticas de
intervención cuando comenzaron los catastróficos resultados.
Estos tampoco se debieron a las adversas condiciones
climatológicas, pues solo se produjeron fuertes sequías en 1945 y 1949, sino a
la política económica impuesta por el nuevo régimen. Tal política consistió en
una mezcla de los tradicionales principios de intervencionismo estatal y de
proteccionismo autárquico con algunos añadidos de lo que se ha denominado
fascismo agrario. El Estado español había intervenido tradicionalmente como
protector de la producción nacional, papel que llegó a su cima durante la
dictadura de Primo de Rivera y no se redujo con la República. En 1940, haciendo
de la necesidad virtud, el Nuevo Estado exaltó el ideal autárquico mezclándolo
con la nueva retórica del nacionalismo y de la autosuficiencia. A tal retórica
se añadía, para completar el cuadro, la crasa ignorancia de los mecanismos
económicos por la élite político-militar que concebía el abastecimiento de la
población en términos de intendencia, con cartillas de racionamiento de los
productos básicos.
Parte de la retórica fascista del Nuevo Estado implicaba,
además de la intervención en el suministro, la acción para modificar la
estructura de la propiedad creando el Instituto Nacional de Colonización seis
meses después de terminada la guerra, en octubre de 1939. El plan de
«redención» del campesinado consistía en asentar colonos en zonas de regadíos.
La Ley de Colonización de Grandes Zonas fue, sin embargo, un absoluto fracaso:
de más de medio millón de hectáreas declaradas de interés nacional para
ejecutar el plan solo se transformaron unas diez mil. El número de colonos asentados
ha sido estimado recientemente en solo 1759, pero incluso aunque hubieran sido
ciertas las cifras oficiales, 25 000 colonos, tal cantidad no habría
representado más que un 0,2% de los campesinos sin tierraque, por otro lado,
recibían lotes muy pequeños y que enseguida se revelaron antieconómicos.
Intervencionismo y autarquía fueron también los principios
que guiaron la política industrial. En la línea del lento pero sostenido
proceso de crecimiento industrial que había caracterizado a la economía española
del primer tercio de siglo, la guerra y el primer franquismo suponen una
quiebra de continuidad. Evidentemente, en este sector las destrucciones fueron
superiores a las del sector agrario, aunque el tejido industrial de las zonas
más industrializadas pasó sin grandes destrozos a manos del ejército
franquista. Los nacionalistas vascos evitaron aplicar cualquier política de
tierra quemada y entregaron prácticamente intacta la industria
siderometalúrgica a los vencedores, que pudieron disponer de ella desde el
verano de 1937. En Cataluña no hubo tampoco destrozos de maquinaria y los
antiguos propietarios que, para salvar la vida, se habían exiliado durante los
años de guerra y revolución pudieron reanudar la producción al día siguiente de
su retorno. Los destrozos más significativos se produjeron en el transporte y
las comunicaciones, pero no en el tejido industrial.
Sin embargo, la inmediata posguerra presenciará una profunda
depresión que alcanzó su punto más bajo varios años después de terminada la
contienda: la década de 1940 supuso para España la única quiebra notable del
secular proceso de industrialización. La explicación, como en la agricultura,
debe buscarse en la política intervencionista y autárquica seguida por el
Estado Nacionalsindicalista —que era como a la Falange le gustaba denominarlo—,
así como en las nuevas alianzas internacionales que alejaron a España de
Francia y Gran Bretaña para convertirla en aliada de Alemania e Italia. La
libertad de creación de industrias quedó severamente limitada por los decretos
de 20 de agosto de 1938 y de 8 de septiembre de 1939, que exigían una
autorización previa. Los planes de industrialización quedaron vinculados a la
creación, en septiembre de 1941, del Instituto Nacional de Industria, que
convirtió al Estado en gran empresario industrial y que será la institución
desde la que se asiente el poder económico de los «gestores militares». El INI
estuvo desde sus comienzos dirigido por militares y dedicó su atención
preferente a industrias de defensa. Los altos costes de primer establecimiento,
la fuerte competitividad internacional, la sustitución de importaciones y la
financiación poco ortodoxa de su instalación contribuyeron a disparar la
inflación, aunque al final de la década el INI era el único o mayoritario
fabricante de camiones y automóviles, fertilizantes, aluminio y refino de
petróleo.
Esta nueva ideología industrialista era una amalgama de la
tradicional exigencia de intervención del Estado para proteger a los
industriales de los competidores extranjeros y de las demandas obreras con el
principio del Estado como agente impulsor de la industrialización. Las
consecuencias fueron que el gobierno, además de descabezar a la clase obrera,
incautándose de las propiedades de sus sindicatos y deteniendo, torturando y
sometiendo a consejo de guerra a quienes pretendían organizar alguna acción
reivindicativa, favoreció la ausencia de competitividad de las empresas y las
situaciones de oligopolio y monopolio. El Estado intervencionista reforzó el
poder de los sectores más tradicionales del capitalismo español, que con sus
industrias protegidas y con la clase obrera sometida pudieron reducir los
salarios hasta un tercio del valor real alcanzado antes de la guerra sin
preocuparse del aumento de la productividad. Por otro lado, la rigidez
ordenancista redundó en una proliferación de burocracia y de toda clase de
irregularidades administrativas. Se creó así un clima económico del que fueron
expulsados los principios de la racionalidad capitalista de la libre empresa, la
libertad del mercado, la búsqueda de mayor productividad por medio de la
reducción de costes. Ante ese Estado omnipresente, el principal esfuerzo de los
nuevos industriales consistía en conseguir influencias políticas y
administrativas que redundaran en beneficio de los intereses personales.
El intervencionismo reforzó, pues, el poder de los sectores
más tradicionales del capitalismo español, que siempre habían reclamado la
protección del Estado contra la competencia que podía llegar del exterior y las
reivindicaciones obreras que llegaban del interior. Ahora, con sus industrias
protegidas hasta el grado extremo de levantar una barrera autárquica y con la
clase obrera sometida, los industriales españoles pudieron efectivamente
reducir el componente del coste de producción que representa la masa salarial
sin preocuparse para nada del aumento de la productividad. Este conjunto de
factores —descenso de salarios y, por tanto, de consumo real, fuerte
intervencionismo estatal y política autárquica del Nuevo Estado— explican la
profunda depresión que atravesó la industria española durante la primera década
del franquismo. De acuerdo con el mejor índice disponible, hasta 1950 no volvió
a alcanzarse el nivel de producción industrial ya registrado en 1930.
El descenso en la producción industrial, añadido al paralelo
de producción agraria, explica que durante los años cuarenta España se
empobreciera en términos absolutos y quedara rezagada respecto a otros países
europeos cuyo ritmo de crecimiento había sido hasta entonces similar al
español. Buena prueba de lo primero es que el nivel de renta por habitante que
se había alcanzado en 1935 no se volverá a igualar de manera definitiva hasta
1954. El conjunto de los españoles tardó, pues, veinte años en recuperar lo que
ya habían obtenido.
1.5. DE LA NEUTRALIDAD A LA NEUTRALIDAD PASANDO
POR LA NO BELIGERANCIA
El predominio adquirido en 1939 por Falange en política
interior tuvo su inmediata correspondencia en la predilección por Alemania e
Italia, frente a Gran Bretaña y Francia en la política exterior. Por supuesto,
los vínculos que ataban a España con las potencias del Eje venían de antes, de
las primeras semanas del golpe de Estado, cuando los insurgentes solicitaron y
recibieron copiosa y regular ayuda militar de ambas potencias. Franco había
firmado con la primera un pacto secreto de amistad y cooperación en marzo de
1936, y con la segunda en noviembre. Nada de extraño, pues, que inmediatamente
terminada la Guerra Civil, España anunciara su adhesión al Pacto Anti-Komintern
y el abandono de la Sociedad de Naciones. Ciertamente, el Nuevo Estado español
estableció también relaciones con Gran Bretaña y Francia y firmó acuerdos
comerciales con ambas, pero el rechazo del liberalismo y la ya histórica
frustración de los medios militares ante la competencia francesa en Marruecos,
multiplicaron los gestos de simpatía hacia Italia, que alcanzarán su punto más
emotivo durante el viaje de Serrano Suñer a Nápoles y Roma, en junio de 1939,
al frente de una amplia misión militar que acompañaba a los repatriados
italianos de la Guerra Civil. Poco después, en la crisis de agosto del mismo
año, el general Gómez-Jordana, que no compartía el entusiasmo de Serrano por
las potencias del Eje, fue sustituido al frente del Ministerio de Asuntos Exteriores
por el coronel Juan Beigbeder, más cercano a las tesis de Serrano.
Con el cambio de gobierno de agosto de 1939, Falange
pretendió impulsar el proceso de completa fascistización del Estado, lo que en
política exterior significaba un acercamiento sin cortapisas a Alemania e
Italia, que incluía también su identificación con los fines de la guerra. Sin
embargo, la cautela proverbial de Franco, la desastrosa situación interior y el
lamentable estado en que se encontraban el armamento y los suministros de guerra,
empujaron al gobierno a declarar la neutralidad el 4 de septiembre de 1939,
pocos días después de la invasión alemana de Polonia y la consiguiente
declaración de guerra contra Alemania por parte de Gran Bretaña y Francia. Era
una neutralidad benévola hacia el Eje, obligada únicamente porque el control
marítimo ejercido por Gran Bretaña y Francia habría impedido el
aprovisionamiento de alimentos y combustibles en caso de que España hubiera
entrado también en la guerra.
Las fulgurantes victorias y, sobre todo, la rápida ocupación
de los Países Bajos y Francia por las tropas alemanas fue recibida con
entusiasmo en los medios de Falange, como una confirmación hacia el exterior de
las posiciones ya conquistadas en el interior: Europa entera sería fascista y
España tenía que ocupar una posición de avanzada en tan histórica empresa. El
embajador de España ante el nuevo Estado francés presidido por el mariscal
Pétain, José Félix de Lequerica, sirvió de mediador para la firma del
armisticio el 22 de junio de 1940, lo que elevó por unas semanas el papel
internacional de España, que había ocupado Tánger el mismo día, 14 de junio, de
la caída de París. En el entusiasmo general desatado por lo que parecía
simultánea derrota del comunismo en Rusia y del liberalismo y la democracia en
Francia, Franco se sintió por vez primera tentado de entrar en la guerra,
aunque finalmente se impuso de nuevo la cautela, a la que le invitaban los
altos mandos militares, y se contentó con dar un paso adelante declarando la no
beligerancia de España, una iniciativa similar a la tomada por Mussolini en
Italia hasta que la derrota de Francia le empujó a declarar también la guerra
como aliado de Alemania. En el caso de Franco, era una no beligerancia
entendida como un primer paso en el camino que conducía a una participación
plena de España al lado de Alemania e Italia.
Ocurrió, sin
embargo, que Franco quiso vender muy cara su esperada declaración. En junio de
1940, el general Juan Vigón, jefe del Alto Estado Mayor, ofreció a Hitler la
entrada de España en la guerra a cambio del envío de suministros bélicos y
alimenticios y de un compromiso de cesión de Gibraltar, el Marruecos francés y
el Oranesado una vez alcanzada la victoria. A Hitler, más interesado en
mantener la colaboración con el Estado francés de Vichy, la ayuda que pudiera
recibir de las maltrechas Fuerzas Armadas españolas le traía más bien sin
cuidado y despreció la oferta. Con Serrano ya al frente del Ministerio de
Exteriores desde el 17 de octubre de 1940, la posible entrada de España volvió
a plantearse en sendas entrevistas que Hitler mantuvo con Franco, en Hendaya,
el 23 de octubre, y con Serrano, en Berchtesgaden, el 18 de noviembre. En
ninguna de las dos ocasiones forzó Hitler la decisión española; en ambas,
insistieron Franco y Serrano en los puntos ya conocidos por los alemanes:
España atravesaba una situación de penuria, carecía de petróleo y armamento,
sufría una gran escasez alimentaria y solo podría entrar en guerra si Alemania
garantizaba los suministros necesarios y si obtenía un compromiso de cesión de
territorios en el norte de África.
Con toda su estrategia dirigida a la invasión de Rusia,
Hitler no consideró prioritario ocupar España, invadir Gibraltar y cerrar el
estrecho. Los españoles, por su parte, necesitados de suministros, y
vulnerables a posibles ataques británicos en las islas Baleares y Canarias, no
dejaron de insistir en la sinceridad de su identificación con el Eje y
aprovecharon la ofensiva nazi contra la Unión Soviética para pasar de las
palabras a los hechos: la formación de una división de voluntarios con la
misión de combatir en el frente oriental. Los dirigentes de Falange pensaron
que con esta iniciativa reforzarían su posición dentro del Estado español, en
declive por la presión de los militares y de la Iglesia. Pero Franco, aunque
aceptó la propuesta de enviar una división, bautizada como «azul» por el
ministro secretario general del Movimiento, José Luis de Arrese, tuvo buen
cuidado en ponerla bajo mando militar. Era, en la práctica, una ruptura de la
no beligerancia aunque Franco se apresuró a tranquilizar a los británicos
insistiendo en el doble carácter de la guerra: en la que enfrentaba a Alemania
con Rusia, España era beligerante frente al comunismo; en la que oponía a
Alemania con Gran Bretaña, España se mantenía neutral. Una neutralidad que la
entrada de Estados Unidos de América en la guerra y el desembarco aliado, un
año después, en el norte de África, no hizo más que confirmar.
Las crecientes dificultades de Alemania e Italia y el vigor
de la ofensiva aliada modificaron por completo la estrategia del Caudillo
español. Franco se mostró sobre todo muy impresionado por la decisión y la
fortaleza de Estados Unidos y aprovechó los conflictos internos entre Falange y
el Ejército para destituir a Serrano de todos sus cargos ministeriales y
políticos y volver a llamar en septiembre de 1942 al general Gómez-Jordana al
frente del Ministerio de Asuntos Exteriores. La derrota del sector
«totalitario» de Falange —el sector «serranista»— tuvo una inmediata
repercusión en la política exterior del Nuevo Estado. A partir de ese momento,
la diplomacia del régimen dirigió sus mejores esfuerzos a reforzar sus
relaciones con el Vaticano y a anudar lazos con Estados Unidos, cuyo
presidente, Franklin D. Roosevelt, ofreció toda clase de garantías a
Franco en el sentido de que el desembarco aliado en el norte de África no
pondría en peligro las posesiones españolas siempre que España mantuviera la
neutralidad.
Y a la neutralidad estaba ansioso de volver Franco a medida
que los aliados avanzaban y las potencias del Eje acumulaban reveses en los
campos de batalla. El desembarco americano en Sicilia y la simultánea caída de
Mussolini fue la circunstancia aprovechada por el dictador español para volver
a declarar la neutralidad de España desde octubre de 1943. La División Azul
—por la que habían pasado 45 500 hombres, de los que 5000 perdieron la
vida— inició su repatriación y en mayo de 1944, después del estricto embargo de
petróleo decretado por Estados Unidos ante la persistencia de aprovisionamiento
español de wolframio a los alemanes, España firmó con Estados Unidos y Gran
Bretaña un acuerdo por el que se comprometía a reducir al mínimo los
intercambios comerciales con Alemania, expulsar a sus espías y cerrar los
consulados.
El retorno de España a la neutralidad tuvo efectos inmediatos
en la política interior. Franco se apresuró a recalcar que su régimen no era ni
fascista ni nazi, sino exclusivamente español, lo que constituía una
singularidad derivada del 18 de julio de 1936, cuando se inició una guerra por
la patria y la religión y contra la amenaza comunista. El contenido
anticomunista de la Guerra Civil y del régimen de ella salido se exaltó al
mismo tiempo quepasaba a primer término su catolicismo radical. Como el
arzobispo de Toledo y primado de España informaba a los aliados al día siguiente
de la capitulación alemana, la guerra europea y mundial no había tenido nada
que ver con la guerra de España, que había sido una verdadera cruzada en
defensa de la religión, la patria y la civilización. Esa mezcla constituía la
singularidad española. Por tanto, los aliados no debían temer nada de ella;
todo lo contrario: España era una adelantada en la lucha contra el comunismo de
la que los aliados podrían recibir alguna enseñanza. Mientras tanto, y como en
Europa occidental la democracia había triunfado, Franco procedió a un reajuste
de gobierno en el que suprimió el Ministerio de la Secretaría General del
Movimiento y nombró para ocupar la cartera de Asuntos Exteriores al presidente
de la Junta Nacional de Acción Católica, Alberto Martín Artajo. Poco después,
el régimen se presentaba al mundo como una democracia, aunque inmediatamente
connotada de «orgánica».
El 15 de agosto de 1945 Franco ordenaba izar la bandera
nacional para celebrar el final de la Segunda Guerra Mundial (Doc. 6[*]).
RESUMIENDO…
La dictadura franquista nace y se desarrolla durante la
Guerra Civil causada por el golpe de Estado perpetrado contra la República por
un grupo de generales, con Emilio Mola y Francisco Franco a la cabeza. Desde
las primeras semanas, la guerra-cruzada se convierte en una oportunidad para el
Caudillo de construir su poder personal.
Inicialmente la configuración del Nuevo Estado, apoyado por
la Falange, la Iglesia y el Ejército, refleja la inspiración del fascismo
italiano, fundida con una tradición española que negaba como espuria y
extranjera la herencia liberal y democrática.
Desmanteladas las instituciones republicanas, el régimen se
va definiendo a través de estructuras corporativas, organismos e instituciones
similares a los del modelo italiano pero sometidos al control absoluto de
Franco y del Ejército y con un fuerte influjo de la Iglesia. En el plano
económico, la elección autárquica comportó pobreza y crisis.
Franco renunció a entrar en guerra al
lado de las fuerzas del Eje. En realidad, las distintas estrategias
—neutralidad, no beligerancia, envío de voluntarios y retorno a la neutralidad—
fueron dictadas por las vicisitudes bélicas y por las luchas de facciones
dentro del mismo régimen, especialmente entre Falange y el Ejército.
2
LA
HEGEMONÍA CATÓLICA
(1945-1957)
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