Las rapadas
Les raparon la dignidad junto al cabello, como si el alma se cortara al ras de la piel.
Les dejaron la cabeza desnuda para que el escarnio hiciera su nido en la vergüenza.
Las pasearon por las plazas donde antes habían reído, convertidas en espectáculo del miedo.
Los mismos que las conocían fingieron no verlas, y los niños aprendieron que reír del dolor era obedecer.
El aire olía a castigo y a oraciones falsas.
Las sotanas callaban o bendecían el ultraje con el agua de las fuentes públicas.
Las mujeres, las libres, las que habían amado sin permiso, fueron marcadas con la infamia del silencio.
Nadie escribió sus nombres en los bandos ni en los libros de historia.
Se los llevaron el viento y las risas sucias de los verdugos.
Pero bajo el cuero cabelludo sangrante seguía latiendo la dignidad.
Porque no se puede humillar a quien ya ha elegido la verdad.
Caminaban descalzas, con la piel temblando y el orgullo intacto.
Cada paso sobre el polvo era una semilla de memoria.
Algunas se abrazaron para no caer, otras alzaron la vista al cielo, desafiando a los cobardes.
“No podrán matarnos del todo”, decían sin decirlo.
En sus ojos, la resistencia brillaba como una brasa que nadie podía apagar.
Cuando el pueblo se cansó de mirar, ellas siguieron existiendo en las sombras.
Peinaron el silencio con dedos temblorosos y esperaron años para contarlo.
Nadie pidió perdón. Nadie devolvió el cabello ni el honor.
Pero las cicatrices crecieron en raíces, en nietas que hoy las nombran.
Y cada mechón perdido se convirtió en bandera invisible contra la barbarie.
Porque rapar no es purificar: es condenarse a no olvidar.
Y ellas, las humilladas, son hoy la voz que vuelve del pasado para exigir respeto, justicia y memoria.
(Nicanor García Ordiz)
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