. Alberto Núñez Feijóo: la impostura del constitucionalista de sobremesa
MANIFIESTATE, ALBERTO
La política española vive atrapada en una paradoja que ya ni sorprende: quienes más invocan la Constitución de 1978 son quienes menos la respetan. Lo hacen a demanda, como quien recita un salmo que no entiende pero le sirve para marcar territorio. Entre esos devotos de manual destaca Alberto Núñez Feijóo, que ha convertido la Carta Magna en un fetiche portátil para justificar cualquier deriva, desde desafíos parlamentarios hasta procesiones dominicales por el templo de Debod.
Feijóo se manifiesta porque no gobierna. Y se manifiesta porque no suma. Y se manifiesta porque sospecha que, si deja de manifestarse, la nada lo engulle. Su proyecto político se ha convertido en una procesión sin incienso y sin mayor propósito que ocupar el tiempo entre elecciones. Una especie de cardio democrático, para no perder forma física mientras espera el milagro del escaño ajeno.
El problema no es que el líder del PP proteste. El problema es la narrativa que despliega al hacerlo. Feijóo pretende reducir el ecosistema institucional a un gesto pueril: si no me gusta el resultado, repetimos elecciones hasta que toque la combinación correcta. Esa liturgia de casino político tiene poco que ver con el diseño constitucional que dice venerar. Bastaría que lo leyera. No mucho. Un par de tardes. Quizá tres si quiere entender por qué la Constitución blindó al Gobierno frente a las mayorías negativas. Para evitar lo que él propone todos los lunes: filibusterismo moral, inestabilidad calculada y un chantaje electoral constante.
La Constitución del 78 está inspirada en la alemana de 1949 y en su obsesión por evitar que minorías destructivas dinamitieran el sistema con censuras sin alternativa. Por eso existe una moción de censura constructiva. Por eso hace falta un programa. Por eso hace falta sumar. Y por eso Feijóo lleva dos años haciendo lo contrario: esperar que se lo regalen. Exigir que el resto del arco parlamentario asuma sus complejos, sus culpas, su comodidad estética.
El PP ya ni intenta construir mayorías. Exige que aparezcan. Lo suyo no es política. Lo suyo es una superstición democrática.
El constitucionalismo del templo de Debod no se sostiene. No basta con posar al amanecer rodeado de banderas sin logos mientras tus portavoces repiten que las instituciones están secuestradas por quien ganó las elecciones. El victimismo de Feijóo no nace del Estado, nace de su incapacidad para gobernarlo.
La alternativa que ofrece Feijóo es simple y obscena: o gobierna él o se declara corrupto todo el país.
No es oposición. Es chantaje emocional.
Pero el chantaje no suma votos. No construye país. No genera mayorías. La única consecuencia es otra: pervertir la conversación pública hasta que la ciudadanía crea que votar no sirve de nada si no coincide con los deseos del aspirante perpetuo.
Si cada líder que fracasa en sumar fuerzas impone una repetición electoral, entonces la democracia se reduce a un sorteo condicionado por los berrinches de sus élites. Feijóo propone exactamente eso: un sistema donde se vota hasta que él gane y, si no, todo es ilegítimo.
Feijóo no está destruyendo al Gobierno. Está erosionando la idea misma de responsabilidad política. Y cuando un sistema político deja de responsabilizar a sus líderes incapaces de sumar mayorías, el sistema no colapsa. Se pudre.
Manifiéstate, Alberto.
Cuantas veces quieras.
Pero no confundas ruido con legitimidad.
Porque el país te oye, pero ya no te escucha.
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