El 13 de noviembre de 2008, la vida de Dallas Wiens se partió en dos en una fracción de segundo.
Trabajaba en una obra de construcción en Texas cuando, por un error fatal, entró en contacto con una línea eléctrica de alto voltaje. La descarga fue devastadora. El calor extremo destruyó gran parte de su rostro antes de que pudiera reaccionar.
Fue trasladado de urgencia al Hospital Parkland Memorial de Dallas. Allí, los médicos lucharon primero por lo esencial: mantenerlo con vida. Las quemaduras eran tan severas que hubo que retirar grandes extensiones de piel y tejido. Perdió el ojo izquierdo. El derecho, gravemente dañado, fue preservado bajo un colgajo de piel en un intento desesperado por salvarlo.
Durante meses, Dallas vivió entre quirófanos. Una de las cirugías más largas duró 36 horas, repartidas en dos días. Los cirujanos utilizaron músculo de su espalda para reconstruir la estructura básica de su rostro. Aun así, el daño era inmenso. Perdió la nariz, los labios, los párpados, las cejas y gran parte del cuero cabelludo. Su boca quedó reducida a una pequeña abertura horizontal. La visión se perdió para siempre.
A pesar de todo, Dallas siguió adelante.
En marzo de 2011, casi tres años después del accidente, ocurrió algo extraordinario. En el Hospital Brigham and Women’s de Boston, un equipo de más de 30 especialistas realizó uno de los trasplantes faciales más complejos hasta ese momento. Ocho cirujanos trabajaron durante 15 horas para darle un nuevo rostro.
El trasplante fue un éxito.
Dallas no recuperó la vista, pero sí algo igual de importante: De volver a caminar entre otros sin esconderse. De recuperar una identidad que la electricidad había intentado borrar.
Su historia no es solo un relato médico. Es un recordatorio brutal y esperanzador a la vez de hasta dónde puede llegar el cuerpo humano, y de lo que la ciencia y la voluntad pueden reconstruir cuando todo parece perdido.
A veces, sobrevivir no es volver a ser quien eras.
Es aprender a vivir con quien ahora eres.
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