José
Antonio Primo de Rivera, no mártir sino traidor
Es
responsable de haber aportado su
granito de arena (nada
despreciable) a la
crispación de la primavera de 1936 de la
mano
de la Italia de Mussolini, y de lo
que era plenamente consciente
Angel
Viñas
elDiario.es
22-4-23
La
exhumación del cadáver de José Antonio Primo de Rivera (JAPdR) de
la tumba que ocupaba hasta ahora en la basílica del Valle de
Cuelgamuros es verosímil que dé origen a enconados y sesudos
análisis entre los comentaristas de prensa. También en el público
en general y, espero que, en menor medida, entre los historiadores
profesionales.
Ciertamente
la exhumación tiene una base conminatoria en la Ley de Memoria
Democrática (BOE
del 20 de octubre de 2022).
Tanto en sus fundamentos generales como en sus disposiciones
concretas (arts. 35. 41 y,
en particular, 54).
En este último, el apartado 4 se aplica directamente al caso
(“Asimismo, se procederá a la reubicación de cualquier resto
mortal que ocupe un lugar preeminente en el recinto”). El del
fundador de Falange es el único en que se da lugar tal
circunstancia. En este sentido, el Gobierno aplica la ley. Puede
discutirse de su idoneidad, pero la ley es la ley. Para mí el
aspecto jurídico no da pie a grandes controversias. La familia del
difunto ha aceptado la exhumación y procederá a la reinhumación en
un cementerio normal, según ha informado la prensa.
Me
interesan más los debates a que el suceso puede dar lugar entre los
comentaristas y en el público en general. A su vez conectados con el
juicio que JAPdR sigue despertando en la sociedad española. En este
sentido, cabe señalar que para los historiadores su papel no es
demasiado discutible, aunque probablemente queden aspectos o facetas
por explorar.
Sobre
JAPdR se ha escrito largo y tendido. Fue una figura elevada por la
dictadura franquista al pináculo de la gloria más inmarcesible.
Elogios, ditirambos y elegías llovieron sobre él desde el primer
momento. La corriente no ha cesado. Personalmente siempre me he
referido a uno de sus comentaristas más señalados que, lo que son
las cosas, hoy prácticamente no conoce nadie: Agustín del Río
Cisneros. Un vistazo a los sobrehumanos esfuerzos de Mr. Google da un
total de hits inmenso para dicho caballero, especializado en la
exégesis de las insondables profundidades del pensamiento
joseantoniano. Además, las Obras
Completas de
JAPdR están colgadas en Internet. Cualquiera puede consultarlas.
Personalmente mi favorita es su Carta
a los militares de España No
la he comparado con el texto original que, en un ejemplar
primorosamente impreso, se encuentra en el Archivo General Militar de
Ávila.
Las
biografías de JAPdR no son pocas. Los autores que las han escrito
son de adscripciones técnicas e ideológicas diversas, es decir, de
casi todos los colores del arcoíris. Me atrevo a señalar que muchas
de ellas lo son en función de su papel (una vez fusilado por los
republicanos, tras el correspondiente juicio, el 20 de noviembre de
1936) que la dictadura de Franco asignó, desde el primer momento, al
partido (Falange Española) por él fundado.
De
esto, sin embargo, JAPdR no fue responsable. A lo más lo fue su
familia más directa y seguidores de primera hora más adictos que se
unieron al carro de los militares, falangistizados o no, y se auparon
en él. No se subrayará lo suficiente que el fascismo español, que
surgió con JAPdR y otros, pero que hasta julio de 1936 había sido
una fuerza minoritaria, se construyó no durante los años
republicanos sino en la propia guerra civil. En parte, por la
necesidad de Franco de apañarse con una capa ideológica que lo
acercara a las potencias del Eje, sin cuya ayuda es difícil que
hubiese ganado la guerra. En parte, porque los fascistas italianos no
tardaron en aconsejárselo vivamente incluso antes de que se elevara
al Mando supremo. Y, en parte, porque difícilmente hubiera
despertado gran entusiasmo entre los antiguos votantes de las
pluriformes derechas si se hubiera presentado el GMN (“Glorioso
Movimiento Nacional”) como lo que había sido en un principio: el
resultado de una conspiración monárquica, militar y fascista (no
solo por JAPdR, que también, sino por la ayuda que a los monárquicos
les había prometido el Duce antes del 18 de julio de 1936).
Subrayo
que JAPdR estaba al corriente de dicha conspiración y de sus
conexiones con el fascismo italiano. Ya había puesto a la
disposición de los directores de la misma (el teniente general
Sanjurjo y el diputado a Cortes y eminente jurista José Calvo
Sotelo) la preciosa ayuda de sus hombres para realizar una parte del
trabajo sucio necesario. Se trataba de crear en España la sensación
de que la PATRIA se encontraba en un estado de necesidad.
Posiblemente,
el antirrepublicanismo antidemocrático y fascista de JAPdR lo
hubiese llevado en esa misma dirección, pero los monárquicos —que
no tenían demasiada raigambre en la juventud española—
necesitaban una fuerza de choque que calentara el ambiente con
atentados, asesinatos y provocaciones. No lo digo yo. Lo escribió
ya, en sus Memorias,
Pedro
Sainz Rodríguez, monárquico de pro. Fue el hombre de contacto con
los italianos, junto con otro monárquico y exministro de la
Dictadura primorriverista, Antonio Goicoechea, aunque este lo era
además directamente con el Duce.
Incluso
en alguna ocasión, antes de las elecciones de febrero de 1936, al
frente de la denominada “Falange de la sangre”, los monárquicos
pusieron a uno de los suyos, el comandante y piloto laureado por sus
hazañas en África, Juan Antonio Ansaldo. No por casualidad era
también el peón sobre el cual gravitaban los aspectos operativos de
la conspiración con los italianos.
Cuando
servidor era joven e inexperto historiador hice mucho hincapié en
que JAPdR recibía también dinero de Mussolini a través de la
embajada fascista en París. No fue un descubrimiento mío. Lo había
visto primero y tergiversado un aspirante de historiador y luego
reputadísimo novelista (llegó a ser miembro de la Académie
Française). Él lo hizo desde el punto de vista francés. Servidor
lo hizo desde el español. La noticia levantó una cierta polvareda,
pero a mí me interesaban más los lazos de los conspiradores con los
nazis que con los italianos. De aquéllos hubo muy pocos. Y luego un
historiador norteamericano demostró, con los papeles entonces
conocidos, que tampoco había muchos con los italianos. Se equivocó
rotundamente, como también se había equivocado servidor.
Solo
la combinación de documentación española (monárquica y carlista),
italiana y francesa permite ahondar en los lazos de la conspiración
a la que Sainz Rodríguez y Goicoechea incorporaron a JAPdR. No cabe
decir “gracias a Dios”.
Lo
que antecede lo han negado comentaristas, periodistas, aficionados e
incluso historiadores que no han combinado los documentos que figuran
en media docena de archivos de las procedencias mencionadas. ABC, por
ejemplo, que ha dedicado en los últimos años numerosos artículos a
señalar cuán perversas y sanguinarias eran las izquierdas españolas
antes del 18 de julio, no ha publicado una palabra al respecto.
Tampoco ha refutado documentalmente las evidencias republicanas,
monárquicas, cedistas, carlistas, francesas, británicas, nazis y
fascistas que es necesario examinar para mostrar en su luz auténtica
el haz de fuerzas que llevaron al estallido de julio de 1936. No es
de extrañar, ya que en la época desempeñó un papel imprescindible
en la construcción del relato que divisaba en la supuesta amenaza de
imparable “sovietización” de España, el peligro mortal no solo
para la PATRIA sino para toda la Europa cristiana.
En
resumen, JAPdR no fue responsable de la utilización que Franco hizo
de su figura. Sí lo es de haber aportado su granito de arena (nada
despreciable, por cierto) a la crispación de la primavera de 1936 de
la mano de una potencia extranjera, la Italia de Mussolini, y de lo
que era plenamente consciente.
Servidor,
a eso, lo denomina traición.
La
verdad sobre el proceso de José Antonio Primo de Rivera
Primo
de Rivera no fue una
“víctima” de la Guerra Civil. Fue
ejecutado por su clara
participación intelectual y
política en la
rebelión contra la
república tras un juicio que le
brindó las
garantías del Estado
democrático republicano.
Pedro
García Caro
24-4-23
Una
de las múltiples muestras de la continuada hegemonía cultural del
nacionalismo de inspiración franquista en la vida pública española
contemporánea es la provocadora calificación del fundador de
Falange Española, José
Antonio Primo de Rivera,
como una “víctima” de la Guerra Civil. El término, sin
aparentes problemas ni cuestionamientos públicos, vuelve a tener un
eco mecánico estos días en múltiples medios de comunicación.
Desde que la “Comisión de expertos” convocada por el Gobierno de
José Luis Rodríguez Zapatero para resignificar el mausoleo fascista
del Valle de los Caídos bajo la Ley
de memoria histórica de
2007 determinó, en sus recomendaciones de 18 de noviembre de 2011,
que la figura de Primo de Rivera sería considerada como una víctima
más de la Guerra Civil, las explicaciones públicas han sido muy
escasas. La ausencia de un debate profundo, serio y reposado al
respecto parece mostrar también esas pautas conocidas de represión
y desfile, de silencio forzado y de histérica alharaca, inercias del
largo régimen nacionalcatólico y sus opresivos cultos funerarios.
La
noción de víctima implica la de un sujeto que ha recibido una
actuación violenta, que ha sido herido o incluso sacrificado, “por
culpa ajena” (RAE, 4) y que, por lo tanto, no tiene una
responsabilidad directa o indirecta en esa acción violenta. El
informe del panel de expertos señalaba el lugar protagónico junto
al altar de la Basílica como único problema del enterramiento de
José Antonio Primo de Rivera, “muerto durante la Guerra Civil”,
recomendando que sus restos “dada la igual dignidad de los restos
de todos los allí enterrados, […] no deben ocupar un lugar
preeminente en la Basílica” (21). El matiz es alambicado: a
diferencia de Francisco Franco, cuya presencia en el mausoleo se
juzgaba como “incongruente”, Primo de Rivera podría permanecer
allí, al haber fallecido durante el conflicto civil. Los restos de
Franco no tenían coherencia entre los “caídos”, mientras que
Primo de Rivera sí podía continuar allí como “caído”, un
término que el informe de 2011 no se atrevía aún a alterar en la
denominación del Valle de Cuelgamuros. Ese significativo cambio de
nombre vino de la mano de la nueva Ley
de memoria democrática de
octubre de 2022, un texto que condena el golpe de estado del 18 de
julio de 1936, al tiempo que, en su artículo 3.1.a, sigue
considerando como víctimas a “las personas fallecidas o
desaparecidas como consecuencia de la Guerra y la Dictadura”.
En
su artículo 5.1, la ley también declara ilegales e ilegítimos “los
tribunales, jurados y cualesquiera otros órganos penales o
administrativos que, a partir del Golpe de Estado de 1936, se
hubieran constituido para imponer, por motivos políticos,
ideológicos, de conciencia o creencia religiosa, condenas o
sanciones de carácter personal, así como la ilegitimidad y nulidad
de sus resoluciones.” ¿Anula pues la reciente Ley de memoria
democrática los tribunales populares con los que la Segunda
República española buscó articular un marco de garantías
judiciales en plena guerra y evitar los asesinatos indiscriminados
como los de la Cárcel Modelo en agosto de 1936? ¿Quiere esto decir
que el juicio ejemplar que el Estado republicano llevó a cabo contra
José Antonio Primo de Rivera, su hermano Miguel y su cuñada
Margarita Larios—que fueron condenados a penas menores y más tarde
intercambiados—fue ilegal pese a estar dirigido por magistrados del
Tribunal Supremo de Madrid? ¿Fue un juicio ilegítimo o un juicio
ejemplar? Si aplicamos la lógica de la “memoria democrática” de
la propia ley, que defiende el legado histórico de los valores
democráticos y constitucionales, y desde luego siguiendo la lógica
de la defensa jurídica que la Segunda República española puso en
pie, Primo de Rivera fue sin duda un conspirador que promocionó y
justificó activamente la rebelión civil y militar contra las
autoridades legítimas y la intervención armada de potencias
extranjeras fascistas. La 'Carta a los militares españoles' que
desde su celda en la Cárcel Modelo de Madrid hizo circular a
comienzos de mayo de 1936 lanzaba graves acusaciones incendiarias
contra el gobierno de coalición del Frente Popular salido de las
urnas en febrero, animando al alzamiento militar y dando por llegada
“la hora en que vuestras armas tienen que entrar en juego para
poner a salvo los valores fundamentales”.
La
nueva Ley de memoria democrática abre, sin embargo, un renovado
debate ético e histórico. ¿En qué momento dejaron de ser
legítimas las autoridades judiciales y administrativas republicanas?
¿Tras el golpe de julio demandado y co-organizado por Primo de
Rivera o al perder la guerra a lo largo de la primavera de 1939? ¿Fue
Primo de Rivera víctima de violencia política o un reo de la pena
de rebelión contra el Estado, ejecutado de manera tanto legal como
legítima por ese mismo Estado de derecho? Hoy día conocemos muchos
más detalles sobre las múltiples conexiones de Primo de Rivera con
los demás golpistas, que van mucho más allá de meras soflamas, su
contacto detallado y constante desde la cárcel tanto en Madrid como
ya en Alicante con las redes golpistas a lo largo de meses, por no
hablar de la financiación directa que había recibido de Mussolini
durante años también antes del golpe. Primo de Rivera fue ejecutado
por su clara participación intelectual y política en la rebelión
contra la república tras un juicio en que él mismo se defendió y
que le brindó las garantías del estado democrático republicano,
con un proceso que incluyó un juez instructor, un tribunal de
derecho con tres magistrados, y un jurado popular de catorce
miembros. Decenas de miles de ejecutados y “paseados” en uno u
otro lado de la guerra no contaron con las exquisitas provisiones
jurídicas que se le brindaron a uno de los más públicos enemigos
de la república. En ningún momento de su juicio propuso Primo de
Rivera la ilegitimidad de los poderes públicos que le juzgaban.
Franco
falleció exactamente treinta y nueve años después, de manera
agónica, controlada y casual, el mismo día veinte de noviembre en
que durante décadas se había conmemorado el fusilamiento del mártir
del nacionalismo español moderno. El calendario sacro y funeral del
nacionalcatolicismo condensaba así en un mismo día y per
saecula a
sus cofundadores, que pasarían poco después a compartir un sitio en
el altar de la basílica del Valle de los Caídos. Antes de ello,
habían compartido durante décadas el espacio simbólico del
adoctrinamiento nacionalista y católico a cada lado del crucifijo
obligatorio en todas las aulas públicas, desde las que se comparaba
sin aparente rubor el “sacrificio” del mártir nacional con el
del cristo, fallecido también con treinta y tres años.
El
macho alfa y el macho omega de este masculino emparejamiento muy
fascista, una españolísima yunta que reposaría sobre el enorme
osario necrófilo que ellos mismos habían coadyuvado a cosechar y
que ahora dejan atrás. Como Franco, Primo de Rivera no había
predicado, sin embargo, mensajes ni enseñanzas de hermandad, de
perdón, piedad, o paz, sino el evangelio de su FE nacional (Falange
Española), la dialéctica de “los puños y las pistolas”,
liderada por unas escuadras bélicas de nostálgicos de un imperio ya
finiquitado. El asalto al Estado por parte del ejército colonial,
con apoyo esencial de Mussolini y de Hitler, se pareció a una
conquista a sangre y fuego, con decenas de miles de mercenarios
marroquíes e italianos. Su “Arriba España” con el que
intentaban blanquear la llamada “leyenda negra” imperial
española, irónicamente aportó un nuevo ejemplo histórico de la
brutalidad arrasadora de esta particular noción de españolidad.
Defensores de las antiguas estructuras sociales feudales de
aristocracia y conquista, equipararon una vez más absolutismo e
intolerancia con españolidad, proponiendo un militarismo masculino
hostil a la lógica de la modernidad liberal, de la democracia como
gobierno del sufragio universal, rechazando la soberanía popular y
el republicanismo igualitario surgidos de las revoluciones y
constituciones de los siglos XVIII y XIX.
Más
aún, por supuesto, rechazaban la lógica redistributiva y
emancipadora de la socialdemocracia reformista, del anarquismo
utópico, o del socialismo revolucionario y del comunismo soviético.
Todas las fórmulas emancipadoras y democratizantes, liberales y
sociales, de los dos siglos previos eran repudiadas en bloque bajo la
exitosa etiqueta de ideología “roja”, al mismo tiempo
extranjerizante y supuestamente antiespañola. Hacer de la democracia
y de la pluralidad un enemigo de las esencias nacionales, un elemento
disgregador o disolvente de la idea de España, fue quizá la mayor
aportación divulgativa de Primo de Rivera y de Franco, instituyendo
un nacionalismo español intolerante que aún proyecta, incluso sobre
la Constitución de 1978, la idea de la nación española como una
“unidad de destino en lo universal”, innegociable,
pre-constituida, inmutable y sagrada.
¿Quién
duda hoy de que los principios de este nacionalismo intolerante y
autoritario defendidos por José Antonio Primo de Rivera, y que
durante décadas se cacarearon desde el Estado confesional
franquista, fueron una de las causas principales de la inestabilidad
de la Segunda República a través de los múltiples atentados
terroristas de la “Falange de la sangre”? ¿Alguien duda hoy de
la responsabilidad del hijo del dictador Miguel Primo de Rivera para
inspirar la Guerra Civil al conspirar activamente para llevar a cabo
un golpe de estado contra los poderes democráticamente constituidos?
¿Fue víctima o verdugo?
Doce
años después de aquella recomendación de la comisión de expertos,
la familia se hace por fin cargo de sus restos—aunque en buena
tradición primoriverista, no queda claro quién paga las
facturas—para evitar precisamente su equiparación con las otras
víctimas y la secularización del enterramiento. Primo de Rivera ha
sido enterrado una vez más, por quinta vez, siguiendo sus últimos
deseos, un privilegio que no tuvieron los más de trescientos mil
españoles víctimas de esa guerra que instigó con tanta energía.
Sus familiares tienen además el privilegio de elegir el día y la
hora, y festejar de esta singular manera el 120 cumpleaños del líder
fascista, renovando así una vez más los rancios calendarios míticos
del culto funerario falangista.
El
esfuerzo de resignificación postfascista que la democracia española
era capaz de proponer en 2011 tenía como objetivo la equiparación,
la equidistancia entre las víctimas, fueran estas demócratas o
golpistas, víctimas o verdugos. Estos traslados funerarios del
postfranquismo borbónico, sin embargo, distan mucho de la
equiparación memorialista a la que aspiraban la Ley de memoria
histórica de 2007 y la más reciente Ley de memoria democrática.
Igual que sus mitos nacionalistas, las jerarquías y privilegios
instaurados por el régimen se mantienen más allá de la muerte y
más allá del propio régimen. Es quizá la misma lógica de
“concordia” histórica que permitió en 2004 ver desfilar juntos
a miembros de la División Azul, voluntarios españoles que juraron
obediencia a Hitler, con miembros españoles de la División Leclerc
que liberaron París.
Sin
embargo, esta supuesta “concordia”, esa equiparación nace
trucada: el virus antidemocrático, violento, racista, imperialista y
totalitario negador de igualdades y derechos no puede ser equiparado
como una opción más sin que ello introduzca una permanente quiebra
en el consenso constitutivo de la democracia. José Antonio Primo de
Rivera dedicó amplios esfuerzos desde el comienzo de la Segunda
República, desde el Parlamento y en la calle, a paralizar e
interrumpir los procesos políticos de enjuiciamiento de la corrupta
y brutal dictadura de su padre, y a proponer agresivamente una visión
esencialista e innegociable de la nación, subrayando siempre su
punto de vista y su voz como una mirada privilegiada y superior a las
del resto. Sus escuadrones falangistas incendiaron las calles,
provocando un intenso periodo de violencia y conflictos
sociopolíticos, y una brutal Guerra Civil que alteró, hasta hoy
día, el funcionamiento democrático de la sociedad española,
postergando sine
die el
surgimiento de un nacionalismo cívico y de un patriotismo
constitucional verdaderamente democrático y plural que renuncie para
siempre de los legados no recuperables de la españolidad fanática e
intransigente. Al imaginar la república por venir, Manuel Azaña
evocaba en 1930 la necesidad de luchar por la verdad y la justicia en
un país “enseñado a huir de la verdad, a transigir con la
injusticia, a refrenar el libre examen y a soportar la opresión.”
La memoria democrática debería tener el valor de dignificar y
recordar los esfuerzos de aquel Estado, democrático y republicano,
asediado y en guerra, por administrar justicia, un estado que con
determinación se atrevió a dirimir y juzgar las responsabilidades
penales de aquellos que se conjuraron para provocar su violenta
disolución.
El
amplio consenso entre los historiadores respecto a las
responsabilidades políticas de Primo de Rivera como activo
conspirador incluso desde su encierro es claro. Incluso un
historiador conservador como Stanley Payne al hablar del juicio a
Primo de Rivera explica que “no es extraña en periodos bélicos la
pena de muerte como castigo a aquellos que han ayudado a fomentar una
insurrección violenta contra el estado” (mi traducción, Spanish
Fascism 1923-1977).
Pedro
García-Caro es profesor titular de culturas hispánicas en la
University of Oregon y coedita con Cecilia Enjuto-Rangel el libro La
verdad sobre el proceso de José Antonio Primo de Rivera. Memorias
del Juez instructor,
un texto inédito escrito en el exilio, entre 1938 y 1941, por
Federico Enjuto Ferrán, magistrado de la Audiencia de Madrid y del
Tribunal Supremo.