Soledad
Arroyo
El
cielo de Madrid estaba encapotado y llovía suavemente mientras el
doctor Enrique Berrocal certificaba la defunción de María Florencia
Gómez Valbuena a las 8 de la mañana del pasado 22 de enero. La vida
de sor María concluía en su cama del convento de las hijas de la
Caridad, en la calle de Martínez Campos de Madrid. Con casi 88 años
sus pulmones habían dejado de funcionar por un empiema que, incluso,
le supuraba por un costado. Cuando adelanté en exclusiva la noticia
de su defunción, el jueves 24, su cuerpo ya había sido inhumado en
el cementerio de San Justo. El último acto de su existencia fue tan
subterráneo y secreto que no faltaron teorías conspiratorias sobre
una posible falsa muerte de la monja para tratar de escapar a la
acción de la Justicia.
Pero
sor María murió. Y con ella han desaparecido también sus ya
famosos cuadernos de tapas azules, su magnífica memoria y su
soberbia. «Siempre llevaba encima un cuaderno de pastas azules de
tamaño cuartilla. Era una lista de padres que habían solicitado la
adopción de un hijo, con la información esencial: nombres,
teléfono, dirección y anotaciones sobre dinero. Todo estaba allí
apuntado, incluido a qué familia le adjudicaba qué niño. Un día
sor María se tenía que ausentar y me explicó que iba a venir un
matrimonio y había que atenderlo. La orden estaba clara: les tenía
que incluir como los primeros de la lista. Cuando llegó la familia
comprendí que les ponía los primeros por su cuenta corriente... A
mí aquella treta de la monja me pareció fatal. Me sentí
utilizada».
No
sólo lo dice Mayte, la mujer que retrata a la monja nacida en abril
de 1925 y con la que hizo su servicio social en la maternidad
madrileña de Santa Cristina. Quienes coincidieron con la religiosa
la definen como autoritaria, rígida, arrogante, estricta e incluso
inmisericorde. Un perfil poco adecuado para una asistente social.
Pero
sor María era más que eso. «Mandaba mucho», dice Montse, una
auxiliar que trabajó en la maternidad. «Y sobre todo es que era
capaz de enfrentarse a cualquiera para conseguir sus objetivos». Se
levantaba temprano y se recorría la maternidad de cabo a rabo. «A
otras monjas y enfermeras las veías siempre por los mismos sitios,
pero a ella te la podías encontrar en cualquier parte -asegura Mari,
que fue limpiadora en Santa Cristina-.
Uno
de los sitios donde era frecuente encontrarla era mirando los carros
que había en la oficina de cada planta. Quienes trabajábamos allí
sabíamos que consultaba el estado civil de las mujeres, porque
cuando había una soltera, sor María se iba a por ella». Esa
parecía su obsesión: las mujeres solteras jóvenes, con
circunstancias personales y económicas complicadas. Mila, veterana
comadrona que estudió en Santa Cristina, recuerda que «sor María
no se andaba con bobadas y nos empezaba a aleccionar a todas desde el
principio. Debíamos avisarla si ingresaba una madre soltera... "Qué
van a hacer esas mujeres con esos niños. Lo mejor es que den a sus
hijos en adopción", repetía».
Después
de identificar a las posibles donantes de bebés, comenzaba su
cruzada con argumentos muy estudiados: «¿Has pensado que esta
criatura podría tener un futuro si permitieras que se fuera con una
familia buena, con posibles?». «Como una araña, iba tejiendo su
tela», explica Mila. «Les lavaban el cerebro de tal manera -añade
Mari-, que muchas accedían y firmaban el consentimiento para dar a
sus hijos».
Su
compañera en las labores de la limpieza, Ignacia Mármol, no ha
podido sacar de su memoria el dolor de algunas madres: «He visto
llorar a muchas mujeres. Y patalear, pegar puñetazos en las camas
preguntando por sus hijos. Le decían a la madre que el niño había
muerto, normalmente se ocupaba sor María. Y, claro, había mujeres
que no se lo explicaban: habían tenido al bebé, se lo habían
llevado al nido, y el bebé se había muerto... ¿Dónde estaban los
bebés? Porque yo limpiaba el depósito, formaba parte de mi
servicio. ¿Dónde estaban esos niños si, en los cinco años que
estuve allí, habré visto una docena de cadáveres de niños? Yo no
he visto más». Que las familias «tuvieran posibles» era un
aspecto decisivo para que sor María pusiera un bebé en brazos de un
matrimonio. Porque allí las adopciones no eran baratas. Los
testimonios hablan de entre 50.000 y el millón de pesetas. Se
pagaba, supuestamente, para hacerse cargo de los gastos generados por
la madre donante.
Formularios
y facturas
Mari
explica que «a muchos se les veía con cierto nivel económico. Con
ellos era suave como la seda, nada que ver con el trato habitual que
nos daba a los demás. Educada, respetuosa, sonriente... La de su
despacho no era mi zona, pero hubo un día que tuve que ir allí y la
puerta del despacho de sor María estaba entreabierta. Pude ver a un
matrimonio sentado delante de la mesa de la monja. La mujer sostenía
un bebé. Me fijé que encima de la mesa había un montoncito de
billetes. Calculé unas 250.000 pesetas».
Además
de María Luisa Torres, hay otras dos mujeres, Conchi y Elvira, que
han sido localizadas por las hijas que creyeron muertas durante el
parto en Santa Cristina. Sus testimonios, inéditos hasta ahora, y su
documentación, demuestran que había un modus operandi muy claro.
Los formularios y facturas de los tres reencuentros que he
documentado, forman parte de mi libro Los bebés robados de sor
María. Un intenso recorrido por el rastro de profundo dolor y
ausencia que dejó en la vida de muchas mujeres y de sus hijos la
inflexible sor María. Una mujer que con 15 años salió del
pueblecito leonés de Valderrueda para consagrarse a Dios como Hija
de la Caridad.
Su
puesto más relevante le llegó a principios de los 70, cuando se
convirtió en asistente social en la maternidad Santa Cristina. Allí
ordenó y mandó. Y lo hizo con especial dureza los últimos cinco
años. Se fue a principios del 84 y cerró, con un mutis por el foro,
la época de mayor furia, descaro y prepotencia en torno a las
adopciones que pasaron por sus manos. A la Justicia terminó dándole
eterno esquinazo. Cuatro días antes de su muerte no pudo acudir a su
citación como imputada por la desaparición de las dos hijas gemelas
de Purificación Betegón, nacidas en la noche del 23-F.
Falleció
a las 8:00 de la mañana del 22 de enero. El último acto de su vida
fue tan subterráneo que no faltaron teorías conspiratorias sobre
una falsa muerte
Era
su segunda cita con los tribunales. La primera, el 12 de abril de
2012, abandonó los juzgados de la Plaza de Castilla de Madrid entre
un tumulto de periodistas, policías y víctimas. El mundo entero
fijaba en el rostro de la monja una mirada horrorizada ante los
crímenes que se le imputaban. Una imagen inédita que hablaba por sí
sola de un escándalo sin precedentes. Salió sin declarar. Las
preguntas del juez que investigaba el presunto robo de la hija de
María Luisa, primera denunciante, se quedaron sin respuesta.
En
Los bebés robados de sor María explico a través de sus víctimas
lo que la monja nunca llegó a confesar: se dormía a las mujeres
para quitarles a sus hijos. Se les practicaba el llamado «parto
dirigido»: goteo con pentotal sódico que eliminaba los dolores y
también la consciencia durante los alumbramientos.
Conchi
supo que la estaban durmiendo: «Me pusieron el goteo y me pincharon
algo. Pregunté que qué era lo que me estaban poniendo. Me dijeron
que era para calmarme, para relajarme. "Pero si yo no estoy
nerviosa, no necesito relajarme. Yo vengo a parir", repuse. Poco
después comprobé que en realidad lo que estaban haciendo era
dormirme. Luego escuché al médico en un tono muy enfadado, como
recriminándoselo a alguien: "¡Va a dar a luz y todavía no se
ha dormido!"».
Esas
anestesias fueron pagadas después, entre otros gastos, por los
padres adoptivos, como demuestra la documentación.
Las
mujeres despertaban en dormitorios individuales en la planta de
privados donde se recuperaban aisladas. Esas facturas también las
pagaban los padres adoptivos, sin duda un buen negocio para la
maternidad. Elvira lo recuerda: «Los días posteriores a mi ingreso
estuve en una habitación como aislada, silenciosa. Nadie entraba, ni
para preguntar, ni para oír mis quejas. También me di cuenta de que
tenía el pecho vendado y que me oprimía».
Pecho
vendado, aislamiento, pentotal... Pero además coincidía también la
misma amenaza en el caso de las madres con hijos mayores: o se
callaban o los perdían también a ellos. Margarita Pérez lo sufrió.
«Cada día de los tres que estuve hospitalizada, sor María entró
varias veces a amenazarme. Le pedía que me dejara ver al niño. Ella
contestaba lo mismo: que me tenía que callar o la iba a obligar a ir
a por mis hijos mayores y llevárselos».
Todo
esto ya lo sabía cuando con Laly Carrasco, una madre adoptiva que
trata de ayudar a su hija en su búsqueda de orígenes, visité a sor
María. Demostró ser una gran estratega: planteó una defensa rígida
de sus posiciones y una innegable agilidad mental para esquivar las
cuestiones más incómodas, con el poso imborrable de la soberbia y
la frialdad de la que tanto me habían hablado. Recordaba
perfectamente la legislación de cuando ella fue asistente social. Le
planteé, por ejemplo, qué podía pasar si una mujer que hubiera
consentido la adopción de su bebé se arrepentía. «Tenían unos
meses para poder reclamar, pero con abogados», explicó la monja. Yo
insistí en que si las chicas solían reclamar. «Entonces era más
difícil, añadió, «porque ya sería a través del notario o
abogado».
Mujeres
sin ayuda legal
Sor
María sabía que la mayoría de aquellas mujeres no podría pagar
esa ayuda legal. Aseguró que no guardaba ninguna clase de documentos
sobre los niños. «Nada, nada. Yo no tengo nada».
Sólo
se sintió incómoda cuando le pregunté por las pensiones en las que
alojaba a las madres, a lo que no quiso responder, y cuando le
planteé la posibilidad de ser citada por un juez: «No me llaman, no
me llaman, para nada. ¿Qué voy a declarar? Lo mismo que te he dicho
ahora. Pues no sé nada, no sé nada». Es lo que hizo meses más
tarde. No dijo nada. Se acogió a su derecho a no declarar. Su muerte
ha sido un corte en seco para miles de víctimas.
En
la austera habitación que ocupaba no queda ni rastro de los
cuadernos azules en los que apuntaba minuciosamente cada paso y en
los que se decidió la suerte de tantas personas. En ellos figuraban
las direcciones de miles de familias adoptivas a las que,
puntualmente, felicitaba cada navidad con tarjetas cuyo texto
provocan ahora escalofríos: «¡Feliz Navidad! Dejad que los niños
se acerquen a mí...». Lo que no ha terminado con su muerte es el
dolor. Decenas de mujeres se han quedado con la denuncia y las
esperanzas de encontrar a sus hijos en la mano.
Pero
lo más importante es que decenas de hombres y mujeres nacidos en los
años 70 o principios de los 80, que fueron adoptados en Santa
Cristina, están ahora buscando a sus familias biológicas devorados
por la duda de si fueron robados. Muchos han iniciado ya el camino
judicial para averiguarlo.
En
febrero fui testigo del reencuentro entre una madre y su hijo de 30
años. El bebé salió de España con menos de un mes de vida para
ser adoptado por un matrimonio extranjero. Hace sólo una semana una
mujer de 34 años ha hablado por primera vez con su madre biológica.
Poco a poco va descubriendo las presiones insoportables de las que
fue objeto para que firmara el consentimiento de su adopción.
A
algunos les ayudo personalmente con los trámites. Es, en realidad,
una ayuda egoísta. En noviembre de 2010, casi por casualidad,
descubrí que mi propia madre fue víctima del robo de su primer bebé
nacido el 23 de febrero de 1964. Fue un auténtico shock para mí,
pero un caso más entre los miles registrados y denunciados en
España: mujer joven, primer embarazo, analfabeta y muy humilde,
lejos de su familia, no pudo ver el cuerpo, no hubo entierro, causa
falsa de la muerte y documentos manipulados.
La
Fiscalía archivó la denuncia de mi madre «por falta de pruebas».
He incluido su ADN en varios bancos de perfiles genéticos. Cinco
veces he cruzado ese ADN con el de mujeres y hombres cuyas fechas de
nacimiento se aproximan a la del parto de mi madre. De momento, las
pruebas siempre han sido negativas.
No
perdemos la esperanza.