Cuando
era apenas un niño rubio de ojos claros, en una aldea perdida de
Costa de Marfil
,
conoció a la mujer que marcaría para siempre su infancia. No era su
madre biológica, pero fue quien calmó cada fiebre, acalló cada
llanto y ahuyentó cada miedo. Lo llevaba atado a la espalda con una
tela de colores, le cantaba nanas bajo las estrellas y lo cuidaba
como si fuese su propio hijo.
Pero
la vida, con su crueldad habitual, los separó. La familia partió
hacia Europa
y aquel lazo quedó congelado en el tiempo. No hubo cartas, ni
llamadas. Solo la memoria viva de una mujer que lo dio todo sin pedir
nada a cambio.
Pasaron
38 años
.
Él construyó una vida en España
,
pero nunca dejó de escuchar, en lo más hondo, esa voz que le
susurraba una pregunta:
“¿Qué
habrá sido de ella? ¿Seguirá viva? ¿Me recordará?”
Hasta que un día decidió que ya no podía esperar más. Viajó miles de kilómetros, recorrió aldeas, mostró fotos gastadas en blanco y negro, llamó a puertas desconocidas… hasta que alguien, en voz baja, le reveló un nombre.
Lo que sucedió después parece un guion escrito por la propia vida: un reencuentro inesperado que arrancó lágrimas a todos los presentes.
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