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viernes, 5 de septiembre de 2025

 



En Versalles, incluso los momentos más íntimos del rey eran un espectáculo público. Luis XIV, el llamado Rey Sol, atendía los asuntos de Estado mientras se sentaba en su trono de porcelana, rodeado de cortesanos y consejeros que debían soportar la mezcla de perfumes, incienso… y olores mucho menos gloriosos.

La etiqueta era estricta: cada gesto debía ser solemne, cada palabra medida. Pero la corte, tan brillante como frágil, también era un escenario donde un pequeño accidente podía transformarse en escándalo. Se cuenta que un joven marqués, aún embriagado tras una fiesta, fue llamado de urgencia al despacho real. Tembloroso, con la cabeza girándole, se inclinó ante Su Majestad… y, sin poder contenerse, terminó vomitando sobre la peluca del monarca.

El silencio fue absoluto. La ira del Rey estalló y el marqués desapareció de la corte. Nadie volvió a verlo. Con el tiempo, los rumores se mezclaron con leyendas: algunos afirmaban que aquel desdichado acabó en la Bastilla, condenado a llevar una máscara para que nunca más abriera la boca. Otros juraban que aquel incidente dio origen a una de las historias más misteriosas de Francia: la del Hombre de la Máscara de Hierro.

Más allá de lo grotesco, esta anécdota revela algo esencial: en una corte donde todo era apariencia, un simple error podía arruinar un destino. Y en la memoria popular, bastaba una chispa para encender una leyenda que sobreviviría siglos.


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