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jueves, 11 de septiembre de 2025

 





Ricardo Miñana


La instrucción judicial sobre la DANA avanza hacia su conclusión,

y con ello se abre un escenario que puede marcar un antes y un después. La jueza pedirá al TSJCV el suplicatorio para que Carlos Mazón sea imputado, un paso que, más allá del trámite jurídico, implica una sacudida política y social de gran alcance.

La novedad es clara: la declaración de Maribel Vilaplana como testigo, hasta ahora bloqueada por el aforamiento de Mazón. La estrategia procesal de la magistrada ha sido, en apariencia, mantener vivo el caso hasta llegar al punto en el que pudiera cruzar esa línea sin poner en riesgo todo el procedimiento. Y es en ese movimiento donde se percibe el peso de la justicia frente al privilegio.

La cuestión, sin embargo, no se limita a lo que ocurra en el juzgado. Está en juego la confianza ciudadana en un sistema que, demasiadas veces, ha demostrado un doble rasero: uno para los ciudadanos de a pie y otro para los políticos con poder. Cuando un caso tan evidente corre el riesgo de acabar en nada, el mensaje que recibe la sociedad es devastador: que la negligencia, la mala fe o la irresponsabilidad no tienen consecuencias si se ejerce desde un cargo público.

Si la causa pasa al Supremo, las sombras vuelven a aparecer. La experiencia reciente invita al escepticismo: retrasos, dilaciones interesadas o resoluciones que, en nombre de la técnica, suavizan responsabilidades. Es aquí donde surge la sensación de que lo judicial y lo político se entremezclan en un terreno donde el ciudadano queda desprotegido.

La duda es legítima: ¿estamos ante un ejercicio de justicia que hará rendir cuentas a quienes deben rendirlas, o ante otro episodio donde los privilegios blindan a los de arriba? La respuesta marcará la diferencia entre creer que la democracia es un sistema imperfecto pero vivo, o pensar que todo es un decorado donde los intocables siempre salen indemnes.

No se trata de pedir venganza, sino de exigir coherencia. Si hay responsabilidades, deben asumirse. Si hay negligencias, deben pagarse. Porque solo así la justicia dejará de ser percibida como un lujo al alcance de unos pocos y recuperará su verdadero sentido: garantizar que nadie, ni siquiera quien gobierna, está por encima de la ley.

La DANA no solo anegó calles, arrancó vidas y destrozó hogares; también dejó al descubierto, como suele ocurrir en los momentos de catástrofe, la calidad de quienes ostentan el poder.

La negligencia no es un simple error: cuando se ejerce desde un cargo público, se convierte en una forma de traición. Traición a la confianza depositada por la ciudadanía y a la obligación moral de proteger lo común.


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