Se empezó llamando el Alzamiento (Glorioso), luego les gustaba
más lo de Movimiento Nacional, después con la aquiescencia y el beneplácito de
la Iglesia Católica se llamó Cruzada de Liberación. Con el tiempo decidieron
dejarlo en Guerra Civil que resultaba mucho más aséptico. Lo cierto es que un buen
día un grupo de generales sediciosos se rebelaron contra la República
legalmente constituida y comenzaron una cruenta guerra ayudados por la Iglesia Católica
(de ahí lo de Cruzada convirtiéndola en una guerra divina) y por la Alemania de
Hitler. En el último minuto se subió al carro de la sublevación un joven general ciclán, ególatra y soberbio llamado
Francisco Franco después de haberle jurado, como todos los demás, fidelidad a
la República. El juramento se lo pasaron por el arco de triunfo de la
entrepierna. Ganaron la guerra y anularon inmediatamente la Constitución.
Mientras tanto se fueron sucediendo
muertes en personajes clave del nuevo régimen, casi todas de un modo
accidental o como mínimo curioso: General Balmes, General Sanjurjo, J.A. Primo de Rivera, General Mola, Ramón Franco
y más tarde el Almirante Carrero. Los llamaron “Franco y los muertos
providenciales” Federico Bravo Morata. (Ed. Fenicia)
Llegó el último y acabó el
primero. Este soberbio, acomplejado, hermafrodita y criminal individuo por la
Gracia de Dios, se puso a firmar sentencias de muerte tomando tacitas de
chocolate calentito (nos contó su parlanchina hermana). Era como un orgasmo,
que como no había experimentado nunca ese
clímax, lo suplía con su refrendo quedándose completamente relajado, una boba
sonrisa en los labios y el rostro idiotizado.
Nos mantuvo bajo un rígida
dictadura toda sus vida y todavía hoy después de tantos años muerto, sus fieles
seguidores (Iglesia Católica incluida) no permiten que identifiquemos a nuestros
muertos, más de cien mil que permanecen enterrados en las cunetas.
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