Juan
Genovés: «A un cuadro le digo 'adiós' como a un hijo que se va de casa»
Las Provincias
El autor de
'El abrazo', icono de la Transición, fue a inaugurar una exposición con una
maleta porque pensaba que lo iban a detener
CÉSAR COCA Domingo, 2 julio 2017
Cada día, entre
las cuatro y las cuatro y media de la madrugada, Juan Genovés (Valencia. 1930)
se encierra en su estudio y comienza a trabajar. El estudio está en la planta
alta de su casa en Aravaca (Madrid) y es una superficie muy amplia, dividida en
dos partes por unos escalones. En los últimos años del franquismo, aquí se
reunían con frecuencia artistas, intelectuales y dirigentes del Partido
Comunista de España. La estancia, como dice el pintor recordando aquellos días
de agitación política y represión policial, tiene la ventaja de contar con dos
salidas, lo que facilitaba la huida en caso de que se presentara alguna visita
del Ministerio de Gobernación. Genovés avanza en sus cuadros mientras la
primera luz del alba se cuela por los lucernarios. Es el momento en que ordena
las figuritas humanas -parecen de juguete- que luego plasma en el lienzo, con
ese aire de humanidad siempre en búsqueda. «Antes por la tarde hacía vida
social, pero ahora me he jubilado de eso. Toda mi energía que tengo la uso para
pintar», dice este artista que no parece tener los 87 años que ya ha cumplido.
Unos años que le han dado para completar una obra gigantesca en volumen. Tanto
es así que incluso hay centenares de cuadros -«casi mil a lo largo de unos
quince años», explica- de los que nada sabe. De ahí su alegría cuando hace un
tiempo se enteró de que dos de sus obras de los sesenta salían a la venta. Las
compró y ahora cuelgan en una de las paredes de su estudio. «No me acordaba de
ellas», confiesa.
«Engaño a mi mujer para que me deje pintar un rato más»
-
¿Qué significa para usted la palabra 'posteridad'?
-
Todo y nada. Si pensamos en qué habrá dentro de 10.000 años, la respuesta es
nada. Los humanos no queremos ver nuestra propia desdicha. El paso por la vida
es un paseo, y lo desagradable es que no somos nada. Una vez pregunté a una
señora qué pensaba cuando la vi detenida ante uno de mis cuadros. Me dijo que
se estaba buscando en él. La pintura es eso, un espejo. Debe servir para vernos
o no sirve para nada.
- ¿Qué opina de los artistas que dicen
que no les preocupa que la gente los entienda?
-
Para mí lo que piensa la gente es lo más importante. Me preocupa que no se sepa
mirar un cuadro. En los museos, los visitantes se detienen de media en cada
obra cuatro segundos. Se lo digo porque lo he medido. Y con eso se están
perdiendo mucho, porque la mirada cambia en cuanto uno se para a pensar un
poco.
- ¿Por eso pide usted que se pongan
sillas delante de los cuadros?
-
Es que un cuadro debe verse sentado. La pintura es la más libre de las artes
porque no tiene tiempo. Eres dueño de tu mirada y puedes estar horas ante un
cuadro. Cuando restauraron 'Las meninas' hubo una gran polémica sobre los
colores que surgieron y el entonces director del museo invitó a algunos
artistas a verlo antes de colgarlo de nuevo en su sala.
- ¿Usted fue?
-
Claro. Fui con Antonio Saura y nada más llegar él preguntó cuánto tiempo
podíamos estar. Lo vimos a la luz del día y estuvimos mirándolo varias horas,
hasta que nos echaron...
- ¿Tiene previsto dejar de pintar algún
día?
-
Nunca. Pintaría hasta con un palo en la mano, si ya no pudiera hacerlo de otra
manera. Mi suegra me preguntaba si no me jubilaba, y cuando le explicaba esto
mismo me decía que el mío es un oficio muy raro.
- De momento, trabaja en un horario de
puro destajismo.
-
Trabajo más que nunca. O casi más que nunca porque hace unos años tuve una
exposición en Nueva York y veía que no llegaba a terminar lo que quería exponer
y estuve tres días seguidos, con sus noches, sin dejar de trabajar. Ahora ya no
es así, pero engaño a mi mujer para que me deje pintar un rato más.
- De joven dormía mucho, pero ahora, no. Por eso me
levanto tan pronto. Si me quedo en la cama, pinto con la imaginación pero eso
no es nada. Soy avaricioso, así que me levanto y me pongo a trabajar. Me gusta
hacerlo incluso medio dormido, porque la pintura te exige más cuanto más la
piensas. Puedes estar horas con el pincel en la mano reflexionando sobre qué
hacer. En cambio, cuando estás medio dormido te atreves a todo. Quiero ese
momento en el que lo que llevas dentro sale como un manantial.
- Su jornada es asombrosa. ¿Cómo es posible tal
actividad a su edad?
- Lo que hago es dividir el día. Como le decía, me
levanto muy pronto. Trabajo hasta las diez, desayuno y duermo un rato. Pinto
otro poco, a veces leo, hasta la hora de comer. Después echo una siesta como de
una hora, camino por el parque unos 30 minutos, y vuelvo al estudio. Por la
tarde hago un trabajo más mecánico, hasta las ocho. Luego ya leo, hago un poco
de ejercicio en un gimnasio que he instalado en casa, ceno y me acuesto. Así es
mi vida.
- En alguna ocasión ha dicho que su infancia fue
esencial a la hora de entender todo lo que vino después.
- Fue muy importante, el motor donde se cargó mi
cerebro. Nací en Valencia y viví en una casa que era de mis abuelos, en pleno
Barrio Obrero, que ya no existe. Mi calle empezaba en el cuartel del Ejército y
terminaba en el campo de fútbol. Recuerdo en los primeros días de la Guerra
Civil cuando los republicanos asaltaron el cuartel... Éramos de los pocos que
teníamos radio y muchos vecinos venían a casa para escuchar lo que se decía en
las emisoras de los dos bandos.
- Pero su familia era de izquierdas.
- Sí, mi abuelo era sindicalista, de la UGT, y amigo
de Pablo Iglesias, que iba por casa cuando estaba en Valencia. De esa actividad
sindical de mi abuelo me enteré 30 o 35 años después, hablando con Josep Renau
en Berlín. Cuando había reuniones políticas en casa me escondían para que no me
enterara. También recuerdo haber escuchado emisiones de Queipo de Llano en las
que decía que iban a matar a todos los republicanos.
- Eso tenía que impresionar mucho a un niño...
- Hablaba como si estuviera borracho... Y de vez en
cuando se escuchaban los tiros que se cruzaban del cuartel al campo de fútbol.
Luego también vi fusilamientos.
- ¿De dónde le viene la vocación artística?
- Mi padre había querido ser pintor y fracasó. Su
hermano tenía una fábrica de muebles para habitaciones de niños, y él los
decoraba. Yo fui a un colegio comunista, se llamaba Dolores Ibarruri, que
estaba instalado en un antiguo convento. Allí mi padre había pintado, a la
entrada, dos retratos de Marx y Lenin, que yo miraba orgulloso.
Esos retratos y la actividad sindical de su abuelo no
eran el mejor pasaporte hacia una postguerra tranquila. «Mi padre creía que si
nos quedábamos allí nos iban a matar», recuerda el pintor. Por eso, decidió
enviar a sus hijos a la Unión Soviética, como se hizo en tantos lugares cuando
se tuvo conciencia de que el triunfo de los rebeldes era cosa de semanas. El
atribulado padre creía que la URSS era el futuro, pero la madre, «muy
católica», no pensaba lo mismo. Cuando llegó el día de la partida, y con los
niños ya en el tren, «con unos pañuelos rojos al cuello», la mujer tuvo un
arranque, subió al coche, abrazó a sus hijos y los bajó al andén.
- Ahí cambió su destino.
- Por supuesto. Mucho después estuve con un grupo de
españoles en la URSS y no paraba de pensar qué habría sido de mí.
- ¿Cómo fue la postguerra para su familia?
- En mi barrio todos éramos pobres. Yo conozco bien lo
que es el hambre. Recuerdo que mi madre lloraba porque no tenía nada para
darnos de comer. Uno de mis tíos estaba en una cooperativa que importaba carbón
y propuso a mi padre poner una carbonería y él se encargaría del suministro. Y
así fue. Tendría unos 11 años y empecé a repartir carbón por las casas.
- ¿En sacos?
- Sí, en sacos cargados al hombro. Serían sacos de
unos 20-25 kilos. Iba con mi hermano Eduardo, y como yo era el mayor cargaba
con los más pesados. Aún tengo la espalda doblada de cargarlos. A mí me habría
gustado ser futbolista...
- ¿Jugaba bien?
- Era extremo derecho. Mi padre y mi tío también
habían jugado. Mi padre iba a verme jugar y me decía que nunca sería bueno
porque no metía la pierna cuando me enfrentaba a otro jugador, de manera que me
fue conduciendo hacia la pintura.
- Creo
que empezó a pintar usando los carbones de la carbonería.
- Sí, en la pared del local dibujé un 'coyote' (se
refiere al personaje creado por José Mallorquí a comienzos de los cuarenta) y
me hice muy popular. La gente iba a la carbonería a ver el dibujo.
- ¿Y sus estudios? ¿Cómo iban?
- Los dejé a los 11 años porque tenía que trabajar y
algo después entré en una escuela de pintura en la que me fue muy bien y me
recomendaron que fuera a la Escuela de Bellas Artes. Pero para ello era preciso
haber terminado el Bachillerato y tener 18 años y no cumplía ninguna de las dos
condiciones. Al final me dijeron que si superaba un examen podría ingresar y lo
hice. Con 16 años estaba en la Escuela y jugaba al fútbol en un equipo de
tercera regional, que pronto dejé, como le decía antes.
- Siempre dice que aprendió más de los artistas
falleros que de los profesores de la Escuela. ¿Tan malos eran?
- Casi todos estaban allí porque eran del régimen, y
no sabían nada. Aquello era un escándalo. En cambio, muchos de mis compañeros
eran hijos de falleros y estaban todo el día entre pinceles y colores, conocían
los secretos del óleo y los barnices... Nos reíamos de los profesores por su
ignorancia. Y aprendíamos de los falleros. Estéticamente las fallas son
horrorosas pero tienen una gran calidad técnica.
Genovés está sentado ante una mesa en la que se apilan
los materiales de trabajo. En la pared, alineados con una precisión que parece
casi como de catálogo, hay centenares de pinceles de todos los tipos y
grosores. Todos limpios, como si no se hubieran estrenado. También hay cuadros
aún en esbozo y uno de grandes dimensiones colocado en horizontal sobre dos
caballetes. Es en el que trabaja estos días. Mirándolo, el artista comenta cómo
se formó su conciencia política, no en su casa, sino en la Escuela. «En mi
familia, tenían tal temor tras la guerra que nunca se hablaba de política.
Habían fundado la Casa del Pueblo de Valencia pero tuvimos suerte y nadie nos
denunció».
- En la Escuela conocía a gente que se la jugaba y
fueron ellos quienes sembraron la semilla en mí. Luego, oías comentarios y
había unos profesores, pocos, que explicaban temas de cultura e historia. Más
tarde, ya en Madrid, tuve contacto con un pintor llamado Ortega que era
comunista. De todos modos, le diré que los mitos de la resistencia me parecían
un poco monótonos.
- ¿Cómo
llegó entonces a la militancia?
- Existía un club de amigos de la Unesco y allí
encontré algunos comunistas con una gran calidad humana. Eso fue lo que más
llegué a admirar. Luego fundamos en esta casa la Asociación de Artistas
Plásticos, donde también se planteaba la resistencia al régimen. Nos reuníamos
aquí porque al tener dos puertas era más fácil salir corriendo si hacía falta.
- Usted ya era un pintor conocido en ese momento.
- En la Bienal de Venecia de 1966 tuve un gran éxito
pese a que en ese momento ni siquiera tenía una galería. El año anterior,
'Cuadernos para el Diálogo' había convocado una reunión en casa de Dionisio
Ridruejo en la que participé. Para entonces, ya hacía pintura política. Ese
mismo año había expuesto la muestra 'El individuo y la multitud', por la que yo
pensaba que iba a ir a la cárcel.
- ¿Cómo fue?
- Fraga era
entonces ministro de Información y se enteró por un chivatazo. Yo me preparé
para ir a prisión hasta el extremo de que fui a la inauguración con una maletita
en la que llevaba las cosas básicas para estar en el calabozo. Pero el día
antes había salido uno de mis cuadros en la portada de 'ABC', donde lo
interpretaban como un retrato de lo que sucedía en los países socialistas. Eso
me libró de ir a prisión.
Genovés alcanzó a ver la muerte de Franco sin haber
pisado la cárcel, pero supo lo que era un calabozo en 1976, cuando la Junta
Democrática le encargó una pintura para un cartel con la reclamación de
amnistía para los presos políticos. La Policía se incautó de los materiales que
estaban listos para llevar a la imprenta y el pintor estuvo cinco días
incomunicado en los sótanos de la Puerta del Sol, antes de declarar ante el
Tribunal de Orden Público, que lo dejó en libertad sin cargos. El cuadro es 'El
abrazo', la pintura que simboliza la reconciliación necesaria tras cuatro
décadas de dictadura.
- Ese cuadro lo he pintado yo, pero no es mío. Se
hicieron 500.000 carteles, así que es de todos quienes lo tienen o lo tuvieron
colgado en sus casas. Además, cedí los derechos a Amnistía Internacional.
- ¿Se
queda con algo de sus cuadros, un boceto, una foto?
- Mi trayectoria durante un tiempo fue rara. Tengo
fichas de todos, pero durante unos años mis obras salían camufladas al
extranjero porque aquí no se podían vender. Los cuadros que más me gustaban
solía quedármelos, pero mi galería, Marlborough, quería exponer los mejores,
cosa que entiendo.
- Ahora tiene aquí en el estudio dos que acaba de
recuperar y de los que ya no se acordaba.
- Mi hijo Pablo, que es fotógrafo, -tengo otros dos,
Silvia, que es creadora visual, y Ana, escultora- me escondía algunos para que
la familia se los quedara. En total, creo que tengo unos 70 de entre 1962 y
1978.
- ¿Qué siente cuando una obra sale de su estudio para
no volver?
- Le digo 'adiós'. Es como cuando un hijo se va de
casa. Esos cuadros me van a sobrevivir. Muchos sé dónde están pero hay unos mil
de esta temporada de 'clandestinidad' de la que le hablaba a los que he perdido
la pista. De ahí la felicidad que sentí al recuperar estos dos.
- Para el artista, ¿cambia algo que su obra vaya a un
museo o a una colección particular?
- Un cuadro se acaba con la última pincelada. A partir
de ahí me desentiendo de él. La pintura está viva mientras la hago. Luego, si
la veo en una exposición o donde sea, es como si fuera de otro. Y eso me gusta.
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