Lucía Tello Díaz Profesora de la UNIR de Cine y de Formatos Audiovisuales de
Ficción, crítica cinematográfica y realizadora audiovisual
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17/07/2018
De mujeres y 'viejas'
ElHuffPost
Existen
términos que crispan. La palabra "viejo", en cualquiera de sus
acepciones, es una de ellas. Si utilizada como calificativo resulta incómoda,
empleada como sustantivo quiebra todo estoicismo. Se habrán dado cuenta, porque
es muy notorio, que su único uso como nombre es en términos humanos. Un viejo
es siempre alguien mayor, no cabe lugar a la duda; un disco puede ser vintage;
una pintura, una antigüedad; y una joya, una reliquia. El ser humano es el
único que al madurar pierde su naturaleza (hombre o mujer) por su condición
temporal. Esto, convendrán conmigo, es especialmente sangrante en el caso
femenino, para quienes la vejez se entiende como un proceso en el que se
transforman en algo fachoso y aun caricaturesco.
El cancionero popular ya nos
recordaba, hace tiempo, aquel trágico suceso de la calle 24, instándonos a
sentir lástima por 'la vieja', por el gato y por la punta del zapato. Ese
término, el de 'vieja', solo traduce en un estado de metamorfosis perenne: la
de una persona que fue mujer y, por la acción del tiempo, se transmutó en otra
cosa. Trasladado a la actualidad, los tópicos se diseminan no por cánticos ni
juegos de palmas, sino mediante muy directos productos audiovisuales que nos
indican, con todo detalle, quiénes somos y qué se espera de nosotros en cada
uno de nuestros estadios vitales.
Vivimos inmersos en un orden en el
que la juventud es un grado, y en el que los años se traducen en brechas
infranqueables
Resulta
sorprendente cómo somos capaces de tolerar determinados aspectos relacionados
con las mujeres maduras, sin un ápice de conciencia crítica. Hace años se
retrataba 'con cariño' (debemos entender), a las señoras qué, esas
personas representadas por hombres que se muestran criticonas o ingenuas,
iletradas y que viven en un mundo que en todo les es ajeno. Se antojaba
desagradable chasquearse (insisto, 'con cariño'), de quienes han debido abrirse
camino con carencias, abusos, trabajo duro y vicisitudes; es de muy mal gusto
hacer humor sobre la base de quienes no han tenido oportunidad de ser quienes
podrían haber sido; mujeres que, en la mayor parte de los casos, sienten un
profundo encogimiento y sumisión. Curioso que tengan que ser representadas por
hombres; curioso que nadie haya hecho nunca el retrato de un señor qué.
Hace varios años, en 2011, Jane
Fonda participó en una conferencia de TEDxWomen, en la que detallaba cómo se
enfrentaba al que denominó "tercer acto". Fonda, que sabiamente
hablaba de una segunda vida que se añade a nuestro ciclo como adultos,
denunciaba el antiguo paradigma de la vejez entendida como decrepitud. En su
lugar, la actriz proponía una nueva metáfora simbolizada por una escalera, lo
que acertó en designar "la ascensión del espíritu humano". En vez de
estar condenados a desaparecer, los hombres y mujeres del tercer acto están
impelidos a crecer, a desarrollarse, a profundizar en aquello a lo que no
pudieron dedicarle tiempo por tener que estar subyugados al deber.
Lo pernicioso de esta cultura del
descarte es que, en nuestro desdén, hemos obviado a las personas,
convirtiéndolas en meros objetos
Sin embargo,
este nuevo paradigma no encuentra resonancias en nuestro tejido social. Al
contrario, vivimos inmersos en un orden en el que la juventud es un grado, y en
el que los años se traducen en brechas infranqueables. Llevado al extremo, la
integrante del nuevo cine alemán, Margarethe von Trotta, presentó en 2017 Olvídate
de Nick, una cinta que, pese a no resultar ni de lejos lo mejor de la
cineasta, sí que elaboraba un discurso acorde con la pérdida de identidad a
resultas de los años. Jade (Ingrid Bolsø Berdal), una diseñadora en su
treintena, sufre el abandono de su marido Nick (Haluk Bilginer), treinta años
mayor. Este, que ya estaba divorciado de Maria (Katja Riemann) una alemana en
su cincuentena, vive ahora con una modelo de veinte años, quien parece
comprenderle (captemos el eufemismo) mucho mejor que las dos anteriores. Pese a
que Nick es un hombre de éxito, la mitad de la casa que comparte con Jade es de
María, quien llega a su ático de Nueva York para reclamar lo que también es
suyo. Incapaz de costear la compra de su parte, y sin dinero suficiente como
para poder vivir autónomamente, Jade deberá convivir bajo el mismo techo con María,
sintiendo que el eje de sus vidas es el sexagenario Nick. Este, todo hay que
decirlo, ha comprendido perfectamente que el tercer acto de su vida debe
destinarse a vivirlo; ellas, al contrario, deben aceptar que han sido
sustituidas a causa de su caducidad.
Lo
pernicioso de esta cultura del descarte es que, en nuestro desdén, hemos
obviado a las personas, convirtiéndolas en meros objetos. Mujeres
intercambiables y coleccionables que deben ceder su puesto cuando la edad les
da una nueva identidad, una identidad, por lo demás, que nadie querría. Por
ello resulta esencial rescatar las palabras de Jane Fonda, interiorizar su
espíritu y comprender que ser mayor no tiene por qué ser una condena. Puede que
algún día seamos viejas, ojalá sea así; pero eso no significa que estemos
obligadas a ser señoras qué.
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