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sábado, 3 de agosto de 2019

SODOMA (Poder y Escándalo en el Vaticano) Novela por entregas Capítulo 18


18

A CEI



En esto el cardenal italiano Angelo Bagnasco se quita el anillo cardenalicio de su anular derecho y me lo da espontáneamente. Con una precisión de diamantista, este hombrecillo arrugado me tiende la sortija en la palma de su mano y yo la tomo con la mía. Admiro el gesto. La escena transcurre al final de nuestra conversación, cuando estábamos hablando del traje de los cardenales y el anillo cardenalicio. Para un obispo no es el «anillo del pescador», reservado al papa, sino la marca de su relación privilegiada con los fieles. Reemplaza a la alianza de las personas casadas, quizá signifique que se han casado con sus ovejas. En ese preciso momento, sin sus atributos y el símbolo de su cargo episcopal, ¿el cardenal se siente examinado, como desnudado?

A diferencia de su reloj lujoso y su cadena episcopal con cruz pectoral de metal precioso, que también es suntuosa, el anillo de Angelo Bagnasco es más sencillo de lo que me imaginaba. En el anular de muchos cardenales y arzobispos a los que visité, vi piedras tan preciosas, tan ostentosas con sus colores verde amatista, amarillo rubí y violeta esmeralda, que me pregunté si no serían simples cuarzos translúcidos pintados en Marraquech. He visto anillos que deformaban los dedos, a cardenales homófilos con un anillo granate que, según se dice, espanta a los demonios y, en las manos de cardenales enclosetados, sortijas con venturinas engastadas. ¡Y menudo engaste! Todos saben que el desliz sería ponerse el anillo en el pulgar. ¡O en el índice!

La verdad es que todos los alzacuellos y todos los clergymen se parecen. Y aunque Maria, una de las dependientas de De Ritis, prestigiosa tienda sacerdotal que está cerca del Panteón romano, ha tratado de explicarme la variedad de cortes y formas, para una mirada laica como la mía hay muy poca diferencia entre esos hábitos sofocantes. A falta de variedad en su ropa —no todos los cardenales tienen la audacia de Su Eminencia Raymond Burke—, los altos prelados compensan esa carencia con joyas. ¡Y qué joyas! ¡Una verdadera «lluvia de cientos de diamantes», como escribe el Poeta! Cuánta elegancia, cuánto estilo, cuánto gusto en la elección de las tallas, las combinaciones y los colores. Ese zafiro, ese diamante, ese rubí balaje, esas piedras son tan finas, están tan bien labradas, que se ajustan como un guante, piensa uno, a unos cardenales que también son preciosos. Y cuántos valores así reunidos, que convierten a esos hombres, culpables de tan dulces hurtos, en auténticas cajas fuertes. A veces he visto prelados straight-laced con unas cruces pectorales tan espectaculares, con sus diamantes engastados y sus animales bíblicos enroscados o enlazados, que parecen salidos de un dibujo de Tom of Finland. Y qué variedad también en los gemelos, a veces tan vistosos, que los prelados, sorprendidos de su propia audacia, casi no se atreven a llevar para no delatarse.

El anillo de Angelo Bagnasco, en cambio, es muy sencillo. Ni de un rectangular reluciente, ni de oro con diamante incluido, como uno de los que llevó el papa Benedicto XVI. Conociendo al hombre, esa sencillez no deja de asombrar.

—Los cardenales pasan mucho tiempo escogiendo su anillo. Muchas veces lo encargan a medida. Es una etapa importante y a veces una inversión económica nada desdeñable —me explica uno de los dependientes de Barbiconi, una famosa tienda de vestidos eclesiásticos, cruces pectorales y anillos, sita en la romana Vía Santa Caterina da Siena. Y añade, con espíritu comerciante—: No hace falta ser sacerdote para comprar un anillo.

El cardenal Jean-Louis Tauran, cuando lo visité, llevaba un reloj Cartier, una cruz ecuménica (regalo de su amigo íntimo, un sacerdote anglicano) y un sublime anillo singular, verde y oro, en el anular derecho.

—Este anillo que está mirando tiene mucho valor sentimental para mí —me dijo Tauran—. Lo mandé hacer con las alianzas de mi padre y mi madre fundidas juntas. Con ese material, el joyero formó mi anillo cardenalicio.

Como descubrí a lo largo de mi investigación, algunos prelados solo llevan un anillo. Con humildad, graban en el anverso la figura de Cristo, un santo o un apóstol, por ejemplo; a veces prefieren grabar un crucifijo o la cruz de su orden religiosa; en el reverso puede verse el escudo episcopal o, si es un cardenal, bajo su anagrama, el escudo del papa que le ha elevado a la púrpura. Otros cardenales tienen varios anillos, una verdadera panoplia, y los cambian para la ocasión como cambian de sotana.

Esta excentricidad es comprensible. Los obispos que llevan hermosas perlas me recuerdan a esas mujeres tapadas que vi en Irán, Catar, los Emiratos Árabes Unidos o Arabia Saudí. El rigor del islam, que no solo se extiende al cabello, al grosor y la anchura del hiyab, sino también a la longitud de las mangas de la camisa o de los vestidos, relega la elegancia femenina al pañuelo, que con sus colores llamativos, sus formas provocativas y sus caros tejidos de cachemira, seda pura o angora, son su consecuencia paradójica. Lo mismo sucede con los obispos católicos. Obligados por su panoplia de Playmobil, alzacuellos y zapatos negros, dan rienda suelta a su imaginación más loca exhibiendo sortijas, relojes y gemelos.

 De tiros largos y repeinado, el cardenal Bagnasco me recibe en una residencia privada de la Vía Pio VIII, un callejón sin salida que está detrás del Vaticano, aunque se tarda en llegar veinte minutos a pie desde la plaza de San Pedro. Hay que dar un largo rodeo a pleno sol por una calle en cuesta, lo que retrasa mi llegada; además el cardenal ha fijado la hora de nuestra entrevista de manera imperiosa, como suelen hacer los prelados, que no conciertan citas sino que imponen su horario, sin posibilidad de discutir. ¡Hasta los ministros italianos son más acomodaticios y hospitalarios! Por todos estos motivos, llego un poco tarde a la convocatoria y un poco sudoroso también. El cardenal me invita a usar el cuarto de baño. Es en ese momento cuando me envuelve una nube de olores.

Refinado y coqueto, bien untado de pomadas; ya me habían hablado de los perfumes del cardenal Bagnasco, de bosque, de ámbar, de ciprés o de hespéride, y ahora entiendo por qué. ¿Es Égoïste de Chanel, La Nuit de L’homme de Yves Saint Laurent o Vétiver de Guerlain? Sea cual sea, al cardenal rebosante de colonia le gusta acicalarse. Rabelais se burlaba de la flatulencia de los cardenales italianos; ¡nunca imaginó que llegaría un día en que se burlarían de ellos porque huelen a cocotte!

En el fondo, los perfumes desempeñan más o menos la misma función que las sortijas. Permiten la singularidad cuando el clergyman impone la uniformidad. El ámbar, la violeta, el almizcle, la champaca, ¡qué de olores he descubierto en el Vaticano! ¡Qué de aceites! ¡Qué de fragancias! ¡Qué «desbandada de perfumes»! Pero ¿untarse con Opium no es ya hacer la apología discreta de una adicción?

Durante mucho tiempo Angelo Bagnasco fue el dignatario más poderoso y más alto de la Iglesia italiana. Más que cualquier otro obispo de su país, fue el gran visir del «catolicismo espagueti» (como se podría llamar al catolicismo italiano para distinguirlo del catolicismo de la santa sede). Hizo y deshizo carreras y contribuyó a crear cardenales.

En 2003 le nombraron arzobispo castrense, un cargo que, según decía, le excitaba «con trepidación» porque se trataba de una «diócesis muy grande» que consistía en evangelizar a «los soldados de toda Italia y más allá, de las misiones militares en el extranjero». Fue elegido arzobispo de Génova en 2006 en sustitución de Tarcisio Bertone cuando este pasó a ser secretario de Estado de Benedicto XVI; más tarde, el papa, con quien se dice que tenía afinidad, le creó cardenal. Lo más importante es que durante diez años, entre 2007 y 2017, presidió la Conferencia Episcopal Italiana, la famosa CEI, hasta que el papa Francisco le apartó.

Que un periodista y escritor francés le vaya a ver después de esa jubilación forzosa, a él, al proscrito, al desterrado, le enternece. No habla francés, ni inglés, ni español, ni ninguna lengua extranjera, a diferencia de la mayoría de los cardenales, pero pone buena voluntad para explicarse, traducido por Daniele, mi investigador italiano.

El cardenal Bagnasco es un hombre apresurado, de los que echan los terrones de azúcar en el café sin molestarse en quitar el papel para ganar tiempo. Los que le conocen, pero no le quieren, me lo han descrito como un hombre irascible y vengativo, ladino, «pasivo autoritario», según un sacerdote que le conoció bien en la CEI, donde alternaba la zanahoria y el palo para imponer sus criterios. Pero con nosotros se muestra cortés y paciente. Solo que Bagnasco no para de tamborilear con el pie, cada vez más deprisa. ¿Por tedio o porque querría hablar mal del papa pero se contiene?

Desde su caída, Bagnasco anda en busca de su nuevo paraíso. El que fuera un aliado cínico de Benedicto XVI y del cardenal Bertone hoy les reprocha que, con Francisco, hayan precipitado a la Iglesia en la aventura y lo desconocido. No es un cumplido ni para este ni para aquellos.

Por descontado, delante de nosotros el cardenal anillado y abotonado no critica a sus correligionarios, y menos aún al papa. Pero las expresiones de su cara delatan su pensamiento. Por ejemplo, cuando pronuncio el nombre de cardenal Walter Kasper y sus ideas geopolíticas, Bagnasco me corta, con una horrible cara de desprecio. El nombre del más progresista de sus adversarios provoca en su rostro un gesto tan explícito que, darwiniano a pesar suyo, Bagnasco es una prueba viviente de que el hombre desciende del mono.

—Ese no tiene ni idea de diplomacia —se limita a decir, secamente, Bagnasco.

Y cuando empezamos a hablar de las tensiones dentro de la Conferencia Episcopal Italiana, del intento del cardenal Bertone de recuperar el control de la CEI, Bagnasco se vuelve hacia Daniele y le dice en italiano, refiriéndose a mí, con ademán inquieto e interrogativo:

Il ragazzo è ben informato! —(«El chico está bien informado».)

Entonces Bagnasco me dirige una mirada significativa. Una de esas miradas extrañas, decisivas, súbitamente distintas. Es uno de esos momentos en que los ojos de un cardenal se cruzan con los míos, como me ha sucedido varias veces. Me miran fijamente, me escrutan, me penetran. Dura solo un instante, un segundo, pero algo ha pasado. El cardenal Bagnasco se pregunta, me mira, titubea.

El cardenal baja la mirada y concreta su pensamiento:

—En efecto, el cardenal Bertone quiso ocuparse de las relaciones entre la Iglesia y el gobierno italiano. Pero yo seguí con lo mío. El gobierno italiano es tarea del CEI, no del Vaticano.

(El cardenal Giuseppe Betori, antiguo secretario general de la CEI, lo confirma cuando hablo con él en Florencia.)

Y después de una pausa, el cardenal, que soñó con ser papabile pero tuvo que poner coto a sus ambiciones, refiriéndose indirectamente a Bertone, añade:

—Cuando estás en la curia, cuando estás en el Vaticano, ya no estás en la CEI. Y cuando has estado en la curia y se ha acabado tu misión, tampoco vuelves a la CEI. Se acabó y ya está.

Ahora le hablo de las uniones civiles homosexuales a sabiendas de que el cardenal Bagnasco fue su principal oponente en Italia. Y en un arranque de audacia trato de saber si la posición de la Iglesia ha evolucionado con el papa Francisco.

—Nuestra posición sobre las uniones civiles era la misma hoy que hace diez años —zanja el cardenal.

Y es entonces cuando Bagnasco trata de convencerme de la justeza de su posición. Comienza una larga disertación para justificar la discriminación homosexual alentada por la Iglesia italiana, como si la CEI fuese independiente del Vaticano. Como teólogo puede pasar, pero como filósofo deja mucho que desear: para respaldar su tesis me cita (bien) los Evangelios y el Catecismo católico, y se basa en el pensamiento de los filósofos Habermas y John Rawls (a quien parafrasea descaradamente). Como me pasa con la mayoría de los cardenales —Kasper era una excepción—, me llama la atención la mediocridad filosófica de su pensamiento, pues instrumentaliza a los autores, hace una lectura escorada de los textos y, por razones ideológicas, solo entresaca algunos argumentos de un razonamiento complejo y anacrónico. ¡A este paso solo falta que Bagnasco me cite El origen de las especies, un libro que he visto en la biblioteca de su sala de espera, para justificar la prohibición del matrimonio gay en nombre de la evolución de las especies!

Un poco sinuoso y ladino yo también, cambio de tema para preguntarle al cardenal Bagnasco sobre los nombramientos de Francisco y sobre su situación personal. ¿Qué piensa de que, para ser creado cardenal, con Benedicto XVI hubiera que ser antigay y con Francisco gay-friendly?

El tesorero mayor de las manifestaciones antigáis en Italia me mira y sonríe de dientes para afuera. Con el pelo bien peinado, la cadena al cuello, el alzacuellos bien abotonado, perfumado y acicalado, Bagnasco parece perturbado por mi pregunta, pero no se delata. Su lenguaje corporal habla por él. Nos despedimos como buenos amigos, con la promesa de volver a vernos. Hombre siempre con prisas, apunta nuestros e-mails y, dos veces, el móvil de Daniele.

La Conferencia Episcopal Italiana (CEI) es un imperio dentro del imperio. Durante mucho tiempo fue incluso el Reino.

Desde la elección del polaco Wojtyla, confirmada por las del alemán Ratzinger y el argentino Bergoglio, al quedarse los italianos sin papas, la CEI pasó a ser la antecámara del poder de una teocracia de otro tiempo como es el Vaticano. Cuestión de geopolítica y de equilibrio mundial.

A no ser que se apartara del poder a los cardenales de la CEI por haberlo ejercido de un modo demasiado imprudente con Angelo Sodano y Tarcisio Bertone. O que les estén haciendo pagar hoy sus camarillas y sus arreglos de cuentas asesinos que pervirtieron el catolicismo italiano y quizá le costaron la vida a Juan Pablo I y la corona a Benedicto XVI.

El caso es que la CEI ya no produce papas, y cardenales cada vez menos. Puede que esto cambie algún día, pero de momento el episcopado italiano se repliega en la península. Pese a todo, esos cardenales y obispos se consuelan con el ingente trabajo que queda por hacer a domicilio. Hay mucha tarea. Para empezar, la lucha contra el matrimonio gay.

Desde que Bagnasco fuera elegido presidente de la CEI, poco después de la elección de Benedicto XVI, las uniones civiles han pasado a ser una de las principales inquietudes del episcopado italiano. Lo mismo que Rouco en España o Barbarin en Francia, Bagnasco opta por dar la batalla: quiere echarse a la calle y convocar a las masas. Es más pérfido que el primero y más rígido que el segundo, pero llevó bien el timón.

No cabe duda de que la CEI, con sus propiedades inmobiliarias, sus medios de comunicación, su soft power, su influencia moral y sus miles de obispos y curas instalados hasta en el pueblo más pequeño, tiene en Italia un poder exorbitante. También tiene un peso político decisivo, lo que a menudo va acompañado de abusos y tráficos de influencia.

—La CEI siempre ha intervenido en la política italiana. Es rica, es poderosa. En Italia el cura y el político caminan juntos, ¡se han quedado en Don Camillo! —ironiza Pierre Morel, exembajador de Francia en la santa sede.

Todas las personas con quienes hablé en el episcopado, en el Parlamento italiano o en el despacho del presidente del gobierno confirman esta influencia decisiva en la vida pública italiana. Ocurrió sobre todo cuando, con Juan Pablo II, el cardenal Camillo Ruini, predecesor de Bagnasco, presidía la Conferencia Episcopal. Fue la edad de oro de la CEI.

—El cardenal Ruini era la voz italiana de Juan Pablo II y tenía al parlamento italiano en un puño. Eran los grandes años de la CEI. Con Bagnasco y Benedicto XVI ese poder se redujo. Con Francisco se ha desbaratado por completo —me resume un prelado que vive dentro del Vaticano y conoce personalmente a los dos expresidentes de la CEI.

El arzobispo Rino Fisichella, que también tuvo un cargo en la CEI, me confirma esta opinión durante dos entrevistas:

—El cardenal Ruini era un pastor. Tenía una inteligencia profunda y una visión política clara. Juan Pablo II confiaba en él. Ruini era el principal colaborador de Juan Pablo II para los asuntos italianos.

Un diplomático destinado en Roma, fino conocedor de la máquina vaticana, confirma a su vez:

—Desde el principio del pontificado el cardenal Ruini le dijo a Juan Pablo II, en resumidas cuentas: «Voy a descargarle de los asuntos italianos, pero los quiero por completo, íntegramente». Cuando le dieron lo que quería hizo su trabajo. Lo hizo muy bien.

 Desde el comedor del cardenal Camillo Ruini la vista de los jardines del Vaticano es tan espectacular como estratégica. Estamos en el último piso del Pontificio Seminario Romano Minore, un ático lujoso situado en el límite del Vaticano.

—Es un lugar fabuloso para mí. Se ve el Vaticano desde arriba, pero no se está dentro. Estamos pegados, al lado, pero fuera —bromea, con semblante serio, Ruini.

Para reunirme con este cardenal de 88 años tuve que mandar muchas cartas y hacer muchas llamadas telefónicas, en vano. Un poco desconcertado por la falta repetida de respuesta, nada corriente en la Iglesia, acabé dejándole al portero de la residencia el libro blanco como un regalo para el cardenal retirado, con una nota. Entonces su asistente me concertó una cita, precisando que «Su Eminencia ha aceptado recibirle por la belleza de su letra escrita con pluma azul». ¡De modo que el cardenal era un esteta!

—He estado veintiún años al frente de la CEI. Gracias a mi labor y a las circunstancias favorables pude convertir la CEI en una organización importante. Juan Pablo II se fiaba de mí. Siempre lo hizo. Fue para mí un padre, un abuelo. Fue un ejemplo de fuerza, sabiduría y amor a Dios —me dice Ruini en un francés más que correcto.

Al viejo cardenal se le ve muy contento de conversar con un escritor francés y se toma su tiempo (cuando me marcho, al final de nuestra entrevista, me escribe su número de teléfono privado en un papelito y me anima a volver a verle).

Mientras tanto Ruini me cuenta su historia; cómo se convirtió en un joven teólogo, su pasión por Jacques Maritain y los pensadores franceses, la importancia de Juan Pablo II, cuya muerte fue el primero en anunciar, como corresponde al cardenal vicario de Roma, con una «declaración especial» antes de que el sustituto Leonardo Sandri hiciera el anuncio oficial en San Pedro; la historia de la CEI y de su «proyecto cultural», pero también el abandono de la religión y la secularización que tanto han debilitado la influencia de la Iglesia italiana. Sin acritud, pero con cierta melancolía, habla del glorioso pasado y la decadencia actual del catolicismo. «Los tiempos han cambiado mucho», añade, no sin tristeza.

Le pregunto al cardenal por los motivos de la influencia de la CEI y sobre el papel que tuvo en ella:

—Creo que mi capacidad fue el arte de gobernar. Siempre era capaz de tomar decisiones, de marcar una dirección y avanzar. Esa fue mi fuerza.

Se ha hablado a menudo del dinero de la CEI, la clave de su influencia.

—La CEI es el dinero —me confirma un alto dignatario del Vaticano. Ruini lo reconoce sin titubear:

—El concordato entre el Estado italiano y la Iglesia dio mucho dinero a la CEI.

También hablamos de política y el cardenal insiste en sus lazos con la democracia cristiana, lo mismo que con Romano Prodi y Silvio Berlusconi. Durante varias décadas ha conocido a todos los presidentes del gobierno de la república.

—Hay una auténtica compenetración entre la Iglesia italiana y la política del país, ese es el problema, es lo que lo ha pervertido todo —me explica, por su parte, uno de los sacerdotes italianos que ha estado en la CEI, Menalcas (se ha cambiado su nombre).

 Mi conversación con Menalcas fue una de las más interesantes de este libro. Este sacerdote estuvo en el centro de la máquina CEI durante los años en que el cardenal Camillo Ruini, y luego el cardenal Angelo Bagnasco, eran los presidentes. Estuvo en primera fila. Hoy Menalcas es un cura amargado, cuando no anticlerical, una figura compleja e inesperada como las que segrega el Vaticano con una regularidad desconcertante. Decidió hablar conmigo y describirme minuciosamente desde dentro, y de primera mano, el funcionamiento de la CEI. ¿Por qué habla? Por varios motivos, como algunos de los que se expresan en este libro: primero a causa de su homosexualidad, ya asumida, posterior a su salida del armario, que le hace considerar intolerable «la homofobia de la CEI»; luego para denunciar la hipocresía de muchos prelados y cardenales de la CEI a los que conoce mejor que nadie, antigáis en público y homosexuales en privado. Muchos ligaron con él, y conoce los códigos y las reglas opacas del derecho de pernada dentro de la CEI. Menalcas también habla por primera vez porque ha perdido la fe, y al haber pagado un alto precio por su infidelidad —desempleo, pérdida de amigos, que le han dado la espalda, aislamiento— se ha sentido traicionado. Hablé con él durante unas diez horas, en tres ocasiones, con varios meses de intervalo, lejos de Roma, y sentí afecto por este cura dolorido. Fue el primero en revelarme un secreto que nunca habría imaginado. Este es el secreto: la Conferencia Episcopal Italiana, según él, es una organización de predominio gay.

—Como muchos curas italianos, como la mayoría de ellos, entré en el seminario porque tenía un problema con mi sexualidad —me cuenta Menalcas en una de nuestras comidas—. No sabía lo que me pasaba y tardé mucho en entenderlo. Era, sin duda, una homosexualidad reprimida, un rechazo interno tan fuerte que no solo era impronunciable, sino también incomprensible, incluso para mí. Y como la mayoría de los curas, no tener que ligar con chicas, no tener que casarme, fue para mí un verdadero alivio. La homosexualidad fue uno de los motores de mi vocación. El sacerdocio célibe es un problema para un cura heterosexual, pero un chollo para el joven gay que era yo. Era la liberación.

El sacerdote casi nunca ha contado esta parte de su vida, su parte de sombra, y me dice que este diálogo es como un bálsamo para él.

—Fue cerca de un año después de ordenarme sacerdote cuando el problema se presentó realmente. Yo tenía 25 años. Traté de olvidarlo. Me decía que no era afeminado, que no era como ellos, que no podía ser homosexual. Y luché.

La lucha era demasiado desigual. Dolorosa, injusta, tormentosa. Habría podido llevarle al suicidio, pero se cristalizó en el odio a sí mismo, matriz clásica de la homofobia interiorizada del clero católico.

Al joven cura se le presentan dos soluciones, como a la mayoría de sus correligionarios: asumir su homosexualidad y salirse de la Iglesia (pero solo tenía títulos de teología y ninguna experiencia en el mercado de trabajo) o empezar una doble vida secreta. La puerta o el armario, en suma.

En Italia la rigidez del catecismo sobre el celibato y la castidad heterosexual siempre tuvieron por corolario una gran tolerancia hacia la «inclinación». Todos los testigos con quienes hablé confirman que durante mucho tiempo la homosexualidad fue un auténtico rito de paso en los seminarios italianos, en las iglesias y en la CEI, siempre que fuera discreta y permaneciera relegada a la esfera privada. El acto sexual con una persona del mismo sexo no hipoteca la regla sacrosanta del celibato heterosexual, al menos el espíritu, cuando no la letra. Y mucho antes de que Bill Clinton inventara la fórmula, la regla del catolicismo italiano sobre la homosexualidad, la matriz de Sodoma, fue: «Don’t Ask, Don’t Tell».

Siguiendo un itinerario clásico, que concierne a la mayoría de los dirigentes de la CEI, Menalcas fue cura y gay. Un híbrido.

—La gran fuerza de la Iglesia es que se ocupa de todo. Uno se siente seguro y protegido, es difícil marcharse. De modo que me quedé. Empecé a llevar una doble vida. Opté por ligar en el exterior y no dentro de la Iglesia para evitar los rumores. Fue una decisión precoz; otros, en cambio, prefieren la opción contraria y solo ligan dentro de la Iglesia. Mi vida de cura gay no fue sencilla. Era una batalla contra mí mismo. Hoy, cuando miro hacia atrás y me veo en esa pelea, aislado, solo, me veo desesperado. Lloraba delante de mi obispo, que me hacía creer que no entendía por qué. Tenía miedo. Estaba aterrorizado. Estaba en una trampa.

Fue entonces cuando el cura descubrió el secreto principal de la Iglesia italiana: la homosexualidad es tan general, tan omnipresente, que la mayoría de las carreras dependen de ella. Si se escoge bien al obispo, si se sigue la senda adecuada, si se hacen buenas amistades, si se juega al «juego del armario», se suben rápidamente los escalones jerárquicos.

Menalcas me dice el nombre de los obispos que le «ayudaron», de los cardenales que le cortejaron descaradamente. Hablamos de las elecciones de la CEI, «una batalla mundana», me dice; del poder de los imperios que crearon a su alrededor los cardenales Camillo Ruini y Angelo Bagnasco; de la actuación solapada de los secretarios de Estado Angelo Sodano y Tarcisio Bertone en el Vaticano; de la actuación igual de extravagante del nuncio apostólico encargado de Italia, Paolo Romeo, un íntimo de Sodano, futuro arzobispo de Palermo y cardenal creado por Benedicto XVI. Hablamos también de los nombramientos de los cardenales Crescenzio Sepe en Nápoles, Agostino Vallini en Roma y Giuseppe Betori en Florencia, que obedecen a las lógicas clánicas de la CEI.

Por otro lado, Menalcas me explica los nombramientos «negativos» del papa Francisco, esos obispos influyentes que no han llegado a cardenales, unos «no nombramientos» que para él son tan reveladores. Así, por castigos o penitencias, varias grandes figuras de la CEI siguen esperando la púrpura: ni el obispo de Venecia, Francesco Moraglia, ni el obispo Cesare Nosiglia en Turín, ni el obispo Rino Fisichella han sido creados cardenales. En cambio, Corrado Lorefice y Matteo Zuppi (conocido con el nombre cariñoso de «Don Matteo» en la comunidad de Sant’Egidio de la que procede) fueron nombrados respectivamente arzobispo de Palermo y de Bolonia, y parece que encarnan la línea de Francisco, cercanos a los pobres, los excluidos, los prostituidos y los migrantes.

—¡Aquí me llaman «Eminencia» aunque no soy cardenal! Es por costumbre, porque todos los arzobispos de Bolonia han sido siempre cardenales —me dice Matteo Zuppi, divertido, cuando me recibe en su despacho de Bolonia.

Gay-friendly, relajado, expresivo, locuaz, abraza a sus visitantes, habla sin rodeos y acepta dialogar regularmente con las asociaciones LGBT. Sincero o estratega, en todo caso es lo contrario que su predecesor, el hipócrita cardenal Carlo Caffarra, maníaco del control, homófobo furibundo y, por supuesto, closeted.

Menalcas es tranquilo y preciso. Me habla de la postura antigay del cardenal italiano Salvatore De Giorgi, al que conoce bien; de las interioridades secretas del movimiento Comunión y liberación y del célebre Progetto Culturale della CEI. En nuestra conversación sale a relucir un escándalo, el caso Boffo, del que hablaré más adelante. Cada vez, Menalcas, que lo ha vivido todo desde dentro, que ha participado en las reuniones decisivas e incluso en los encubrimientos, me explica estos sucesos con lujo de detalles, revelándome los motivos ocultos.

La salida de Menalcas de la CEI se llevó a cabo sin escándalo ni coming out. El sacerdote sintió la necesidad de apartarse y recuperar su libertad.

—Un día me fui. Eso es todo. Mis amigos me querían mucho cuando era cura, pero cuando dejé de serlo se olvidaron de mí. No han vuelto a llamarme. No he recibido ni una sola llamada.

En realidad los dirigentes de la CEI hicieron todo lo posible para que el sacerdote Menalcas permaneciera dentro del sistema. Dejar que se marchara, con todo lo que sabía, era demasiado arriesgado. Le hicieron proposiciones que no se rechazan, pero él se mantuvo en sus trece.

La salida de la Iglesia es un camino de sentido único. Cuando se hace esa elección, se queman las naves. Toda salida es definitiva. Para el antiguo abad Menalcas el precio fue exorbitante.

—Ya no tenía amigos ni dinero. Todos me abandonaron. ¿Es esa la enseñanza de la Iglesia? Me da pena por ellos. Si pudiera volver atrás, está claro que no sería cura.

—¿Por qué se quedan ellos?

—¿Por qué se quedan? Porque tienen miedo. Porque no tienen adónde ir. Cuanto más tiempo pasa, más difícil es irse. Siento pena por los amigos que se han quedado.

—¿Sigues siendo católico?

—Por favor, no me hagas esa pregunta. El modo en que me ha tratado la Iglesia, el modo en que me han tratado esas personas, eso no se puede llamar «católico». ¡Me siento tan feliz por haberme marchado y estar out! Out de la Iglesia y también públicamente gay. Ahora respiro. Es una pelea diaria para ganarme la vida, para vivir, para reconstruirme, pero soy libre. SOY LIBRE.

 La CEI, organización con predominio gay por su sociología, es ante todo una estructura de poder. Cultiva con paroxismo las relaciones de fuerza. En ella la cuestión homosexual es central, porque está presente en las tramas que se enfrentan, en las carreras que se hacen y deshacen, y porque puede servir de arma de presión, pero la clave de su funcionamiento estructural es ante todo el poder.

—Soy un gran admirador de Pasolini, como todos los curas. Y diría que en algunos aspectos la CEI es parecida a Salò o las 120 jornadas de Sodoma, su película de Pasolini inspirada en el marqués de Sade, en términos de la instrumentalización del poder. Cuanto más se asciende en la jerarquía, más te conmocionan los abusos de un poder que no tiene límites —me explica Menalcas.

A excepción del breve intento del cardenal Bertone, secretario de Estado de Benedicto XVI, para recuperar el control a finales de los años dos mil, la CEI siempre ha sido celosa de su autonomía. Pretende gestionarse a sí misma sin la intervención del Vaticano y se encarga directamente de las relaciones entre la Iglesia católica y la clase política italiana. De esta «compenetración», por usar el término del antiguo abad Menalcas, han nacido «acuerdos» de gobierno casi cocinados, muchos compromisos, fuertes tensiones y multitud de escándalos.

—Siempre fuimos muy autónomos. El cardenal Bertone trató de recuperar la CEI pero fue un desastre. El conflicto entre Bertone y Bagnasco fue lamentable. Causó daños muy graves. Pero Bagnasco resistió bien —me explica el cardenal Camillo Ruini (quien no menciona en nuestra conversación el hecho de que el desastre en cuestión fue el caso Boffo, otro que gira alrededor de la cuestión gay).

Durante mucho tiempo la CEI fue afín a la Democracia Cristiana, el partido político italiano de centro derecha fundado alrededor de una suerte de cristianismo social con un fuerte espíritu anticomunista. Pero su oportunismo la ha mantenido siempre próxima al poder de turno. Cuando Silvio Berlusconi presidió el gobierno italiano por primera vez en 1994, un sector importante de la CEI se dedicó a flirtear con su partido Forza Italia y a escorarse más a la derecha.

Oficialmente, por supuesto, la CEI no se rebaja a hacer política «politiquera» y se mantiene al margen de las disputas, pero como confirman las más de sesenta entrevistas que hice en Roma y en unas quince ciudades italianas, el noviazgo de la CEI con Berlusconi era un secreto a voces. Esta relación contra natura, que duró por lo menos de 1994 a 2011, con Juan Pablo II y Benedicto XVI, durante los tres periodos en que Berlusconi gobernó Italia, estuvo jalonada de discusiones, entre otras cosas sobre los nombramientos de cardenales.

En aquella época el cardenal arzobispo de Florencia, Giuseppe Betori, que me recibe en su inmenso palacio de la Piazza del Duomo, fue estrecho colaborador del cardenal Ruini, como secretario general de la CEI. Durante la conversación, registrada con su aprobación y en presencia de mi investigador Daniele, el amable cardenal de cara de manzana, me cuenta detalladamente la historia de la CEI.

—Puede decirse que la CEI se creó con Pablo VI. Antes no existía. La primera reunión informal se celebró justamente aquí, en Florencia, en 1952, en este mismo despacho, donde se habían reunido los cardenales italianos que estaban al frente de una diócesis. Todavía era muy modesta.

Betori hace hincapié en el carácter «maritainiano» de la CEI (por el nombre del filósofo francés Jacques Maritain), lo que podría interpretarse como una opción democrática de la Iglesia y un deseo de romper con el fascismo de Mussolini y con el antisemitismo. También pudo ser un deseo de organizar la separación de la esfera política y la religiosa, una especie de laicidad a la italiana (algo que, dicha sea la verdad, nunca fue la idea de la CEI). Por último, se puede hacer otra lectura, la de una masonería católica, con sus códigos y sus cooptaciones.

—Desde sus comienzos la CEI consideró que todo lo concerniente a Italia y las relaciones con el gobierno italiano debía pasar por ella y no por el Vaticano —añade el cardenal.

Como secretario general de la CEI, Betori pudo sopesar el poder del catolicismo italiano. El cardenal fue uno de los principales impulsores de las manifestaciones de 2007 contra las uniones civiles e incitó a los obispos a echarse a la calle.

En aquella ocasión había dos estructuras que fueron esenciales para preparar la movilización antigay. La primera era intelectual, la segunda más política. El presidente de la CEI, Camillo Ruini, afín, como hemos visto, a Juan Pablo II y al cardenal Sodano, previó la batalla futura sobre las cuestiones de moral sexual. Con gran olfato político, Ruini ideó el famoso Progetto Culturale della Cei (su proyecto cultural). Este laboratorio ideológico definió la línea de la CEI sobre la familia, el sida y, poco después, las uniones homosexuales. Para prepararlo hubo reuniones confidenciales en torno al cardenal Ruini, su secretario general Giuseppe Betori, su ghostwriter Dino Boffo y un responsable laico, un tal Vittorio Sozzi.

—Éramos un grupo de obispos y sacerdotes con laicos, literatos, científicos y filósofos. Quisimos replantearnos juntos la presencia del catolicismo en la cultura italiana. Mi idea era reconquistar a las élites, volver a ganarnos al mundo de la cultura —me explica Camillo Ruini. Y añade—: Lo habíamos hecho ya con los obispos [Giuseppe] Betori, Fisichella y Scola, y también con el periodista Boffo.

(Mantuve contactos con Boffo en Facebook y con Sozzi por teléfono, pero rechazaron las entrevistas formales, a diferencia de monseñor Betori, Fisichella y, por tanto, Ruini. Por otro lado, el entorno de Mauro Parmeggiani, antiguo secretario particular del cardenal Ruini, hoy obispo de Tívoli, fue decisivo para este relato sobre la CEI.)

—Fue allí, en ese curioso cenáculo, donde se ideó la estrategia de la CEI contra el matrimonio gay. Su paternidad corresponde a Ruini, influido por Boffo, con una lógica profundamente gramsciana: reconquistar a las masas católicas para la cultura —me dice una fuente que asistió a varias de esas reuniones.

La matriz de esa auténtica «guerra cultural» recuerda a la que creó la «nueva derecha» estadounidense en los años ochenta, a la que se añade, pues, la dimensión del gramscismo político. Según Ruini, la Iglesia, para asegurar su influencia, debía recrear una «hegemonía cultural» apoyándose en la sociedad civil, sus intelectuales y sus intermediarios culturales. Este «gramscismo para zoquetes» puede resumirse en una frase: la batalla política se ganará con la batalla de ideas. Extraña apropiación, por cierto. Que el ala conservadora de la Iglesia italiana reivindicara a un pensador marxista para hacer semejante caricatura resultaba, de entrada, un tanto sospechoso. (Durante dos entrevistas el arzobispo Rino Fisichella, figura central de la CEI, me confirma el carácter neogramsciano del «proyecto cultural», pero considera que no hay que sobrevalorarlo.)

El cardenal Ruini, flanqueado por Betori, Boffo, Parmeggiani y Sozzi, pensó con buena dosis de cinismo e hipocresía que mediante la batalla de ideas se podía devolver la fe a los italianos. La sinceridad es otra historia.

—El Progetto Culturale della CEI no era un proyecto cultural, pese a lo que daba a entender su nombre, sino un proyecto ideológico. Era la idea de Ruini y terminó con él, cuando se fue, sin dar ningún resultado —me dice el padre Pasquale Iacobone, un sacerdote italiano que hoy es uno de los responsables del «ministerio de Cultura» de la santa sede.

Poco cultural, pues, e incluso poco intelectual, a juzgar por el testimonio de Menalcas:

—¿Cultural? ¿Intelectual? Eso era sobre todo ideológico y un asunto de cargos. El presidente de la CEI, primero Ruini, que estuvo tres mandatos, y luego Bagnasco, que estuvo dos, decidían quiénes eran los curas que debían ascender a obispos y qué obispos debían ser creados cardenales. Le pasaban su lista al secretario de Estado del Vaticano, la discutían con él, y ya está.

La segunda fuerza que tuvo un papel en esta movilización antigay fue el movimiento Comunión y liberación. A diferencia de la CEI o de su progetto culturale, que eran estructuras elitistas y religiosas, CL, como se la conoce, es una organización laica con varias decenas de miles de miembros. Fundado en Italia en 1954, este movimiento conservador tiene hoy ramificaciones en España, Latinoamérica y muchos países. Durante los años setenta y ochenta CL se acercó a la Democracia Cristiana de Giulio Andreotti, y luego, por puro anticomunismo, llegó a aliarse con el Partido Socialista Italiano. En los años noventa, tras el declive de la Democracia Cristiana y los socialistas, los dirigentes del movimiento pactaron con la derecha de Silvio Berlusconi. Decisión oportunista que le saldría cara a Comunión y liberación y provocó el inicio de su decadencia. Al mismo tiempo, CL se acercó a la patronal italiana y a los sectores más conservadores de la sociedad, alejándose de su base y sus ideales originarios. El artífice de este endurecimiento fue Angelo Scola, futuro cardenal de Milán, que también fue uno de los organizadores de la batalla contra las uniones civiles en 2007.

Cuando la izquierda formó gobierno, su nuevo jefe Romano Prodi anunció su intención de crear un estatuto legal para las parejas del mismo sexo, una suerte de unión civil. Para italianizarla y no copiar el nombre estadounidense civil union ni el francés pacte civil de solidarité, el proyecto adoptó un extraño nombre: DICO («DIritti e doveri delle persone stabilmente COnviventi»), (Derechos y deberes de las personas establemente convivientes»).

A raíz del anuncio oficial de Romano Prodi y la aprobación por el gobierno italiano del proyecto de ley en 2007, la CEI y Comunión y liberación se pusieron en pie de guerra. El cardenal Ruini (aunque era amigo de Prodi), seguido de su sucesor Bagnasco, pusieron en danza a la Iglesia italiana. El cardenal Scola, aliado cínico de Berlusconi, hizo otro tanto. Berlusconi, sin ser tan voluble como ellos, compartía la homofobia de los cardenales italianos. ¿Acaso no había declarado que «es mejor apasionarse por las bellas mujeres que ser gay»? Era un buen presagio. Y un aliado fiable.

—Prodi era amigo mío, es verdad. Pero ¡no sobre las uniones civiles! Paramos la ley. ¡Derribé su gobierno! ¡Derribé a Prodi! Las uniones civiles: ese fue mi campo de batalla —me cuenta con entusiasmo el cardenal Camillo Ruini.

Al gobierno de Prodi le cayó encima inmediatamente una multitud de textos, notas pastorales y entrevistas de prelados. Se crearon asociaciones católicas, algunas artificiales, y los grupos partidarios de Berlusconi se agitaron. La Iglesia, en realidad, no necesitaba que la empujaran, se movilizó sin ayuda, en conciencia, pero también por motivos internos.

—Los obispos y los cardenales más activos contra la DICO eran los prelados homosexuales, que con ese alboroto esperaban demostrar que no eran sospechosos. Era un gran clásico —comenta otro sacerdote de la CEI con quien hablé en Roma.

Esta explicación, evidentemente, es parcial. Una serie de circunstancias desafortunadas explica la movilización sin precedentes de los obispos y sus excesos. En efecto, justo cuando empezaron las discusiones sobre el proyecto de ley DICO estaba en curso el proceso de nombramiento del nuevo presidente de la CEI. Hubo una competición feroz entre varios candidatos potenciales, Ruini, el saliente, y dos arzobispos, Carlo Caffarra de Bolonia y Angelo Bagnasco de Génova, que se disputaban el puesto.

A esto hay que añadir otra incongruencia italiana. A diferencia de lo que ocurre en otras conferencias episcopales, tradicionalmente es el papa quien nombra al presidente de la CEI a partir de una lista de nombres propuestos por los obispos italianos. Juan Pablo II había nombrado a Ruini, pero en 2007 Benedicto XVI era quien tenía que abrir el melón sucesorio. Esto explica, en parte, la increíble escalada homófoba que se abatió sobre el proyecto de ley de Prodi.

El cardenal Ruini escribió en esta época un texto tan furibundo contra las parejas gais que el Vaticano le pidió que moderase el tono (según dos fuentes internas de la CEI). El muy closeted Caffarra, por su parte, despotricó en los medios contra los gais y denunció la existencia de un lobby suyo en el parlamento, pues era «imposible considerar católico [a un diputado] si acepta el matrimonio homosexual» (Caffarra bajó el tono de la noche a la mañana cuando fue definitivamente descartado para ocupar la presidencia de la CEI). En cuanto a Bagnasco, más intransigente que nunca, aumentó su presión y encabezó la cruzada anti-DICO para congraciarse con Benedicto XVI. Quien acabó nombrándole presidente de la CEI, en medio de esta controversia, en marzo de 2007.

Un cuarto hombre se movió en la escena romana. Él también pensaba que estaba en la short list del papa Benedicto XVI y de su secretario de Estado Tarcisio Bertone, que vigilaba atentamente todo el asunto. ¿Quería dar garantías? ¿Le incitaron a hacer campaña? ¿Se lanzó solo por vanidad? Rino Fisichella, famoso obispo italiano, afín a Angelo Sodano, era el rector de la Universidad Pontificia Lateranense (más tarde Benedicto XVI le nombró presidente de la Pontificia Academia para la Vida, y desde 2010 es presidente del Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización).

—No se puede ser cristiano y vivir de una manera pagana. Ante todo hay que poner el estilo de vida en primer plano. Si el estilo de vida de los creyentes no es coherente con la profesión de fe, hay un problema —me dice sin ningún rubor Rino Fisichella cuando, en presencia de Daniele, le entrevisto en su despacho. (También está grabado, con su autorización.)

De modo que para adecuar su fe y su estilo de vida Fisichella también hizo campaña. El que fuera uno de los ideólogos de la CEI, al frente de su comisión para la «doctrina de la fe», redobló la intensidad de sus actitudes de rigidez frente a la cuestión homosexual, tal como lo demuestra que participara al frente de las manifestaciones contra las uniones civiles.

—Durante quince años fui capellán del parlamento italiano. Por eso conocía bien a los diputados —me confirma Fisichella.

Esta guerrilla de la Iglesia italiana tuvo efectos políticos importantes. El gobierno de Prodi, tecnocrático y débil en lo político, no tardó en dividirse sobre la cuestión y sobre algunas otras, desgastándose rápidamente hasta caer menos de dos años después de su formación. Berlusconi volvió a gobernar por tercera vez en 2008.

La CEI había ganado la batalla. DICO pasó a la historia. Pero ¿no había ido la Iglesia demasiado lejos? Empezaron a alzarse voces, sobre todo después de una homilía, ya famosa, del arzobispo Angelo Bagnasco, a quien mientras tanto el papa Benedicto XVI había creado cardenal como recompensa por su movilización. Ese día Bagnasco llegó a poner en el mismo saco el reconocimiento de las parejas homosexuales, la legitimación del incesto y la pedofilia. Sus palabras causaron gran revuelo entre los laicos y los círculos políticos italianos. También le valieron amenazas de muerte, y aunque la policía de Génova consideró que la amenaza era poco seria, Bagnasco pidió y obtuvo, a fuerza de presiones, un guardaespaldas.

 En Italia el ala «izquierda» del episcopado estuvo representada durante este periodo por el cardenal Carlo Maria Martini, que rompió el silencio para mostrar su desacuerdo con la línea de Ruini, Scola, Fisichella y Bagnasco. A Martini, antiguo arzobispo de Milán, se le puede considerar una de las figuras más gay friendly de la Iglesia italiana y también una de las más marginadas durante el papado de Juan Pablo II. Este jesuita liberal nacido en Turín ha escrito varios libros abiertos a los problemas sociales. También es conocido por una célebre entrevista con el exalcalde de Roma en la que se mostraba favorable a los homosexuales. En otros textos ha defendido la idea de un «Vaticano III» para hacer una reforma profunda de la Iglesia sobre los asuntos de moral sexual, y ha mostrado una actitud abierta en el debate sobre las uniones homosexuales, aunque no las fomente. Ha defendido el uso del preservativo en determinadas circunstancias, en claro desacuerdo con las posiciones del papa Benedicto XVI, que se opuso frontalmente a él. Por último, ha escrito una columna en el periódico Corriere della Sera donde no ha dudado en abrir el debate sobre el sacerdocio femenino o la ordenación de hombres casados, los famosos viri probati.

—La Iglesia italiana tiene una deuda con Martini. Sus intuiciones, su forma de ser obispo, la profundidad de sus opiniones, su propensión al diálogo con todos, en suma, su valentía, eran propios de una visión moderna del catolicismo —me explica el arzobispo Matteo Zuppi, próximo a Francisco, durante una entrevista en su despacho de Bolonia.

Al margen del Consejo de las Conferencias Episcopales Europeas que presidió de 1986 a 1992, Carlo Maria Martini formó parte del grupo llamado de San Galo, una ciudad suiza donde se reunieron durante varios años, entre 1995 y 2006, de manera privada, casi secreta, varios cardenales moderados entre los que estaban los alemanes Walter Kasper y Karl Lehmann, el italiano Achille Silvestrini, el belga Godfried Danneels y el británico Cormac Murphy-O’Connor, con el propósito declarado de proponer un sucesor progresista a Juan Pablo II: Carlo Maria Martini, justamente.

—La iniciativa de reunir este grupo partió de Martini. La primera reunión se celebró en Alemania, en mi diócesis, y luego todas las citas tuvieron lugar en San Galo —me cuenta el cardenal Walter Kasper a lo largo de varias conversaciones—. Silvestrini acudía siempre y era una de las principales figuras. Pero no era ninguna «mafia», como ha dado a entender el cardenal Danneels. ¡Nada de eso! Nunca se habló de nombres. Nunca se maniobró con vistas al cónclave. Éramos un grupo de pastores y amigos, no un grupo de conspiradores.

Tras la elección de Joseph Ratzinger y la enfermedad de Martini el grupo perdió su razón de ser y se disolvió poco a poco. Hoy, no obstante, cabe pensar que sus miembros presagiaron, cuando no prepararon, la elección de Francisco. El obispo de San Galo, Ivo Fürer, que también era secretario general del Consejo de las Conferencias Episcopales Europeas (con sede, precisamente, en San Galo), era su alma. (La historia de este grupo informal supera el marco de este libro, pero es interesante señalar que en él se discutió con regularidad la cuestión gay. Varios allegados a Ivo Fürer con quienes hablé en San Galo y el cardenal Danneels, entrevistado en Bruselas —hoy Fürer y Danneels están muy enfermos—, me confirmaron que era claramente «un grupo contrario a Ratzinger» y que «algunos de sus miembros eran homófilos».)

Carlo Maria Martini, opuesto a la postura conservadora de Juan Pablo II y a la política represiva de Benedicto XVI —quien no asistió a su funeral—, fue siempre hasta su muerte en 2012, a la edad de 85 años, una cara abierta y moderada de la Iglesia que hallaría meses después, con la elección de Francisco, a su mejor portavoz. (Los votos de los partidarios de Martini ya habían sido para Bergoglio en el cónclave de 2005 para evitar la elección de Benedicto XVI.)

Mientras la CEI trataba de evitar las uniones civiles y neutralizar al herético Martini, se estaba librando en su seno otra batalla grotesca cuyo secreto solo ella conoce. ¿Esa organización escorada claramente a la derecha tenía algunos miembros que eran gais.

Militante de Acción Católica y del movimiento Comunión y liberación, el laico Dino Boffo fue un estrecho colaborador de Camillo Ruini, futuro cardenal y presidente de la CEI, desde principios de los años ochenta. Confidente, íntimo, escritor en la sombra y maestro de Ruini, fue periodista del diario de la CEI, Avvenire, en el que ascendió a director adjunto a principios de los noventa y a director en 1994. Tras la elección de Bagnasco al frente de la CEI, Boffo se arrimó al nuevo cardenal, según varias fuentes. (He dialogado para este trabajo con Boffo en Facebook, donde se ha mostrado inmediatamente locuaz, terminando sus mensajes con un inolvidable «Ciaooooo», pero no quiso hablar on the record; en cambio, un periodista con quien trabajé en Roma se vio con él en un parque y pudo mantener una conversación en la que Boffo, imprudentemente, confirmó varias informaciones de este libro.)

A causa de las diferencias políticas dentro de la CEI y de unas revelaciones sobre los devaneos de Silvio Berlusconi con unas call girls, Dino Boffo, poco antes del verano de 2009, empezó a atacar al presidente del gobierno. ¿Lo hacía por cuenta de otro? ¿Seguía dependiendo de Ruini, o era ya un hombre del nuevo presidente de la CEI, Bagnasco, que presidía el consejo de administración de Avvenire? ¿Alguien quiso, a través de él, comprometer a los cardenales Bagnasco y Ruini? También es sabido que Boffo veía a diario a Stanislaw Dziwisz, el secretario particular del papa Juan Pablo II, de quien recibía órdenes. ¿Fue su protector quien le incitó a escribir esos artículos?

El caso es que Boffo publicó, quizá un poco ingenuamente, una serie de artículos contra Berlusconi poniéndole en la picota por sus calaveradas. El ataque, viniendo del periódico oficial de los obispos italianos, no pasó precisamente inadvertido. Se puede decir que era una declaración de guerra contra Berlusconi y lo que en lenguaje diplomático se llama una inversión de alianzas.

La respuesta del presidente del gobierno no se hizo esperar. A finales del verano de 2009 el diario Il Giornale, que pertenece a la familia Berlusconi, publicó un artículo que arremetía contra Boffo por tener la osadía de dar lecciones de moral a Berlusconi cuando él mismo había sido «condenado por acoso» y era homosexual (se publicó una copia de sus antecedentes penales).

El caso Boffo duró varios años y dio lugar a varios procesos. Mientras tanto la CEI removió a Boffo de su puesto en Avvenire por orden del entorno del papa Benedicto XVI, aunque el episcopado italiano, cuando se demostró que los antecedentes penales publicados eran una falsificación y que tampoco le habían condenado por acoso, le reintegró parcialmente. Dino Boffo fue indemnizado por el despido improcedente y al parecer sigue siendo un empleado de la CEI o de una de sus oficinas. Este asunto se saldó con varias condenas, pues el artículo de Il Giornale era claramente difamatorio.

Según personas que lo conocen bien, el vertiginoso escándalo Boffo fue una secuela de una serie de ajustes de cuentas políticos entre facciones homosexuales del Vaticano y la CEI sobre la cuestión Berlusconi, con un turbio papel del movimiento Comunión y liberación, que hacía de interfaz entre el partido del presidente del gobierno y la Iglesia italiana. El secretario personal del papa Juan Pablo II, Stanislaw Dziwisz, y el cardenal Ruini estuvieron en el centro de esta batalla, lo mismo que los cardenales Angelo Sodano y Leonardo Sandri, o el secretario de Estado Tarcisio Bertone; pero no necesariamente en el mismo bando… debido a las profundas discrepancias.

—En el Vaticano quisieron acabar con la influencia de Ruini, o por lo menos debilitarla, y para ello optaron precisamente por la cuestión gay —comenta el excura de la CEI Menalcas. (Según las revelaciones del libro de Gianluigi Nuzzi Sua Santità, Boffo acusó a Bertone, llamándole por su nombre, de estar detrás del ataque dirigido contra su persona, en unas cartas secretas, hoy públicas, dirigidas a Georg Gänswein. Pero como no aborda claramente la cuestión homosexual, el libro es opaco para quien no conoce esas tramas.)

Todo parece indicar que Boffo quedó atrapado en un enredo de alianzas maquiavélicas enfrentadas y delaciones en serie. Hay quien piensa que el infundio de su supuesta homosexualidad partió de los equipos del secretario de Estado Tarcisio Bertone, de la gendarmería vaticana o del director de L’Osservatore Romano, Giovanni Maria Vian. Todo ello debidamente desmentido, claro está, por un comunicado de la santa sede de febrero de 2010, al que se sumó, en este caso, la CEI. (Las veces que entrevisté —con su autorización para grabar— a Giovanni Maria Vian, afín a Bertone y enemigo de Ruini y de Boffo, negó tajantemente haber sido «el cuervo» del asunto, pero me dio unas claves interesantes. También hablé con el cardenal Camillo Ruini, que salió en defensa de Boffo y Dziwisz.)

—El caso Boffo es un ajuste de cuentas entre gais, entre varias facciones gais de la CEI y el Vaticano —confirma uno de los mejores conocedores del catolicismo romano, que fue consejero del presidente del gobierno italiano en el Palazzo Chigi.

Así aparece otra regla de Sodoma, la duodécima:

Quienes propagan rumores sobre la homosexualidad de un cardenal o un prelado suelen ser homosexuales disimulados que atacan a sus adversarios liberales. Dichos rumores son las principales armas usadas en el Vaticano por unos gais contra otros.

Diez años después del fracaso de la primera proposición de ley, el segundo acto de la batalla sobre las uniones civiles se representa en el parlamento a finales de 2015. Algunos predicen el mismo circo que en 2007, pero en realidad los tiempos han cambiado.

El nuevo presidente del gobierno, Matteo Renzi, que había votado en contra de la proposición de ley diez años antes y había participado en las manifestaciones callejeras, también ha cambiado de parecer. En su discurso de investidura, en 2014, ha prometido una ley de uniones civiles. ¿Por convicción? ¿Por cálculo? ¿Por oportunismo? Seguramente por todas estas razones a la vez y, ante todo, para dar satisfacción al ala izquierda del Partito Democratico y de su mayoría, suma híbrida y cajón de sastre que junta a antiguos comunistas, la izquierda clásica y los moderados procedentes de la democracia cristiana. Uno de los ministros de centroderecha de Matteo Renzi, Maurizio Lupi, es afín al movimiento católico conservador Comunión y liberación. (Para contar esta nueva batalla utilizo mis entrevistas con varios diputados y senadores italianos y con cinco de los principales consejeros de Matteo Renzi: Filippo Sensi, Benedetto Zacchiroli, Francesco Nicodemo, Roberta Maggio y Alessio De Giorgi.)

Matteo Renzi se toma en serio el asunto de las uniones civiles, qué remedio, ya que es el tema candente del momento y un estorbo para la complicada mecánica de su gobierno. Su mayoría puede incluso saltar en pedazos con esta proposición de ley, que aunque no ha sido iniciativa suya, está dispuesto a defender si el parlamento se pone de acuerdo sobre el texto.

En 2014 Italia todavía es uno de los pocos países occidentales sin ley de protección para las coppie di fatto («parejas de hecho»), sean o no heterosexuales. El país está a la cola deEuropa occidental, todos le critican y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos le ha condenado varias veces. En la propia Italia el Tribunal Constitucional ha pedido al parlamento que haga una ley al respecto. Matteo Renzi ha incluido el asunto en su «agenda de los mil días», prometiendo un texto para septiembre de 2014 (luego olvidaría su promesa).

La presión no hace más que aumentar. El alcalde de Roma, Ignazio Marino, reconoce 16 matrimonios homosexuales celebrados en el extranjero, inscribiéndolos en el registro civil italiano, lo que provoca un vivo debate en la mayoría. Los alcaldes de Milán, Turín, Bolonia, Florencia, Nápoles y otras quince ciudades se suman. Con la intención de atajar el movimiento, Angelino Alfano, ministro del Interior de Renzi (miembro del Nuovo Centrodestra), declara que esas inscripciones son ilegales y no tienen efectos jurídicos: los alcaldes, ironiza, se han limitado a dar su «autógrafo» a esas parejas.

En Bolonia, adonde viajo a finales de 2014, el ambiente es tenso. El alcalde de la ciudad, Virginio Merola, acaba de replicar al ministro del Interior: «Io non obbedisco» («Yo no obedezco»). Y en un tuit proclama: «Bolonia está en pole position para defender los derechos civiles». La comunidad gay, especialmente bien organizada, se alinea detrás de su alcalde.

En Palermo, adonde viajo en el mismo periodo, el presidente de la asociación Arcigay, Mirko Antonino Pace, me describe una movilización sin precedentes en una región, Sicilia, que suele considerarse conservadora en asunto de costumbres.

—Durante las primarias —me dice Mirko— Matteo Renzi era el más tímido de los candidatos sobre los derechos LGBT. Su oposición al matrimonio era firme. Pero, a diferencia de los anteriores jefes de gobierno, ahora parece que quiere hacer algo.

En la primavera de 2015 viajo a Nápoles, Florencia y Roma para hablar con militantes gais italianos y tengo la impresión de que el movimiento LGBT es una verdadera olla a punto de estallar. En todas partes los militantes se reúnen, salen a la calle y se movilizan.

—Italia está cambiando paso a paso. Algo ha ocurrido después del referéndum de Irlanda. Italia no evoluciona sola, se ve obligada, invitada, a cambiar. ¿Cómo es posible que no haya ninguna ley a favor de las parejas homosexuales en Italia? ¡Todos se dan cuenta de que es injustificable! Si queremos que haya cambio, tenemos que creer en él —me explica Gianluca Grimaldi, un periodista a quien conocí en Nápoles en 2015.

Lo que sigue preocupando a Renzi es el calendario. En esos días le confiesa a su equipo: «Nos arriesgamos a perder el voto católico». Entonces titubea y trata de ganar tiempo. En efecto, el papa ha convocado un segundo sínodo sobre la familia en el Vaticano para octubre de 2015 y antes de esa fecha no se puede lanzar el debate sobre las uniones civiles. A los parlamentarios que se impacientan, empezando por Monica Cirinnà, les dicen que todavía hay que esperar.

Cuando me entrevisto con Cirinnà, la senadora que fue la principal impulsora del texto para las uniones civiles, me resume sutilmente las tensiones internas que provocó la proposición de ley:

—Yo sabía que iba a ser una ley difícil y que iba a dividir al país. Una ley que causaría problemas dentro del Partito Democratico, que dividiría profundamente a los italianos entre conservadores y progresistas. Pero el debate no fue nunca entre laicos y católicos, eso sería un error de análisis. El conflicto dividió tanto a las derechas como a las izquierdas, porque en los dos bandos había conservadores y progresistas.

La Iglesia, que no ha dicho aún su última palabra, sigue apremiando a los parlamentarios, incluyendo a los de izquierda. El cardenal Bagnasco, que continúa al frente de la Conferencia Episcopal Italiana, amenaza con sacar a la calle a los obispos y parlamentarios para volver a derribar el gobierno.

—Sabíamos que los obispos italianos, movilizados por el cardenal Bagnasco, bien conocido por sus ideas ultraconservadoras, se disponían a usar todos sus contactos de dentro y fuera del parlamento para que no se aprobara la ley —confirma Monica Cirinnà.

Matteo Renzi, un antiguo scout católico, está bien informado de la situación interna de la Iglesia y de las motivaciones personales de ciertos prelados. En el Palazzo Chigi, sede de la presidencia del gobierno italiano, su jefe de gabinete, Benedetto Zacchiroli, antiguo seminarista y diácono, es abiertamente homosexual. Se encarga de las relaciones con la CEI y sigue el asunto de cerca. ¡La derecha conservadora ataca a Renzi en varias ocasiones por tener a un gay para encargarse de las relaciones con los católicos!

Los parlamentarios de izquierda atacan por el mismo flanco. Por ejemplo, en Bolonia y en Nápoles. Según dos testimonios de primera mano que participaron en la «negociación», el cardenal Carlo Caffarra, arzobispo de Bolonia, recibió un «aviso» a causa de su homofobia legendaria: en una tensa reunión le hicieron saber que circulaban rumores sobre su doble vida y su entorno gay, y que si se movilizaba contra las uniones civiles era probable que los activistas gais difundieran esta vez sus informaciones… El cardenal escuchó, abrumado. En las semanas siguientes el reprimido bajó el tono por primera vez y atenuó sus ardores homófobos. (Carlo Caffarra ha fallecido, por lo que me he informado al respecto con políticos locales, un alto responsable de la policía, el gabinete del presidente del gobierno y el sucesor de Caffarra en Bolonia, el arzobispo Matteo Zuppi.)

En Nápoles, al parecer, se selló un pacto de otra naturaleza con el cardenal Crescenzio Sepe. Este antiguo prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos era conocido por sus simpáticas difamaciones, sus pícaras alegrías y su afición a los encajes. Hombre de Juan Pablo II, se distinguió por unas declaraciones iracundas contra el Gay Pride de Nápoles, ciudad de la que es arzobispo desde 2006. En pleno debate sobre las uniones civiles, unos militantes homosexuales se pusieron en contacto con él discretamente para rogarle moderación. Como circulaban rumores sobre su gestión económica y sobre ciertos asuntos mundanos (recogidos por los medios y en varios libros) que habían afectado a su reputación y quizá le habían costado su puesto en Roma, Crescenzio Sepe se mostró esta vez menos rígido. El feroz antigay de 2007 pasó a ser casi gay-friendly en 2016. Quizá por miedo al escándalo, el cardenal llegó a ofrecer invitaciones a los activistas gais para que pudieran asistir a un encuentro con el papa. (Monseñor Sepe no quiso recibirme pese a mi insistencia; no obstante, dos militantes gais, un periodista napolitano y un diplomático destinado en la ciudad me han confirmado estas informaciones.)

Tal como se presentaba el debate, Matteo Renzi no tenía intención de renunciar a su proyecto de ley para dar gusto a unos obispos que, como hemos visto, se pirraban por los encajes, pero tampoco quería enfrentarse a la Iglesia. Entonces, a finales de 2015, decidió pactar con el ala moderada de la CEI (pues este organismo, como en el conflicto palestino-israelí, tenía sus «halcones» y sus «palomas»). Antes, con Juan Pablo II y Benedicto XVI,

la CEI era un monolito brezneviano; entonces, con Francisco, papa gorvachoviano, un lugar de debates y de clanes. Podía haber acuerdo.

El diálogo se entabló al más alto nivel con monseñor Nunzio Galantino, el nuevo secretario de la CEI, gay-friendly y cercano a Francisco. Según mis informaciones, no hubo ningún chantaje, aunque es posible que el obispo tuviera miedo de que la prensa italiana sacara del armario algún capelo cardenalicio. Los parlamentarios movilizados y apoyados por el Palazzo Chigi presentaron a las «palomas» de la CEI, con una dialéctica muy propia de la izquierda, una alternativa simple. Era el lenguaje habitual de la izquierda, que agita la amenaza y el fantasma de la extrema izquierda para que se aprueben sus reformas. La alternativa era esta: uniones civiles con el gobierno actual, sin derecho de adopción, o matrimonio gay, y adopción, con la izquierda dura, los activistas gais y el Tribunal Supremo. Vosotros veréis.

A estas reuniones entre los responsables de la mayoría política y la CEI se sumaron —estoy en condiciones de revelarlo aquí— otras, secretas, entre Matteo Renzi y el propio papa Francisco, en las que se abordó franca y extensamente la cuestión de las uniones civiles. Lo tradicional era que los presidentes del gobierno italiano dialogaran «desde el otro lado del Tíber», según la famosa expresión que significa que solicitaban informalmente el parecer del Vaticano. Pero esta vez Matteo Renzi se reunió personalmente con el papa para solucionar el problema en directo. Hubo varias citas ultraconfidenciales, siempre de noche, entre Francisco y Renzi, ellos solos, sin la presencia de los respectivos consejeros. (Uno de los principales consejeros de Matteo Renzi me confirmó estos encuentros secretos, que al menos fueron dos.)

Es imposible conocer el contenido exacto de estos contactos confidenciales. Pero hay tres cosas claras: en Argentina, a comienzos de los años dos mil, el papa se había mostrado favorable a las uniones civiles, y luego se había opuesto al matrimonio, de modo que un posible acuerdo con Matteo Renzi en la misma línea parece coherente. Además, Francisco no se pronunció contra las uniones civiles en 2015-2016 ni se entremetió en el debate político italiano. Permaneció en silencio, ¡y es bien sabido que el silencio de los jesuitas también es una toma de posición! Y sobre todo: la CEI no se movilizó violentamente contra las uniones civiles en 2016, como lo había hecho en 2007. Según mis informaciones, el papa le pidió a su fiel monseñor Nunzio Galantino, después de ponerle al frente de la CEI, que mantuviera un perfil bajo.

El realidad en el Palazzo Chigi comprendieron que la Iglesia podía ser «nominalista», una divertida palabra que evoca los misterios entre los papas de Aviñón, los frailes franciscanos y sus novicios en El nombre de la rosa de Umberto Eco.

—La CEI se volvió nominalista. Quiero decir que estaba dispuesta a dejarnos las manos libres, sin decirlo, si no se tocaban la palabra «matrimonio» ni los sacramentos —me confía otro consejero de Renzi.

En el Palazzo Chigi siguen con atención la batalla interna de la CEI posterior a este acuerdo secreto y se divierten con el duro enfrentamiento entre facciones heteros, criptogáis, unstraights y enclosetados. La consigna del papa, que al parecer fue no oponerse a las uniones civiles, inmediatamente transmitida por Nunzio Galantino, provocó vivas reacciones del ala conservadora de la CEI. Francisco, a raíz de su elección, había impuesto a Galantino como secretario general, pero este no tenía plenos poderes. El cardenal Angelo Bagnasco seguía siendo presidente en 2014-2016, aunque sus días estaban contados (el papa le apartó en 2017).

—En 2016 nos movilizamos contra la proposición de ley exactamente igual que en 2007 —insiste y repite Bagnasco cuando hablo con él.

El cardenal Bagnasco, partidario de un catolicismo guerrero, movió todos sus hilos en la prensa, en el parlamento y, por supuesto, en el episcopado. El periódico Avvenire, beligerante, prodigaba artículos contra las uniones civiles. Asimismo, una contribución al debate dirigida a todos los parlamentarios en julio de 2015 hacía una «llamada a la cordura». Bagnasco se activó en todos los frentes, como en los momentos trepidantes de 2007.

Pero el espíritu del tiempo no era el mismo. El Family Day de febrero de 2007, cuando más de 500 asociaciones espoleadas por la CEI se movilizaron contra la primera proposición de ley sobre las uniones civiles, no tuvo el mismo éxito en junio de 2015.

—Esta vez fue un fiasco en todas partes —me dice Monica Cirinnà.

El movimiento se desinfló. En realidad, lo que había prevalecido era la línea de los franceses: el argumento de las uniones civiles como baluarte contra el matrimonio fue decisivo. Sin olvidar que como el papa nombraba a los cardenales y obispos, enfrentarse a él significaba comprometer su futuro. Con Juan Pablo II y Benedicto XVI la homofobia era una condición para la consagración; con Francisco los «rígidos» que llevaban una doble vida ya no estaban en olor de santidad.

—Bagnasco estaba ya en decadencia. Se encontraba muy debilitado y ya no le apoyaban ni el papa ni la curia. Se dio cuenta de que, si se empecinaba y se significaba demasiado contra la proposición de ley, precipitaría su caída —me confía un consejero de Matteo Renzi.

—Las parroquias no se movilizaron —reconoce por su parte, con pena, un cardenal conservador.

La opción final por la que optó la CEI puede resumirse en una frase: «llegar a un compromiso». La CEI confirmó su oposición a la ley, pero, a diferencia de 2007, contuvo a sus huestes. En 2016 los halcones de 2007 se convirtieron en palomas. En lo que no cedió fue en la adopción. Incluso maniobró bajo cuerda para que ese derecho ofrecido a las parejas homosexuales se retirase del proyecto de ley (una línea que también podría ser la del papa).

La CEI halló un aliado inesperado en esta enésima batalla: el Movimiento Cinco Estrellas de Beppe Grillo. Según la prensa italiana y mis propias fuentes, el partido populista, que cuenta con varios homosexuales disimulados entre sus dirigentes, negoció con el Vaticano y la CEI un pacto maquiavélico: la abstención de sus parlamentarios sobre la adopción a cambio de que la Iglesia apoyara a su candidata en las elecciones municipales de Roma (en efecto, Virginia Raggi fue alcaldesa en 2016). En este sentido se habrían celebrado varias reuniones, una de ellas en el Vaticano, con tres dirigentes del Movimiento Cinco Estrellas, en presencia de monseñor Becciu, «ministro del Interior» del papa y, quizá, de monseñor Fisichella, un obispo que durante mucho tiempo fue muy influyente en la CEI. (Estas reuniones se hicieron públicas en una investigación de La Stampa. También me las ha confirmado una fuente interna de la CEI. Podrían indicar cierta ambigüedad del papa Francisco. Preguntado al respecto, monseñor Fisichella niega haber participado en ninguna reunión de este tipo.)

La pusilanimidad de Matteo Renzi y el pacto secreto del Movimiento Cinco Estrellas se tradujeron en otro compromiso: el derecho a la adopción se retiró de la proposición de ley. Gracias a esta importante concesión el debate se calmó. Las cinco mil enmiendas de la oposición se redujeron a varios cientos, y la ley llamada «Cirinnà», por el nombre de su impulsora, se aprobó por fin.

—Esta ley ha cambiado realmente a la sociedad italiana. Las primeras uniones se celebraron con fiestas, organizadas a veces por los propios ayuntamientos de las grandes ciudades, que invitaban a los vecinos a acudir a felicitar a las parejas. En los primeros ocho meses posteriores a la aprobación de la ley se celebraron en Italia más de tres mil uniones civiles —me dice Monica Cirinnà, la senadora del Partito Democratico que, por su lucha, se convirtió en uno de los iconos de los gais italianos.

 El papa Francisco, por tanto, hizo limpieza a fondo en la CEI. Al principio le pidió al cardenal Bagnasco, con cierta perversión jesuita, que hiciera él mismo el trabajo de limpiar los desfalcos y los abusos de poder de la Conferencia Episcopal Italiana. El santo padre no quería una Iglesia italiana autorreferencial (uno de sus códigos secretos para hablar de los «practicantes») con sus potentados locales, su clericalismo y su corporativismo arribista. Dondequiera que mirase, en las grandes ciudades italianas siempre veía homófilos y closeted al frente de los principales arzobispados. ¡Había más «practicantes» en la CEI que en el ayuntamiento de San Francisco!

El papa le pidió sobre todo a Bagnasco que tomara medidas radicales en materia de abusos sexuales, mientras que la CEI siempre había evitado denunciar a la policía y a la justicia a los curas sospechosos. De hecho, en este aspecto, el papa Francisco se quedaba corto: desde que se reveló un documento interno en 2014 sabemos que la CEI de los cardenales Ruini y Bagnasco organizó un verdadero sistema de protección, exonerando a los obispos de la obligación de transmitir lo que sabían a la justicia y negándose incluso a escuchar a las víctimas. Y eso a pesar de que en los años noventa y dos mil los casos de abusos sexuales en Italia fueron numerosos, siempre minimizados por la CEI. (El caso de Alessandro Maggiolini, que era obispo de Como, es sintomático: el prelado, ultrahomófobo y a la vez closeted, fue respaldado por la CEI cuando se le acusó de proteger a un cura pedófilo.)

Después de pedirle a Bagnasco que hiciera el trabajo sucio y de imponerle un adjunto que no era de su agrado (el obispo Nunzio Galantino), el papa apartó definitivamente al cardenal.

—Es una técnica jesuita clásica. Francisco nombra un adjunto, Galantino, que empieza a decidirlo todo en lugar de su jefe, Bagnasco. Luego, un buen día, reemplaza al jefe acusándole de no decidir nada y haberse vuelto inútil —me explica una vaticanista francesa que conoce el Vaticano al dedillo. Y añade—: ¡El papa aplicó la misma técnica maquiavélica con el cardenal Sarah, con el cardenal Müller, con Burke, con Pell!

La relación se tensa un poco más cuando Bagnasco, que quizá se ha dado cuenta de la trampa en que ha caído, cuestiona la propuesta del papa de vender iglesias italianas para ayudar a los pobres: «Será una broma», comenta, pendenciero, Bagnasco.

Francisco le sanciona por primera vez excluyéndole de la sesión plenaria de la importante Congregación para los Obispos, que tiene una función crucial en el nombramiento de todos los prelados. En su lugar, contra la costumbre establecida, nombra al número dos dela CEI. Como el cardenal sigue oponiéndose a las reformas, minimizando el problema de los abusos sexuales y denostándole en privado, el papa impone al sustituto de Bagnasco sin dejarle siquiera la esperanza de poder ser candidato a su propia sucesión. Así, en 2014, Francisco crea cardenal a Gualtiero Bassetti, un obispo bergogliano bastante favorable a las uniones civiles homosexuales (es uno de los pocos italianos elevados a la púrpura en este pontificado) y en 2017 le nombra presidente de la CEI.

Otras cabezas caen en esta escabechina. El obispo de curia Rino Fisichella, gran manipulador de la CEI, que esperaba el cardenalato, se cae de la lista de posibles candidatos. Angelo Scola, poderoso cardenal arzobispo de Milán y figura tutelar de la corriente conservadora Comunión y liberación, también pasa a la reserva por decisión de Francisco, que le cobra así a este representante del ala ratzingueriana sus trapicheos políticos, su alianza cínica con Berlusconi y sus silencios sobre los abusos sexuales de los sacerdotes.

Al mismo tiempo Francisco decapita el Progetto Culturale della CEI, estructura tan homófila como homófoba de la CEI, destituyendo específicamente a Vittrio Sozzi y marginando a Dino Boffo.

La línea de Francisco es clara. Quiere normalizar e italianizar de nuevo la CEI. Es como si les dijera a sus obispos: «A fin de cuentas ustedes solo representan a Italia».

Durante mucho tiempo, en el Vaticano, la regla de las destituciones había sido el dulce eufemismo de promoveatur ut amoveatur: promovido para ser removido. Se nombraba a un prelado para una nueva misión cuando se le quería apartar de la que estaba desempeñando. Ahora Francisco ni siquiera se ponía guantes. Destituía sin previo aviso y sin nuevo destino.

—Francisco es de una perversidad muy ladina. Por ejemplo, para sustituir a un prelado conocido por su afición a los prostitutos ha nombrado en una ciudad italiana a un obispo conocido por su lucha contra la prostitución —me dice un arzobispo.

Un sacerdote de la curia, de los que están mejor informados, me hace este análisis, que comparten varios prelados o estrechos colaboradores del papa:

—Creo que Francisco, quien sin embargo no es nada ingenuo y sabía lo que se podía encontrar, se quedó patidifuso con la homosexualización del episcopado italiano. De modo que, si al principio llegó a pensar que podía «limpiar» de cardenales, obispos y prelados homófilos el Vaticano y la CEI, hoy se ve obligado a convivir con ellos. A falta de candidatos heterosexuales no ha tenido más remedio que rodearse de cardenales gais, sabiendo a ciencia cierta que lo son. Ya no se hace ilusiones de poder cambiar las cosas. Solo aspira a «contener» el fenómeno. Lo que trata de hacer es una política de «contención».

Algo es algo.



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