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LA HIJA
MAYOR DE LA IGLESIA
Después de España y antes de Italia,
detengámonos ahora en Francia, que en los últimos años también ha padecido
todos los excesos del catolicismo, sus prejuicios, sus ascensiones fulgurantes
y sus abusos sexuales. La diplomacia vaticana movió allí sus peones y Francia
se convirtió en un enorme terreno de juego, pese a la laicidad: esta guerra
contra el «matrimonio para todos» declarada por el Vaticano empezó con una
victoria en Marengo y terminó con una derrota pírrica.
Francia,
«hija mayor de la Iglesia». Para empezar vamos a detenernos en esta expresión,
repetida hasta la saciedad por todos los cardenales y obispos franceses y
puesta otra vez de moda por el papa Juan Pablo II durante su primer viaje
oficial a Francia. La fórmula, absurda y ya ridiculizada por Rimbaud, es un
tópico de arzobispos sin ideas. Signo de una peculiaridad nacional y en su día
de una crítica a Roma, fue inventada en 1841 por un dominico, Henri-Dominique
Lacordaire, de quien hoy, tras la publicación de su correspondencia con su
«amigo» Charles de Montalembert, sabemos que formaba con él una pareja homófila
que no dice su nombre.
El cardenal
Barbarin, arzobispo de Lyon, es justamente un «hijo mayor de la Iglesia» y le
gusta recordar su título rimbombante de «primado de las Galias». Pero hoy es el
más conocido, y criticado, de los prelados franceses. Él solo resume la
grandeza y el descrédito de la Iglesia y su enorme hipocresía.
Sin embargo,
todo había empezado bien. Durante mucho tiempo Philippe Barbarin había sido un
sacerdote sin historia, hijo de militar, buen practicante, bien encarrilado en
la buena parroquia, con una trayectoria rectilínea que llenaba de orgullo a los
suyos. Lector de Jacques Maritain, Julien Green y François Mauriac, más que un
intelectual era un literato. Este cura viajero, apasionado por el mundo árabe
(había nacido en Marruecos), no dio mucho que hablar, salvo por su defensa de
los cristianos de Oriente. Pero de repente, en 2012, se lanzó a la mayor
batalla de su vida, la que le colocaría bajo todos los focos y le llevaría a la
perdición. Decidió movilizarse, por motivos «especiales» (según la expresión
irónica de uno de los portavoces de los obispos franceses), contra el
«matrimonio para todos».
La apertura
del matrimonio a las parejas del mismo sexo era una promesa de campaña del
candidato François Hollande. En 2012, al ser elegido presidente de la
república, decidió cumplir su promesa y presentar el proyecto de ley.
Ese otoño un
grupo de asociaciones variadas, muchas de ellas católicas o próximas a los
ambientes conservadores, formaron un colectivo para organizar las primeras
manifestaciones
de protesta. En noviembre se les unieron políticos de la derecha parlamentaria
y la extrema derecha. Una pequeña porción del episcopado francés también se
unió a las manifestaciones, y el cardenal Barbarin —hecho inusual en el país de
la separación de la Iglesia y el Estado— se dejó ver por primera vez en la
calle. Con lo que su mero nombre aportaba a la causa, no tardó en encabezar los
cortejos.
¿Por qué se
movilizó? ¿Por qué este intransigente versátil se arriesgó a dar la cara?
Muchos comprendían la posición de la Iglesia en este debate, pero entre las
decenas de obispos y sacerdotes franceses con quienes hablé, nadie puede
explicar realmente una implicación tan personal, tan obsesiva, tan fanática
como la de Barbarin. El cardenal no se limitó a expresar su desacuerdo con el
proyecto de ley, lo que habría sido comprensible; lo convirtió en un asunto
personal y se puso al frente de las movilizaciones, arriesgándose a arrojar
dudas sobre sus motivos.
Los que se
oponían al proyecto de «matrimonio para todos» inventaron un nombre ingenioso:
«la manif pour tous» («la manifestación para todos»), capaz de reunir a
mucha gente bajo la misma pancarta. ¡Y funcionó! En las calles, decenas de miles
de personas, que pronto fueron cientos de miles, desfilaron con consignas a
veces divertidas y otras más viciosas: «Queremos sexo, no género», «Alto a la
familiofobia», «Papá lleva pantalones», o la muy delicada «No hay óvulos en los
testículos». A veces las fórmulas poéticas arrancaban sonrisas: «Los niños
nacen de las coles y de las rosas, no de los arcoíris».
El ex
primer ministro François Fillon, próximo a la derecha católica, también se echó
a la calle y prometió que cuando volvieran a gobernar los «republicanos»
derogarían la ley y «descasarían» a las parejas gais. El cardenal Barbarin,
valedor del clericalismo más oscuro, bramó contra una ley inicua que
contradecía la Biblia. En contra de la laicidad y de toda la historia de
Francia desde la revolución de 1789, negó la autoridad del Parlamento y afirmó
que la Biblia prevalece sobre el derecho: «Para nosotros, la primera página de
la Biblia, que dice que el matrimonio une al hombre y la mujer, tiene algo más
de fuerza y verdad, que atravesará las culturas y los siglos, que las
decisiones circunstanciales o pasajeras de un Parlamento». ¿Cómo es posible que
un hombre tan inteligente cometiera ese error de bulto, que contradecía hasta
la célebre frase de Cristo «dar al César lo que es del César y a Dios lo que es
de Dios»?
En una
entrevista radiofónica, Barbarin, como si no bastara con esa primera
provocación, añadió que el reconocimiento del matrimonio gay era el primer paso
para «formar parejas de tres o cuatro» y después cargarse «la prohibición del
incesto» o la de la poligamia. Con estas amalgamas nauseabundas Barbarin se
enajenó a gran parte de la opinión pública y, lo que era más grave para su
lucha, de los católicos moderados.
Por su
parte, el papa Benedicto XVI salió de su reserva en noviembre de 2012 para
apoyar a los obispos de Francia en su lucha contra el matrimonio gay. Les llamó
a expresarse «sin miedo», con «vigor» y «determinación», sobre los «debates de
sociedad [como] los proyectos de leyes civiles que afecten a la protección del
matrimonio entre el hombre y la mujer».
Es
innegable que las movilizaciones fueron un éxito. Se habló de «Mayo del 68
conservador», aunque las masas que marcharon por las calles nunca fueron tan
numerosas como las de las «marches des fiertés» («marchas de los orgullos»,
el nombre francés de la Gay Pride parisina anual). El gobierno de izquierda
estaba paralizado y el proyecto de ley se revisó a la baja: se eliminó la
«procreación asistida médicamente» y la «gestación para terceros», que debían
acompañar la ampliación del matrimonio a las parejas del mismo sexo. Pero se
mantuvo el derecho de adopción.
La Manif
pour tous se convirtió en un movimiento social influyente que no tardó en crear
su rama política, llamada Sens commun. La presencia de varias figuras controvertidas
entre los líderes de estos dos grupos imbricados de forma maligna empezó a
levantar críticas. Primero ocurrió con una tal Virginie Merle, una humorista
cincuentona que ha actuado mucho tiempo en cabarets gais. Más conocida con el
apodo de Frigide Barjot (algo así como «Frígida Insensata», juego de palabras
con el nombre de la actriz Brigitte Bardot), se convirtió en portavoz del
movimiento. Que la que cantaba «Hazme el amor con dos dedos porque con tres no
entra» desfilara al lado del ex primer ministro François Fillon y el cardenal
Barbarin no deja de sorprender. «¿Por qué misterio la Iglesia católica se ha
juntado con su plumero rosa?», se pregunta un periodista del Obs.
Frigide
Barjot, una burguesa que se crio en el Jaguar de un padre próximo a la extrema
derecha y frecuentaba asiduamente los círculos lepenistas, era una caricatura
de sí misma. Se la recuerda, borracha y provocativa, cantando en el tablado del
club gay parisino Le Banana Café, rodeada de drag queens. Más aún: llegó
a celebrar la boda paródica de un militante gay en una fiesta parisina. A los
55 años dice que «ha dejado de tomar la píldora».
Pues ahí la
tenemos, propulsada como símbolo de la Manif pour tous con la pretensión de
convertirla en un cato-pride. Dice que es «la portavoz de Jesús». Sus
proclamas son tan extremistas, homófobas y sobre todo incoherentes que nadie
entiende por qué unos notables y unas eminencias se arriesgan a codearse con
ella.
El cardenal
Barbarin, que llama «querida Frigide» a Barjot, acaba formando con ella la
pareja más vistosa de La Manif, y su emblema. Que este hombre enclosetado en su
sotana estricta desfile de la mano de una loca con minifalda rosa y crin
amarilla disgusta a muchos católicos. «Soy una chica de maricas», repite ella
sin cesar y sin darse cuenta de que compromete a todos los que la rodean.
Un
sacerdote francés influyente en la Conferencia Episcopal de Francia se muestra
especialmente crítico:
—La
propensión populista de Barbarin nos sorprendió a todos. Ese
antiintelectualismo no es propio del catolicismo francés. ¡Aquí somos hijos de
Jacques Maritain, Georges Bernanos y Paul Claudel, no de Frigide Barjot! El
catolicismo francés es culto, no iluminado; hay una corriente devota, sin duda
muy de derechas, pero incluso esa siempre se ha considerado intelectual.
¡Barbarin se exhibe con una chiflada pasada de rosca!
Con su
«querida Frigide Barjot», Barbarin se desvive por su nueva causa. Moviliza a los
fieles y a los curas, que organizan el reparto de octavillas al fondo de las
iglesias. Recorre su diócesis en sotana con un chal abigarrado, y se pasea por
los platós de televisión en clergyman.
—El
cardenal es bastante esquizofrénico —me revela uno de sus antiguos
colaboradores que prefirió apartarse de él porque no se sentía muy a gusto a su
lado.
La
homofobia del cardenal, me dice la misma fuente, no dejaba de ser sorprendente,
ya que los rumores sobre las personas que le rodeaban eran insistentes. Según
el adjetivo usado por la policía, algunos de sus colaboradores eran gais
«notorios». Lo mismo se puede decir de varios de los obispos que se
movilizaron, histéricos, en algunas ciudades francesas.
La homosexualidad del episcopado
francés, como las relaciones incestuosas en la corte real de Juego de tronos, es uno de los secretos
mejor guardados, pero también más conocidos.
En Francia
el clericalismo, es decir, la intromisión abusiva del clero en la política,
tiene mala prensa. Trae malos recuerdos: la monarquía, que se basaba en «la
alianza del trono y el altar»; la contrarrevolución; la Restauración y los
ultramontanos; los católicos antisemitas y hostiles a Dreyfus; la batalla en
torno a la ley de 1905; el régimen de Pétain en Vichy basado en la «alianza del
sable y el hisopo». Los impulsores de la lucha contra el matrimonio homosexual,
desbordados por grupúsculos violentos, se acercaron a la extrema derecha. Por
haber olvidado que en Francia su intromisión en los asuntos políticos es una
tradición ajena a la cultura nacional, la Iglesia perdió la batalla de la
opinión pública.
¿Manipuló
el Vaticano al clerical Barbarin para que rompiera la matriz francesa de una
Iglesia católica hasta cierto punto independiente de la santa sede? Es posible.
Según varias fuentes, el Primado de las Galias se había ordenado directamente
en Roma y no en París. ¡El vanidoso cardenal ha preferido siempre dirigirse a
Dios, más que a sus santos! Además, en esta época la Conferencia Episcopal
Francesa no funcionaba nada bien. Su presidente, Georges Pontier, estaba
ausente, y el anodino cardenal André Vingt-Trois, pese a ser arzobispo de la
capital y tirando a gay-friendly (creó un seminario pastoral para las
personas homosexuales en el Collège des bernardins de 2011 a 2013), era discreto
y rehuía a la prensa.
Entre los
que daban instrucciones a Barbarin desde Roma me citan al cardenal francés
Dominique Mamberti, por entonces «ministro de Asuntos Exteriores» de Benedicto
XVI y hoy prefecto del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica, el tribunal
supremo del Vaticano, en cuya sede me recibe. El hombre es discreto y elegante,
longilíneo. Pocas veces me he tropezado con un cardenal tan distinguido, lo que
contrasta con tantos prelados desaliñados. Un ensayista francés amigo suyo me dice
que le llaman «el hombre de las cien sotanas», lo que sin duda es exagerado. Su
solicitud y su cortesía no son fingidas, pese a la parquedad de su
conversación, que le ha hecho comentar al cardenal Jean-Louis Taurant que
Mamberti es «intimidante por lo tímido que es». A tal punto que no dice nada
durante nuestra conversación algo protocolaria; está siempre en guardia y me
resulta difícil saber si Mamberti o uno de sus pares «dirigió» realmente al
cardenal Barbarin desde Roma o si este actuó por su cuenta.
La ley
sobre el «matrimonio para todos», a pesar de estas manifestaciones masivas,
finalmente se votó el 17 de mayo de 2013. La Asamblea la aprobó por una amplia
mayoría de 331 diputados contra 225, es decir, con más de cien votos de
ventaja. Francia se convirtió así en el decimocuarto país que autorizó el
matrimonio entre personas del mismo sexo. Miles de parejas homosexuales se
casaron en las semanas siguientes y una gran mayoría de franceses, más de dos
tercios, aprobaban la ley. Hay más: el 63 % de las personas interrogadas
consideran hoy que una pareja de homosexuales que vive con sus hijos constituye
«una familia completa». Prueba de este consenso rápido: los principales
candidatos de derecha a la elección presidencial de 2017 no propusieron la derogación
de la ley sobre el matrimonio. En cuanto a los católicos moderados,
reconocieron que gracias a las uniones del mismo sexo la institución del
matrimonio, que estaba de capa caída, se recuperó y la curva se invirtió.
La cruzada exageradamente caricaturesca
del cardenal Barbarin y los excesos provocados por los extremistas de derecha
favorecieron el cambio de tendencia de la opinión pública. Para la izquierda
fue un regalo, porque ya no tenía que defender el matrimonio, sino solo
movilizarse en nombre de la «laicidad». Para la Manif pour tous y su rama
política Sens commun la derrota fue amarga, no solo porque la ley aprobada
propició un consenso nacional, sino porque la mayoría de sus dirigentes se
afiliaron al partido de Marine Le Pen o llamaron a votar por ella. Así que al
final se cayeron las máscaras: después de varios años de combate un poco
circular, el catolicismo de la intransigencia y la identidad rizó el rizo y
acabó bailándole el agua a la extrema derecha. ¡Un coming out, en definitiva!
Para el
cardenal Barbarin la situación también se invirtió. La policía de Lyon convocó
al paladín de los «antimatrimonio» y le sometió a un interrogatorio de más de
diez horas antes de ser citado para comparecer ante la justicia. Diez víctimas
de abusos sexuales le acusaban de haber encubierto hechos graves de pedofilia y
agresiones sexuales a menores cometidos por un cura de su diócesis. De
inmediato 100.000 franceses firmaron un escrito para pedir su dimisión. Los
cargos contra monseñor Barbarin eran no haber denunciado las fechorías del cura
cuando le informaron de ellas y haberle mantenido en su puesto, en contacto con
niños, hasta 2015. Poco después se conocieron otros abusos cometidos por
sacerdotes bajo su autoridad, lo que elevó a ocho el número de casos. En total,
la opinión pública descubrió, atónita, que más de 25 obispos habían encubierto
metódicamente a más de 32 curas acusados de tales delitos, con 339 presuntas
víctimas (según las revelaciones de Mediapart en 2017). Un verdadero Spotlight
francés.
A partir de
entonces Barbarin fue pasto de la actualidad. Se publicaron cientos de
artículos, y varios libros de grandes periodistas, como los de Marie-Christine
Tabet (Grâce à Dieu, c’est prescrit), Isabelle de Gaulmyn (Histoire
d’un silence), o una larga investigación de Cécile Chambraud para Le
Monde, y un programa Cash Investigation de Élise Lucet para la
emisora France 2, han detallado las prácticas de ocultamiento del cardenal. Una
verdadera omertà.
¿Hay una
moral en la Iglesia católica? En todo caso la coincidencia de fechas es
alarmante: ¡cuando el cardenal Barbarin desfilaba por las calles contra el
«matrimonio para todos» estaba a punto de ser señalado por haber encubierto a
curas pedófilos! (En el estado actual del procedimiento, monseñor Barbarin, que
niega los hechos, está acusado de un delito punible con tres años de prisión;
al no haber sido juzgado ni condenado —el juicio se ha aplazado a 2019—, en el
derecho francés se beneficia de la presunción de inocencia.)
Otras
dos figuras clave del catolicismo francés y auténticas estrellas de la Manif
pour tous confirman la hipocresía del sistema católico. El primero es un famoso
sacerdote y terapeuta perteneciente a la diócesis de París, Tony Anatrella. Los
pontificios consejos para la familia y la salud habían nombrado «consultor» en
el Vaticano a este pensador fetiche de los «antimatrimonio», afín al cardenal
Ratzinger. Gracias a este reconocimiento romano se convirtió en la voz casi
oficial de la Iglesia sobre la cuestión gay, justo cuando empezaba a dar un
viraje cada vez más integrista.
A mediados
de los años dos mil la Conferencia de los Obispos de Francia encargó a
Anatrella el argumentario contra el matrimonio gay. Sus notas, sus artículos y
sus libros eran cada vez más furibundos, no solo contra el matrimonio, sino
contra los homosexuales en general. Con todas sus fuerzas y en todas las
pantallas mediáticas, el cura-terapeuta llegó a rechazar «el reconocimiento
legal de la homosexualidad» (que en Francia está despenalizada desde Napoleón).
Adoptado por La Manif pour tous, se convirtió en uno de sus teóricos. «La Manif
pour tous hace viejos a los políticos», se felicitaba el prelado en un sinfín
de entrevistas, añadiendo que «el “matrimonio” homosexual es la decisión más
anticuada de los ideales de Mayo del 68». Con espíritu caritativo, Anatrella
también hacía un elogio de las «terapias reparadoras» que a su juicio brindaban
a los homosexuales una solución para dejar de serlo.
Como el
sacerdote también era psicoanalista —aunque no pertenecía a ninguna asociación
de psicoanálisis—, ofrecía sesiones de «conversión» a sus pacientes,
preferentemente masculinos, en una consulta especializada. Allí recibía a
jóvenes seminaristas llenos de dudas y chicos de familias católicas burguesas
con problemas de identidad sexual. El doctor Anatrella, sin embargo, escondía
bien su juego: ¡para corregir el Mal, explicaba, había que desnudarse y dejarse
masturbar por él! El charlatán ejerció durante muchos años, hasta que tres
pacientes suyos decidieron denunciarle por agresiones sexuales y tocamientos
recurrentes. El escándalo mediático tuvo una amplitud internacional, ya que
Anatrella, en París, era afín al cardenal Lustiger, y en Roma, a los papas Juan
Pablo II y Benedicto XVI. Extrañamente, antes de que se pronunciara ningún
fallo, en las publicaciones oficiales se borró el nombre de Tony Anatrella, y
el que fuera inspirador desapareció como por ensalmo de las referencias de La
Manif pour tous. (Monseñor Anatrella ha negado estas acusaciones. En el juicio
fue absuelto porque los hechos, pese a estar probados, habían prescrito. Le
apartaron de su cargo y el cardenal de París entabló un proceso canónico; en
julio de 2018, al término de este proceso religioso, el nuevo arzobispo de
París, monseñor Aupetit, ha sancionado al sacerdote y le ha suspendido
definitivamente de cualquier práctica religiosa pública.)
El segundo
caso, el de monseñor Jean Michel di Falco, es distinto. Este prelado asiduo de
los medios de comunicación fue durante mucho tiempo portavoz de la Conferencia
Episcopal Francesa. El padre Di Falco, a diferencia de Anatrella, se mostró
bastante comprensivo sobre la cuestión homosexual. Le conocí, y no era
homófobo, al contrario, siempre me pareció especialmente gay-friendly.
¡Quizá hasta demasiado!
El fulgurante
Di Falco, nombrado obispo de Gap, concitó severas críticas por su tren de vida
suntuoso y sus relaciones mundanas. También se acusaba a este miembro de la jet
set de haber dejado en su diócesis un agujero de 21 millones de euros. Y
aún más grave: un hombre le acusó de abusos sexuales. El escándalo causó un
gran revuelo antes de ser sobreseído por prescripción y falta de pruebas. (Di
Falco siempre ha negado los hechos. El denunciante recurrió.) No obstante, el
papa Francisco aceptó la jubilación del obispo más mediático del catolicismo
francés.
En los
últimos años, otros 72 curas franceses han sido detenidos o condenados por
abusos sexuales cometidos, casi siempre, con chicos. Según cifras de la
Conferencia Episcopal Francesa, todos los años se registran 220 nuevos casos de
abusos.
Por culpa
de su hipocresía, su doble vida y sus mentiras, la Iglesia francesa tiene hoy
dificultades para convencer a una sociedad ampliamente descristianizada de la
justeza de sus planteamientos morales. Sus seminarios se han vaciado, sus curas
mueren sin ser reemplazados, sus parroquias se quedan sin gente, el número de
bodas y bautizos católicos ha bajado en picado y el número de católicos
«practicantes regulares» se ha vuelto marginal (entre un 2 y un 4 % de la
población, frente al 25 % en 1960). Francia es hoy uno de los países menos
creyentes del mundo.
El
episcopado, dechado de opacidad, ha disimulado durante demasiado tiempo su
sociología de predominio homosexual que está detrás de las movilizaciones
eclesiásticas contra el matrimonio para todos. ¿Se ha convertido la «hija mayor
de la Iglesia» en una de las capitales de Sodoma?
Desde enero
de 2018 hay un nuevo arzobispo en París que aspira a fortalecer el catolicismo
francés y poner orden en una máquina enferma. Se trata de monseñor Michel
Aupetit, que durante muchos años fue médico y soltero. Ingresó en el seminario
tardíamente, con 39 años. Ordenado sacerdote con 44, al principio su destino
fue la iglesia de Saint Paul du Marais, la misma donde, en Los miserables,
Marius se casa con Cosette.
—Es una
elección muy juiciosa del papa Francisco —me confía, con tono untuoso, el
cardenal francés Jean-Pierre Ricard durante una comida en Burdeos.
Una opinión
positiva que muchos comparten.
—Antes de
ordenarse Aupetit no se casó. No se le conoce ninguna mujer. Se diría que hizo
voluntariamente voto de castidad heterosexual incluso antes de la obligación de
castidad sacerdotal. Una vez ordenado, se dio el caso de que fue vicario de la
parroquia de Sant Paul y capellán del Marais, el barrio gay de París —cuenta un
cura de esa parroquia que le conoció bien.
Este cura,
que también es practicante, añade sonriendo:
—Junto con
la iglesia Sainte Eustache, donde oficiaba el padre Gérard Bénéteau, y la del
obispo de Evreux, Jacques Gaillot, Saint-Paul-Saint-Louis-du-Marais es una de
las parroquias más simbólicamente gais de Francia.
Un cura que
trabajó mucho tiempo con Aupetit en la diócesis de Nanterre también me cuenta
lo que sabe. Cuando habla conmigo también él asume sin rodeos su
homosexualidad. En la docena de comidas o cenas que compartimos coquetea
descaradamente con los camareros.
—Monseñor
Aupetit es un obispo que le dedica tiempo a escuchar. A diferencia del cardenal
Barbarin, por ejemplo, que nunca tenía tiempo para los curas de su diócesis,
Aupetit nos conoce muy bien a todos. Es un hombre prudente y reflexivo. Desde
luego no es ningún progresista: emplea a menudo los términos de la derecha dura
y es muy contrario a la reproducción asistida y todo lo referente a la genética
o la eutanasia. Pero es un hombre de diálogo. Puedes hablar con él hasta que se
haga una opinión sobre un asunto; a partir de ahí se vuelve muy autoritario y
muy clerical, un poco como los conversos.
Pese al
aprecio que se ha ganado entre sus colaboradores y a su buena reputación, el
nombramiento de Aupetit como arzobispo de París ha provocado fuertes rechazos
en la Conferencia Episcopal Francesa. Le acusan de ser demasiado «de derechas»,
demasiado «rígido» o demasiado «afeminado». Varios prelados afines al arzobispo
de Ruán, Dominique Lebrun, intentaron incluso torpedear su nombramiento y uno
de los portavoces de la CEF me llegó a decir, poco antes de la designación, que
«el papa Francisco nunca confirmará en París al obispo de Nanterre». La batalla
en torno al nombramiento de Aupetit estuvo marcada por intrigas vertiginosas de
iniciados, que enfrentaron a «varias facciones homófilas del episcopado», según
dos fuentes internas.
En los próximos años se verá si el nuevo hombre fuerte
de la Iglesia de Francia es capaz de enrumbar a los católicos franceses,
profundamente divididos y duraderamente desorientados.
Próximo capítulo:
18
LA CEI
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