CUARTA PARTE
BENEDICTO
20
PASSIVO E BIANCO
En la sede
de la fundación Ratzinger, en Roma, la guerra ha terminado. Ahora ya solo la
historia juzgará, y Dios en su misericordia. En las paredes, varias fotografías
y cuadros representan a Benedicto XVI. En este, todavía cardenal; en aquel, ya
jubilado, papa «emérito».
Entre
estas dos figuras, me impresiona un inmenso retrato que ocupa un lugar
destacado: el soberano pontífice todavía en activo, sentado con gran pompa en
el trono papal rojo y dorado, sonriente, majestuoso en sus blancas vestiduras
bordadas en oro. La mitra amarillo topacio, ostentosa también, agranda aún más
su figura, larger than life. Amorcillos, faunos, psiques y cupidos
decoran los montantes de madera del sillón. La figura de tezsonrosada del papa
domina, ex cathedra, entre un arco iris
de colores y una explosión de encajes. Benedicto XVI está sentado en el trono,
como un rey. En la cima de su gloria.
Al
mirar de cerca ese retrato intemporal, le encuentro cierto parecido con el papa
Inocencio X, al que Velázquez pinta sentado también en majestad: ropaje púrpura
y encajes, bonete rojo en la cabeza y el anillo resplandeciente (el hermoso Retrato
de Inocencio X se encuentra en la galería Doria-Pamphili de Roma). Una
mirada más atenta revela los cambios; las transformaciones radicales saltan a
la vista. Adivino ahora el rostro del santo padre tal como lo reproduce Francis
Bacon en su Estudio según el retrato del papa Inocencio X de Velázquez,
del que está expuesta una versión en los museos del Vaticano.
El
rostro cubista del papa aparece completamente distorsionado: es como una
máscara, con la nariz torcida, casi difuminada; la mirada inquisidora. ¿Está
enojado el santo padre o esconde un secreto? ¿Es un perverso narcisista o una
encarnación de la pureza del mundo? ¿Es víctima de máquinas deseantes o piensa
en su juventud perdida? ¿Llora? ¿Por qué llora? Como observa el filósofo Gilles
Deleuze, Francis Bacon deja hábilmente fuera de la escena las causas de la
angustia del papa, privándonos así de una explicación racional.
Como
en los cuadros de Velázquez y de Bacon, aunque con un talento infinitamente
menor, el misterio Ratzinger se expone en ese gran retrato que nadie mira, en
la sede de su fundación que nadie visita ya, y que está vacía. Un soberano
pontífice en su simplicidad indecible y su complejidad indescifrable.
Benedicto
es el primer papa moderno que dimitió de su cargo. Se dijo que por motivos de
salud; sin duda una razón entre otras, una de las catorce estaciones de ese
largo vía crucis que fue su breve pontificado. Benedicto XVI tampoco fue
víctima de un lobby gay, como se dio a entender. Sin embargo, nueve de
las catorce estaciones de esta Vía Dolorosa que fijaron su suerte y
precipitaron su caída tienen que ver con la homosexualidad.
En
la sede de la fundación Ratzinger no hay nadie. Cada vez que he visitado esas
oficinas fantasma, locales oficiales del Vaticano, Vía della Conciliazione en
Roma, para entrevistarme con el padre Federico Lombardi, lo he encontrado solo.
Ni secretario, ni asistente: ni un alma. Y cuando alguien se presenta en la
entrada, el guardia regordete y borrachín ni siquiera filtra las visitas: son
tan pocas.
Llamo
a la puerta. Me abre el propio Federico Lombardi.
Fiel,
puntual, soft-spoken («que habla bajito») y siempre disponible, Lombardi
es un misterio. Fue uno de los colaboradores más próximos de tres papas, y en
la memoria de los periodistas sigue siendo el portavoz de Benedicto XVI en su
largo vía crucis. ¿Quién es ese personaje? Ha hablado mucho, pero no sabemos
nada de él.
De
puertas afuera, es un jesuita tremendamente humilde, por lo general admirado y
estimado. Su vida sobria y de lecturas, marcada por un cierto desapego, y su
abnegación contrastan con algunos séquitos de los papas a los que ha servido,
que vivían por encima de sus posibilidades en medio del lujo, el blanqueo de
dinero y los escándalos sexuales; vivir por debajo de sus posibilidades ha sido
para Lombardi un principio inquebrantable. Y aún hoy, acude a pie a nuestra
cita desde el cuartel general de los jesuitas, en el Borgo, donde vive en una
habitación espartana. Sin duda es uno de los que en el Vaticano respeta
realmente los tres votos de la vida religiosa (pobreza, castidad y obediencia),
a los que añade, como todos los miembros de su congregación, un cuarto voto de
obediencia especial al papa.
De
puertas adentro, el padre Federico es un «papimano», como bien dice Rabelais de
los prelados que viven en la adoración del papa. Ese Loyola hizo de la
obediencia al papa un valor absoluto, un valor situado por encima de la verdad.
El adagio vale para él y para todos los jesuitas: «Vería negro lo que es
blanco, si así lo dice la Iglesia». Daltónico bajo el papado de Ratzinger,
Lombardi vio a menudo blancas las fumatas negras. Hasta el punto de que los
periodistas le reprocharon con frecuencia su fraseología estereotipada: un
portavoz que esquivaba verdades o relativizaba los escándalos de pedofilia que,
cual tormentas imprevisibles, se abatían sobre el pontificado, cosa que le
valió el sobrenombre de Pravda. Como escribió Pascal, que era poco amante de
los jesuitas: «Se pueden decir cosas falsas creyéndolas verdaderas, pero la
cualidad de mentiroso encierra la intención de mentir».
En
las cinco entrevistas que mantuve con Lombardi, ese sacerdote de trato
afectuoso respondió calmadamente a mis preguntas y corrigió con tacto mis
interpretaciones:
—No
creo que exista contradicción entre la verdad y la obediencia al papa. Como
jesuita, ciertamente estoy al servicio de una interpretación positiva del
mensaje del santo padre. Y a veces puse en ello toda mi pasión. Pero siempre
dije lo que pensaba.
Al
vaticanista estadounidense Robert Carl Mickens no le convence demasiado esta
reinterpretación de los hechos, que critica con dureza:
—La
Iglesia católica es sin duda la organización que más habla de verdad, palabra
que está constantemente en su boca. Esgrime sin cesar la «verdad». Y, al mismo
tiempo, es la organización que más miente en todo el mundo. El portavoz de Juan
Pablo II, Joaquín Navarro-Valls, y el de Benedicto XVI, Federico Lombardi,
nunca decían la verdad.
Durante
el pontificado de Benedicto XVI —una sucesión casi ininterrumpida de fallos, de
errores, de escándalos, de líos y de polémicas—, el soldado Lombardi se vio
obligado a entrar en combate con mucha frecuencia. Encargado de tantos
desmentidos e instado a defender lo indefendible, el anciano sacerdote comienza
ahora una merecida jubilación.
Federico
Lombardi llegó al Vaticano en tiempos de Juan Pablo II, hace más de veinticinco
años, y fue nombrado director de la Radio Vaticana, un cargo tradicionalmente
reservado a los jesuitas. No obstante, según sus amigos y excolaboradores a los
que he interrogado, Lombardi nunca compartió la línea dura de Juan Pablo II ni
de Benedicto XVI. Es un hombre más bien de izquierdas, cercano al catolicismo
social italiano. En realidad, el padre Lombardi siempre ha ido un poco a
contracorriente: sirvió a papas con los que tenía pocas coincidencias y
finalmente fue despedido por un jesuita, Francisco, cuyas ideas compartía y
que, si las cosas se hubieran hecho bien, debería haber sido «su» papa.
—Mi
prioridad era estar al servicio del papa. Un jesuita apoya y se identifica con
la línea pontificia. Además, como yo había estudiado en Alemania, sentía una
gran admiración por la teología de Ratzinger, por su equilibrio —matiza.
Escalando
los peldaños de la santa sede, como otros las nunciaturas, Lombardi asciende en
el escalafón bajo el papado de Juan Pablo II: es nombrado director de la
oficina de prensa del Vaticano (el conjunto de los servicios de comunicación)
antes de convertirse en portavoz del papa, poco después de la elección de
Benedicto XVI.
Sucede
en este cargo al español Joaquín Navarro-Valls, cuyos vínculos con el Opus Dei
son bien conocidos. Cuando era joven, todo el mundo le encontraba sexi: «¿Es
que el buen Dios solo debería llamar a los feos?», respondió el papa Juan Pablo
II, cuando se le comentaba ¡que estaba muy bien rodeado! Extrañamente,
Navarro-Valls era un laico célibe que había hecho voto de castidad heterosexual
sin estar obligado a ello, como hicieron en su momento Jacques Maritain o Jean
Guitton.
Siempre
me han divertido esos laicos castos y «numerarios» del Vaticano, que sienten
escaso entusiasmo por las «personas del bello sexo» y tienen un único temor:
¡tener que casarse! ¿Por qué hacen un voto de castidad que nadie les exige? Si
no están casados, las dudas aumentan; y si no se les conoce mujer, la duda ya
no cabe. Federico Lombardi es sacerdote.
Veamos
cómo el portavoz de los últimos tres papas se pone a hacer comparaciones en las
distintas entrevistas que hemos mantenido. Es una persona sutil, casi siempre
lúcida.
—Juan
Pablo II era el hombre de los pueblos. Francisco es el hombre de la proximidad.
Benedicto era el hombre de las ideas. Me atrae ante todo la claridad de su
pensamiento. Benedicto no era un comunicador popular, como pudo serlo Juan
Pablo II, o como lo es Francisco hoy en día. No le gustaban los aplausos, por
ejemplo; en cambio, a Wojtyla le encantaban. Benedicto era un intelectual, un
gran teólogo —me dice Lombardi.
Un
intelectual, por lo tanto. Los numerosos cardenales que he entrevistado
reconocen que si Juan Pablo II era un espiritual y un místico, Benedicto XVI
fue ante todo un gran teólogo. Algunos anticipan este argumento para añadir a
continuación, con aire contrito, que realmente no estaba hecho para ser papa.
—Creo
que es el teólogo más importante de nuestra época —me explica el cardenal
Giovanni Battista Re.
Su
compañero, el cardenal Paul Poupard, añade:
—Fui
colega de Ratzinger durante veinticinco años. Y digamos que gobernar no era su
fuerte.
En
su defensa diremos que el propio papa reivindicó su capacidad para el trabajo
teológico a la vez que reconoció su debilidad para la gestión de los problemas
y de las personas. «La gestión de gobierno realmente no es mi fuerte, lo que
supone una cierta debilidad», escribe Benedicto XVI en su libro testamento Últimas
conversaciones.
¿Es
Ratzinger un intelectual? Sin duda. El teólogo deja a la Iglesia católica una
obra muy útil, aunque hoy en día existe cierta controversia entre quienes
tienden a sobrevalorarla, hasta el punto de considerar a Ratzinger un «pensador
fundamental» y quienes relativizan su importancia: un buen profesor,
simplemente.
El
objeto de este libro no es rastrear la vida, ni siquiera la vida intelectual,
del futuro papa Benedicto XVI. Para el objetivo que me propongo me basta
prestar atención a ciertas fechas y a algunos aspectos destacados. En primer
lugar, la infancia bávara del joven Ratzinger, en el seno de una familia rural
modesta y afectuosa, donde la fe, la música clásica alemana y los libros
formaban parte de la vida cotidiana. En las fotografías de la época, Joseph
muestra ya ese rostro aniñado de tez sonrosada, la sonrisa afeminada y el
envaramiento del cuerpo, casi rigidez, que conservará como papa.
Una
imagen curiosa: de pequeño, según dicen, le «gustaba jugar a sacerdotes» (como
otros juegan a muñecas). Otra imagen: su madre es posesiva e hija natural.
Tercera imagen:
es hijo de un comisario de policía, con
todo lo que eso implica de autoridad y de rigor; pero su padre es
antihitleriano. Más tarde se acusará a Ratzinger de haber pertenecido a las
juventudes hitlerianas en Alemania, y otros incluso le llamarán insultantemente
el papa Adolf II que os bendecirá «En el nombre del Padre, del Hijo, y del
tercer Reich».
Su
paso por las Hitlerjugend está atestiguado y, además, el propio papa dio
extensas explicaciones. Ingresa en las juventudes hitlerianas a los catorce
años, como la gran mayoría de los jóvenes alemanes a mediados de la década de
1930, y esa militancia no supone necesariamente una proximidad ideológica con
el nazismo. Más tarde, Joseph Ratzinger abandonará la Wehrmacht, en la que como
repitió muchas veces fue reclutado a su pesar (la biografía de Benedicto XVI
fue examinada minuciosamente en Israel cuando fue elegido papa, y se le exculpó
de su presunto pasado nazi).
Apasionado
de Goethe y de los clásicos griegos y latinos, amante de la pintura de
Rembrandt, el joven Ratzinger compone poemas y estudia piano. Se alimenta muy
pronto de la filosofía alemana —Heidegger y Nietzsche—, un tipo de filosofía
que conduce a menudo al antihumanismo, y Ratzinger es efectivamente muy
«anti-Ilustración». También lee a los pensadores franceses, empezando por el
poeta Paul Claudel, hasta el punto de que (según me cuenta el cardenal Poupard)
estudia el francés para poder leer a Claudel en el texto original. El autor de El
zapato de raso influirá tanto en Ratzinger que interpretará su propia
conversión a través de la de Paul Claudel, silenciando el hecho de que esta se
produjo tras una lectura exaltada de Una temporada en el infierno
firmada por un joven «místico en estado salvaje», homosexual y anticlerical:
Arthur Rimbaud. Ratzinger también lee a Jacques Maritain, y varios estudios
rigurosos han demostrado la semejanza entre algunas tesis de Ratzinger y de
Maritain, especialmente en temas como la castidad, el amor y la pareja. Pero el
futuro papa también tiene sus ingenuidades y sus debilidades: leyó muchas veces
El principito.
No
tenemos más información que algunas anécdotas y una autobiografía tan
controlada que es posible que oculte zonas de sombra y elementos esenciales
sobre la vocación eclesiástica del joven seminarista Ratzinger y sobre sus
poderosos motivos, aunque la elección del sacerdocio, y de su corolario, el
celibato, se corresponde con el carácter especulativo del futuro papa. En la
fotografía de su ordenación, el 29 de junio de 1951, aparece feliz y orgulloso,
vestido enteramente de encajes. Es un hombre más bien guapo. Todavía le llaman
el Monaguillo.
«Colaborador
de la verdad»: esa es la divisa elegida por Joseph Ratzinger cuando es
consagrado obispo, en 1977. Pero ¿realmente le inspiraba la verdad? ¿Y por qué
se hizo sacerdote? En esta cuestión, ¿hay que seguirle y creerle? Benedicto XVI
miente a menudo, como todos nosotros; a veces hay que dejarle mentir. Y, según
se nos cuenta, parece ser que en la articulación del sacerdocio y del celibato
en el joven Ratzinger habría habido «complicaciones», como se llama a los
mecanismos complejos de los relojes suizos.
La
pubertad fue para él un paréntesis, del que quiso olvidar las dudas, el
desorden, el vértigo tal vez, un período con muchas noches de insomnio. Según
sus biógrafos, parece que este muchacho de voz débil, apagada como la de
François Mauriac, se sintió confundido durante su juventud y tuvo dificultades
de tipo emocional. ¿Es esa clase de pequeño prodigio que causa admiración entre
sus profesores pero no sabe dirigirse a una muchacha en un bar? ¿Sospechó
cierta dulce locura y algunas inclinaciones? No lo sabemos. No olvidemos nunca
lo difícil que era para el adolescente, en la posguerra (Ratzinger tiene 20
años en 1947), adivinar sus posibles «tendencias» o reconocerse «homófilo». A
título meramente comparativo, una personalidad tan precoz y valiente como el
cineasta italiano Pier Paolo Pasolini, que pertenece a la misma generación de
Joseph Ratzinger, escribió en su juventud, en una carta de 1950: «Yo nací para
ser sereno, equilibrado, natural: mi homosexualidad estaba de más, estaba
fuera, nada tenía que ver conmigo. La vi siempre a mi lado como un enemigo».
La
homofilia como «enemigo» interior: ¿es esta la experiencia personal de este
papa intranquilo, «inseguro», que siempre evocó su gran «debilidad», su «santa
inquietud», su «inadecuación» fundamental y sus amores secretos «en diversas
dimensiones y bajo distintas formas», aunque por supuesto añade: «No se trata
de entrar en detalles íntimos»? ¿Cómo podemos saberlo?
En
cualquier caso, Joseph Ratzinger actuó como una vestal, como una virgen
temerosa. Jamás se habría sentido atraído por el otro sexo, a diferencia de
Juan Pablo II o de Francisco. En su vida no hay mención de ninguna chica ni de
ninguna mujer; las únicas que cuentan son su madre y su hermana, y no mucho:
Maria fue sobre todo y durante mucho tiempo el ama de llaves de su casa. Muchos
testimonios confirman asimismo que su misoginia no cesó de endurecerse con los
años. Sin embargo, cabe observar que, muy tardíamente, en 2016, el
entrevistador oficial del papa, Peter Seewald descubrió milagrosamente una
pulsión carnal única por una mujer, antes del seminario, cuando le entrevistó
para el libro-testamento del santo padre. Ese «gran amor» habría atormentado
mucho al joven Ratzinger y complicado su opción del celibato. No obstante,
Seewald parece dar tan poco crédito a esta información que no aparece en su
libro-entrevista al papa emérito, por «falta de espacio», dirá Ratzinger.
Finalmente, esta información será revelada por Seewald al diario Die Zeit
y, por tanto, prudentemente limitada a la audiencia alemana. ¡A sus casi 90
años, el papa se inventa de repente un affaire! Ese «loco por Elsa» deja
entrever, entre líneas, y por persona interpuesta, que tiempo atrás (por
supuesto, antes del voto de castidad) ¡estuvo enamorado de una mujer! ¡Un
corazón debajo de una sotana! ¿Quién iba a creerle?
Y
de hecho, ¡nadie le creyó! La última confesión era tan poco creíble que
inmediatamente fue interpretada como una mala operación de comunicación
destinada a acallar los rumores, que se habían generalizado en la prensa de
habla alemana, sobre la supuesta homosexualidad del papa. Siendo
contradictorio, este romance secreto tal vez es incluso una confesión. ¿Es como
esas pastorcillas de Virgilio que en realidad son pastores? ¿Es como esa
Albertine, el célebre personaje de En busca del tiempo perdido, bajo la
que se oculta el chófer bigotudo de Proust? Hasta tal punto la anécdota parecía
fabricada y artificial que tuvo como consecuencia el efecto paradójico de
aumentar un poco más las sospechas. «Solo se acaba con la ambigüedad en
detrimento suyo», le gustaba decir al cardenal Retz, una frase válida para todo
el mundo en el Vaticano.
Lo
que es seguro es que Joseph Ratzinger eligió el sacerdocio solo a medias: como
sacerdote, será también profesor; como papa, seguirá pasando las vacaciones en
Castel Gandolfo dedicando jornadas enteras a la escritura; siempre estará
dudando entre una vida de pastor y una carrera de sabio. Lo que no le impide
avanzar muy deprisa, gracias a una inteligencia y a una capacidad de trabajo
excepcionales: recién ordenado, se convierte enprofesor; apenas nombrado obispo
y ya es cardenal. Tras la muerte de Juan Pablo II, su elección a la silla de
Pedro era previsible.
¿Es
un hombre progresista o conservador? La pregunta parece extraña si tenemos en
cuenta que a Ratzinger siempre se le asoció con el ala derecha del Vaticano. Si
bien es evidente en el contexto actual, la respuesta a esta pregunta resulta
más difícil en el contexto de la época. Contrariamente a los calificativos con
que le ridiculizaron entonces —Panzer-kardinal, Rotweiler de Dios,
Pastor alemán—, el joven Ratzinger empezó su carrera a la izquierda del
Vaticano como exégeta del concilio Vaticano II (al que asiste como peritus
o experto). Los cardenales que le conocieron en aquella época y los testigos a
los que interrogué en Berlín, Múnich, Frankfurt y Ratisbona me hablaron de él
como de un progresista de pensamiento complejo, poco intransigente. Joseph
Ratzinger es un hombre más bien abierto y benévolo: los que discrepan de él no
son considerados luteranos o ateos. En los debates, siempre se muestra
dubitativo, casi tímido. «Los Ratzinger no son muy expresivos», dirá en una
entrevista. Se dice que nunca impone su punto de vista.
Sin
embargo, a diferencia del camino recorrido por su examigo teólogo Hans Küng o
por su conciudadano cardenal Walter Kasper, Joseph Ratzinger hará una lectura
cada vez más restrictiva del Vaticano II. De modo que pasa de ser hombre del
concilio, y por tanto progresista, a guardián exigente, ortodoxo, hasta el punto
de no aceptar más interpretación que la suya. El que calibró la importancia del
Vaticano II, y celebró su modernidad, se dedicará más tarde a controlar sus
efectos. Es que entre medio han transcurrido los sixties y el Mayo del
68, y Joseph Ratzinger tiene miedo.
—Ratzinger
es un teólogo que tuvo miedo. Tuvo miedo del concilio Vaticano II, miedo de la
teología de la liberación, miedo del marxismo, miedo de los sixties,
miedo de los homosexuales —me cuenta el profesor Arnd Bünker, un influyente
teólogo suizo alemán, con el que me entrevisté en San Galo.
Más
que ningún otro papa, ni anterior ni posterior, Ratzinger rebosa de «pasiones
tristes». Él, tan alegre por lo general, es enemigo de los placeres y de todos
los sexual-liberationists: ¡le obsesiona el temor de que alguien, en
algún lugar, pueda sentir placer! De sus obsesiones contra las «desviaciones
nihilistas» (incluyan «Mayo del 68») saldrán sus encíclicas. De sus
culpabilidades, saldrán sus bulas.
El
pontificado de Benedicto XVI, en el que domina una estricta ortodoxia, se
presenta a ojos de sus adversarios como una «restauración»: además, Benedicto
XVI utiliza la palabra, sinónimo de retorno a la monarquía de derecho divino,
cosa que suscita una polémica.
—Es
cierto, puso en el congelador el Vaticano II —afirma un cardenal cercano al
expapa.
¿Qué
piensa, en esa época, de las cuestiones de la sociedad y, entre ellas, de la
homosexualidad? Joseph Ratzinger conoce el tema al menos por sus lecturas. Hay
que decir que muchos de los autores católicos que venera —Jacques Maritain,
François Mauriac— están obsesionados por esa cuestión, que también aterrorizó a
Paul Claudel.
El
futuro papa Benedicto XVI utilizó una expresión significativa, como una forma
de autocensura que es también un signo de aquellos tiempos: afirma que solo lee
a los «escritores respetables». A lo largo de su carrera, nunca mencionó el
nombre de Rimbaud, Verlaine, André Gide o Julien Green, autores que
forzosamente conoció, y probablemente leyó,
pero que se habían convertido en
intratables según su propia confesión. En cambio, mostró su pasión por François
Mauriac y Jacques Maritain, escritores entonces «respetables», ya que sus
inclinaciones no fueron reveladas hasta más tarde.
Finalmente,
con respecto a su cultura, hay que añadir que Joseph Ratzinger hizo suya la
sentencia filosófica de Nietzsche: «Sin música, la vida sería un error».
Podemos decir incluso que el futuro papa es en sí mismo una «ópera fabulosa»:
le apasiona la música alemana, de Bach a Beethoven, pasando por el homófilo
Haendel. Y, sobre todo, Mozart, al que ya interpretaba de niño junto con su
hermano («Cuando empezaba el Kyrie, era como si el cielo se abriera», explicó
Ratzinger recordando su juventud). Le encantan las óperas de Mozart, en cambio
le aburre la ópera italiana, que se resume a menudo, según una frase célebre,
en los «esfuerzos del barítono por impedir que el tenor se acueste con la
soprano». Joseph Ratzinger siente predilección por lo germánico, no por lo
meridional: la sutilidad de Così, la ambigua erotomanía de Don
Giovanni y, por supuesto, la androginia máxima de Apollo et Hyacintus.
Mozart es el más gender theory de todos los compositores de ópera.
Algunos monsignori a los que interrogué me hablaron de Joseph Ratzinger
como de una «liturgia queen» o de una «ópera queen».
Benedicto
XVI también es un style. Constituye por sí solo una verdadera teoría de
género. «Sua cuique persona» («A cada uno su máscara»), reza la
expresión latina.
El
excéntrico papa se convierte, a partir de su elección, en el ídolo de la prensa
rosa italiana: una figura de la moda, observada atentamente desde Milán, como
ayer Grace Kelly, Jacqueline Kennedy Onassis o Isabel II.
Hay
que decir que Benedicto es presumido. Al principio, como a todos los papas, la
ropa se la hacen a medida en Gammarelli, la célebre «sastrería eclesiástica»,
situada a dos pasos del Panteón. Allí, en esa pequeña tienda oscura, discreta y
cara, se puede comprar una mitra, un birrete, una muceta, un roquete o un
simple alzacuello, toda clase de sotanas y de capas curiales, así como los
famosos calcetines rojos Gammarelli.
—Somos
una sastrería eclesiástica y estamos al servicio de todo el clero, desde los
seminaristas hasta los cardenales, pasando por los sacerdotes, los obispos y,
por supuesto, el santo padre, que es nuestro cliente más preciado —me dice
Lorenzo Gammarelli, el responsable del negocio, en una entrevista. Y añade—:
Pero evidentemente cuando se trata del papa, nos desplazamos al Vaticano, a sus
apartamentos.
No
obstante, mientras hablamos tengo la sensación de que hay «gato encerrado».
Aquí se venera a Pablo VI, a Juan Pablo II y a Francisco, pero el nombre de
Benedicto XVI apenas se pronuncia. Como si fuera un caso aparte.
Todo
el mundo recuerda la ofensa hecha a Gammarelli: Benedicto XVI encargó su ropa a
Euroclero, un competidor, cuya boutique está situada cerca de San Pedro. Su
propietario, el ya célebre Alessandro Cattaneo, se hizo rico gracias a él. Tras
haber sido criticado en este aspecto esencial de la liturgia, el papa Benedicto
XVI regresará de forma notoria al sastre oficial, aunque sin abandonar
Euroclero: «¡No se puede prescindir de Gammarelli!», confesará. Es mejor dos
sastres que uno.
¿Solamente
dos? Benedicto XVI se apasionó por la alta costura hasta el punto de tener una
legión de sastres, de sombrereros y zapateros pegados a sus talones. Primero,
es Valentino Garavani el que le confecciona su nueva capa roja; luego Renato
Balestra le cose su gran casulla azul. En marzo de 2007, cuando visita la
cárcel de menores, aparece el papa en todo su esplendor ¡con una extravagante
capa larga de color rosa chicle!
Un
día soleado, los italianos descubren boquiabiertos que su papa lleva Ray-bans;
y al poco tiempo, con el mismo entusiasmo, calza unos Geox transpirables
firmados por el fabricante de suelas veneciano Mario Moretti Polegato.
En
cualquier caso, extraña selección la de este papa tan casto, si tenemos en
cuenta que algunos de esos sastres y zapateros son conocidos por sus costumbres
«intrínsecamente desordenadas». Criticado por las Ray-bans, el representante de
Cristo sobre la tierra opta por unas gafas de sol de la marca
Serengeti-Bushnell, menos llamativas; criticado por los Geox, el papa cambia
los zapatos informales por unos sublimes mocasines Prada de color rojo vivo
brillante.
Las
chinelas Prada hicieron correr ríos de tinta, se escribieron más de un centenar
de artículos. Hasta el punto de que, tras unas investigaciones rigurosas y un
reportaje de la célebre Christiane Amanpour en la CNN, se demostró que tal vez
no eran zapatos de Prada. Si el diablo se viste de Prada, ¡el papa no!
A
Benedicto XVI le gustan los complementos estrambóticos. Ningún papa había dado
antes tanto trabajo a su camarero, el que le prepara la ropa. Y algunos sustos.
Ratzinger aparece en una fotografía con la sonrisa adolescente del que acaba de
hacer una gran travesura. ¿Ha ocultado en esta ocasión a su sastre su nueva
locura? Se le ve muy contento con la cabeza cubierta por un gorro rojo forrado
de armiño. Se trata del famoso «camauro», como lo llaman en el lenguaje
eclesiástico, o sombrero de invierno, que los papas dejaron de llevar desde los
tiempos de Juan XXIII. La prensa empieza ya a burlarse abiertamente del papa
Ratzinger ¡que se cubre con un ridículo gorro de papá Noel!
¡Alerta
en la santa sede! ¡Conflicto en el Vaticano! Benedicto XVI se ve obligado a dar
explicaciones, y lo hace en esta confesión llamada del gorro de papá Noel:
«Solo me lo he puesto una vez. Simplemente, tenía frío, soy muy sensible al
frío en la cabeza. Y me dije, ya que tenemos el camauro, por qué no usarlo.
Desde aquel día no me lo he vuelto a poner, para evitar interpretaciones
superfluas».
Frustrado
por esos cascarrabias y esos intransigentes, el papa se decanta de nuevo por
las casullas y mucetas clásicas. Pero poco conocían a nuestro queeny: no
tardó nada en rescatar del armario una muceta de terciopelo rojo chillón
ribeteada de armiño. Showgirl, ¡el papa también resucita la casulla
medieval de funda de violín!
Y
por supuesto, los sombreros. Detengámonos un momento en los curiosos tocados
elegidos por el papa, cuya audacia sobrepasa lo imaginable. Si un no papa
llevara semejantes bicornios, semejantes sombreros, correría el riesgo, si no
de ir al purgatorio, al menos de que le detuvieran los carabineros para ser
identificado. El más famoso fue un sombrero de cowboy, versión Brokeback
Mountain, de color rojo vivo. En 2007, la famosa revista estadounidense Esquire
sitúa al papa a la cabeza de su palmarés de personalidades, el primero en la
categoría: «Accesorio del año».
Añadamos
un viejo reloj de oro de marca alemana Junghans, un iPod Nano, jubones con
flecos, y los famosos gemelos que, según confesó el papa, fueron un auténtico
quebradero de cabeza, y tenemos el retrato completo de Benedicto. Ni siquiera
Fellini en el desfile eclesiástico de su película Roma, donde no faltaban
el armiño y los zapatos rojos, habría tenido la audacia de llegar tan lejos. Y
si nos atreviéramos, para describir al papa así disfrazado, podríamos evocar
las rimas invertidas de un célebre soneto de Miguel Ángel: «Un uomo in una donna, anzi uno dio» («Un
hombre en una mujer, o más bien un dios»).
El
retrato más fiel del cardenal Ratzinger se lo debemos a Oscar Wilde, que
describió magistralmente al futuro papa en el célebre capítulo del Retrato
de Dorian Gray donde su héroe se transforma en dandy homosexualizado y se
enamora de las vestiduras sacerdotales del catolicismo romano: el culto
mezclado con el sacrificio; las virtudes cardinales y los jóvenes elegantes; el
orgullo «que es lo que da la mitad de su fascinación al pecado»; la pasión por
el perfume, las joyas, los gemelos de bordes dorados, los bordados, la púrpura
y la música alemana. Todo está ahí. Y Wilde concluye: «En los oficios místicos,
en los que se usaban tales cosas, había algo que excitaba su imaginación». Y
sigue: «¿Es la insinceridad una cosa tan terrible? Creo que no. Es simplemente
un método con el cual se pueden multiplicar nuestras personalidades».
Me
imagino a Joseph Ratzinger exclamando, como el dandy Dorian Gray, tras haber
probado todas las joyas, todos los perfumes, todos los bordados, y por supuesto
todas las óperas: «¡Qué exquisita vida la de antes!».
Y
también está Georg. Además de los trajes y de los sombreros, la relación del
cardenal Ratzinger con Georg Gänswein fue tan discutida, dio pie a tantos
rumores que debemos abordarla aquí con la prudencia que no siempre han
demostrado los polemistas.
El
monsignore alemán no fue el primer protegido del cardenal. Antes de
Georg, se sabe de dos o tres amistades especiales de Ratzinger con jóvenes
asistentes. En cada ocasión, esas relaciones vertiginosas fueron casos de
verdadera ósmosis y sus ambigüedades suscitaron rumores recurrentes. Todos esos
jóvenes tenían una característica común: una belleza angelical.
El
obispo alemán Josef Clemens fue durante mucho tiempo el fiel secretario del
cardenal Ratzinger. Dotado de un hermoso físico (aunque diez años mayor que
Georg), Clemens sintió un auténtico flechazo intelectual por el joven sacerdote
Gänswein, hasta el punto de convertirle en su secretario personal. Siguiendo un
guion frecuente en las óperas italianas, pero más raro en la lírica alemana,
Gänswein, que es el secretario del secretario, muy pronto se las apaña para
ocupar el puesto de Clemens, que entretanto ha sido promocionado y consagrado
obispo. Ese capo del suo capo, que consiste en acercarse «al patrón de
su patrón» (la frase queda mejor en italiano) será celebre en los anales del
Vaticano.
Dos
testigos directos en el seno de la Congregación para la Doctrina de la Fe me
explicaron la intriga de esta serie televisiva, sus temporadas y episodios, y
hasta sus cliffhangers. Me hablaron de una «transfiliación» que fracasó,
y esa palabra me entusiasmó.
Como
me falta espacio, y lo siento por el spoiler, voy a ir directamente al
episodio final: el suspense se acaba, como debe ser, con la derrota del pobre
Clemens, imprudente ante el ambicioso prelado en prácticas. ¡Gana Georg! Es
amoral, ya lo sé, pero así lo decide el guionista.
Mientras
tanto, el divorcio psicológico fue una bronca dramática: peleas domésticas en
público; golpes bajos de dramas queens; tergiversaciones y marcha atrás
del papa paranoico, que finalmente duda si distanciarse de su «querida gran
alma» antes que seguir su inclinación natural; negativa de Georg a dar su nuevo
número de móvil a Josef; y, por último, el remake y el escándalo público, en
una versión modernizada del Ajuste de
cuentas en OK Corral, pasando por el primer episodio de la serie Vatileaks.
Poco
amante del conflicto, y menos aún del escándalo (el asunto empezaba a
divulgarse en la prensa italiana), Ratzinger consolará al hijo repudiado
promocionándole promoveatur ut amoveatur. Y Georg se convierte en el
verdadero asistente. El Premium.
Antes
de llegar a este, debo citar a un segundo asistente, que también excitó la
imaginación de Benedicto XVI y tuvo una ascensión rápida: el maltés Alfred
Xuereb. Fue el segundo secretario privado del papa, el adjunto de Georg
Gänswein —un segundo que no intentó o no consiguió ser califa en lugar del
califa—. Benedicto XVI mantuvo excelentes relaciones con él y el día que se
marchó a Castel Gandolfo se lo llevó consigo. Poco después, sería encomendado a
Francisco, junto al que permaneció poco tiempo. El nuevo papa, que conoce los
rumores que circulan sobre su maquiavelismo, le aleja rápidamente de su lado,
pretextando que necesita un asistente hispano: el elegido será el prelado
argentino Fabián Pedacchio, al que conoce desde hace tiempo. Alfred Xuereb fue
recolocado finalmente junto al cardenal George Pell para velar por sus
costumbres y las finanzas del banco del Vaticano.
Georg
es el Marlboro Man. Gänswein tiene el físico atlético de un actor de cine o de
un modelo publicitario. Su belleza luciferina es una ventaja. Muchas veces me
han hablado de él en el Vaticano evocando el encanto de los actores de
Visconti. Para unos, es el Tadzio de Muerte en Venecia: durante mucho
tiempo Gänswein también lució una melena rizada; para otros es el Helmut Berger
de La caída de los dioses. Podríamos añadir el Tonio de Tonio Kröger,
tal vez por sus ojos azules que turban los espíritus (y porque Ratzinger había
leído a Thomas Mann, escritor que simboliza las inclinaciones contrariadas o
reprimidas). En resumen: Georg es un buen mozo.
Más
allá de esos criterios estéticos, al fin y al cabo superficiales, hay al menos
cuatro razones de fondo que explican el perfecto entendimiento entre el joven monsignore
y el viejo cardenal. En primer lugar, Georg tiene treinta años menos que
Ratzinger (es decir, casi la misma diferencia que había entre Miguel Ángel y
Tommaso Cavalieri) y muestra una humildad y una ternura sin igual hacia el
papa. Además, es un alemán de Baviera, con una visión vertiginosa, nacido en la
Selva Negra, cosa que a Ratzinger le recuerda su propia juventud. Georg es
virtuoso como un caballero teutónico y humano, demasiado humano, como el
Sigfried de Wagner, siempre en busca de amistades. A Georg, como al futuro
papa, le gusta la música sacra y toca el clarinete (la pieza preferida de
Benedicto XVI es Quinteto para clarinete de Mozart).
Finalmente,
la cuarta clave de esta amistad tan íntima: Georg Gänswein es un acérrimo
conservador, tradicional y antigay que ama el poder. Varios artículos, que él
ha desmentido, dejan entrever que en Écône, en la Suiza francófona, se había
relacionado con algunos sacerdotes de la Hermandad sacerdotal san Pío X de
monseñor Lefebvre, el disidente de extrema derecha que fue finalmente
excomulgado. Otros rumores, sobre todo en España, donde he mantenido muchas
entrevistas y donde Georg pasaba las vacaciones próximo a los círculos
ultraconservadores, le consideran miembro del Opus Dei; también dio clases en
la Universidad de Santa Croce en Roma, que pertenece a esa institución. Ahora
bien, su obediencia a «la Obra» nunca ha sido confirmada ni probada. Las
orientaciones de este hombre apasionado son, por tanto, claras.
En
Alemania y en la Suiza alemana, donde estuve visitando durante más de quince
días a amigos y enemigos de Georg Gänswein, su pasado continúa siendo fuente de
rumores. Varios periodistas, con los que hablé en Berlín, Múnich, Frankfurt y
Zúrich, todavía conservan dosieres que circularon mucho sobre sus supuestos
vínculos con la extrema derecha del catolicismo alemán. ¿Es Gänswein el dandi
hechicero del que me hablan?
Lo
cierto es que Gänswein forma parte en Baviera de la llamada das Regensburger
Netzwerk («la red de Ratisbona»). Se trata de un movimiento de derecha
radical en el que pudieron participar el cardenal Joseph Ratzinger, su hermano
Georg Ratzinger (que sigue viviendo en Ratisbona) y el cardenal Gerhard Ludwig
Müller. La princesa Gloria von Thurn und Taxis, millonaria monárquica alemana
parece ser desde hace tiempo la patrocinadora de este grupo. Entre los
componentes de esta red incoherente figura también el sacerdote alemán Wilhelm
Imkamp (que actualmente se aloja en el palacio de la princesa «Gloria TNT») y
el «obispo de lujo» de Limburgo, Franz-Peter Tebarz-van Elst, que me recibió en
Roma (gracias tal vez al apoyo del cardenal Müller y del obispo Georg Gänswein,
ha sido reintegrado en el Consejo pontificio para la promoción de la nueva
evangelización, dirigido por el arzobispo Rino Fisichella, a pesar de verse
involucrado en un escándalo financiero: ese «Monseñor Bling Bling», Tebartz-van
Elst, había hecho restaurar su residencia episcopal con un coste de 31 millones
de euros, cosa que dio lugar a una enorme polémica y le valió una fuerte
sanción por parte del papa Francisco).
No
lejos de Baviera, existe una importante ramificación de esa «red de Ratisbona»
en Coira, en la Suiza alemana, en torno al obispo Vitus Huonder y a su adjunto,
el sacerdote Martin Grichting. Según más de cincuenta sacerdotes, periodistas y
expertos del catolicismo suizo a los que entrevisté en Zúrich,
Illnau-Effretikon, Ginebra, Lausana, San Galo, Lucerna, Basilea y por supuesto
en Coira, el obispado de la ciudad tiene la particularidad de reunir a su
alrededor a homófobos de extrema derecha y a homófilos a veces muy
practicantes. Ese entorno híbrido y versátil es objeto de muchas habladurías en
Suiza.
De
modo que Georg es para Joseph lo que podríamos llamar «un buen partido». Junto
con Ratzinger forman una hermosa alianza de almas. El ultraconservadurismo de
Gänswein se parece, incluso en su esquizofrenia, al del anciano cardenal. Los
dos singles que se han encontrado ya no se separarán. Vivirán juntos en
el palacio episcopal: el papa en el tercer piso; Georg, en el cuarto. La prensa
italiana se entusiasma con la pareja como no lo hizo jamás con ninguna reina, y
le pone un mote a Georg: Bel Giorgio.
La
relación de poder entre los dos hombres de Iglesia no es, sin embargo, fácil de
descifrar. Hay quienes han escrito que Georg, al ver al papa débil y envejecido,
se puso a soñar con ser un Stanislaw Dziwisz, el famoso secretario personal de
Juan Pablo II, que ejerció un poder cada vez mayor a medida que el papa se iba
debilitando. El amor al poder de Gänswein apenas deja lugar a dudas cuando uno
lee los documentos secretos de Vatileaks. Otros han opinado que Benedicto XVI
tenía tan solo un papel secundario y acompañaba a su secretario. Una típica
relación de dominación inversa, afirman, sin excesivo convencimiento. Con
cierto humor, como para burlarse de los chismorreos, Georg soltó la metáfora de
la nieve: «Mi función es proteger a Su Santidad de la avalancha de cartas que
recibe». Yañadió: «En cierto modo soy su quitanieves». El título de una de sus
famosas entrevistas en Vanity Fair,
publicada en «primera plana», es una cita de Georg: «Ser guapo no es pecado».
¿Podemos
decir que se pasa? Ese Narciso contrariado adora exhibirse junto al santo
padre. Existen cientos de fotografías: Don Giorgio sostiene la mano del papa;
le susurra al oído; le ayuda a caminar; le tiende un ramo de flores; le coloca
de nuevo delicadamente en la cabeza un sombrero que había volado. Algunas
imágenes son aún más insólitas, como aquellas en las que, a la manera de Jack y
Jackie Kennedy, Georg se lanza materialmente sobre el papa con un amplio
mantelete de color rojo brillante, ondeando literalmente al viento, y lo
deposita con suavidad sobre los hombros del personaje para preservarle del
frío, con un movimiento masculino protector, antes de rodearle con ternura y de
anudarle la prenda. En esta serie de imágenes, Benedicto XVI va completamente
vestido de blanco; Georg, en cambio, lleva una sotana negra, con un fino ribete
de seda violeta y abrochada con 86 botones de color rosa púrpura. Ningún
secretario personal del papa había protagonizado una escena como esta: ni
Pasquale Macchi con Pablo VI, ni Stanislaw Dziwisz con Juan Pablo II, ni Fabián
Pedacchio con Francisco.
Un
último detalle. Puede que el lector no le conceda ninguna importancia y diga
que es algo frecuente, un uso muy común sin ningún significado. Pero el autor
no piensa lo mismo; nada es demasiado insignificante para tener un sentido y,
de repente, ciertos detalles traicionan a veces una verdad que se ha intentado
ocultar durante mucho tiempo. Como bien sabemos, el diablo está en los
detalles.
Aquí
está: al parecer el papa le cambió el nombre a Georg: le llama Ciorcio,
pronunciado con un fuerte acento italiano. No se trata de un sobrenombre
utilizado en la curia, sino de un diminutivo afectuoso que solo el papa
utiliza. Una manera de distinguirlo de su hermano mayor, que lleva el mismo
nombre Georg; una forma de decir que esta relación profesional es también una
amistad o como «amistad amorosa».
Lo
que no hay que subestimar son los celos que la presencia de este Antínoo
ilustrado junto al anciano cardenal Ratzinger suscitó en la santa sede. Todos
los enemigos de Georg en la curia aparecerán efectivamente en el primer
escándalo Vatileaks. Al interrogar a sacerdotes, confesores, obispos o
cardenales en el interior mismo del Vaticano, esos celos estallan sin apenas
disimulo: a Georg lo describen alternativamente como «un hombre guapo»,
«agradable a la vista», «George Clooney del Vaticano» o prelado «para paparazzi»
(un malévolo juego de palabras formado sobre «Papa Ratzi»). Hay quienes me
hicieron observar que su relación con Ratzinger «era la comidilla» del Vaticano
y que cuando en la prensa mainstream italiana aparecieron las
fotografías de Georg vestido de excursionista o con short ajustado, el
«malestar se hizo insostenible». Por no hablar de la colección «hombres» para
el otoño-invierno de 2007, lanzada por Donatella Versace y bautizada como
«Clergyman»: la modista de moda afirma haberse inspirado en el «Bello Georg».
Ante
esas exuberancias, visiblemente toleradas por el santo padre, muchos cardenales
postergados y monsignori relegados se sintieron heridos. Su
resentimiento, que era también celos, se agudizó y contribuyó en parte al
fracaso del pontificado. Se acusó a Georg Gänswein de haber hechizado al papa y
de ocultar su juego bajo un disfraz de humildad: elprelado alemán sería un
hombre con una fría ambición, que ya se veía cardenal, es decir ¡«papable»!
Esos
chismes y esos rumores que me fueron revelados regularmente en el Vaticano, sin
tener nunca ninguna prueba, dan a entender una única y misma cosa: una relación
afectiva.
Esta
es, por otra parte, la tesis de un libro de David Berger, publicado en
Alemania, Der Heilige Schein (La Santa impostura). Testigo de
primera mano, Berger fue un joven teólogo neotomista de Baviera, que hizo una
carrera meteórica en el Vaticano como miembro de la Academia pontificia santo
Tomás de Aquino de Roma y colaborador de varias revistas de la santa sede. Los
cardenales y los prelados miman y a veces flirtean con ese homosexual
encubierto, que jamás fue ordenado sacerdote. El joven les devuelve sus
atenciones.
Por
razones algo misteriosas, ese consultor de ego desmesurado opta de repente por
la militancia homosexual y se convierte en el redactor jefe de uno de los
principales diarios gais alemanes. Como era de esperar, el Vaticano le retira
de inmediato su acreditación de teólogo.
En
su libro, escrito a partir de sus propias experiencias, describe minuciosamente
la estética litúrgica homoerótica del catolicismo y la homosexualidad
subliminal de Benedicto XVI. Al sacar a la luz sus confidencias de teólogo gay
en el corazón del Vaticano, aprovecha para calcular que el número de
homosexuales que hay en la Iglesia es de «más del 50 %». Hacia la mitad del
libro, va aún más allá y alude a unas fotografías eróticas y al escándalo
sexual del seminario de Sankt Pölten, en Austria, que llegaría a salpicar
incluso al entorno del papa. Después, en una entrevista televisada de la ZDF,
David Berger denuncia la vida sexual de Benedicto XVI basándose en palabras que
ha escuchado en boca de obispos o teólogos.
Esta
operación de outing provocó un fuerte escándalo en Alemania, pero apenas
fue más allá de los medios de habla alemana (el libro no se tradujo en el
extranjero). Tal vez debido a la fragilidad de la tesis.
Cuando
le entrevisto en Berlín, David Berger responde francamente a mis preguntas y
entona un mea culpa. Comemos juntos en un restaurante de inmigrados griegos,
pese a ser una persona muy criticada por sus posturas antiinmigración.
—Yo
procedo de una familia de izquierdas, hippies. Reconozco que me costó mucho
admitir mi homosexualidad en la adolescencia, y que se creó una gran tensión
entre el hecho de ser sacerdote y de ser gay. Era seminarista y me enamoré de
un muchacho. Yo tenía 19 años. Treinta años más tarde, sigo viviendo con él —me
confía Berger.
Cuando
llega a Roma, y se introduce con toda naturalidad en las redes gais del
Vaticano, David Berger queda atrapado en el juego de la doble vida: su amante
le visita regularmente.
—Desde
siempre la Iglesia ha sido un lugar donde los homosexuales se han sentido
seguros. Esta es la clave. Para un gay, la Iglesia es safe.
En
su libro, que se alimenta de sus aventuras romanas, David Berger describe el
mundo homoerótico del Vaticano. Sin embargo, cuando acusa al papa y a su
secretario, este testigo de cargo, que se pasó al activismo gay, no aporta
ninguna prueba. Incluso ha de acabar excusándose por haber ido demasiado lejos
en su entrevista en la ZDF.
—Nunca me desdije de mi libro,
contrariamente a lo que haya podido decirse. Simplemente, lamenté haber
afirmado en la televisión que Benedicto XVI era homosexual cuando no tenía
ninguna prueba. Me disculpé.
Después
de comer, David Berger me propone ir a tomar café a su casa, que dista apenas
unas manzanas, en el centro mismo de Schöneberg. Allí vive rodeado de libros y
de cuadros en un piso berlinés de grandes dimensiones con una hermosa chimenea
clásica. Continuamos con nuestra conversación sobre das Regensburger
Netzwerk («la red de Ratisbona»), de la que habla extensamente en su libro
con el nombre de «red Gänswein». Según Berger, el obispo Georg Gänswein, el
cardenal Müller, el sacerdote Wilhelm Imkamp y la princesa Gloria von Thurn und
Taxis pertenecen a esa misma network de derecha dura.
Extrañamente,
David Berger comparte muchos puntos con sus detractores. Como ellos, evolucionó
hacia posturas de la extrema derecha alemana (AfD), cosa que reconoce en
nuestra entrevista, justificándose e insistiendo en los dos principales
problemas a los que se enfrenta Europa: la inmigración y el islam.
—David
Berger perdió mucha credibilidad cuando se aproximó a la extrema derecha
alemana y al partido ultranacionalista AfD. Se convirtió asimismo en un
obsesivo antimusulmán —me explica el exdiputado alemán Volker Beck, al que
entrevisté en Berlín.
La
tesis de David Berger sobre la homosexualidad activa de Joseph Ratzinger y
Georg está hoy ampliamente desacreditada. Confesemos también que de la
conversación concreta que mantienen el papa Benedicto XVI y su secretario
particular no sabemos nada. Nadie, ni siquiera en el Vaticano, ha podido
establecer la verdad. Todo son especulaciones. Y aunque Georg presencia dos
veces al día los «levantamientos» del santo padre (el papa hace la siesta) y
come y cena con él mano a mano, esto no es el principio de un conato de prueba.
Visto
a distancia, los límites del bromance parecen confusos; desde cerca,
avanzamos la hipótesis más probable: la de la «amistad amorosa», siguiendo la
gran tradición medieval, casto y de pura belleza. Esta idealización de los
amores platónicos, ese sueño de fusión de las almas en la castidad concuerda
perfectamente con la psicología de Ratzinger. Y tal vez es de esta «amistad
amorosa» de donde saca su pasión y su energía.
Si
esta hipótesis es cierta —quién lo sabe— cabe pensar que Ratzinger tal vez fue
más sincero de lo que creían los activistas LGTB, que tanto le reprocharon
mantenerse «en el armario». Tal vez Benedicto XVI no habría tenido otra
ambición que imponer a los demás sus propias virtudes y, fiel a su voto de castidad,
aun al precio de una lucha desgarradora, habría pedido a los homosexuales que
hicieran como él. Por lo tanto, Ratzinger «sería un hombre digno de ser
expulsado de la raza humana si no hubiera compartido y superado los rigores que
impuso a los demás»: Chateaubriand pronuncia la palabra justa al referirse a su
querido abad de Rancé, perfectamente aplicable a Ratzinger.
Si
la vida íntima de Joseph Ratzinger sigue siendo para todos nosotros un
misterio, en contra de lo que algunos han pretendido, no lo es tanto la vida
privada de Georg. He hablado con obispos con los que convivió en Santa Marta,
un secretario que trabajó con él y contactos con los que coincidió en España,
en Alemania y en Suiza. Todas esas fuentes me describen con deseo a un
sacerdote extraordinariamente amable, de una «belleza sinuosa», siempre de
punta en blanco, un «ser evidentemente irresistible», aunque a veces
«lunático», «versátil» y «caprichoso»; nadie habla mal de él, pero me explican
que, en su juventud, al parecer al rubio le gustaban las noches fáunicas y,
como todos los sacerdotes, pasaba las veladas entre chicos.
Lo
que está fuera de duda es que Gänswein se interesa por la doble vida de los
cardenales, de los obispos y de los sacerdotes. Siempre secreto, ese control
freak pediría, según diversas fuentes, notas e informaciones sobre los
prelados gais. En Sodoma, todo el mundo vigila a todo el mundo, y la
homosexualidad es el centro de muchas intrigas.
El
bello leonado también viaja con regularidad para huir del rigor del Vaticano,
frecuentar otras parroquias y buscar nuevas amistades. Guapo como es, prefiere
rodearse de hombres, en vez de exponerse a las críticas por sus relaciones con
las mujeres, que también son numerosas y, al parecer, sin fundamento.
«Tiene
una gran capacidad de acuerdo», me dijo un sacerdote entrevistado en Suiza. «Es
muy sociable», me comentó un sacerdote entrevistado en Madrid. Tiene amistades
«mundanas», afirmó un tercero, en Berlín. Hoy en día, menos cortesano que
cortejado, teniendo en cuenta sus títulos de prestigio, tiene relaciones
beneficiosas en las que su narcisismo forzosamente le resulta de utilidad.
Pese
a los rumores y a las maledicencias, el papa Benedicto XVI nunca apartó a su
favorito; al contrario, le promocionó. Tras el escándalo Vatileaks, en el que
Georg era a la vez víctima y forzosamente responsable en parte (aunque solo sea
por haberse fiado del topo que hizo las filtraciones), el soberano pontífice le
renovó su confianza nombrándole director de la Casa pontificia (en resumidas
cuentas, jefe de protocolo) y sobre todo arzobispo. El acto oficial tuvo lugar
el 6 de enero de 2013, día de la Epifanía, un mes antes de la escandalosa
dimisión del santo padre, y podríamos decir que esta misa extravagante marca el
fin oficioso del pontificado.
«¡Benedicto
XVI se atrevió!» La frase es de un sacerdote de la curia que contempló
estupefacto aquel espectáculo, «el más hermoso que he visto en mi vida». Nunca
un papa moderno tuvo la audacia de celebrar semejante misa de coronación,
semejante desmesura, semejante locura para su bello protegido. El día de la
consagración como arzobispo de Georg Gänswein, Benedicto XVI preside una de las
fiestas litúrgicas más hermosas de todos los tiempos. (Cinco personas que
asistieron, entre ellas dos cardenales, me explicaron el espectáculo, y en
YouTube puede verse la ceremonia que dura casi tres horas. Yo he podido
conseguir el libretto original de la misa, con las partituras musicales,
¡un documento de 106 páginas! También me informaron con todo detalle de la
ceremonia algunos vaticanistas atónitos. Por último, el arzobispo Piero Marini,
que era el maestro de ceremonias de los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI, y
Pierre Blanchard, que estuvo durante mucho tiempo al frente de la APSA, dos
buenos conocedores del protocolo inmutable del Vaticano, me explicaron las
reglas hieráticas y hasta el alto sitial.)
Bajo
la grandiosa cúpula de Miguel Ángel y el baldaquino con las columnas barrocas
de estuco dorado de Bernini, el papa arma caballero a Georg en la basílica de
San Pedro de Roma. Pertinaz en su legendario hostinato rigore
(«obstinado rigor» es la divisa de Leonardo da Vinci), el papa no oculta nada,
a diferencia de muchos cardenales que esconden a sus protegidos; él lo asume en
público. Es algo que siempre he admirado en él.
Benedicto XVI quiso poner de nuevo
personalmente a su excelencia bávara Georg Gänswein el anillo pastoral en una
ceremonia felliniana grabada para siempre en la memoria de las 450 estatuas,
500 columnas y 50 altares de la basílica. En primer lugar la procesión, lenta,
espléndida, con una coreografía perfecta: el papa con su inmensa mitra amarillo
topacio y oro, de pie sobre un pequeño papamóvil de uso interior, auténtico
trono con ruedas, recorre dominándolo todo los casi 200 metros de la nave al
son de los apasionados metales, de los hermosos órganos y del coro de
monaguillos de San Pedro, tiesos como cirios. Los cálices tienen incrustaciones
de piedras preciosas; los incensarios humean. En las primeras filas de esta
ordenación episcopal de un estilo nuevo, decenas de cardenales y centenares de
obispos y sacerdotes con sus mejores galas ofrecen una paleta de colores rojos,
blancos y escarlata. Flores por todas partes, como si fuera una boda.
A
continuación, empieza la ceremonia propiamente dicha. Flanqueado por el
secretario de Estado Tarcisio Bertone y por el incorregible cardenal Zenon
Grocholewski, coconsagradores, el papa resplandeciente de orgullo y de
satisfacción habla con una voz débil pero hermosa. Delante de él, en el cruce
de la nave y del transepto, cuatro prelados, entre ellos Georg, están tendidos
boca abajo, como manda la tradición. Un sacerdote corrige inmediatamente la
ropa de Georg cuando se desajusta. El papa, inmóvil e imperturbable en su
trono, está concentrado en su magna obra, sus «aromas sagrados» y su pasión.
Sobre su cabeza, una multitud de angelitos contempla la escena con admiración,
mientras que los ángeles arrodillados de Bernini comparten también su emoción.
¡Es la coronación de Carlomagno! ¡Es Adriano que ha removido cielo y tierra,
construido ciudades y mausoleos y movilizado a todos los escultores de su
imperio para rendir homenaje a Antínoo! Y Adriano hará incluso que se arrodille
ante su favorito un público compuesto por el todo Roma —cardenales,
embajadores, políticos y exministros y hasta el presidente del Consejo italiano
Mario Monti en persona— en una confusión de genuflexiones, protocolo sublime y
extravagante.
De
pronto, el papa toma entre sus manos la cabeza de Georg: la emoción ha llegado
al máximo. «El aire está inmóvil.» Georg esboza una sonrisa leonardesca antes
de introducir su cabellera entre las manos soberanas y pontificias, las cámaras
se mantienen fijas, los cardenales —reconozco en las imágenes a Angelo Sodano,
Raymond Burke y Robert Sarah— contienen la respiración; los angelitos
mofletudos que sostienen las pilas de agua bendita están boquiabiertos. «El
tiempo está suspendido.» Por una vez, entre Kyrie, Gloria, Credo, Sanctus y
Benedictus, la música suena hermosa en San Pedro, perfectamente sincronizada
por unos «liturgia queens». El papa acaricia detenidamente (19 segundos)
los rizos grises de su George Clooney, con una infinita delicadeza y a la vez
una infinita prudencia. Pero «el cuerpo no miente», como solía decir la gran
coreógrafa Martha Graham, experta en body language.
Evidentemente,
el papa está informado de los rumores que circulan y del nombre del amante que se
le atribuye. ¿Él, infame? ¿Él, uranista? ¿Él, contra natura? Se ríe de todo
esto. ¡Y agrava la situación! ¡Qué estilo! ¡Qué porte! Ratzinger tiene la
grandeza de un Oscar Wilde que, cuando se le advirtió del peligro que corría
por su relación con el joven Bosie, se mostró a su lado más que antes; o de un
Verlaine, cuya familia le pide con insistencia que se aleje del joven Rimbaud,
y que decide con más fuerza aún irse a vivir con él, cosa que costó a Oscar
Wilde y a Verlaine dos años de cárcel. «L’injure des hommes, /
qu’est-ce que cela fait? / va, notre coeur
sait / seul ce que nous sommes» («La injuria de los hombres, / ¿qué nos importa? / vamos, solo
nuestro corazón / sabe lo que somos»)6
A
su manera, Ratzinger se mantiene fiel a su singleton, a pesar de las
frenéticas advertencias de la curia. Esa gran misa es una declaración
grandiosa. Y ese día está radiante. Su sonrisa contenida es una maravilla. Él,
que ha apurado el cáliz hasta las heces, no teme esa mañana beber un sorbo. Es
guapo. Está orgulloso. Magnetizado por su propia audacia, ha ganado. Repasando
la filmación, tan soberbiamente patética, nunca me ha gustado tanto como en ese
momento.
En
ese instante, Georg es consagrado arzobispo por el santo padre, sin que nadie
sepa todavía que Benedicto XVI ha tomado la decisión más espectacular que un
papa haya tomado jamás: en unos días anunciará su renuncia. ¿Lo sabe ya Georg?
Es probable. En cualquier caso, para el papa ese día, esta misa de coronación,
dedicada a Ciorcio, será su testamento para la historia.
De
momento, el carnaval continúa. La misa no ha acabado, hasta el punto de que el
papa llegará con más de veinte minutos de retraso al ángelus, y deberá
excusarse ante la multitud impaciente que le aguarda en la plaza de San Pedro.
—¡Era
una liturgia de celebración! ¡Un espectáculo! ¡Un error! La liturgia no puede
ser un espectáculo —se extraña en una entrevista Piero Marini, el antiguo maestro
de ceremonias de Juan Pablo II y de Benedicto XVI.
Más
generoso, uno de sus sucesores, monseñor Vincenzo Peroni, maestro de ceremonias
del papa Francisco, que también contribuyó, en su momento, a preparar esta
misa, me explica durante una cena mano a mano.
—Una
ceremonia como esta ilustraba la belleza que revela el rostro y la gloria de
Dios: nada es suficientemente hermoso para Dios.
Al
acabar, entre los aplausos prolongados —cosa rara— y el ruido de los disparos
de los fotógrafos, reconozco El arte de la fuga de Bach, interpretado
por una orquesta de cámara situada en los pisos de la basílica, y una de las
«músicas para la vista» preferidas de Joseph Ratzinger. Acompañado por el ritmo
sostenido y el rigor absoluto de Bach, el inmenso cortejo recorre la nave en
sentido inverso, flanqueado por la multicolor guardia suiza y los
guardaespaldas vestidos de negro.
¡Qué
espectáculo! Cuando pasa por delante de la Pietà, una de las obras de
arte más hermosas del mundo, no sería de extrañar que, desde el fondo de su
capilla, la estatua de Miguel Ángel se quedara maravillada ante la comitiva que
se ponía en marcha.
Otro
hecho insólito: al casamiento en la iglesia le sucede otro en la alcaldía.
Después de la misa, más de doscientos invitados participarán en una selecta
recepción celebrada en la gran sala de audiencias Pablo VI. Finalmente, el
atrevimiento del papa le llevará a organizar por la noche una cena de gala más
íntima en los museos del Vaticano, a la que asistirá él mismo, rodeado para la
ocasión de Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Caravaggio y El Sodoma.
El
papa Francisco confirmó al gran chambelán Georg Gänswein en su doble función,
tras la dimisión de Benedicto XVI y su propia elección. A situación inédita,
título inédito: Georg es actualmente secretario personal del papa retirado y a
la vez prefecto de la Casa pontificia del papa en activo.
Esa doble función tiene la ventaja de
permitir comparaciones audaces. Y cuántas veces he escuchado en Roma esta frase
atribuida a Georg Gänswein, que habría afirmado que trabajaba «para un papa
activo y un papa pasivo». En las redacciones, en las asociaciones, la frase es
célebre y ¡suena constantemente! ¡Los militantes gay se recrean en ella! He
encontrado esta frase, ciertamente desafortunada, en el discurso original, pero
no en esos mismos términos. En una conferencia pronunciada en 2016, Georg
compara brevemente a los dos papas y dice: «Desde la elección de Francisco, no
hay dos papas, sino, en realidad, un ministerio ampliado, con un miembro activo
y un miembro contemplativo [un membro attivo
e un membro contemplativo]. Por eso Benedicto XVI no renunció a su nombre
ni a su sotana blanca». La frase inevitablemente fue sacada de contexto y
alterada en numerosas webs gais y repetida hasta el infinito por docenas de blogueros.
¡Aunque nunca se habló de «papa activo» y de «papa pasivo»! Bueno, casi.
Georg
es un puente entre los dos papas, un mensajero. Fue uno de los primeros a quien
Benedicto XVI confió su proyecto de dimisión. Georg debió de responderle: «No,
santo padre, no es posible». Cuando se produjo su marcha definitiva, en 2013,
se le vio subir al helicóptero en el que acompañaría al papa hasta Castel
Gandolfo, imagen que fue objeto de burla ¡como si el papa subiera a los cielos
en vida! Después, Georg se mudó con el soberano pontífice y sus dos gatas al
Vaticano, al monasterio Mater Ecclesiae, tras un portón dotado de vigilancia y
altas rejas, cosa que no tiene ninguna otra residencia en el Vaticano.
Me
dicen que Francisco aprecia la inteligencia de Georg, que no es simplemente un
guapo muchacho, sino también un buen cerebro. Su vasta cultura, muy alemana, y
tan distinta de la hispánica del papa le abre nuevas perspectivas. En su
entrevista en Vanity Fair, el que querría aparecer como la eminencia
gris de Benedicto XVI, formuló el deseo de «que no se detengan en [su]
apariencia física, sino que se aprecie también el fondo que hay debajo de la
sotana».
Ecce homo.
Para acabar con la personalidad de Benedicto XVI, intentemos plantear una
hipótesis que procede del análisis sutil y temerario que hace Freud de la
homosexualidad de Leonardo da Vinci. Yo no soy psicoanalista, pero me
sorprende, como a muchos, el hecho de que la homosexualidad haya sido una de
las cuestiones cardinales, por así decir, de la vida y del pensamiento de
Joseph Ratzinger. Es uno de los teólogos que más ha estudiado este tema. A su
manera, la cuestión gay verticaliza su vida, y eso le hace muy interesante.
Cabe
pensar, como dice Freud, que no hay vida humana que carezca de deseo sexual en
sentido amplio, libido que perdura necesariamente con el sacerdocio, aunque sea
en formas sublimadas o reprimidas. En el caso de Leonardo da Vinci, se trata, según
Freud, de la homosexualidad reprimida en el conocimiento, la investigación, el
arte y la belleza no consumida de los muchachos (estudios más recientes
contradicen claramente a Freud, ya que el pintor fue un homosexual
practicante). Por otra parte, Leonardo da Vinci escribió en sus cuadernos esta
frase muy comentada: «La pasión intelectual expulsa la sensualidad».
En
el caso de Joseph Ratzinger parece que se podría plantear una hipótesis
similar, con toda la prudencia del mundo: ¿se sublimó en la vocación y reprimió
en la investigación una cierta homosexualidad latente? ¿La estética literaria y
musical, el afeminamiento, las extravagancias en el vestir, el culto a la
belleza de los jóvenes podrían considerarse indicios?
¿Se trata simplemente de un «bovarismo»,
que consiste en vivir la vida a través de la de los personajes de novelas, para
no tener que enfrentarse a la realidad?
La
vida de Ratzinger está enteramente contenida en el horizonte de sus lecturas y
de sus escritos. ¿Tuvo que construir su fuerza en torno a una rigidez interior
y secreta? Que la actividad intelectual o estética sea una derivación del deseo
es un proceso psicosexual bien conocido tanto de la vida artística y literaria
como de la vida sacerdotal. Siguiendo a Freud, ¿se puede hablar de un complejo
de Edipo sublimado en «neurosis obsesiva»: un complejo de Prometeo?
Es
muy poco lo que sabemos de la vida emocional de Benedicto XVI, pero ese poco es
más que significativo: su tendencia afectiva va en una sola y única dirección.
Teniendo en cuenta los músicos que le gustan a Joseph Ratzinger, las figuras
andróginas que valora en la óperas que le entusiasman, los escritores que lee,
los amigos de que se rodea, los cardenales que nombra, las numerosas decisiones
contra los homosexuales, y hasta su caída final que gira y se anuda en torno a
la cuestión gay, se puede plantear la hipótesis de que la homofilia habría sido
«la espina clavada en la carne» de Joseph Ratzinger.
No
caben muchas dudas de que ha sido el hombre más atormentado y agobiado por el
pecado o, al menos, por el sentimiento del pecado: en este sentido, es una
figura trágica. Que ese rechazo explique su «homofobia interiorizada» es una
hipótesis planteada por muchísimos psicoanalistas, psiquiatras, sacerdotes y
teólogos progresistas y, por supuesto, por militantes gais. Alguno de ellos,
como el periodista Pasquale Quaranta, incluso me propuso la expresión «síndrome
Ratzinger» para definir ese modelo arquetípico de «homofobia interiorizada».
Pocas
veces un hombre luchó tanto contra su «parroquia», y esta obstinación acabó
siendo sospechosa. Benedicto XVI habría hecho pagar a los demás sus propias
dudas. Yo creo, no obstante, que esta explicación psicologizante es frágil ya
que, si analizamos detenidamente los textos de Joseph Ratzinger, descubriremos
su secreto más querido, y el matiz es importante. Yo me inclinaría más bien por
otra hipótesis, la que defiende que Ratzinger no es un «homosexual homófobo»,
como se ha dicho tantas veces, si entendemos la palabra en el sentido de una
aversión profunda y general contra los homosexuales. En realidad, el cardenal
Ratzinger siempre se esforzó por distinguir dos formas de homosexualidad. La
primera, como ya sabemos, «intrínsicamente desordenada», la que se vive con su
identidad y cultura específicas, y que Ratzinger rechaza con rotunda severidad
porque lleva a cabo el acto homosexual. Las debilidades de la carne, la
sexualidad entre hombres: he ahí el pecado.
En
cambio, y creo que este aspecto no ha sido tenido en cuenta, hay una
homosexualidad que Ratzinger nunca rechazó, convirtiéndola incluso en modelo
insuperable, en su opinión muy superior al amor carnal entre un hombre y una
mujer. Se trata de la homosexualidad ascética, la que ha sido corregida por
«legislaciones sobrehumanas»: es esta lucha contra uno mismo, lucha enérgica,
lucha incesante, lucha verdaderamente diabólica y que, finalmente, alcanza su
plenitud en la abstinencia. Esta victoria sobre los sentidos es el modelo al
que tienden toda la personalidad y la obra de Ratzinger. Nietzsche lo expuso ya
en El crepúsculo de los ídolos, cuando convirtió al eunuco en el modelo
ideal de la Iglesia: «El santo grato a Dios es el castrado ideal».
En definitiva, podríamos decir que si bien
Ratzinger rechaza a las personas «LGTB», no trata con la misma dureza al que
duda, al que se interroga, a ese agnóstico de la sexualidad, a esa persona questionning o «Q», de la que hablan los
estadounidenses y que ha hecho que construyan una nueva sigla: LGBTQ. En
definitiva, entre los gais despreciados, el papa estaría dispuesto a salvar a
los que renuncian, a los que no cometen «actos de homosexualidad» y permanecen
castos.
Este
ideal del santo homosexual abstinente Ratzinger lo forjó y repitió en sus
encíclicas, motu proprio, exhortaciones apostólicas, cartas, extractos
de libros o entrevistas. Podemos remontarnos al texto más elaborado, y que
tiene un notable valor: los artículos clave del Nuevo catecismo de la
Iglesia católica (1992). Sabemos que el cardenal Ratzinger fue el redactor
jefe, ayudado por un joven y talentoso obispo de lengua alemana, que el
profesor Ratzinger tuvo como alumno y al que tomó bajo su protección: Christoph
Schönborn. Aunque se trata de una obra colectiva, en la que participaban una
quincena de prelados, con la colaboración de más de mil obispos, fue Ratzinger
el que coordinó los trabajos y redactó personalmente, junto con Schönborn y el
obispo francés Jean-Louis Bruguès, los tres artículos clave relativos a la
homosexualidad (§ 2357 y siguientes). El apartado en el que están reunidos lleva
además un título que anuncia ya la orientación: «Castidad y homosexualidad».
En
el primer artículo, el Catecismo se limita a afirmar que «los actos
homosexuales son intrínsecamente desordenados. Son contrarios a la ley natural.
Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera
complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún
caso». Tras haber señalado que esas personas que «presentan tendencias
homosexuales instintivas» constituyen un «número apreciable», que para la
mayoría de ellas su condición homosexual es «una auténtica prueba», y que deben
«ser acogidas con respeto, compasión y delicadeza», el Catecismo da paso
a la gran teoría de Ratzinger. «Las personas homosexuales están llamadas a la
castidad. Mediante virtudes de dominio de sí mismo que eduquen la libertad
interior, y a veces mediante el apoyo de una amistad desinteresada, de la
oración y de la gracia sacramental, pueden y deben acercarse gradual y
resueltamente a la perfección cristiana.»
¡La
perfección cristiana! ¡Los homosexuales no pedían tanto! Cabe pensar que el
verdadero redactor del texto, Ratzinger, se delata aquí de forma asombrosa al
sobrevalorar a los homosexuales «abstinentes» tras haber condenado a los
homosexuales «practicantes» (los otros dos redactores, más gay-friendly,
Schönborn y Bruguès, son en este aspecto más progresistas que él).
Esta
es la proposición binaria: rechazo de las prácticas y del «ejercicio» de la
homosexualidad; idealización de la castidad y de la homosexualidad «no
consumada». El practicante es reprobado; el no practicante es alabado. Teoría
de una esquizofrenia abismal, si se piensa un poco. Estamos ante el núcleo, la
quintaesencia misma, del sistema ratzingueriano.
El
papa Benedicto XVI insistirá en ello con toda su energía. En numerosos libros y
entrevistas, repetirá esas frases de mil maneras distintas. Por ejemplo, en Luz
del mundo, el libro de la entrevista oficial: «Si alguien tiene tendencias
homosexuales profundamente enraizadas —a día de hoy ignoramos si son realmente
innatas o si aparecen en la primera infancia—, en cualquier caso, si esas
tendencias dominan a la persona, esta tiene que superar una gran prueba… Ahora
bien, esto no significa que la homosexualidad esté bien».
El periodista, por lo general menos
temerario, reacciona mencionando el hecho de que en la Iglesia hay muchos
homosexuales. Y Benedicto XVI responde: «Esto también forma parte de las
dificultades de la Iglesia. Y las personas afectadas deben intentar al menos no
ceder a esta tendencia de manera activa a fin de mantenerse fieles a la misión
propia de su ministerio».
Esta
homosexualidad «controlada» la conocemos bien: es Platón y el amor platónico
más que Sócrates y los amores socráticos; es san Agustín heterosexual promiscuo
sin duda, pero que lucha consigo mismo duramente y alcanza la santidad
volviéndose casto; es Haendel, Schubert, Chopin y tal vez Mozart; es Jacques
Maritain y el primer André Gide; es François Mauriac y el joven Julien Green;
es el Rimbaud soñado por Claudel, que lo imagina abstinente; es Leonardo da
Vinci y Miguel Ángel antes de pasar al acto. En otras palabras: todas las
pasiones intelectuales y artísticas de Joseph Ratzinger.
Aceptar
al homosexual a condición de que renuncie a su sexualidad. La apuesta de
Ratzinger es atrevida. ¿Y qué hombre heroico puede conseguirlo, a base de
flagelación? Tal vez un Ratzinger o, a base de sacrificios, ¡un replicante o un
Jedi! Para todos los demás, los «normales» que saben que la abstinencia es
contra natura, el pensamiento de Benedicto XVI conduce inevitablemente a la
doble vida y, como dice el Poeta, a los «viejos amores mentirosos» y a las
«parejas embusteras». El principio mismo del proyecto ratzingueriano estaba
condenado al fracaso y a la hipocresía, tanto en el mundo como en el seno de la
propia casa pontificia.
¿Fue
demasiado lejos en ese elogio de la abstinencia que condena la práctica mucho
más que la idea? ¿Abrió la puerta inocentemente a una gran hipocresía en una
Iglesia que se está homosexualizando a grandes pasos? En realidad, el cardenal
Ratzinger vio perfectamente la trampa y el límite de su gran teoría. En
consecuencia, en 1986, con la ayuda del episcopado estadounidense que le
sugiere una versión del texto, aclara las cosas en su famosa Carta a los
obispos de la Iglesia católica sobre la atención pastoral a las personas
homosexuales, el primer documento de toda la historia del cristianismo
consagrado exclusivamente a este tema. Al recordar que hay que establecer una
distinción entre la «condición» y la «tendencia» homosexual por un lado y los
«actos» homosexuales por el otro, el cardenal Ratzinger confirma que solo los
últimos, los actos, son «intrínsecamente desordenados». Aunque inmediatamente
añade una restricción importante: teniendo en cuenta las interpretaciones
«excesivamente benévolas» que se han hecho, conviene recordar que «la
inclinación» es en sí misma mala, aunque no sea pecado. La indulgencia tiene
sus límites.
Tal
vez más que ningún otro hombre de su generación, Joseph Ratzinger irá a
contracorriente de la historia, y de su propia vida. Su razonamiento,
absolutamente perverso, le llevará muy pronto a justificar las discriminaciones
a personas homosexuales, a incitar su despido del trabajo o del ejército, a
validar las negativas de empleo o el acceso a la vivienda. Al legitimar así la
homofobia institucional, el cardenal y luego papa confirmará muy a su pesar que
todos sus conocimientos teológicos no le han protegido contra los prejuicios.
¿Tal
vez debía ser así? Ya que no olvidemos que Joseph Ratzinger nació en 1927 y que
tenía ya 42 años cuando se produjo la «liberación» gay de Stonewall. Fue papa a
los 78 años, ya anciano. Su pensamiento es el de un hombre que se quedó
atrapado en las ideas homófobas de su tiempo.
En definitiva, y más que al comienzo de mi
investigación, siento ternura por ese hombre autocensurado, bloqueado,
reprimido, por esta figura trágica cuyo anacronismo me obsesiona. Ese
intelectual de primer orden reflexionó sobre todo, excepto tal vez sobre la
cuestión más importante para él. Un hombre de otro tiempo, al que no le ha
bastado una vida para resolver su conflicto interno, cuando hoy en día decenas
de millones de adolescentes, mucho menos cultos o inteligentes que él, llegan,
a través del mundo, a descifrar el mismo enigma en unos pocos meses, antes de
cumplir dieciocho años.
De
modo que me pregunto si es que, en otros lugares o en otros tiempos, tal vez un
Miguel Ángel habría podido ayudarle a revelar su identidad sepultada en el
mármol, y despertar a este hombre «reprimido», este Atlas, este Esclavo, este
Prisionero joven o barbudo, como los que se ven surgir de la piedra,
espléndidos, en la Galleria dell’Accademia en Florencia. ¿No deberíamos, al fin
y al cabo, sentir respeto por este hombre que ha amado la belleza y ha luchado
contra él mismo toda su vida, combate ilusorio sin duda, y patético, pero al
fin y al cabo sincero?
Cualquiera
que sea la verdad sobre esta cuestión —verdad que probablemente no conoceremos
nunca—, prefiero conformarme con esta hipótesis generosa de un sacerdocio
elegido para protegerse de sí mismo, hipótesis que otorga cierta humanidad y
ternura a uno de los homófobos más tenaces del siglo xx.
«Naturam
expellas furca, tamen usque recurret», escribe Horacio («Expulsa la
naturaleza a horcazos, retornará siempre»). ¿Se puede disimular la verdadera
naturaleza durante mucho tiempo? Una de las frases más reveladoras del
pontificado de Benedicto XVI, y también una de las más extraordinarias, aunque
aparentemente anecdótica, figura en su libro de entrevistas oficiales Luz
del mundo. En esa larga entrevista, publicada en 2010, el papa habla mucho
de la enorme polémica mundial suscitada por sus palabras oscurantistas sobre el
sida (en su primer viaje a África, declaró que la distribución de preservativos
«agravaba» la epidemia). El papa pretende corregir sus palabras para que le
entiendan mejor. Y de pronto, suelta: «Podrá haber casos fundados de carácter
aislado, por ejemplo, cuando un prostituido utiliza un preservativo, pudiendo
ser esto un primer acto de moralización… Pero esta no es la auténtica modalidad
para abordar el mal de la infección con el VIH. Tal modalidad ha de consistir
realmente en la humanización de la sexualidad».
A Freud le hubiera gustado esta frase, que
sin duda habría diseccionado con la misma minuciosidad con que analizó el
recuerdo infantil de Leonardo da Vinci. Lo absolutamente extraordinario no es
la frase del papa sobre el sida, sino su lapsus linguae repetido en un lapsus
calami. Pronunciada verbalmente y releída por escrito, la frase fue
validada dos veces tal cual (la comprobé en el original, estaba escrita así,
con el artículo masculino: «ein Prostituierter», página 146-147 de la
edición alemana). En África, donde la gran mayoría de los casos de sida afectan
a personas heterosexuales, la única concesión que acepta hacer Ratzinger es
utilizar el masculino: «un» prostituido. Ni siquiera una trabajadora del sexo.
El artículo debería ser, en buena lógica, femenino (una), o, al menos, utilizar
la palabra en plural, sin artículo. Ningún heterosexual dirá espontáneamente
«un» prostituido, siempre utilizará el femenino, sin darse cuenta. Pero cuando
Benedicto XVI evoca a los prostituidos en África, y aunque le cueste, ¡los
imagina varones! Nunca un lapsus fue más revelador. Y son innumerables los
sacerdotes, obispos, periodistas o militantes gais que me han citado esta frase,
molestos o radiantes, y a veces muertos de risa. Ese doble lapsus linguae
y calami quedará sin duda
como una de las más hermosas confesiones de toda la historia del catolicismo.
Próximo Capítulo:
21
EL VICEPAPA
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