19
LOS
SEMINARISTAS
Daniele lleva varios meses investigando
sobre los seminarios y las universidades de Roma. Los dos hemos logrado
identificar, en estos años, a varios «informadores» que podrían ayudarnos para
cada uno de los seminarios mayores o «colegios» romanos. En diez de estos
establecimientos pontificios tenemos ya contactos: en la Universidad Pontificia
de Santo Tomás de Aquino (llamada Amgelicum), la Universidad Urbaniana, la
Universidad de Letrán, el PNAC (Pontificio Colegio Norteamericano), la
Gregoriana (jesuita), el Colegio Etíope, el seminario francés, el Germanicum
alemán, la benedictina Universidad de San Anselmo, la Universidad de la Santa
Cruz (Opus Dei), el Colegio Sacerdotal Juan Pablo II e incluso el Pontificio
Ateneo Regina Apostolorum de los Legionarios de Cristo.
Gracias a
estos contactos pudimos hablar con más de cincuenta seminaristas gais en Roma
y, por capilaridad, con varias decenas en varios países como Francia, España,
Suiza y Latinoamérica. Así es como he podido investigar en la fuente misma del
«problema» homosexual dentro de la Iglesia: el alma máter de los sacerdotes.
Mauro
Angelozzi fue quien me presentó en Roma a «mis» dos primeros seminaristas. Es
uno de los responsables de la asociación LGBT Mario Mieli. Nos vimos de manera
confidencial en la sede de este centro cultural. Volví a ver a esos
seminaristas y gracias a ellos pude ampliar mi primera red de contactos. Y una
noche, cuando estaba con Mauro, que todos los viernes por la noche organiza en
Roma las célebres fiestas gais Muccassassina (la «vaca rabiosa» o,
literalmente, «asesina»), me presentó a uno de sus colegas, que trabajaba con
él en Muccassassina. Fue entonces cuando Mauro añadió, para acabar con las
presentaciones: «¡Él también es seminarista!».
—He
cambiado, ¿verdad?
El chico que
me habla así es el camarero de uno de mis restaurantes preferidos de Roma, la
Trattoria Monti, no lejos de la iglesia Santa Maria Maggiore.
—¡Como ve ya
no soy tan joven! —añade el camarero que posó en el famoso calendario de los
guapos seminaristas.
En efecto, hace meses que ese
calendario, que se vende en las calles de Roma y hasta en las puertas del
Vaticano, me tenía intrigado. Precio: 10 euros. Todos los años una docena de
seminaristas y curas jóvenes posan para él. Las imágenes en blanco y negro,
chicos guapos con alzacuello, son sencillamente provocadoras, y varios de estos
religiosos son tansexis que se diría que la Iglesia se ha convertido en el line up digno de un cast de Glee.
Dicen que algunos cardenales compran el calendario todos los años; lo único que
puedo decir es que no lo he visto colgado en ningún despacho del Vaticano.
Es entonces
cuando descubro el pastel: el camarero que tengo enfrente ha posado para el
célebre Calendario Romano. Es gay, sin duda alguna. ¡Pero nunca ha sido
seminarista!
Mi gozo en
un pozo. Robert Mickens, un vaticanista que ya ha estado investigando sobre
este calendario misterioso y con quien ceno en la Trattoria Monti, me confirma
la jugada. En realidad, el calendario es ficticio. Serán todo lo hot que
quieran, pero los chicos que posan delante del objetivo del fotógrafo veneciano
Piero Pazzi no son ni seminaristas ni curas jóvenes, sino modelos escogidos por
una empresa gay-friendly a la que se le ocurrió este señuelo. ¡Y vaya si
funciona! Todos los años, desde 2003, se publica una edición nueva, a veces con
las mismas fotos. Se venden 100.000 ejemplares (según el editor, cifra
imposible de verificar).
Uno de los
modelos regenta un bar gay, otro es el camarero con quien hablo, que añade:
—No, no soy
seminarista. Nunca lo he sido. Posé hace mucho tiempo y me pagaron por eso.
Él, por lo
menos, nunca ha soñado con ser cura. La Iglesia, me confirma con una carcajada,
«es demasiado homófoba para mí».
Pista
falsa. Para investigar sobre los seminaristas gais de Roma había que seguir
otro camino.
En 2005 el
papa Benedicto XVI aprobó una importante instrucción, publicada por la
Congregación para la Educación Católica, para que se dejara de ordenar
sacerdotes a los candidatos que tuvieran «tendencias homosexuales profundas».
La Congregación para el Clero confirmó el texto en 2016: para ser ordenado
sacerdote primero había que ordenar la vida sentimental.
La Iglesia
recuerda así la obligación de abstinencia sexual y estipula que el acceso al
sacerdocio está vedado a «quienes practiquen la homosexualidad, presenten
tendencias homosexuales profundamente arraigadas o apoyen la llamada cultura
gay». El documento, prudentemente, añade una «excepción» para las personas que
tengan «tendencias homosexuales que son la expresión de un problema transitorio,
como por ejemplo el de una adolescencia incompleta». Por último, el documento
recuerda que sería «gravemente imprudente» admitir en el seminario a alguien
«que no haya alcanzado una afectividad madura, serena y libre, casta y fiel en
celibato».
El autor de
este texto de 2005, inspirado por Benedicto XVI y aprobado por él, fue el
cardenal polaco Zenon Grocholewski, prefecto de la Congregación para la
Educación Católica. En una nota para los obispos de todo el mundo (que obra en
mi poder) el cardenal insiste en el hecho de que la regla se limita a los
futuros sacerdotes: «La instrucción no pone en cuestión la validez de la
ordenación ni la situación de los sacerdotes que han sido ordenados teniendo
inclinaciones homosexuales».
Grocholewski
conoce bien el tema, y no solo porque tiene el mismo nombre de pila que el
protagonista bisexual de Opus nigrum de Marguerite Yourcenar. Sus
colaboradores le han advertido que poner en cuestión la ordenación de los
sacerdotes homosexuales provocaría tal sangría que la Iglesia probablemente no
volvería a levantar cabeza: ¡ya casi no habría cardenales en Roma, personajes
importantes en la curia y quizá tampoco papa! El antiguo diputado italiano y
activista gay Franco Grillini suele decir: «Si todos los gais de la Iglesia
católica tuvieran que irse a la vez, algo que nos encantaría, le causarían
graves problemas funcionales».
En el
Vaticano, el cardenal polaco se interesó mucho por la vida sexual de los
sacerdotes y obispos, por atavismo personal y por obsesión profesional. Según
dos fuentes, una de ellas un cura que trabajó para él, Grocholewski llegó a
abrir expedientes sobre las inclinaciones de varios cardenales y obispos. Uno
de ellos, un obispo del famoso círculo de corrupción de Juan Pablo II donde la
malversación y la prostitución eran uña y carne, aún sigue esperando el capelo
rojo.
Más allá de
las instrucciones concretas de Ratzinger y de su propia tendencia,
Grocholewski, ante el deterioro de la situación, se vio impelido a dar
instrucciones para conjurar el Mal. La homosexualidad estaba literalmente
«fuera de control» en los seminarios. En todo el mundo se sucedían los
escándalos y los abusos. Pero estos casos no eran nada comparados con otra
realidad, aún más alarmante: las fichas que llegaban de las nunciaturas y los
arzobispados revelaban una auténtica generalización del hecho homosexual.
Muchos seminaristas vivían en pareja casi sin esconderse, en los centros
católicos se celebraban actos pro-LGBT y salir por la noche a los bares gais de
la ciudad llegó a ser una práctica, si no corriente, al menos posible.
En 2005,
cuando escribe su circular, Grocholewski recibe, por ejemplo, una petición de
ayuda procedente de Estados Unidos frente a la homosexualización de los
seminarios. Algunos se habrían «casi especializado en el reclutamiento de
personas homosexuales, con fenómenos de cooptación». El mismo fenómeno en
Austria, en el mismo momento. El seminario de Sankt Pölten se convirtió en un
modelo del género: las fotos divulgadas por la prensa muestran al director del
establecimiento católico y al director adjunto besándose con los
curas-estudiantes (a raíz del escándalo se cerró el seminario).
—Fue un
gran escándalo dentro del Vaticano —confirma el excura Francesco Lepore—. Las
fotos provocaron un gran malestar. Pero era un caso extremo, eso no es nada
habitual. El que el propio director del seminario esté implicado en esas
calaveradas, que yo sepa, es un caso único. En cambio, el que en los seminarios
haya una mayoría de jóvenes gais es moneda corriente. Experimentan su
homosexualidad con normalidad y salen discretamente a los clubes gais sin
demasiados problemas.
Tal como
estaban las cosas, el episcopado estadounidense organizó la «visitación» de 56
seminarios. El encargado de esta inspección era el arzobispo castrense, el
estadounidense Edwin O’Brien. Una elección que algunos pensaron que eera un
poco rara. Más adelante, O’Brien fue señalado por monseñor Viganò como miembro
de la «corriente pro-homosexual» en su Testimonianza.
Otro caso
sintomático que Grocholewski conocía bien era el de los seminarios de su país
natal. El arzobispo de Poznan, un tal Juliusz Paetz, ante la acusación de
abusos sexuales sobre seminaristas, que él denegó, tuvo que dejar su cargo.
También pueden citarse muchos casos de «comportamientos desordenados» que
saltaron a los medios en los seminarios jesuitas de Alemania, dominicos de
Francia, benedictinos de Italia e Inglaterra… En cuanto a Brasil, cientos de
seminaristas, curas y hasta obispos fueron filmados ligando con un top model
vía webcam, llegando a masturbarse delante de la cámara (con ese
material se hizo el famoso documental Amores Santos de Dener Giovanini).
Todos estos
escándalos y muchos otros menos conocidos, frente a los cuales la Iglesia se
mostraba totalmente impotente, obligaron al Vaticano a tomar medidas. Según la
propia confesión de los cardenales con quienes hablé, nadie creyó nunca en la
eficacia de la circular, al menos por tres motivos. El primero es que privaba
automáticamente a la Iglesia de vocaciones en un momento en que tenía una gran
necesidad de ellas y gracias a la homosexualidad había podido nutrir sus filas
durante décadas. Cabe pensar incluso que, en parte, la crisis de vocaciones en
Europa tiene que ver con este fenómeno: la liberación gay ya casi no incita a
los jóvenes a hacerse curas, sobre todo cuando se sienten cada vez más
rechazados por una Iglesia grotescamente homófoba.
El segundo
motivo es que obligaba a los seminaristas homosexuales que se habían quedado en
la institución religiosa a esconderse aún más, a llevar una vida más closeted
que antes. Los efectos psicológicos de esa represión y esa homofobia
interiorizada en el seminario causaban, evidentemente, una gran confusión que
podía desembocar en graves padecimientos existenciales, suicidios y
perversiones futuras. La circular de Grocholewski, por tanto, no hizo más que
agravar el problema en vez de ponerle coto.
El tercer
motivo es legal: prohibir el ingreso en los seminarios a causa de la supuesta
orientación sexual de ciertos candidatos al sacerdocio ya era discriminatoria.
Y es ahora ilegal en numerosos países. (El papa Francisco renovó esta propuesta
en diciembre de 2018, lo que le granjeó muchas críticas: «La homosexualidad
dentro del sacerdocio —dijo— es un asunto serio que exige un descernimiento
adecuado de los candidatos al sacerdocio y la vida religiosa… [la
homosexualidad] es una realidad que no se puede negar. Es algo que me
preocupa».
Ya
conocemos a uno de los inspiradores de la circular Grocholewski. Era el
sacerdote-psicoanalista Tony Anatrella, consultor de los pontificios consejos
para la familia y la salud. Teórico cercano al cardenal Ratzinger y con cierta
influencia en Roma, Anatrella afirmaba en 2005: «Es preciso quitarse de la
cabeza la idea de que, en la medida en que un homosexual respeta su compromiso
con la continencia y vive en la castidad, no dará problemas y por tanto podría
ser ordenado sacerdote». Anatrella, por el contrario, insistía en que había que
sacar de los seminarios no solo a los homosexuales practicantes, sino también a
los que tenían «inclinaciones» y tendencias, aunque no pasaran al acto.
Según
varias fuentes, monseñor Anatrella no solo inspiró sino que también participó
en la redacción de la circular de Grocholewski, quien le consultó y llegó a
reunirse con él. Según los que le rodeaban, Grocholewski se quedó impresionado
con los argumentos del cura-psicoanalista que denunciaba los «fines
narcisistas» de los curas gais y su obsesión por la «seducción». El papa
Benedicto XVI, convencido más adelante por sus análisis sobre la castidad, le
avaló e hizo de él un modelo y un intelectual católico de prestigio. (Como
hemos visto, varios pacientes masculinos de monseñor Anatrella le acusaron de
abusos sexuales y al final la Iglesia le sancionó y le prohibió la práctica
sacerdotal.)
Ydier y
Axel son dos seminaristas a los que he conocido en el centro cultural Mario
Mieli (se han cambiado sus nombres).
—En mi
seminario somos unos veinte. Siete son claramente gais. Unos seis más tienen,
digamos, tendencias. Eso está bastante de acuerdo con el porcentaje habitual:
entre el 60 y el 70 % de los seminaristas son gais. A veces pienso que sube al
75 % —me dice Axel.
El joven
aspira a ingresar en la Rota, uno de los tres tribunales de la santa sede,
razón principal de su paso por el seminario. Ydier, por su parte, quiere ser
profesor. Lleva una cruz blanca sobre su camisa y tiene el pelo rubio chillón.
Se lo comento.
—Fake
blonde! ¡Es de bote! Soy moreno —me dice.
El
seminarista prosigue:
—El
ambiente de mi seminario también es muy homosexual. Pero hay matices
importantes. Hay estudiantes que viven realmente su homosexualidad, otros que
no la viven, o todavía no; hay homosexuales realmente castos; también hay
heteros que la practican a falta de mujeres, digamos que en sustitución. Y hay
otros que solo la viven en secreto y fuera del seminario. Es un ambiente muy
especial.
Ambos
seminaristas hacen más o menos el mismo análisis: consideran que la regla del
celibato y la perspectiva de vivir entre chicos incitan a los jóvenes aún
indecisos sobre sus inclinaciones a ingresar en los centros católicos. Al verse
por primera vez lejos de su pueblo, sin familia, en un ambiente estrictamente
masculino y un mundo fuertemente homoerótico, empiezan a entender su
singularidad. Con frecuencia, incluso los no tan jóvenes son todavía vírgenes
cuando entran en el seminario; en contacto con los otros muchachos sus
tendencias se revelan o concretan. Los seminarios son entonces escenarios del coming
out y de la iniciación de los futuros curas. Un verdadero rito de paso.
La historia
del seminarista estadounidense Robert Mickens resume un camino que han seguido
muchos otros:
—¿Cuál era
la solución cuando descubrías que tenías una «sensibilidad» diferente en una
ciudad de Estados Unidos como Toledo, Ohio, de donde yo vengo? ¿Qué opciones
había? Para mí entrar en el seminario fue una forma de lidiar con mi
homosexualidad. Estaba en conflicto conmigo mismo. No quise afrontar eso en
Estados Unidos. Me fui a Roma en 1986 y estudié en el Pontifical North American
College. Durante el tercer año de seminario, cuando tenía 25 años, me enamoré
de un chico.
(Mickens no
llegó a ordenarse sacerdote. Se hizo periodista de Radio Vaticano, donde
trabajó once años, y luego de The Tablet, y hoy es jefe de redacción de
la edición internacional de La Croix. Vive en Roma, donde hablé con él
varias veces.)
Otro
seminarista, un portugués con quien hablé en Lisboa, me cuenta una historia muy
parecida a la de Mickens. Él sí que tuvo valor para hacer su coming out
delante de sus padres. Entonces su madre le dijo: «Por lo menos tendremos un
cura en la familia». (Entró en el seminario.)
Otro
ejemplo: el de Lafcadio, un cura latinoamericano, treintañero, que hoy da
clases en un seminario romano (se ha cambiado su nombre). Le conozco en el
restaurante Propaganda después de que se ligara a uno de mis traductores. Como
ya no podía disimular su homosexualidad optó por hablarme francamente y
volvimos a vernos para cenar cinco veces a lo largo de esta investigación.
Lo mismo que
Ydier, Axel y Robert, Lafcadio me cuenta su historia: una adolescencia difícil
en la América Latina profunda, pero sin que sospechara de su sexualidad. Quiso
entrar en el seminario «por vocación sincera», me dice, aunque la ociosidad
afectiva y el tedio sin nombre, cuya causa ignoraba, pudieron tener algo que
ver. Poco a poco logró poner un calificativo a ese malestar: homosexualidad. Y
luego, de repente, un suceso inesperado: un día, en un autobús, un chico le
pone la mano en el muslo. Me cuenta:
—Me quedé
paralizado. No sabía qué hacer. Cuando el autobús se detuvo, hui. Pero por la
noche ese gesto sin gravedad me obsesionó. No podía dejar de pensar en ello y
en lo bueno que era. Y tuve ganas de que se repitiera.
Poco a poco
descubre y acepta su homosexualidad y se va a Italia, pues según me dice los
seminarios romanos eran «tradicionalmente» los lugares «adonde se envía a los
chicos sensibles de Latinoamérica». En la capital empieza a llevar una doble
vida bien compartimentada, sin permitirse nunca dormir fuera del seminario
donde se aloja y donde ha adquirido importantes responsabilidades.
Conmigo es openly
gay y me habla de sus obsesiones y sus deseos sexuales intensos. «A menudo
estoy hot», me dice. ¡Cuántas noches pasadas en camas azarosas, y siempre
esa obligación de volver al seminario, antes del toque de queda, incluso cuando
aún quedan tantas cosas por hacer!
Al asumir
su homosexualidad, Lafcadio también empezó a ver a la Iglesia con otros ojos.
—Desde
entonces descifro mejor los códigos. En el Vaticano muchos monsignori,
arzobispos y cardenales me tiran los tejos. Antes no era consciente de lo que
querían, ahora ya lo sé. (Lafcadio ha sido uno de mis mejores informadores
porque, al ser joven y bien parecido y al estar bien introducido en la curia
romana, muchos cardenales, obispos e incluso una liturgy queen próxima
al papa han intentado ligar con él.)
Como muchos
de los seminaristas con los que hablo, Lafcadio me describe otro fenómeno tan
extendido en la Iglesia que hasta tiene un nombre: «sollicitatio ad turpia»
(«las solicitaciones en confesión»). Cuando confiesan su homosexualidad a su
sacerdote o a su director espiritual, los seminaristas se exponen.
—Algunos de
los curas a los que confesé mis dudas o mis deseos sexuales me hicieron proposiciones
—afirma.
Muchas
veces las proposiciones no van más allá; otras son correspondidas y desembocan
en una relación; a veces se forman parejas. Pero otras veces —pese a que la
confesión es un sacramento— se saldan con tocamientos, acosos, chantajes o agresiones
sexuales. Cuando un seminarista confiesa que tiene inclinaciones o tendencias,
corre un riesgo. En algunos casos el superior del joven le denuncia, como le
ocurrió al excura Francesco Lepore en la Pontificia Universidad de la Santa
Cruz:
—Durante
una confesión le hablé de mis conflictos interiores a uno de los capellanes del
Opus Dei. Yo era sincero y un poco ingenuo. Lo que no sabía era que él iba a
traicionarme y a contarlo por ahí.
Otros
seminaristas cayeron en una trampa y sus confesiones se usaron para expulsarles
del seminario, algo ilegal según el derecho canónico, porque el secreto de
confesión es absoluto y traicionarlo implica excomunión.
—También en
estos casos la Iglesia tiene dos varas de medir. Permite que se denuncie a los
que han revelado su homosexualidad en confesión, pero cuando un sacerdote tiene
conocimiento de abusos sexuales en confesión, le prohíbe que viole ese secreto
—se queja un seminarista.
Según
varios testimonios, durante los primeros meses de seminario, en el año de «discernimiento»,
llamado de «propedéutica», el cortejo en confesión es más frecuente; en el
diaconato no tanto. En el clero regular, varios dominicos, franciscanos y
benedictinos me han confirmado que cuando eran novicios sufrieron ese «rito de
paso». Las proposiciones, consentidas o no, pueden valerse de una disculpa
bíblica: en el Libro de Job el culpable es el que cede a la tentación, no el
que tienta. Total, que en un seminario el culpable siempre es el seminarista,
no su superior agresor; volvemos a encontrarnos con la inversión de los valores
del Bien y el Mal que la Iglesia comete constantemente.
Para
empezar a entender el sistema católico cuya antecámara son los seminarios es
preciso descifrar otro código de Sodoma: el de las amistades, las protecciones
y los protectores. La mayoría de los cardenales y obispos que entrevisté me
hablaron de sus «asistentes» o «adjuntos», es decir, sus protegidos. Achille
Silvestrini era el protegido del cardenal Agostino Casaroli; el laico Dino
Boffo, de Stanislaw Dziwisz; Paolo Romeo y Giovanni Lajolo, del cardenal Angelo
Sodano; Gianpaolo Rizzotti, del cardenal Re; Don Lech Piechota, del cardenal
Tarcisio Bertone; Don Ermes Viale, del cardenal Fernando Filoni; Monseñor
Graham Bell, del arzobispo Rino Fisichella; el arzobispo Jean-Louis Bruguès,
del cardenal Jean-Louis Tauran; como también lo fueron los futuros cardenales
Dominique Manberti y Piero Parolin; el nuncio Ettore Balestrero, del cardenal
Mauro Piacenza; monseñor Fabrice Rivet, del cardenal Giovanni Angelo Becciu,
etcétera. Podrían citarse cientos de ejemplos de este tipo que escenifican «el
ángel de la guarda» y el «favorito» —a veces el «ángel malo»—. Estas «amistades
especiales» pudieron evolucionar en relación homosexual, pero por lo general no
lo hicieron; constituyen un sistema de alianzas jerárquicas muy
compartimentadas, que puede desembocar en clanes, facciones, a veces
camarillas. Y como en todo cuerpo vivo, hay inversiones, idas y vueltas,
cambios de alianzas. A veces estos binomios en los que «dos se aburren juntos»
acaban siendo verdaderas asociaciones de malhechores y la explicación de
escándalos económicos o asuntos Vatileaks.
Este modelo
del «protector» y su «protegido», que recuerda al de ciertas tribus aborígenes
estudiadas por Claude Lévi-Strauss, existe en todos los niveles de la Iglesia,
desde los seminarios hasta el colegio cardenalicio, y generalmente hace que los
nombramientos sean incomprensibles y las jerarquías, opacas para el profano que
no está en el secreto. ¡Habría que ser etnólogo para desentrañar toda su
complejidad!
Un fraile
benedictino que fue uno de los responsables de la universidad romana de San
Anselmo me explica la regla implícita:
—En
general, en una casa religiosa puedes hacer lo que te dé la gana siempre que no
te descubran. E incluso cuando te pillan, los superiores hacen la vista gorda,
sobre todo si das a entender que estás dispuesto a corregirte. En una
universidad pontificia como San Anselmo hay que tener en cuenta que el
profesorado también es mayoritariamente homosexual.
En Un
corazón bajo una sotana, Rimbaud, visionario desde la atalaya de sus quince
años, ya describía las «intimidades de los seminaristas», sus deseos sexuales
que se revelaban una vez «revestida la vestidura sagrada», sus sexos que laten
bajo su «capote de seminarista», la «imprudencia» de una «confidencia»
traicionada y, tal vez ya, los abusos del padre superior cuyos «ojos emerg[en]
de su grasa». El Poeta resumirá más tarde el problema a su manera: «Yo era muy
joven y Cristo mancilló mis resuellos».
«El
confesionario no es la sala de tortura», ha dicho el papa Francisco. El santo
padre habría podido añadir: «Tampoco puede ser un lugar de abusos sexuales».
La mayoría
de los seminaristas me hicieron comprender una cosa que no había descubierto y
resumió muy bien un joven alemán a quien conocí casualmente en las calles de
Roma:
—Yo no lo
veo como una doble vida. Una doble vida sería algo secreto y oculto. Pero en el
seminario conocen mi homosexualidad. No es ruidosa, no es militante, pero se
sabe. En cambio lo que está realmente prohibido es militar, reafirmarse. Pero
mientras uno sea discreto no pasa nada.
La regla
del «Don’t Ask, Don’t Tell» funciona a tope, como en toda la Iglesia. En
los seminarios la práctica homosexual se tolera más cuanto menos se exhiba.
Pero ¡ay de quien traiga el escándalo!
—Lo único
que está realmente prohibido es ser heterosexual. Tener una chica, traerte una
chica, supone la expulsión inmediata. La castidad y el celibato se entienden
sobre todo con las mujeres —añade, con una amplia sonrisa, el seminarista
alemán.
Un
exseminarista que vive en Zúrich me explica su punto de vista:
—En el
fondo, la Iglesia siempre ha preferido curas gais a curas heterosexuales. Con
sus circulares antigáis pretende cambiar un poco las cosas, pero ¡una realidad
no se cambia a golpe de circular! Mientras se mantenga el celibato de los
curas, un cura homo será siempre mejor acogido en el seno de la Iglesia que un
cura hetero. Es una realidad, y la Iglesia no puede hacer nada al respecto.
Los seminaristas
con quienes hablé están de acuerdo en otra cosa: un heterosexual no puede
sentirse completamente cómodo en un seminario católico debido a —cito sus
expresiones— «las miradas», las «amistades especiales», los «bromances»,
las «cosas de chicos», la «sensibilidad», la «fluidez», la «ternura» y la
«atmósfera homoerótica» que se respira. ¡Hay que tener mucho temple para
permanecer célibe!
—Todo es
homoerótico. La liturgia es homoerótica, los ropajes son homoeróticos, los
chicos son homoeróticos, sin olvidar a Miguel Ángel —me hace ver el
exseminarista Robert Mickens.
Y otro
seminarista dominico añade, con un razonamiento que he oído varias veces:
—Jesús no
habla nunca de la homosexualidad. Si es algo tan terrible, ¿por qué Jesús no
habla de ella? —Y después de un titubeo añade—: Estar en un seminario es algo
así como estar en Blade Runner: nadie sabe quién es humano y quién es
«replicante». Es una ambigüedad que los heteros suelen llevar muy mal. —De
pronto, como si reflexionara sobre su propia suerte, dice—: ¡No olvidemos que
muchos renuncian!
El
periodista Pasquale Quaranta es uno de ellos. Él también me cuenta su etapa de
seminarista que, por así decirlo, fue una historia familiar. Quaranta, hoy
redactor de La Repubblica, fue una de las tres personas (junto con el
editor Carlo Feltrinelli y un joven escritor italiano, Horatio) que me
convencieron para que me lanzase a este proyecto, Sodoma. Durante muchas
cenas y veladas, en Roma pero también en escapadas a Perugia o a Ostia,
siguiendo las huellas de Pasolini, me contó su itinerario.
Hijo de un
padre franciscano que colgó los hábitos para casarse con su madre, Pasquale
eligió inicialmente la vía del sacerdocio. Estuvo diez años con los
estigmatinos, una congregación clerical dedicada a la enseñanza y la
catequesis.
—Tengo que
reconocer que tuve una buena educación. Agradezco a mis padres que me mandaran
al seminario. ¡Me inculcaron la pasión por la Divina Comedia!
¿Fue la
homosexualidad uno de los motores secretos de esa vocación? Pasquale no lo
cree; ingresó en el seminario menor siendo demasiado joven para que eso pudiera
tener alguna influencia. Pero quizá fuera el motivo de que perdiera la
vocación.
Cuando uno
descubre su homosexualidad y habla de ello con su padre, la relación de
complicidad, muy fuerte, que existe entre ambos se degrada instantáneamente.
—Mi padre
dejó de hablarme. Dejamos de vernos. Se quedó traumatizado. Al principio pensó
que el problema era yo, luego que el problema era él. Poco a poco, tras un
largo recorrido de diálogo que duró varios años, nos reconciliamos. Mientras
tanto yo había renunciado al sacerdocio y, en su lecho de muerte, él corrigió
las pruebas de un libro que me disponía a publicar sobre la homosexualidad,
escrito con un cura, que me ha permitido asumirme mejor.
Los
seminaristas gais que aún no han renunciado ¿son felices y alegres? Cuando les
hago esta pregunta sus expresiones se apagan, sus sonrisas se borran, la duda
se instala. Salvo el suramericano Lafcadio, quien me dice que «le gusta su
vida», los otros me hablan del malestar de estar siempre «en zona gris», un
poco escondidos, un poco silenciosos, y de los riesgos que asumen para su
futura carrera eclesiástica.
Para muchos
el seminario ha sido la ocasión de «salir del armario», pero también la
conciencia de estar en un callejón sin salida. La mayoría se pelean con su
homosexualidad, que en estas circunstancias se vuelve opresiva. Como escribe el
Poeta: «cargado con mi vicio, el vicio que ha hundido sus raíces de sufrimiento
en mi flanco desde que tengo uso de razón, que sube al cielo, me golpea, me
derriba, me arrastra».
Todos
tienen miedo de emprender una vida equivocada, de volverse fósiles en un mundo
que se les parece demasiado. En el seminario la vida se nubla. Descubren cómo
será su existencia de curas en la mentira y las quimeras, una vida áspera de
jansenista solitario, insincero, una vida temblorosa como la llama de una vela.
Hasta donde alcanza la vista: el sufrimiento, el silencio, las bellezas
«cautivas», las ternuras reprimidas apenas imaginadas, los «falsos
sentimientos» y, sobre todo, los «desiertos del amor». Hasta donde alcanza la
vista: el tiempo que pasa, la juventud que se marchita, casi viejo, ya. Por
doquier «paraísos de tristeza», como también dice el Poeta.
La obsesión
de los seminaristas es haber agotado su «capital nocturno» antes incluso de
haberlo estrenado. En la comunidad gay se suele hablar de gay death, la
fecha de «caducidad» para un homosexual, fijada en 30 años, edad que marcaría
el fin del ligue fácil. ¡Más vale echarse novio antes de que llegue lo
inevitable! Pero como no pueden dar rienda suelta a su pasión, suele ser a esas
edades, cuando su «valor de mercado sexual» declina, cuando muchos curas
empiezan a salir. Eso explica la obsesión de los seminaristas por recuperar el
tiempo perdido, las chem-sex parties y las «quedadas de azotes».
Acurrucados en sus seminarios, ¿van a tener que esperar treinta años para crecer
en los cuartos traseros?
Este
dilema, que me han descrito a menudo los curas católicos, se ha recrudecido
desde la liberación homosexual. Antes de los años setenta la Iglesia era un
refugio para los que sufrían discriminación fuera; después se ha convertido en
una cárcel para los que han entrado o se han quedado. Todos se sienten
encerrados, encogidos, ahora que los gais del exterior se han liberado. El
Poeta, de nuevo: «¡Oh Cristo! eterno ladrón de energías».
A
diferencia de otros seminaristas más viejos, que me han hablado de
flagelaciones, azotes o castigos corporales, Ydier, Axel o Lafcadio no pasaron
por etapas tan extremas, pero también ellos tuvieron su ración de lágrimas.
Maldijeron la vida y ese sufrimiento que se nutre de sí mismo, como consentido,
masoquista. Les habría gustado tanto ser diferentes, a fin de cuentas,
repitiendo el grito atroz de André Gide: «¡Yo no me parezco a los demás! ¡Yo no
me parezco a los demás!».
Queda el
onanismo. Según todos mis interlocutores, la obsesión de la Iglesia contra la
masturbación alcanza hoy su apogeo en los seminarios, mientras que los curas,
por experiencia, saben que no te deja ciego. El afán exagerado de control y
coerción apenas surte efecto ya: lejos quedó el tiempo en que los seminaristas
«que habían cedido a un onanismo de circunstancia» podían temer por su salud y
estar «convencidos de que olían a chamusquina» (según las bellas expresiones
del crítico literario Angelo Rinaldi).
La
masturbación, que en los seminarios de antes era un tema tabú del que no se
hablaba, es hoy un asunto importante, mencionado con frecuencia por los
profesores. Esta vana obsesión no va dirigida únicamente a impedir la
sexualidad sin fin procreador (el motivo oficial de la prohibición), sino, ante
todo, a un control totalitario del individuo, privado de su familia y su
cuerpo, una verdadera despersonalización al servicio del colectivo. Una idea
fija, tan repetida hoy, tan maniática, que el onanismo se convierte en una
especie de «armario dentro del armario», una forma de identidad homosexual
cerrada con doble llave. Entonces los curas abusan de él, soñando con «dulces
ardores» que son sueños de libertad.
—¡Que la
masturbación se siga enseñando en los seminarios como un pecado es medieval! Y
que se hable de ella y se condene más que la pedofilia retrata bien a la
Iglesia católica —me hace ver Robert Mickens.
Otro día,
cuando regreso del Vaticano, un joven me fulmina con la mirada cerca del metro
Ottaviano. Con una gran cruz de madera sobre la camiseta, va acompañado de un
cura viejo (como le llamará más tarde) y después de un momento complicado se
las arregla para abordarme. Se llama Andrea y, sin cortarse, me pide mi número
de teléfono. Bajo el brazo lleva AsSaggi biblici, un manual de teología
editado por Franco Manzi, lo que le delata y despierta mi interés. Hablo con
él.
Ese mismo
día, al caer la tarde, tomamos un café en un bar de Roma y no tarda en
confesarme que me ha dado un nombre falso y que es seminarista. Tendremos
varias charlas y, como los otros futuros curas, Andrea me describe su mundo.
Contra todo
pronóstico, Andrea, abiertamente homosexual conmigo, es un fiel de Benedicto
XVI.
—Prefería a
Benedetto. No me gusta Francesco. No me gusta este papa. Me encantaría volver a
la Iglesia de antes del Vaticano II.
¿Cómo
concilia su vida gay con su vida de seminarista? Andrea menea la cabeza,
visiblemente atormentado y lamentando esa ambigüedad. Con ademán entre
orgulloso y abatido, contesta con rodeos:
—Verás, yo
no soy tan buen cristiano. Y eso que lo he intentado. Pero no lo consigo. La
carne, ya sabes. Y me consuelo diciéndome que la mayoría de los seminaristas
que conozco son como yo.
—¿Escogiste
el seminario porque eras gay?
—Yo no lo
veo así. El seminario, de entrada, era una solución provisional. Quería
comprobar si mi homosexualidad era una cosa pasajera. Después, el seminario se
convirtió en una solución de compromiso. Mis padres quieren creer que no soy
homosexual y les gusta que esté en el seminario. Y a mí me permite vivir, en
cierto modo, con arreglo a mis gustos. No es sencillo, pero es mejor así. Si
tienes dudas sobre tu sexualidad, si no quieres que se sepa a tu alrededor que
eres gay, si no quieres darle un disgusto a tu madre, ¡te metes en el
seminario! Si me fijo en mis propios motivos, el que predomina es claramente la
homosexualidad, aunque al principio no lo tenía del todo claro. No tuve una
verdadera confirmación de mi homosexualidad hasta que estuve dentro del
seminario. —Y añade, en plan sociólogo—: Creo que es una especie de regla: una
gran mayoría de curas han descubierto que les atraían los chicos en ese mundo
homoerótico y estrictamente masculino que son los seminarios. Cuando estás en
tu instituto, en tu provincia italiana, tienes pocas probabilidades de
encontrar homosexuales que te gusten. Siempre es muy arriesgado. Y entonces
llegas a Roma, al seminario, y solo hay chicos y casi todo el mundo es
homosexual, y joven, y guapo, y comprendes que tú también eres como ellos.
Durante
nuestras charlas el joven seminarista me cuenta con detalle el ambiente del
seminario. Me dice que utiliza con frecuencia dos aplicaciones, Grindr e
ibreviary.com, la herramienta de encuentros gais y un breviario católico en
cinco idiomas que se puede descargar gratis en el móvil. ¡Un perfecto resumen
de su vida!
Con 20 años
Andrea ya ha tenido muchos amantes, unos cincuenta:
—Los
encuentro en Grindr o entre los seminaristas.
Echándose
la culpa a sí mismo de esa doble vida y para paliar su decepción por no ser un
santo, se ha inventado algunas pequeñas reglas para darse buena conciencia. Por
ejemplo, me revela que cuando conoce a alguien a través de Grindr, la primera
vez evita la relación sexual. ¡Siempre espera, por lo menos, a la tercera!
—Es mi
método, yo diría que mi lado Ratzinger —me dice con ironía.
Yo insisto
para que me explique por qué sigue queriendo ser sacerdote. El joven, con
ademán seductor, titubea. No sabe qué decir. Se lo piensa y luego me suelta:
—Solo Dios
lo sabe.
Según
numerosos testimonios recogidos en las universidades pontificias romanas, la
doble vida de los seminaristas ha evolucionado mucho estos últimos años gracias
a Internet y los smartphones. La gran mayoría de los que salían de noche
cerrada en busca de encuentros casuales o, en Roma, a clubes como el Diabolo
23, el K-Men’s Gay, el Bunker o el Vicious Club, hoy ligan tranquilamente desde
su cuarto. Gracias a aplicaciones como un top
model vía webcam, llegando a masturbarse delante de la cámara (con ese
material se hizo el famoso documental Amores Santos de Dener Giovanini).
Todos estos
escándalos y muchos otros menos conocidos, frente a los cuales la Iglesia se
mostraba totalmente impotente, obligaron al Vaticano a tomar medidas. Según la
propia confesión de los cardenales con quienes hablé, nadie creyó nunca en la
eficacia de la circular, al menos por tres motivos. El primero es que privaba
automáticamente a la Iglesia de vocaciones en un momento en que tenía una gran
necesidad de ellas y gracias a la homosexualidad había podido nutrir sus filas
durante décadas. Cabe pensar incluso que, en parte, la crisis de vocaciones en
Europa tiene que ver con este fenómeno: la liberación gay ya casi no incita a
los jóvenes a hacerse curas, sobre todo cuando se sienten cada vez más
rechazados por una Iglesia grotescamente homófoba.
El segundo
motivo es que obligaba a los seminaristas homosexuales que se habían quedado en
la institución religiosa a esconderse aún más, a llevar una vida más closeted
que antes. Los efectos psicológicos de esa represión y esa homofobia
interiorizada en el seminario causaban, evidentemente, una gran confusión que
podía desembocar en graves padecimientos existenciales, suicidios y
perversiones futuras. La circular de Grocholewski, por tanto, no hizo más que
agravar el problema en vez de ponerle coto.
El tercer
motivo es legal: prohibir el ingreso en los seminarios a causa de la supuesta
orientación sexual de ciertos candidatos al sacerdocio ya era discriminatoria.
Y es ahora ilegal en numerosos países. (El papa Francisco renovó esta propuesta
en diciembre de 2018, lo que le granjeó muchas críticas: «La homosexualidad
dentro del sacerdocio —dijo— es un asunto serio que exige un descernimiento
adecuado de los candidatos al sacerdocio y la vida religiosa… [la
homosexualidad] es una realidad que no se puede negar. Es algo que me
preocupa».
Ya
conocemos a uno de los inspiradores de la circular Grocholewski. Era el
sacerdote-psicoanalista Tony Anatrella, consultor de los pontificios consejos
para la familia y la salud. Teórico cercano al cardenal Ratzinger y con cierta
influencia en Roma, Anatrella afirmaba en 2005: «Es preciso quitarse de la
cabeza la idea de que, en la medida en que un homosexual respeta su compromiso
con la continencia y vive en la castidad, no dará problemas y por tanto podría
ser ordenado sacerdote». Anatrella, por el contrario, insistía en que había que
sacar de los seminarios no solo a los homosexuales practicantes, sino también a
los que tenían «inclinaciones» y tendencias, aunque no pasaran al acto.
Según
varias fuentes, monseñor Anatrella no solo inspiró sino que también participó
en la redacción de la circular de Grocholewski, quien le consultó y llegó a
reunirse con él. Según los que le rodeaban, Grocholewski se quedó impresionado
con los argumentos del cura-psicoanalista que denunciaba los «fines
narcisistas» de los curas gais y su obsesión por la «seducción». El papa
Benedicto XVI, convencido más adelante por sus análisis sobre la castidad, le
avaló e hizo de él un modelo y un intelectual católico de prestigio. (Como
hemos visto, varios pacientes masculinos de monseñor Anatrella le acusaron de
abusos sexuales y al final la Iglesia le sancionó y le prohibió la práctica
sacerdotal.)
Ydier y
Axel son dos seminaristas a los que he conocido en el centro cultural Mario
Mieli (se han cambiado sus nombres).
—En mi seminario somos unos veinte.
Siete son claramente gais. Unos seis más tienen, digamos, tendencias. Eso está
bastante de acuerdo con el porcentaje habitual: entre el 60 y el 70 % de los
seminaristas son gais. A veces pienso que sube al 75 % —me dice Axel.
El joven
aspira a ingresar en la Rota, uno de los tres tribunales de la santa sede,
razón principal de su paso por el seminario. Ydier, por su parte, quiere ser
profesor. Lleva una cruz blanca sobre su camisa y tiene el pelo rubio chillón.
Se lo comento.
—Fake
blonde! ¡Es de bote! Soy moreno —me dice.
El
seminarista prosigue:
—El
ambiente de mi seminario también es muy homosexual. Pero hay matices
importantes. Hay estudiantes que viven realmente su homosexualidad, otros que
no la viven, o todavía no; hay homosexuales realmente castos; también hay
heteros que la practican a falta de mujeres, digamos que en sustitución. Y hay
otros que solo la viven en secreto y fuera del seminario. Es un ambiente muy
especial.
Ambos
seminaristas hacen más o menos el mismo análisis: consideran que la regla del
celibato y la perspectiva de vivir entre chicos incitan a los jóvenes aún
indecisos sobre sus inclinaciones a ingresar en los centros católicos. Al verse
por primera vez lejos de su pueblo, sin familia, en un ambiente estrictamente
masculino y un mundo fuertemente homoerótico, empiezan a entender su
singularidad. Con frecuencia, incluso los no tan jóvenes son todavía vírgenes
cuando entran en el seminario; en contacto con los otros muchachos sus
tendencias se revelan o concretan. Los seminarios son entonces escenarios del coming
out y de la iniciación de los futuros curas. Un verdadero rito de paso.
La historia
del seminarista estadounidense Robert Mickens resume un camino que han seguido
muchos otros:
—¿Cuál era
la solución cuando descubrías que tenías una «sensibilidad» diferente en una
ciudad de Estados Unidos como Toledo, Ohio, de donde yo vengo? ¿Qué opciones
había? Para mí entrar en el seminario fue una forma de lidiar con mi
homosexualidad. Estaba en conflicto conmigo mismo. No quise afrontar eso en
Estados Unidos. Me fui a Roma en 1986 y estudié en el Pontifical North American
College. Durante el tercer año de seminario, cuando tenía 25 años, me enamoré
de un chico.
(Mickens no
llegó a ordenarse sacerdote. Se hizo periodista de Radio Vaticano, donde
trabajó once años, y luego de The Tablet, y hoy es jefe de redacción de
la edición internacional de La Croix. Vive en Roma, donde hablé con él
varias veces.)
Otro
seminarista, un portugués con quien hablé en Lisboa, me cuenta una historia muy
parecida a la de Mickens. Él sí que tuvo valor para hacer su coming out delante
de sus padres. Entonces su madre le dijo: «Por lo menos tendremos un cura en la
familia». (Entró en el seminario.)
Otro
ejemplo: el de Lafcadio, un cura latinoamericano, treintañero, que hoy da
clases en un seminario romano (se ha cambiado su nombre). Le conozco en el
restaurante Propaganda después de que se ligara a uno de mis traductores. Como
ya no podía disimular su homosexualidad optó por hablarme francamente y
volvimos a vernos para cenar cinco veces a lo largo de esta investigación.
Lo mismo que
Ydier, Axel y Robert, Lafcadio me cuenta su historia: una adolescencia difícil
en la América Latina profunda, pero sin que sospechara de su sexualidad. Quisoentrar
en el seminario «por vocación sincera», me dice, aunque la ociosidad afectiva y
el tedio sin nombre, cuya causa ignoraba, pudieron tener algo que ver. Poco a
poco logró poner un calificativo a ese malestar: homosexualidad. Y luego, de
repente, un suceso inesperado: un día, en un autobús, un chico le pone la mano
en el muslo. Me cuenta:
—Me quedé
paralizado. No sabía qué hacer. Cuando el autobús se detuvo, hui. Pero por la
noche ese gesto sin gravedad me obsesionó. No podía dejar de pensar en ello y
en lo bueno que era. Y tuve ganas de que se repitiera.
Poco a poco
descubre y acepta su homosexualidad y se va a Italia, pues según me dice los
seminarios romanos eran «tradicionalmente» los lugares «adonde se envía a los
chicos sensibles de Latinoamérica». En la capital empieza a llevar una doble
vida bien compartimentada, sin permitirse nunca dormir fuera del seminario
donde se aloja y donde ha adquirido importantes responsabilidades.
Conmigo es openly
gay y me habla de sus obsesiones y sus deseos sexuales intensos. «A menudo
estoy hot», me dice. ¡Cuántas noches pasadas en camas azarosas, y
siempre esa obligación de volver al seminario, antes del toque de queda,
incluso cuando aún quedan tantas cosas por hacer!
Al asumir
su homosexualidad, Lafcadio también empezó a ver a la Iglesia con otros ojos.
—Desde
entonces descifro mejor los códigos. En el Vaticano muchos monsignori,
arzobispos y cardenales me tiran los tejos. Antes no era consciente de lo que
querían, ahora ya lo sé. (Lafcadio ha sido uno de mis mejores informadores
porque, al ser joven y bien parecido y al estar bien introducido en la curia romana,
muchos cardenales, obispos e incluso una liturgy queen próxima al papa
han intentado ligar con él.)
Como muchos
de los seminaristas con los que hablo, Lafcadio me describe otro fenómeno tan
extendido en la Iglesia que hasta tiene un nombre: «sollicitatio ad turpia»
(«las solicitaciones en confesión»). Cuando confiesan su homosexualidad a su
sacerdote o a su director espiritual, los seminaristas se exponen.
—Algunos de
los curas a los que confesé mis dudas o mis deseos sexuales me hicieron
proposiciones —afirma.
Muchas
veces las proposiciones no van más allá; otras son correspondidas y desembocan
en una relación; a veces se forman parejas. Pero otras veces —pese a que la
confesión es un sacramento— se saldan con tocamientos, acosos, chantajes o
agresiones sexuales. Cuando un seminarista confiesa que tiene inclinaciones o
tendencias, corre un riesgo. En algunos casos el superior del joven le
denuncia, como le ocurrió al excura Francesco Lepore en la Pontificia
Universidad de la Santa Cruz:
—Durante
una confesión le hablé de mis conflictos interiores a uno de los capellanes del
Opus Dei. Yo era sincero y un poco ingenuo. Lo que no sabía era que él iba a
traicionarme y a contarlo por ahí.
Otros
seminaristas cayeron en una trampa y sus confesiones se usaron para expulsarles
del seminario, algo ilegal según el derecho canónico, porque el secreto de
confesión es absoluto y traicionarlo implica excomunión.
—También en
estos casos la Iglesia tiene dos varas de medir. Permite que se denuncie a los
que han revelado su homosexualidad en confesión, pero cuando un sacerdote tieneconocimiento
de abusos sexuales en confesión, le prohíbe que viole ese secreto —se queja un
seminarista.
Según
varios testimonios, durante los primeros meses de seminario, en el año de
«discernimiento», llamado de «propedéutica», el cortejo en confesión es más
frecuente; en el diaconato no tanto. En el clero regular, varios dominicos,
franciscanos y benedictinos me han confirmado que cuando eran novicios
sufrieron ese «rito de paso». Las proposiciones, consentidas o no, pueden
valerse de una disculpa bíblica: en el Libro de Job el culpable es el que cede
a la tentación, no el que tienta. Total, que en un seminario el culpable
siempre es el seminarista, no su superior agresor; volvemos a encontrarnos con
la inversión de los valores del Bien y el Mal que la Iglesia comete
constantemente.
Para
empezar a entender el sistema católico cuya antecámara son los seminarios es
preciso descifrar otro código de Sodoma: el de las amistades, las protecciones
y los protectores. La mayoría de los cardenales y obispos que entrevisté me
hablaron de sus «asistentes» o «adjuntos», es decir, sus protegidos. Achille
Silvestrini era el protegido del cardenal Agostino Casaroli; el laico Dino
Boffo, de Stanislaw Dziwisz; Paolo Romeo y Giovanni Lajolo, del cardenal Angelo
Sodano; Gianpaolo Rizzotti, del cardenal Re; Don Lech Piechota, del cardenal
Tarcisio Bertone; Don Ermes Viale, del cardenal Fernando Filoni; Monseñor
Graham Bell, del arzobispo Rino Fisichella; el arzobispo Jean-Louis Bruguès,
del cardenal Jean-Louis Tauran; como también lo fueron los futuros cardenales
Dominique Manberti y Piero Parolin; el nuncio Ettore Balestrero, del cardenal
Mauro Piacenza; monseñor Fabrice Rivet, del cardenal Giovanni Angelo Becciu,
etcétera. Podrían citarse cientos de ejemplos de este tipo que escenifican «el
ángel de la guarda» y el «favorito» —a veces el «ángel malo»—. Estas «amistades
especiales» pudieron evolucionar en relación homosexual, pero por lo general no
lo hicieron; constituyen un sistema de alianzas jerárquicas muy
compartimentadas, que puede desembocar en clanes, facciones, a veces
camarillas. Y como en todo cuerpo vivo, hay inversiones, idas y vueltas,
cambios de alianzas. A veces estos binomios en los que «dos se aburren juntos»
acaban siendo verdaderas asociaciones de malhechores y la explicación de
escándalos económicos o asuntos Vatileaks.
Este modelo
del «protector» y su «protegido», que recuerda al de ciertas tribus aborígenes
estudiadas por Claude Lévi-Strauss, existe en todos los niveles de la Iglesia,
desde los seminarios hasta el colegio cardenalicio, y generalmente hace que los
nombramientos sean incomprensibles y las jerarquías, opacas para el profano que
no está en el secreto. ¡Habría que ser etnólogo para desentrañar toda su
complejidad!
Un fraile
benedictino que fue uno de los responsables de la universidad romana de San
Anselmo me explica la regla implícita:
—En
general, en una casa religiosa puedes hacer lo que te dé la gana siempre que no
te descubran. E incluso cuando te pillan, los superiores hacen la vista gorda,
sobre todo si das a entender que estás dispuesto a corregirte. En una
universidad pontificia como San Anselmo hay que tener en cuenta que el
profesorado también es mayoritariamente homosexual.
En Un
corazón bajo una sotana, Rimbaud, visionario desde la atalaya de sus quince
años, ya describía las «intimidades de los seminaristas», sus deseos sexuales
que se revelaban una vez «revestida la vestidura sagrada», sus sexos que laten
bajo su «capote de seminarista», la «imprudencia» de una «confidencia»
traicionada y, tal vez ya, los abusos del padre superior cuyos «ojos emerg[en]
de su grasa». El Poeta resumirá más tarde el problema a su manera: «Yo era muy
joven y Cristo mancilló mis resuellos».
«El
confesionario no es la sala de tortura», ha dicho el papa Francisco. El santo
padre habría podido añadir: «Tampoco puede ser un lugar de abusos sexuales».
La mayoría
de los seminaristas me hicieron comprender una cosa que no había descubierto y
resumió muy bien un joven alemán a quien conocí casualmente en las calles de
Roma:
—Yo no lo
veo como una doble vida. Una doble vida sería algo secreto y oculto. Pero en el
seminario conocen mi homosexualidad. No es ruidosa, no es militante, pero se
sabe. En cambio lo que está realmente prohibido es militar, reafirmarse. Pero
mientras uno sea discreto no pasa nada.
La regla
del «Don’t Ask, Don’t Tell» funciona a tope, como en toda la Iglesia. En
los seminarios la práctica homosexual se tolera más cuanto menos se exhiba.
Pero ¡ay de quien traiga el escándalo!
—Lo único
que está realmente prohibido es ser heterosexual. Tener una chica, traerte una
chica, supone la expulsión inmediata. La castidad y el celibato se entienden
sobre todo con las mujeres —añade, con una amplia sonrisa, el seminarista
alemán.
Un
exseminarista que vive en Zúrich me explica su punto de vista:
—En el
fondo, la Iglesia siempre ha preferido curas gais a curas heterosexuales. Con
sus circulares antigáis pretende cambiar un poco las cosas, pero ¡una realidad
no se cambia a golpe de circular! Mientras se mantenga el celibato de los
curas, un cura homo será siempre mejor acogido en el seno de la Iglesia que un
cura hetero. Es una realidad, y la Iglesia no puede hacer nada al respecto.
Los
seminaristas con quienes hablé están de acuerdo en otra cosa: un heterosexual
no puede sentirse completamente cómodo en un seminario católico debido a —cito
sus expresiones— «las miradas», las «amistades especiales», los «bromances»,
las «cosas de chicos», la «sensibilidad», la «fluidez», la «ternura» y la
«atmósfera homoerótica» que se respira. ¡Hay que tener mucho temple para
permanecer célibe!
—Todo es
homoerótico. La liturgia es homoerótica, los ropajes son homoeróticos, los
chicos son homoeróticos, sin olvidar a Miguel Ángel —me hace ver el
exseminarista Robert Mickens.
Y otro
seminarista dominico añade, con un razonamiento que he oído varias veces:
—Jesús no
habla nunca de la homosexualidad. Si es algo tan terrible, ¿por qué Jesús no
habla de ella? —Y después de un titubeo añade—: Estar en un seminario es algo
así como estar en Blade Runner: nadie sabe quién es humano y quién es
«replicante». Es una ambigüedad que los heteros suelen llevar muy mal. —De
pronto, como si reflexionara sobre su propia suerte, dice—: ¡No olvidemos que
muchos renuncian!
El
periodista Pasquale Quaranta es uno de ellos. Él también me cuenta su etapa de
seminarista que, por así decirlo, fue una historia familiar. Quaranta, hoy
redactor de La Repubblica, fue una de las tres personas (junto con el
editor Carlo Feltrinelli y un joven escritor italiano, Horatio) que me convencieron
para que me lanzase a este proyecto, Sodoma. Durante muchas cenas y
veladas, en Roma pero también en escapadas a Perugia o a Ostia, siguiendo las
huellas de Pasolini, me contó su itinerario.
Hijo de un
padre franciscano que colgó los hábitos para casarse con su madre, Pasquale
eligió inicialmente la vía del sacerdocio. Estuvo diez años con los
estigmatinos, una congregación clerical dedicada a la enseñanza y la
catequesis.
—Tengo que
reconocer que tuve una buena educación. Agradezco a mis padres que me mandaran
al seminario. ¡Me inculcaron la pasión por la Divina Comedia!
¿Fue la
homosexualidad uno de los motores secretos de esa vocación? Pasquale no lo
cree; ingresó en el seminario menor siendo demasiado joven para que eso pudiera
tener alguna influencia. Pero quizá fuera el motivo de que perdiera la
vocación.
Cuando uno
descubre su homosexualidad y habla de ello con su padre, la relación de
complicidad, muy fuerte, que existe entre ambos se degrada instantáneamente.
—Mi padre
dejó de hablarme. Dejamos de vernos. Se quedó traumatizado. Al principio pensó
que el problema era yo, luego que el problema era él. Poco a poco, tras un
largo recorrido de diálogo que duró varios años, nos reconciliamos. Mientras
tanto yo había renunciado al sacerdocio y, en su lecho de muerte, él corrigió
las pruebas de un libro que me disponía a publicar sobre la homosexualidad,
escrito con un cura, que me ha permitido asumirme mejor.
Los
seminaristas gais que aún no han renunciado ¿son felices y alegres? Cuando les
hago esta pregunta sus expresiones se apagan, sus sonrisas se borran, la duda
se instala. Salvo el suramericano Lafcadio, quien me dice que «le gusta su
vida», los otros me hablan del malestar de estar siempre «en zona gris», un
poco escondidos, un poco silenciosos, y de los riesgos que asumen para su
futura carrera eclesiástica.
Para muchos
el seminario ha sido la ocasión de «salir del armario», pero también la
conciencia de estar en un callejón sin salida. La mayoría se pelean con su
homosexualidad, que en estas circunstancias se vuelve opresiva. Como escribe el
Poeta: «cargado con mi vicio, el vicio que ha hundido sus raíces de sufrimiento
en mi flanco desde que tengo uso de razón, que sube al cielo, me golpea, me
derriba, me arrastra».
Todos
tienen miedo de emprender una vida equivocada, de volverse fósiles en un mundo
que se les parece demasiado. En el seminario la vida se nubla. Descubren cómo
será su existencia de curas en la mentira y las quimeras, una vida áspera de
jansenista solitario, insincero, una vida temblorosa como la llama de una vela.
Hasta donde alcanza la vista: el sufrimiento, el silencio, las bellezas
«cautivas», las ternuras reprimidas apenas imaginadas, los «falsos
sentimientos» y, sobre todo, los «desiertos del amor». Hasta donde alcanza la
vista: el tiempo que pasa, la juventud que se marchita, casi viejo, ya. Por
doquier «paraísos de tristeza», como también dice el Poeta.
La obsesión
de los seminaristas es haber agotado su «capital nocturno» antes incluso de
haberlo estrenado. En la comunidad gay se suele hablar de gay death, la
fecha de «caducidad» para un homosexual, fijada en 30 años, edad que marcaría
el fin del ligue fácil. ¡Más vale echarse novio antes de que llegue lo
inevitable! Pero como no pueden dar rienda suelta a su pasión, suele ser a esas
edades, cuando su «valor de mercado sexual» declina, cuando muchos curas
empiezan a salir. Eso explica la obsesión de los seminaristas por recuperar el tiempo
perdido, las chem-sex parties y las
«quedadas de azotes». Acurrucados en sus seminarios, ¿van a tener que esperar
treinta años para crecer en los cuartos traseros?
Este
dilema, que me han descrito a menudo los curas católicos, se ha recrudecido
desde la liberación homosexual. Antes de los años setenta la Iglesia era un
refugio para los que sufrían discriminación fuera; después se ha convertido en
una cárcel para los que han entrado o se han quedado. Todos se sienten
encerrados, encogidos, ahora que los gais del exterior se han liberado. El
Poeta, de nuevo: «¡Oh Cristo! eterno ladrón de energías».
A
diferencia de otros seminaristas más viejos, que me han hablado de
flagelaciones, azotes o castigos corporales, Ydier, Axel o Lafcadio no pasaron
por etapas tan extremas, pero también ellos tuvieron su ración de lágrimas.
Maldijeron la vida y ese sufrimiento que se nutre de sí mismo, como consentido,
masoquista. Les habría gustado tanto ser diferentes, a fin de cuentas,
repitiendo el grito atroz de André Gide: «¡Yo no me parezco a los demás! ¡Yo no
me parezco a los demás!».
Queda el
onanismo. Según todos mis interlocutores, la obsesión de la Iglesia contra la
masturbación alcanza hoy su apogeo en los seminarios, mientras que los curas,
por experiencia, saben que no te deja ciego. El afán exagerado de control y
coerción apenas surte efecto ya: lejos quedó el tiempo en que los seminaristas
«que habían cedido a un onanismo de circunstancia» podían temer por su salud y
estar «convencidos de que olían a chamusquina» (según las bellas expresiones
del crítico literario Angelo Rinaldi).
La
masturbación, que en los seminarios de antes era un tema tabú del que no se
hablaba, es hoy un asunto importante, mencionado con frecuencia por los
profesores. Esta vana obsesión no va dirigida únicamente a impedir la
sexualidad sin fin procreador (el motivo oficial de la prohibición), sino, ante
todo, a un control totalitario del individuo, privado de su familia y su
cuerpo, una verdadera despersonalización al servicio del colectivo. Una idea
fija, tan repetida hoy, tan maniática, que el onanismo se convierte en una especie
de «armario dentro del armario», una forma de identidad homosexual cerrada con
doble llave. Entonces los curas abusan de él, soñando con «dulces ardores» que
son sueños de libertad.
—¡Que la
masturbación se siga enseñando en los seminarios como un pecado es medieval! Y
que se hable de ella y se condene más que la pedofilia retrata bien a la
Iglesia católica —me hace ver Robert Mickens.
Otro día,
cuando regreso del Vaticano, un joven me fulmina con la mirada cerca del metro
Ottaviano. Con una gran cruz de madera sobre la camiseta, va acompañado de un
cura viejo (como le llamará más tarde) y después de un momento complicado se
las arregla para abordarme. Se llama Andrea y, sin cortarse, me pide mi número
de teléfono. Bajo el brazo lleva AsSaggi biblici, un manual de teología
editado por Franco Manzi, lo que le delata y despierta mi interés. Hablo con
él.
Ese mismo
día, al caer la tarde, tomamos un café en un bar de Roma y no tarda en
confesarme que me ha dado un nombre falso y que es seminarista. Tendremos
varias charlas y, como los otros futuros curas, Andrea me describe su mundo.
Contra todo
pronóstico, Andrea, abiertamente homosexual conmigo, es un fiel de Benedicto
XVI.
—Prefería a Benedetto. No me gusta
Francesco. No me gusta este papa. Me encantaría volver a la Iglesia de antes
del Vaticano II.
¿Cómo
concilia su vida gay con su vida de seminarista? Andrea menea la cabeza,
visiblemente atormentado y lamentando esa ambigüedad. Con ademán entre
orgulloso y abatido, contesta con rodeos:
—Verás, yo
no soy tan buen cristiano. Y eso que lo he intentado. Pero no lo consigo. La
carne, ya sabes. Y me consuelo diciéndome que la mayoría de los seminaristas
que conozco son como yo.
—¿Escogiste
el seminario porque eras gay?
—Yo no lo
veo así. El seminario, de entrada, era una solución provisional. Quería
comprobar si mi homosexualidad era una cosa pasajera. Después, el seminario se
convirtió en una solución de compromiso. Mis padres quieren creer que no soy
homosexual y les gusta que esté en el seminario. Y a mí me permite vivir, en
cierto modo, con arreglo a mis gustos. No es sencillo, pero es mejor así. Si
tienes dudas sobre tu sexualidad, si no quieres que se sepa a tu alrededor que
eres gay, si no quieres darle un disgusto a tu madre, ¡te metes en el
seminario! Si me fijo en mis propios motivos, el que predomina es claramente la
homosexualidad, aunque al principio no lo tenía del todo claro. No tuve una
verdadera confirmación de mi homosexualidad hasta que estuve dentro del
seminario. —Y añade, en plan sociólogo—: Creo que es una especie de regla: una
gran mayoría de curas han descubierto que les atraían los chicos en ese mundo
homoerótico y estrictamente masculino que son los seminarios. Cuando estás en
tu instituto, en tu provincia italiana, tienes pocas probabilidades de
encontrar homosexuales que te gusten. Siempre es muy arriesgado. Y entonces
llegas a Roma, al seminario, y solo hay chicos y casi todo el mundo es
homosexual, y joven, y guapo, y comprendes que tú también eres como ellos.
Durante
nuestras charlas el joven seminarista me cuenta con detalle el ambiente del
seminario. Me dice que utiliza con frecuencia dos aplicaciones, Grindr e
ibreviary.com, la herramienta de encuentros gais y un breviario católico en
cinco idiomas que se puede descargar gratis en el móvil. ¡Un perfecto resumen
de su vida!
Con 20 años
Andrea ya ha tenido muchos amantes, unos cincuenta:
—Los
encuentro en Grindr o entre los seminaristas.
Echándose
la culpa a sí mismo de esa doble vida y para paliar su decepción por no ser un
santo, se ha inventado algunas pequeñas reglas para darse buena conciencia. Por
ejemplo, me revela que cuando conoce a alguien a través de Grindr, la primera
vez evita la relación sexual. ¡Siempre espera, por lo menos, a la tercera!
—Es mi
método, yo diría que mi lado Ratzinger —me dice con ironía.
Yo insisto
para que me explique por qué sigue queriendo ser sacerdote. El joven, con
ademán seductor, titubea. No sabe qué decir. Se lo piensa y luego me suelta:
—Solo Dios
lo sabe.
Según
numerosos testimonios recogidos en las universidades pontificias romanas, la
doble vida de los seminaristas ha evolucionado mucho estos últimos años gracias
a Internet y los smartphones. La gran mayoría de los que salían de noche
cerrada en busca de encuentros casuales o, en Roma, a clubes como el Diabolo
23, el K-Men’s Gay, el Bunker o el Vicious Club, hoy ligan tranquilamente desde
su cuarto. Gracias a aplicaciones comoGrindr, Tinder y Hornet, y a páginas de
encuentros como GayRomeo (convertido en PlanetRomeo), Scruff (para los más
mayorcitos y los bears), Daddyhunt (para
los amantes de los daddies) o Recon (para los fetichistas y las
sexualidades «extremas»), ya no necesitan desplazarse ni correr demasiados
riesgos.
En Roma,
con la ayuda de mis investigadores, también descubrí la homosexualidad de
varios seminaristas, curas gais y obispos de la curia gracias a la magia de
Internet. Muchas veces, cuando nos veíamos en el Vaticano, por cortesía o
connivencia nos dieron su dirección electrónica o su número de móvil. Luego,
cuando metíamos inocentemente estas informaciones en la libreta de direcciones
de Gmail o de nuestros smartphones, aparecían automáticamente varias
cuentas y nombres asociados en WhatsApp, Google+, LinkedIn o Facebook. Con
frecuencia seudónimos. A través de esos nombres fingidos, la doble vida de esos
seminaristas, curas y obispos de curia —todos ellos muy discretos pero no lo
bastante geeky— asomaba en las páginas de encuentros, ¡como por obra y
gracia del espíritu santo! (Pienso en diez casos concretos y sobre todo en
varios monsignori con quienes ya nos hemos encontrado en este libro.)
Hoy son
muchos los que se pasan noches enteras en Gay Romeo, Tinder, Scruff o el sitio
Venerabilis, pero ante todo en Grindr. A mí nunca me gustó esa aplicación
deshumanizada y repetitiva, pero comprendo su lógica: geolocalizada en tiempo
real, te indica todos los gais disponibles en los alrededores. ¡Es diabólico!
Según varios
curas, Grindr se ha convertido en un fenómeno de gran amplitud en los
seminarios y las reuniones sacerdotales. El uso de la aplicación se ha vuelto
tan masivo en la Iglesia que incluso han estallado varios escándalos (por
ejemplo, en un seminario irlandés). A menudo los curas, sin querer, se
descubren unos a otros al comprobar que a pocos metros hay otro religioso gay.
Por mi parte, he comprobado con mi equipo que Grindr funciona todas las noches
dentro del Vaticano.
En efecto,
nos ha bastado colocar dos smartphones a ambos lados del pequeño Estado
católico para identificar, con un margen de error pequeñísimo, la localización
de los gais. Cuando hemos hecho el experimento, en dos ocasiones, no había
muchos conectados desde el Vaticano, pero según varios contactos internos los
diálogos vaticanescos en Grindr a veces son muy intensos.
El sitio
Venerabilis merece un relato aparte. Creado en 2007, era una plataforma en la
Red totalmente dedicada a los sacerdotes «homosensibles», que ponían anuncios y
podían chatear. Lugar de intercambio y de apoyo, desembocó en la creación de
grupos de discusión en la vida real. Hubo un tiempo en que estos grupos se
reunían en el café de la famosa librería Feltrinelli del Largo Torre Argentina,
con franjas horarias distintas según las universidades pontificias. Uno de los
administradores de la web, monseñor Tommaso Stenico, próximo a Tarcisio
Bertone, era conocido por ser homófobo dentro de la curia y practicante fuera
del Vaticano (fue removido de su cargo después de haber salido del armario en
un programa de televisión italiano). Pero, siguiendo una evolución muy natural,
la web ha evolucionado hacia el ligue eclesiástico, y ahora, tras una denuncia
de la prensa católica conservadora, está inactiva. Hemos encontrado su rastro en
los archivos de la página y la deep web, pero ya no es accesible ni está
indexada por los motores de búsqueda.
En
Facebook, otra herramienta de ligue muy utilizada debido a su carácter mixto,
es fácil encontrar a los curas o seminaristas gais. Como a varios prelados a
los que investigábamos en Roma, pues la mayoría de ellos conocen mal las reglas
de confidencialidad de la red social y dejan visible su lista de amigos. De
hecho, basta con mirar esa cuenta desde la de un gay romano bien introducido en
la comunidad homosexual de la ciudad para determinar casi con toda seguridad, a
partir de los «amigos comunes», si el sacerdote es gay o no. Sin que una timeline condicione el menor mensaje gay,
el funcionamiento de Facebook delata casi automáticamente a los gais.
En Twitter,
Instagram, Google+ o LinkedIn, cruzándolos con Facebook, se puede hacer el
mismo tipo de búsqueda y siempre legalmente. Gracias a herramientas
profesionales como Brandwath, KB Crawl o Maltego se pueden analizar juntos las
infos «sociales» de un sacerdote, sus amigos, los contenidos que le han
gustado, ha compartido o ha enviado e incluso ver sus distintas cuentas
vinculadas (a veces con distintas identidades). He tenido ocasión de utilizar
este tipo de programas, muy eficaces, que permiten crear arborescencias
generales y gráficos de todas las interacciones de una persona en las redes
sociales a partir de las informaciones públicas que deja en Internet. El
resultado es impresionante, porque aparece el perfil completo de la persona a
partir de los miles de datos que ha comunicado ella misma en las redes sin
acordarse siquiera. La mayoría de las veces, si esa persona es homosexual, la
información aparece con un margen de incertidumbre pequeño. Si alguien quiere
zafarse de herramientas como estas tiene que haber compartimentado de tal modo
su vida, utilizando redes separadas y sin haber compartido nunca con sus amigos
ninguna información personal, que resulta casi imposible.
Los smartphones
e Internet, por tanto, están cambiando la vida de los seminaristas y los curas
para bien y para mal. A lo largo de esta investigación yo mismo he usado
bastante estos nuevos recursos de Internet para alquilar apartamentos en
Airbnb, orientarme con Waze y circular con Uber; me he puesto en contacto con
sacerdotes en LinkedIn o Facebook, he conservado importantes documentos o
grabaciones en Pocket, Wunderlist o Voice Record, y me he comunicado en secreto
con muchas fuentes mediante Skype, Signal, WhatsApp o Telegram. Hoy en día el
escritor es un verdadero digital writer.
En este
libro no trato de reducir la vida de seminaristas y curas a la homosexualidad,
la orgía, la masturbación o la pornografía en línea. También hay, por supuesto,
algunos religiosos a los que podríamos llamar «ascetas» que no se interesan por
el sexo y experimentan pacíficamente su castidad. Pero según todos los
testimonios, los curas que son fieles a su voto de castidad son una minoría.
En
definitiva, las revelaciones sobre la homosexualidad de los sacerdotes y las
dobles vidas del Vaticano no han hecho más que empezar. Con la proliferación de
los smartphones que permiten filmarlo y grabarlo todo, con las redes
sociales donde todo se sabe, los secretos del Vaticano serán cada vez más difíciles
de guardar. La palabra se libera. En todo el mundo hay periodistas audaces
investigando sobre la hipocresía generalizada del clero, y los testigos hablan.
A mis preguntas sobre estos asuntos, algunos cardenales contestan que «no son
esenciales», que «se han ventilado demasiado» y que «las polémicas sexuales ya
han quedado atrás». Les gustaría que se pasara la página.
Yo pienso justamente lo contrario. Creo que apenas se
han rozado, y que todo lo que cuento en este libro no es más que la primera
página de una larga historia por escribir.
Creo, incluso, que me quedo corto. La
revelación, el descubrimiento y el relato del mundo secreto y todavía casi
inexplorado de Sodoma no ha hecho más que empezar.
CUARTA PARTE
BENEDICTO
No hay comentarios:
Publicar un comentario