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lunes, 5 de agosto de 2019

SODOMA (Poder y Escándalo en el Vaticano) Novela por entregas Capítulo 19


19 

LOS SEMINARISTAS



Daniele lleva varios meses investigando sobre los seminarios y las universidades de Roma. Los dos hemos logrado identificar, en estos años, a varios «informadores» que podrían ayudarnos para cada uno de los seminarios mayores o «colegios» romanos. En diez de estos establecimientos pontificios tenemos ya contactos: en la Universidad Pontificia de Santo Tomás de Aquino (llamada Amgelicum), la Universidad Urbaniana, la Universidad de Letrán, el PNAC (Pontificio Colegio Norteamericano), la Gregoriana (jesuita), el Colegio Etíope, el seminario francés, el Germanicum alemán, la benedictina Universidad de San Anselmo, la Universidad de la Santa Cruz (Opus Dei), el Colegio Sacerdotal Juan Pablo II e incluso el Pontificio Ateneo Regina Apostolorum de los Legionarios de Cristo.

Gracias a estos contactos pudimos hablar con más de cincuenta seminaristas gais en Roma y, por capilaridad, con varias decenas en varios países como Francia, España, Suiza y Latinoamérica. Así es como he podido investigar en la fuente misma del «problema» homosexual dentro de la Iglesia: el alma máter de los sacerdotes.

Mauro Angelozzi fue quien me presentó en Roma a «mis» dos primeros seminaristas. Es uno de los responsables de la asociación LGBT Mario Mieli. Nos vimos de manera confidencial en la sede de este centro cultural. Volví a ver a esos seminaristas y gracias a ellos pude ampliar mi primera red de contactos. Y una noche, cuando estaba con Mauro, que todos los viernes por la noche organiza en Roma las célebres fiestas gais Muccassassina (la «vaca rabiosa» o, literalmente, «asesina»), me presentó a uno de sus colegas, que trabajaba con él en Muccassassina. Fue entonces cuando Mauro añadió, para acabar con las presentaciones: «¡Él también es seminarista!».



—He cambiado, ¿verdad?

El chico que me habla así es el camarero de uno de mis restaurantes preferidos de Roma, la Trattoria Monti, no lejos de la iglesia Santa Maria Maggiore.

—¡Como ve ya no soy tan joven! —añade el camarero que posó en el famoso calendario de los guapos seminaristas.

En efecto, hace meses que ese calendario, que se vende en las calles de Roma y hasta en las puertas del Vaticano, me tenía intrigado. Precio: 10 euros. Todos los años una docena de seminaristas y curas jóvenes posan para él. Las imágenes en blanco y negro, chicos guapos con alzacuello, son sencillamente provocadoras, y varios de estos religiosos son tansexis que se diría que la Iglesia se ha convertido en el line up digno de un cast de Glee. Dicen que algunos cardenales compran el calendario todos los años; lo único que puedo decir es que no lo he visto colgado en ningún despacho del Vaticano.

Es entonces cuando descubro el pastel: el camarero que tengo enfrente ha posado para el célebre Calendario Romano. Es gay, sin duda alguna. ¡Pero nunca ha sido seminarista!

Mi gozo en un pozo. Robert Mickens, un vaticanista que ya ha estado investigando sobre este calendario misterioso y con quien ceno en la Trattoria Monti, me confirma la jugada. En realidad, el calendario es ficticio. Serán todo lo hot que quieran, pero los chicos que posan delante del objetivo del fotógrafo veneciano Piero Pazzi no son ni seminaristas ni curas jóvenes, sino modelos escogidos por una empresa gay-friendly a la que se le ocurrió este señuelo. ¡Y vaya si funciona! Todos los años, desde 2003, se publica una edición nueva, a veces con las mismas fotos. Se venden 100.000 ejemplares (según el editor, cifra imposible de verificar).

Uno de los modelos regenta un bar gay, otro es el camarero con quien hablo, que añade:

—No, no soy seminarista. Nunca lo he sido. Posé hace mucho tiempo y me pagaron por eso.

Él, por lo menos, nunca ha soñado con ser cura. La Iglesia, me confirma con una carcajada, «es demasiado homófoba para mí».

Pista falsa. Para investigar sobre los seminaristas gais de Roma había que seguir otro camino.



En 2005 el papa Benedicto XVI aprobó una importante instrucción, publicada por la Congregación para la Educación Católica, para que se dejara de ordenar sacerdotes a los candidatos que tuvieran «tendencias homosexuales profundas». La Congregación para el Clero confirmó el texto en 2016: para ser ordenado sacerdote primero había que ordenar la vida sentimental.

La Iglesia recuerda así la obligación de abstinencia sexual y estipula que el acceso al sacerdocio está vedado a «quienes practiquen la homosexualidad, presenten tendencias homosexuales profundamente arraigadas o apoyen la llamada cultura gay». El documento, prudentemente, añade una «excepción» para las personas que tengan «tendencias homosexuales que son la expresión de un problema transitorio, como por ejemplo el de una adolescencia incompleta». Por último, el documento recuerda que sería «gravemente imprudente» admitir en el seminario a alguien «que no haya alcanzado una afectividad madura, serena y libre, casta y fiel en celibato».

El autor de este texto de 2005, inspirado por Benedicto XVI y aprobado por él, fue el cardenal polaco Zenon Grocholewski, prefecto de la Congregación para la Educación Católica. En una nota para los obispos de todo el mundo (que obra en mi poder) el cardenal insiste en el hecho de que la regla se limita a los futuros sacerdotes: «La instrucción no pone en cuestión la validez de la ordenación ni la situación de los sacerdotes que han sido ordenados teniendo inclinaciones homosexuales».

Grocholewski conoce bien el tema, y no solo porque tiene el mismo nombre de pila que el protagonista bisexual de Opus nigrum de Marguerite Yourcenar. Sus colaboradores le han advertido que poner en cuestión la ordenación de los sacerdotes homosexuales provocaría tal sangría que la Iglesia probablemente no volvería a levantar cabeza: ¡ya casi no habría cardenales en Roma, personajes importantes en la curia y quizá tampoco papa! El antiguo diputado italiano y activista gay Franco Grillini suele decir: «Si todos los gais de la Iglesia católica tuvieran que irse a la vez, algo que nos encantaría, le causarían graves problemas funcionales».

En el Vaticano, el cardenal polaco se interesó mucho por la vida sexual de los sacerdotes y obispos, por atavismo personal y por obsesión profesional. Según dos fuentes, una de ellas un cura que trabajó para él, Grocholewski llegó a abrir expedientes sobre las inclinaciones de varios cardenales y obispos. Uno de ellos, un obispo del famoso círculo de corrupción de Juan Pablo II donde la malversación y la prostitución eran uña y carne, aún sigue esperando el capelo rojo.

Más allá de las instrucciones concretas de Ratzinger y de su propia tendencia, Grocholewski, ante el deterioro de la situación, se vio impelido a dar instrucciones para conjurar el Mal. La homosexualidad estaba literalmente «fuera de control» en los seminarios. En todo el mundo se sucedían los escándalos y los abusos. Pero estos casos no eran nada comparados con otra realidad, aún más alarmante: las fichas que llegaban de las nunciaturas y los arzobispados revelaban una auténtica generalización del hecho homosexual. Muchos seminaristas vivían en pareja casi sin esconderse, en los centros católicos se celebraban actos pro-LGBT y salir por la noche a los bares gais de la ciudad llegó a ser una práctica, si no corriente, al menos posible.

En 2005, cuando escribe su circular, Grocholewski recibe, por ejemplo, una petición de ayuda procedente de Estados Unidos frente a la homosexualización de los seminarios. Algunos se habrían «casi especializado en el reclutamiento de personas homosexuales, con fenómenos de cooptación». El mismo fenómeno en Austria, en el mismo momento. El seminario de Sankt Pölten se convirtió en un modelo del género: las fotos divulgadas por la prensa muestran al director del establecimiento católico y al director adjunto besándose con los curas-estudiantes (a raíz del escándalo se cerró el seminario).

—Fue un gran escándalo dentro del Vaticano —confirma el excura Francesco Lepore—. Las fotos provocaron un gran malestar. Pero era un caso extremo, eso no es nada habitual. El que el propio director del seminario esté implicado en esas calaveradas, que yo sepa, es un caso único. En cambio, el que en los seminarios haya una mayoría de jóvenes gais es moneda corriente. Experimentan su homosexualidad con normalidad y salen discretamente a los clubes gais sin demasiados problemas.

Tal como estaban las cosas, el episcopado estadounidense organizó la «visitación» de 56 seminarios. El encargado de esta inspección era el arzobispo castrense, el estadounidense Edwin O’Brien. Una elección que algunos pensaron que eera un poco rara. Más adelante, O’Brien fue señalado por monseñor Viganò como miembro de la «corriente pro-homosexual» en su Testimonianza.

Otro caso sintomático que Grocholewski conocía bien era el de los seminarios de su país natal. El arzobispo de Poznan, un tal Juliusz Paetz, ante la acusación de abusos sexuales sobre seminaristas, que él denegó, tuvo que dejar su cargo. También pueden citarse muchos casos de «comportamientos desordenados» que saltaron a los medios en los seminarios jesuitas de Alemania, dominicos de Francia, benedictinos de Italia e Inglaterra… En cuanto a Brasil, cientos de seminaristas, curas y hasta obispos fueron filmados ligando con un top model vía webcam, llegando a masturbarse delante de la cámara (con ese material se hizo el famoso documental Amores Santos de Dener Giovanini).

Todos estos escándalos y muchos otros menos conocidos, frente a los cuales la Iglesia se mostraba totalmente impotente, obligaron al Vaticano a tomar medidas. Según la propia confesión de los cardenales con quienes hablé, nadie creyó nunca en la eficacia de la circular, al menos por tres motivos. El primero es que privaba automáticamente a la Iglesia de vocaciones en un momento en que tenía una gran necesidad de ellas y gracias a la homosexualidad había podido nutrir sus filas durante décadas. Cabe pensar incluso que, en parte, la crisis de vocaciones en Europa tiene que ver con este fenómeno: la liberación gay ya casi no incita a los jóvenes a hacerse curas, sobre todo cuando se sienten cada vez más rechazados por una Iglesia grotescamente homófoba.

El segundo motivo es que obligaba a los seminaristas homosexuales que se habían quedado en la institución religiosa a esconderse aún más, a llevar una vida más closeted que antes. Los efectos psicológicos de esa represión y esa homofobia interiorizada en el seminario causaban, evidentemente, una gran confusión que podía desembocar en graves padecimientos existenciales, suicidios y perversiones futuras. La circular de Grocholewski, por tanto, no hizo más que agravar el problema en vez de ponerle coto.

El tercer motivo es legal: prohibir el ingreso en los seminarios a causa de la supuesta orientación sexual de ciertos candidatos al sacerdocio ya era discriminatoria. Y es ahora ilegal en numerosos países. (El papa Francisco renovó esta propuesta en diciembre de 2018, lo que le granjeó muchas críticas: «La homosexualidad dentro del sacerdocio —dijo— es un asunto serio que exige un descernimiento adecuado de los candidatos al sacerdocio y la vida religiosa… [la homosexualidad] es una realidad que no se puede negar. Es algo que me preocupa».

Ya conocemos a uno de los inspiradores de la circular Grocholewski. Era el sacerdote-psicoanalista Tony Anatrella, consultor de los pontificios consejos para la familia y la salud. Teórico cercano al cardenal Ratzinger y con cierta influencia en Roma, Anatrella afirmaba en 2005: «Es preciso quitarse de la cabeza la idea de que, en la medida en que un homosexual respeta su compromiso con la continencia y vive en la castidad, no dará problemas y por tanto podría ser ordenado sacerdote». Anatrella, por el contrario, insistía en que había que sacar de los seminarios no solo a los homosexuales practicantes, sino también a los que tenían «inclinaciones» y tendencias, aunque no pasaran al acto.

Según varias fuentes, monseñor Anatrella no solo inspiró sino que también participó en la redacción de la circular de Grocholewski, quien le consultó y llegó a reunirse con él. Según los que le rodeaban, Grocholewski se quedó impresionado con los argumentos del cura-psicoanalista que denunciaba los «fines narcisistas» de los curas gais y su obsesión por la «seducción». El papa Benedicto XVI, convencido más adelante por sus análisis sobre la castidad, le avaló e hizo de él un modelo y un intelectual católico de prestigio. (Como hemos visto, varios pacientes masculinos de monseñor Anatrella le acusaron de abusos sexuales y al final la Iglesia le sancionó y le prohibió la práctica sacerdotal.)



Ydier y Axel son dos seminaristas a los que he conocido en el centro cultural Mario Mieli (se han cambiado sus nombres).

—En mi seminario somos unos veinte. Siete son claramente gais. Unos seis más tienen, digamos, tendencias. Eso está bastante de acuerdo con el porcentaje habitual: entre el 60 y el 70 % de los seminaristas son gais. A veces pienso que sube al 75 % —me dice Axel.

El joven aspira a ingresar en la Rota, uno de los tres tribunales de la santa sede, razón principal de su paso por el seminario. Ydier, por su parte, quiere ser profesor. Lleva una cruz blanca sobre su camisa y tiene el pelo rubio chillón. Se lo comento.

Fake blonde! ¡Es de bote! Soy moreno —me dice.

El seminarista prosigue:

—El ambiente de mi seminario también es muy homosexual. Pero hay matices importantes. Hay estudiantes que viven realmente su homosexualidad, otros que no la viven, o todavía no; hay homosexuales realmente castos; también hay heteros que la practican a falta de mujeres, digamos que en sustitución. Y hay otros que solo la viven en secreto y fuera del seminario. Es un ambiente muy especial.

Ambos seminaristas hacen más o menos el mismo análisis: consideran que la regla del celibato y la perspectiva de vivir entre chicos incitan a los jóvenes aún indecisos sobre sus inclinaciones a ingresar en los centros católicos. Al verse por primera vez lejos de su pueblo, sin familia, en un ambiente estrictamente masculino y un mundo fuertemente homoerótico, empiezan a entender su singularidad. Con frecuencia, incluso los no tan jóvenes son todavía vírgenes cuando entran en el seminario; en contacto con los otros muchachos sus tendencias se revelan o concretan. Los seminarios son entonces escenarios del coming out y de la iniciación de los futuros curas. Un verdadero rito de paso.

La historia del seminarista estadounidense Robert Mickens resume un camino que han seguido muchos otros:

—¿Cuál era la solución cuando descubrías que tenías una «sensibilidad» diferente en una ciudad de Estados Unidos como Toledo, Ohio, de donde yo vengo? ¿Qué opciones había? Para mí entrar en el seminario fue una forma de lidiar con mi homosexualidad. Estaba en conflicto conmigo mismo. No quise afrontar eso en Estados Unidos. Me fui a Roma en 1986 y estudié en el Pontifical North American College. Durante el tercer año de seminario, cuando tenía 25 años, me enamoré de un chico.

(Mickens no llegó a ordenarse sacerdote. Se hizo periodista de Radio Vaticano, donde trabajó once años, y luego de The Tablet, y hoy es jefe de redacción de la edición internacional de La Croix. Vive en Roma, donde hablé con él varias veces.)

Otro seminarista, un portugués con quien hablé en Lisboa, me cuenta una historia muy parecida a la de Mickens. Él sí que tuvo valor para hacer su coming out delante de sus padres. Entonces su madre le dijo: «Por lo menos tendremos un cura en la familia». (Entró en el seminario.)

Otro ejemplo: el de Lafcadio, un cura latinoamericano, treintañero, que hoy da clases en un seminario romano (se ha cambiado su nombre). Le conozco en el restaurante Propaganda después de que se ligara a uno de mis traductores. Como ya no podía disimular su homosexualidad optó por hablarme francamente y volvimos a vernos para cenar cinco veces a lo largo de esta investigación.

Lo mismo que Ydier, Axel y Robert, Lafcadio me cuenta su historia: una adolescencia difícil en la América Latina profunda, pero sin que sospechara de su sexualidad. Quiso entrar en el seminario «por vocación sincera», me dice, aunque la ociosidad afectiva y el tedio sin nombre, cuya causa ignoraba, pudieron tener algo que ver. Poco a poco logró poner un calificativo a ese malestar: homosexualidad. Y luego, de repente, un suceso inesperado: un día, en un autobús, un chico le pone la mano en el muslo. Me cuenta:

—Me quedé paralizado. No sabía qué hacer. Cuando el autobús se detuvo, hui. Pero por la noche ese gesto sin gravedad me obsesionó. No podía dejar de pensar en ello y en lo bueno que era. Y tuve ganas de que se repitiera.

Poco a poco descubre y acepta su homosexualidad y se va a Italia, pues según me dice los seminarios romanos eran «tradicionalmente» los lugares «adonde se envía a los chicos sensibles de Latinoamérica». En la capital empieza a llevar una doble vida bien compartimentada, sin permitirse nunca dormir fuera del seminario donde se aloja y donde ha adquirido importantes responsabilidades.

Conmigo es openly gay y me habla de sus obsesiones y sus deseos sexuales intensos. «A menudo estoy hot», me dice. ¡Cuántas noches pasadas en camas azarosas, y siempre esa obligación de volver al seminario, antes del toque de queda, incluso cuando aún quedan tantas cosas por hacer!

Al asumir su homosexualidad, Lafcadio también empezó a ver a la Iglesia con otros ojos.

—Desde entonces descifro mejor los códigos. En el Vaticano muchos monsignori, arzobispos y cardenales me tiran los tejos. Antes no era consciente de lo que querían, ahora ya lo sé. (Lafcadio ha sido uno de mis mejores informadores porque, al ser joven y bien parecido y al estar bien introducido en la curia romana, muchos cardenales, obispos e incluso una liturgy queen próxima al papa han intentado ligar con él.)

Como muchos de los seminaristas con los que hablo, Lafcadio me describe otro fenómeno tan extendido en la Iglesia que hasta tiene un nombre: «sollicitatio ad turpia» («las solicitaciones en confesión»). Cuando confiesan su homosexualidad a su sacerdote o a su director espiritual, los seminaristas se exponen.

—Algunos de los curas a los que confesé mis dudas o mis deseos sexuales me hicieron proposiciones —afirma.

Muchas veces las proposiciones no van más allá; otras son correspondidas y desembocan en una relación; a veces se forman parejas. Pero otras veces —pese a que la confesión es un sacramento— se saldan con tocamientos, acosos, chantajes o agresiones sexuales. Cuando un seminarista confiesa que tiene inclinaciones o tendencias, corre un riesgo. En algunos casos el superior del joven le denuncia, como le ocurrió al excura Francesco Lepore en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz:

—Durante una confesión le hablé de mis conflictos interiores a uno de los capellanes del Opus Dei. Yo era sincero y un poco ingenuo. Lo que no sabía era que él iba a traicionarme y a contarlo por ahí.

Otros seminaristas cayeron en una trampa y sus confesiones se usaron para expulsarles del seminario, algo ilegal según el derecho canónico, porque el secreto de confesión es absoluto y traicionarlo implica excomunión.

—También en estos casos la Iglesia tiene dos varas de medir. Permite que se denuncie a los que han revelado su homosexualidad en confesión, pero cuando un sacerdote tiene conocimiento de abusos sexuales en confesión, le prohíbe que viole ese secreto —se queja un seminarista.

Según varios testimonios, durante los primeros meses de seminario, en el año de «discernimiento», llamado de «propedéutica», el cortejo en confesión es más frecuente; en el diaconato no tanto. En el clero regular, varios dominicos, franciscanos y benedictinos me han confirmado que cuando eran novicios sufrieron ese «rito de paso». Las proposiciones, consentidas o no, pueden valerse de una disculpa bíblica: en el Libro de Job el culpable es el que cede a la tentación, no el que tienta. Total, que en un seminario el culpable siempre es el seminarista, no su superior agresor; volvemos a encontrarnos con la inversión de los valores del Bien y el Mal que la Iglesia comete constantemente.



Para empezar a entender el sistema católico cuya antecámara son los seminarios es preciso descifrar otro código de Sodoma: el de las amistades, las protecciones y los protectores. La mayoría de los cardenales y obispos que entrevisté me hablaron de sus «asistentes» o «adjuntos», es decir, sus protegidos. Achille Silvestrini era el protegido del cardenal Agostino Casaroli; el laico Dino Boffo, de Stanislaw Dziwisz; Paolo Romeo y Giovanni Lajolo, del cardenal Angelo Sodano; Gianpaolo Rizzotti, del cardenal Re; Don Lech Piechota, del cardenal Tarcisio Bertone; Don Ermes Viale, del cardenal Fernando Filoni; Monseñor Graham Bell, del arzobispo Rino Fisichella; el arzobispo Jean-Louis Bruguès, del cardenal Jean-Louis Tauran; como también lo fueron los futuros cardenales Dominique Manberti y Piero Parolin; el nuncio Ettore Balestrero, del cardenal Mauro Piacenza; monseñor Fabrice Rivet, del cardenal Giovanni Angelo Becciu, etcétera. Podrían citarse cientos de ejemplos de este tipo que escenifican «el ángel de la guarda» y el «favorito» —a veces el «ángel malo»—. Estas «amistades especiales» pudieron evolucionar en relación homosexual, pero por lo general no lo hicieron; constituyen un sistema de alianzas jerárquicas muy compartimentadas, que puede desembocar en clanes, facciones, a veces camarillas. Y como en todo cuerpo vivo, hay inversiones, idas y vueltas, cambios de alianzas. A veces estos binomios en los que «dos se aburren juntos» acaban siendo verdaderas asociaciones de malhechores y la explicación de escándalos económicos o asuntos Vatileaks.

Este modelo del «protector» y su «protegido», que recuerda al de ciertas tribus aborígenes estudiadas por Claude Lévi-Strauss, existe en todos los niveles de la Iglesia, desde los seminarios hasta el colegio cardenalicio, y generalmente hace que los nombramientos sean incomprensibles y las jerarquías, opacas para el profano que no está en el secreto. ¡Habría que ser etnólogo para desentrañar toda su complejidad!

Un fraile benedictino que fue uno de los responsables de la universidad romana de San Anselmo me explica la regla implícita:

—En general, en una casa religiosa puedes hacer lo que te dé la gana siempre que no te descubran. E incluso cuando te pillan, los superiores hacen la vista gorda, sobre todo si das a entender que estás dispuesto a corregirte. En una universidad pontificia como San Anselmo hay que tener en cuenta que el profesorado también es mayoritariamente homosexual.

En Un corazón bajo una sotana, Rimbaud, visionario desde la atalaya de sus quince años, ya describía las «intimidades de los seminaristas», sus deseos sexuales que se revelaban una vez «revestida la vestidura sagrada», sus sexos que laten bajo su «capote de seminarista», la «imprudencia» de una «confidencia» traicionada y, tal vez ya, los abusos del padre superior cuyos «ojos emerg[en] de su grasa». El Poeta resumirá más tarde el problema a su manera: «Yo era muy joven y Cristo mancilló mis resuellos».

«El confesionario no es la sala de tortura», ha dicho el papa Francisco. El santo padre habría podido añadir: «Tampoco puede ser un lugar de abusos sexuales».



La mayoría de los seminaristas me hicieron comprender una cosa que no había descubierto y resumió muy bien un joven alemán a quien conocí casualmente en las calles de Roma:

—Yo no lo veo como una doble vida. Una doble vida sería algo secreto y oculto. Pero en el seminario conocen mi homosexualidad. No es ruidosa, no es militante, pero se sabe. En cambio lo que está realmente prohibido es militar, reafirmarse. Pero mientras uno sea discreto no pasa nada.

La regla del «Don’t Ask, Don’t Tell» funciona a tope, como en toda la Iglesia. En los seminarios la práctica homosexual se tolera más cuanto menos se exhiba. Pero ¡ay de quien traiga el escándalo!

—Lo único que está realmente prohibido es ser heterosexual. Tener una chica, traerte una chica, supone la expulsión inmediata. La castidad y el celibato se entienden sobre todo con las mujeres —añade, con una amplia sonrisa, el seminarista alemán.

Un exseminarista que vive en Zúrich me explica su punto de vista:

—En el fondo, la Iglesia siempre ha preferido curas gais a curas heterosexuales. Con sus circulares antigáis pretende cambiar un poco las cosas, pero ¡una realidad no se cambia a golpe de circular! Mientras se mantenga el celibato de los curas, un cura homo será siempre mejor acogido en el seno de la Iglesia que un cura hetero. Es una realidad, y la Iglesia no puede hacer nada al respecto.

Los seminaristas con quienes hablé están de acuerdo en otra cosa: un heterosexual no puede sentirse completamente cómodo en un seminario católico debido a —cito sus expresiones— «las miradas», las «amistades especiales», los «bromances», las «cosas de chicos», la «sensibilidad», la «fluidez», la «ternura» y la «atmósfera homoerótica» que se respira. ¡Hay que tener mucho temple para permanecer célibe!

—Todo es homoerótico. La liturgia es homoerótica, los ropajes son homoeróticos, los chicos son homoeróticos, sin olvidar a Miguel Ángel —me hace ver el exseminarista Robert Mickens.

Y otro seminarista dominico añade, con un razonamiento que he oído varias veces:

—Jesús no habla nunca de la homosexualidad. Si es algo tan terrible, ¿por qué Jesús no habla de ella? —Y después de un titubeo añade—: Estar en un seminario es algo así como estar en Blade Runner: nadie sabe quién es humano y quién es «replicante». Es una ambigüedad que los heteros suelen llevar muy mal. —De pronto, como si reflexionara sobre su propia suerte, dice—: ¡No olvidemos que muchos renuncian!

El periodista Pasquale Quaranta es uno de ellos. Él también me cuenta su etapa de seminarista que, por así decirlo, fue una historia familiar. Quaranta, hoy redactor de La Repubblica, fue una de las tres personas (junto con el editor Carlo Feltrinelli y un joven escritor italiano, Horatio) que me convencieron para que me lanzase a este proyecto, Sodoma. Durante muchas cenas y veladas, en Roma pero también en escapadas a Perugia o a Ostia, siguiendo las huellas de Pasolini, me contó su itinerario.

Hijo de un padre franciscano que colgó los hábitos para casarse con su madre, Pasquale eligió inicialmente la vía del sacerdocio. Estuvo diez años con los estigmatinos, una congregación clerical dedicada a la enseñanza y la catequesis.

—Tengo que reconocer que tuve una buena educación. Agradezco a mis padres que me mandaran al seminario. ¡Me inculcaron la pasión por la Divina Comedia!

¿Fue la homosexualidad uno de los motores secretos de esa vocación? Pasquale no lo cree; ingresó en el seminario menor siendo demasiado joven para que eso pudiera tener alguna influencia. Pero quizá fuera el motivo de que perdiera la vocación.

Cuando uno descubre su homosexualidad y habla de ello con su padre, la relación de complicidad, muy fuerte, que existe entre ambos se degrada instantáneamente.

—Mi padre dejó de hablarme. Dejamos de vernos. Se quedó traumatizado. Al principio pensó que el problema era yo, luego que el problema era él. Poco a poco, tras un largo recorrido de diálogo que duró varios años, nos reconciliamos. Mientras tanto yo había renunciado al sacerdocio y, en su lecho de muerte, él corrigió las pruebas de un libro que me disponía a publicar sobre la homosexualidad, escrito con un cura, que me ha permitido asumirme mejor.



Los seminaristas gais que aún no han renunciado ¿son felices y alegres? Cuando les hago esta pregunta sus expresiones se apagan, sus sonrisas se borran, la duda se instala. Salvo el suramericano Lafcadio, quien me dice que «le gusta su vida», los otros me hablan del malestar de estar siempre «en zona gris», un poco escondidos, un poco silenciosos, y de los riesgos que asumen para su futura carrera eclesiástica.

Para muchos el seminario ha sido la ocasión de «salir del armario», pero también la conciencia de estar en un callejón sin salida. La mayoría se pelean con su homosexualidad, que en estas circunstancias se vuelve opresiva. Como escribe el Poeta: «cargado con mi vicio, el vicio que ha hundido sus raíces de sufrimiento en mi flanco desde que tengo uso de razón, que sube al cielo, me golpea, me derriba, me arrastra».

Todos tienen miedo de emprender una vida equivocada, de volverse fósiles en un mundo que se les parece demasiado. En el seminario la vida se nubla. Descubren cómo será su existencia de curas en la mentira y las quimeras, una vida áspera de jansenista solitario, insincero, una vida temblorosa como la llama de una vela. Hasta donde alcanza la vista: el sufrimiento, el silencio, las bellezas «cautivas», las ternuras reprimidas apenas imaginadas, los «falsos sentimientos» y, sobre todo, los «desiertos del amor». Hasta donde alcanza la vista: el tiempo que pasa, la juventud que se marchita, casi viejo, ya. Por doquier «paraísos de tristeza», como también dice el Poeta.

La obsesión de los seminaristas es haber agotado su «capital nocturno» antes incluso de haberlo estrenado. En la comunidad gay se suele hablar de gay death, la fecha de «caducidad» para un homosexual, fijada en 30 años, edad que marcaría el fin del ligue fácil. ¡Más vale echarse novio antes de que llegue lo inevitable! Pero como no pueden dar rienda suelta a su pasión, suele ser a esas edades, cuando su «valor de mercado sexual» declina, cuando muchos curas empiezan a salir. Eso explica la obsesión de los seminaristas por recuperar el tiempo perdido, las chem-sex parties y las «quedadas de azotes». Acurrucados en sus seminarios, ¿van a tener que esperar treinta años para crecer en los cuartos traseros?

Este dilema, que me han descrito a menudo los curas católicos, se ha recrudecido desde la liberación homosexual. Antes de los años setenta la Iglesia era un refugio para los que sufrían discriminación fuera; después se ha convertido en una cárcel para los que han entrado o se han quedado. Todos se sienten encerrados, encogidos, ahora que los gais del exterior se han liberado. El Poeta, de nuevo: «¡Oh Cristo! eterno ladrón de energías».

A diferencia de otros seminaristas más viejos, que me han hablado de flagelaciones, azotes o castigos corporales, Ydier, Axel o Lafcadio no pasaron por etapas tan extremas, pero también ellos tuvieron su ración de lágrimas. Maldijeron la vida y ese sufrimiento que se nutre de sí mismo, como consentido, masoquista. Les habría gustado tanto ser diferentes, a fin de cuentas, repitiendo el grito atroz de André Gide: «¡Yo no me parezco a los demás! ¡Yo no me parezco a los demás!».

Queda el onanismo. Según todos mis interlocutores, la obsesión de la Iglesia contra la masturbación alcanza hoy su apogeo en los seminarios, mientras que los curas, por experiencia, saben que no te deja ciego. El afán exagerado de control y coerción apenas surte efecto ya: lejos quedó el tiempo en que los seminaristas «que habían cedido a un onanismo de circunstancia» podían temer por su salud y estar «convencidos de que olían a chamusquina» (según las bellas expresiones del crítico literario Angelo Rinaldi).

La masturbación, que en los seminarios de antes era un tema tabú del que no se hablaba, es hoy un asunto importante, mencionado con frecuencia por los profesores. Esta vana obsesión no va dirigida únicamente a impedir la sexualidad sin fin procreador (el motivo oficial de la prohibición), sino, ante todo, a un control totalitario del individuo, privado de su familia y su cuerpo, una verdadera despersonalización al servicio del colectivo. Una idea fija, tan repetida hoy, tan maniática, que el onanismo se convierte en una especie de «armario dentro del armario», una forma de identidad homosexual cerrada con doble llave. Entonces los curas abusan de él, soñando con «dulces ardores» que son sueños de libertad.

—¡Que la masturbación se siga enseñando en los seminarios como un pecado es medieval! Y que se hable de ella y se condene más que la pedofilia retrata bien a la Iglesia católica —me hace ver Robert Mickens.



Otro día, cuando regreso del Vaticano, un joven me fulmina con la mirada cerca del metro Ottaviano. Con una gran cruz de madera sobre la camiseta, va acompañado de un cura viejo (como le llamará más tarde) y después de un momento complicado se las arregla para abordarme. Se llama Andrea y, sin cortarse, me pide mi número de teléfono. Bajo el brazo lleva AsSaggi biblici, un manual de teología editado por Franco Manzi, lo que le delata y despierta mi interés. Hablo con él.

Ese mismo día, al caer la tarde, tomamos un café en un bar de Roma y no tarda en confesarme que me ha dado un nombre falso y que es seminarista. Tendremos varias charlas y, como los otros futuros curas, Andrea me describe su mundo.

Contra todo pronóstico, Andrea, abiertamente homosexual conmigo, es un fiel de Benedicto XVI.

—Prefería a Benedetto. No me gusta Francesco. No me gusta este papa. Me encantaría volver a la Iglesia de antes del Vaticano II.

¿Cómo concilia su vida gay con su vida de seminarista? Andrea menea la cabeza, visiblemente atormentado y lamentando esa ambigüedad. Con ademán entre orgulloso y abatido, contesta con rodeos:

—Verás, yo no soy tan buen cristiano. Y eso que lo he intentado. Pero no lo consigo. La carne, ya sabes. Y me consuelo diciéndome que la mayoría de los seminaristas que conozco son como yo.

—¿Escogiste el seminario porque eras gay?

—Yo no lo veo así. El seminario, de entrada, era una solución provisional. Quería comprobar si mi homosexualidad era una cosa pasajera. Después, el seminario se convirtió en una solución de compromiso. Mis padres quieren creer que no soy homosexual y les gusta que esté en el seminario. Y a mí me permite vivir, en cierto modo, con arreglo a mis gustos. No es sencillo, pero es mejor así. Si tienes dudas sobre tu sexualidad, si no quieres que se sepa a tu alrededor que eres gay, si no quieres darle un disgusto a tu madre, ¡te metes en el seminario! Si me fijo en mis propios motivos, el que predomina es claramente la homosexualidad, aunque al principio no lo tenía del todo claro. No tuve una verdadera confirmación de mi homosexualidad hasta que estuve dentro del seminario. —Y añade, en plan sociólogo—: Creo que es una especie de regla: una gran mayoría de curas han descubierto que les atraían los chicos en ese mundo homoerótico y estrictamente masculino que son los seminarios. Cuando estás en tu instituto, en tu provincia italiana, tienes pocas probabilidades de encontrar homosexuales que te gusten. Siempre es muy arriesgado. Y entonces llegas a Roma, al seminario, y solo hay chicos y casi todo el mundo es homosexual, y joven, y guapo, y comprendes que tú también eres como ellos.

Durante nuestras charlas el joven seminarista me cuenta con detalle el ambiente del seminario. Me dice que utiliza con frecuencia dos aplicaciones, Grindr e ibreviary.com, la herramienta de encuentros gais y un breviario católico en cinco idiomas que se puede descargar gratis en el móvil. ¡Un perfecto resumen de su vida!

Con 20 años Andrea ya ha tenido muchos amantes, unos cincuenta:

—Los encuentro en Grindr o entre los seminaristas.

Echándose la culpa a sí mismo de esa doble vida y para paliar su decepción por no ser un santo, se ha inventado algunas pequeñas reglas para darse buena conciencia. Por ejemplo, me revela que cuando conoce a alguien a través de Grindr, la primera vez evita la relación sexual. ¡Siempre espera, por lo menos, a la tercera!

—Es mi método, yo diría que mi lado Ratzinger —me dice con ironía.

Yo insisto para que me explique por qué sigue queriendo ser sacerdote. El joven, con ademán seductor, titubea. No sabe qué decir. Se lo piensa y luego me suelta:

—Solo Dios lo sabe.



Según numerosos testimonios recogidos en las universidades pontificias romanas, la doble vida de los seminaristas ha evolucionado mucho estos últimos años gracias a Internet y los smartphones. La gran mayoría de los que salían de noche cerrada en busca de encuentros casuales o, en Roma, a clubes como el Diabolo 23, el K-Men’s Gay, el Bunker o el Vicious Club, hoy ligan tranquilamente desde su cuarto. Gracias a aplicaciones como un top model vía webcam, llegando a masturbarse delante de la cámara (con ese material se hizo el famoso documental Amores Santos de Dener Giovanini).

Todos estos escándalos y muchos otros menos conocidos, frente a los cuales la Iglesia se mostraba totalmente impotente, obligaron al Vaticano a tomar medidas. Según la propia confesión de los cardenales con quienes hablé, nadie creyó nunca en la eficacia de la circular, al menos por tres motivos. El primero es que privaba automáticamente a la Iglesia de vocaciones en un momento en que tenía una gran necesidad de ellas y gracias a la homosexualidad había podido nutrir sus filas durante décadas. Cabe pensar incluso que, en parte, la crisis de vocaciones en Europa tiene que ver con este fenómeno: la liberación gay ya casi no incita a los jóvenes a hacerse curas, sobre todo cuando se sienten cada vez más rechazados por una Iglesia grotescamente homófoba.

El segundo motivo es que obligaba a los seminaristas homosexuales que se habían quedado en la institución religiosa a esconderse aún más, a llevar una vida más closeted que antes. Los efectos psicológicos de esa represión y esa homofobia interiorizada en el seminario causaban, evidentemente, una gran confusión que podía desembocar en graves padecimientos existenciales, suicidios y perversiones futuras. La circular de Grocholewski, por tanto, no hizo más que agravar el problema en vez de ponerle coto.

El tercer motivo es legal: prohibir el ingreso en los seminarios a causa de la supuesta orientación sexual de ciertos candidatos al sacerdocio ya era discriminatoria. Y es ahora ilegal en numerosos países. (El papa Francisco renovó esta propuesta en diciembre de 2018, lo que le granjeó muchas críticas: «La homosexualidad dentro del sacerdocio —dijo— es un asunto serio que exige un descernimiento adecuado de los candidatos al sacerdocio y la vida religiosa… [la homosexualidad] es una realidad que no se puede negar. Es algo que me preocupa».

Ya conocemos a uno de los inspiradores de la circular Grocholewski. Era el sacerdote-psicoanalista Tony Anatrella, consultor de los pontificios consejos para la familia y la salud. Teórico cercano al cardenal Ratzinger y con cierta influencia en Roma, Anatrella afirmaba en 2005: «Es preciso quitarse de la cabeza la idea de que, en la medida en que un homosexual respeta su compromiso con la continencia y vive en la castidad, no dará problemas y por tanto podría ser ordenado sacerdote». Anatrella, por el contrario, insistía en que había que sacar de los seminarios no solo a los homosexuales practicantes, sino también a los que tenían «inclinaciones» y tendencias, aunque no pasaran al acto.

Según varias fuentes, monseñor Anatrella no solo inspiró sino que también participó en la redacción de la circular de Grocholewski, quien le consultó y llegó a reunirse con él. Según los que le rodeaban, Grocholewski se quedó impresionado con los argumentos del cura-psicoanalista que denunciaba los «fines narcisistas» de los curas gais y su obsesión por la «seducción». El papa Benedicto XVI, convencido más adelante por sus análisis sobre la castidad, le avaló e hizo de él un modelo y un intelectual católico de prestigio. (Como hemos visto, varios pacientes masculinos de monseñor Anatrella le acusaron de abusos sexuales y al final la Iglesia le sancionó y le prohibió la práctica sacerdotal.)



Ydier y Axel son dos seminaristas a los que he conocido en el centro cultural Mario Mieli (se han cambiado sus nombres).

—En mi seminario somos unos veinte. Siete son claramente gais. Unos seis más tienen, digamos, tendencias. Eso está bastante de acuerdo con el porcentaje habitual: entre el 60 y el 70 % de los seminaristas son gais. A veces pienso que sube al 75 % —me dice Axel.

El joven aspira a ingresar en la Rota, uno de los tres tribunales de la santa sede, razón principal de su paso por el seminario. Ydier, por su parte, quiere ser profesor. Lleva una cruz blanca sobre su camisa y tiene el pelo rubio chillón. Se lo comento.

Fake blonde! ¡Es de bote! Soy moreno —me dice.

El seminarista prosigue:

—El ambiente de mi seminario también es muy homosexual. Pero hay matices importantes. Hay estudiantes que viven realmente su homosexualidad, otros que no la viven, o todavía no; hay homosexuales realmente castos; también hay heteros que la practican a falta de mujeres, digamos que en sustitución. Y hay otros que solo la viven en secreto y fuera del seminario. Es un ambiente muy especial.

Ambos seminaristas hacen más o menos el mismo análisis: consideran que la regla del celibato y la perspectiva de vivir entre chicos incitan a los jóvenes aún indecisos sobre sus inclinaciones a ingresar en los centros católicos. Al verse por primera vez lejos de su pueblo, sin familia, en un ambiente estrictamente masculino y un mundo fuertemente homoerótico, empiezan a entender su singularidad. Con frecuencia, incluso los no tan jóvenes son todavía vírgenes cuando entran en el seminario; en contacto con los otros muchachos sus tendencias se revelan o concretan. Los seminarios son entonces escenarios del coming out y de la iniciación de los futuros curas. Un verdadero rito de paso.

La historia del seminarista estadounidense Robert Mickens resume un camino que han seguido muchos otros:

—¿Cuál era la solución cuando descubrías que tenías una «sensibilidad» diferente en una ciudad de Estados Unidos como Toledo, Ohio, de donde yo vengo? ¿Qué opciones había? Para mí entrar en el seminario fue una forma de lidiar con mi homosexualidad. Estaba en conflicto conmigo mismo. No quise afrontar eso en Estados Unidos. Me fui a Roma en 1986 y estudié en el Pontifical North American College. Durante el tercer año de seminario, cuando tenía 25 años, me enamoré de un chico.

(Mickens no llegó a ordenarse sacerdote. Se hizo periodista de Radio Vaticano, donde trabajó once años, y luego de The Tablet, y hoy es jefe de redacción de la edición internacional de La Croix. Vive en Roma, donde hablé con él varias veces.)

Otro seminarista, un portugués con quien hablé en Lisboa, me cuenta una historia muy parecida a la de Mickens. Él sí que tuvo valor para hacer su coming out delante de sus padres. Entonces su madre le dijo: «Por lo menos tendremos un cura en la familia». (Entró en el seminario.)

Otro ejemplo: el de Lafcadio, un cura latinoamericano, treintañero, que hoy da clases en un seminario romano (se ha cambiado su nombre). Le conozco en el restaurante Propaganda después de que se ligara a uno de mis traductores. Como ya no podía disimular su homosexualidad optó por hablarme francamente y volvimos a vernos para cenar cinco veces a lo largo de esta investigación.

Lo mismo que Ydier, Axel y Robert, Lafcadio me cuenta su historia: una adolescencia difícil en la América Latina profunda, pero sin que sospechara de su sexualidad. Quisoentrar en el seminario «por vocación sincera», me dice, aunque la ociosidad afectiva y el tedio sin nombre, cuya causa ignoraba, pudieron tener algo que ver. Poco a poco logró poner un calificativo a ese malestar: homosexualidad. Y luego, de repente, un suceso inesperado: un día, en un autobús, un chico le pone la mano en el muslo. Me cuenta:

—Me quedé paralizado. No sabía qué hacer. Cuando el autobús se detuvo, hui. Pero por la noche ese gesto sin gravedad me obsesionó. No podía dejar de pensar en ello y en lo bueno que era. Y tuve ganas de que se repitiera.

Poco a poco descubre y acepta su homosexualidad y se va a Italia, pues según me dice los seminarios romanos eran «tradicionalmente» los lugares «adonde se envía a los chicos sensibles de Latinoamérica». En la capital empieza a llevar una doble vida bien compartimentada, sin permitirse nunca dormir fuera del seminario donde se aloja y donde ha adquirido importantes responsabilidades.

Conmigo es openly gay y me habla de sus obsesiones y sus deseos sexuales intensos. «A menudo estoy hot», me dice. ¡Cuántas noches pasadas en camas azarosas, y siempre esa obligación de volver al seminario, antes del toque de queda, incluso cuando aún quedan tantas cosas por hacer!

Al asumir su homosexualidad, Lafcadio también empezó a ver a la Iglesia con otros ojos.

—Desde entonces descifro mejor los códigos. En el Vaticano muchos monsignori, arzobispos y cardenales me tiran los tejos. Antes no era consciente de lo que querían, ahora ya lo sé. (Lafcadio ha sido uno de mis mejores informadores porque, al ser joven y bien parecido y al estar bien introducido en la curia romana, muchos cardenales, obispos e incluso una liturgy queen próxima al papa han intentado ligar con él.)

Como muchos de los seminaristas con los que hablo, Lafcadio me describe otro fenómeno tan extendido en la Iglesia que hasta tiene un nombre: «sollicitatio ad turpia» («las solicitaciones en confesión»). Cuando confiesan su homosexualidad a su sacerdote o a su director espiritual, los seminaristas se exponen.

—Algunos de los curas a los que confesé mis dudas o mis deseos sexuales me hicieron proposiciones —afirma.

Muchas veces las proposiciones no van más allá; otras son correspondidas y desembocan en una relación; a veces se forman parejas. Pero otras veces —pese a que la confesión es un sacramento— se saldan con tocamientos, acosos, chantajes o agresiones sexuales. Cuando un seminarista confiesa que tiene inclinaciones o tendencias, corre un riesgo. En algunos casos el superior del joven le denuncia, como le ocurrió al excura Francesco Lepore en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz:

—Durante una confesión le hablé de mis conflictos interiores a uno de los capellanes del Opus Dei. Yo era sincero y un poco ingenuo. Lo que no sabía era que él iba a traicionarme y a contarlo por ahí.

Otros seminaristas cayeron en una trampa y sus confesiones se usaron para expulsarles del seminario, algo ilegal según el derecho canónico, porque el secreto de confesión es absoluto y traicionarlo implica excomunión.

—También en estos casos la Iglesia tiene dos varas de medir. Permite que se denuncie a los que han revelado su homosexualidad en confesión, pero cuando un sacerdote tieneconocimiento de abusos sexuales en confesión, le prohíbe que viole ese secreto —se queja un seminarista.

Según varios testimonios, durante los primeros meses de seminario, en el año de «discernimiento», llamado de «propedéutica», el cortejo en confesión es más frecuente; en el diaconato no tanto. En el clero regular, varios dominicos, franciscanos y benedictinos me han confirmado que cuando eran novicios sufrieron ese «rito de paso». Las proposiciones, consentidas o no, pueden valerse de una disculpa bíblica: en el Libro de Job el culpable es el que cede a la tentación, no el que tienta. Total, que en un seminario el culpable siempre es el seminarista, no su superior agresor; volvemos a encontrarnos con la inversión de los valores del Bien y el Mal que la Iglesia comete constantemente.



Para empezar a entender el sistema católico cuya antecámara son los seminarios es preciso descifrar otro código de Sodoma: el de las amistades, las protecciones y los protectores. La mayoría de los cardenales y obispos que entrevisté me hablaron de sus «asistentes» o «adjuntos», es decir, sus protegidos. Achille Silvestrini era el protegido del cardenal Agostino Casaroli; el laico Dino Boffo, de Stanislaw Dziwisz; Paolo Romeo y Giovanni Lajolo, del cardenal Angelo Sodano; Gianpaolo Rizzotti, del cardenal Re; Don Lech Piechota, del cardenal Tarcisio Bertone; Don Ermes Viale, del cardenal Fernando Filoni; Monseñor Graham Bell, del arzobispo Rino Fisichella; el arzobispo Jean-Louis Bruguès, del cardenal Jean-Louis Tauran; como también lo fueron los futuros cardenales Dominique Manberti y Piero Parolin; el nuncio Ettore Balestrero, del cardenal Mauro Piacenza; monseñor Fabrice Rivet, del cardenal Giovanni Angelo Becciu, etcétera. Podrían citarse cientos de ejemplos de este tipo que escenifican «el ángel de la guarda» y el «favorito» —a veces el «ángel malo»—. Estas «amistades especiales» pudieron evolucionar en relación homosexual, pero por lo general no lo hicieron; constituyen un sistema de alianzas jerárquicas muy compartimentadas, que puede desembocar en clanes, facciones, a veces camarillas. Y como en todo cuerpo vivo, hay inversiones, idas y vueltas, cambios de alianzas. A veces estos binomios en los que «dos se aburren juntos» acaban siendo verdaderas asociaciones de malhechores y la explicación de escándalos económicos o asuntos Vatileaks.

Este modelo del «protector» y su «protegido», que recuerda al de ciertas tribus aborígenes estudiadas por Claude Lévi-Strauss, existe en todos los niveles de la Iglesia, desde los seminarios hasta el colegio cardenalicio, y generalmente hace que los nombramientos sean incomprensibles y las jerarquías, opacas para el profano que no está en el secreto. ¡Habría que ser etnólogo para desentrañar toda su complejidad!

Un fraile benedictino que fue uno de los responsables de la universidad romana de San Anselmo me explica la regla implícita:

—En general, en una casa religiosa puedes hacer lo que te dé la gana siempre que no te descubran. E incluso cuando te pillan, los superiores hacen la vista gorda, sobre todo si das a entender que estás dispuesto a corregirte. En una universidad pontificia como San Anselmo hay que tener en cuenta que el profesorado también es mayoritariamente homosexual.

En Un corazón bajo una sotana, Rimbaud, visionario desde la atalaya de sus quince años, ya describía las «intimidades de los seminaristas», sus deseos sexuales que se revelaban una vez «revestida la vestidura sagrada», sus sexos que laten bajo su «capote de seminarista», la «imprudencia» de una «confidencia» traicionada y, tal vez ya, los abusos del padre superior cuyos «ojos emerg[en] de su grasa». El Poeta resumirá más tarde el problema a su manera: «Yo era muy joven y Cristo mancilló mis resuellos».

«El confesionario no es la sala de tortura», ha dicho el papa Francisco. El santo padre habría podido añadir: «Tampoco puede ser un lugar de abusos sexuales».



La mayoría de los seminaristas me hicieron comprender una cosa que no había descubierto y resumió muy bien un joven alemán a quien conocí casualmente en las calles de Roma:

—Yo no lo veo como una doble vida. Una doble vida sería algo secreto y oculto. Pero en el seminario conocen mi homosexualidad. No es ruidosa, no es militante, pero se sabe. En cambio lo que está realmente prohibido es militar, reafirmarse. Pero mientras uno sea discreto no pasa nada.

La regla del «Don’t Ask, Don’t Tell» funciona a tope, como en toda la Iglesia. En los seminarios la práctica homosexual se tolera más cuanto menos se exhiba. Pero ¡ay de quien traiga el escándalo!

—Lo único que está realmente prohibido es ser heterosexual. Tener una chica, traerte una chica, supone la expulsión inmediata. La castidad y el celibato se entienden sobre todo con las mujeres —añade, con una amplia sonrisa, el seminarista alemán.

Un exseminarista que vive en Zúrich me explica su punto de vista:

—En el fondo, la Iglesia siempre ha preferido curas gais a curas heterosexuales. Con sus circulares antigáis pretende cambiar un poco las cosas, pero ¡una realidad no se cambia a golpe de circular! Mientras se mantenga el celibato de los curas, un cura homo será siempre mejor acogido en el seno de la Iglesia que un cura hetero. Es una realidad, y la Iglesia no puede hacer nada al respecto.

Los seminaristas con quienes hablé están de acuerdo en otra cosa: un heterosexual no puede sentirse completamente cómodo en un seminario católico debido a —cito sus expresiones— «las miradas», las «amistades especiales», los «bromances», las «cosas de chicos», la «sensibilidad», la «fluidez», la «ternura» y la «atmósfera homoerótica» que se respira. ¡Hay que tener mucho temple para permanecer célibe!

—Todo es homoerótico. La liturgia es homoerótica, los ropajes son homoeróticos, los chicos son homoeróticos, sin olvidar a Miguel Ángel —me hace ver el exseminarista Robert Mickens.

Y otro seminarista dominico añade, con un razonamiento que he oído varias veces:

—Jesús no habla nunca de la homosexualidad. Si es algo tan terrible, ¿por qué Jesús no habla de ella? —Y después de un titubeo añade—: Estar en un seminario es algo así como estar en Blade Runner: nadie sabe quién es humano y quién es «replicante». Es una ambigüedad que los heteros suelen llevar muy mal. —De pronto, como si reflexionara sobre su propia suerte, dice—: ¡No olvidemos que muchos renuncian!

El periodista Pasquale Quaranta es uno de ellos. Él también me cuenta su etapa de seminarista que, por así decirlo, fue una historia familiar. Quaranta, hoy redactor de La Repubblica, fue una de las tres personas (junto con el editor Carlo Feltrinelli y un joven escritor italiano, Horatio) que me convencieron para que me lanzase a este proyecto, Sodoma. Durante muchas cenas y veladas, en Roma pero también en escapadas a Perugia o a Ostia, siguiendo las huellas de Pasolini, me contó su itinerario.

Hijo de un padre franciscano que colgó los hábitos para casarse con su madre, Pasquale eligió inicialmente la vía del sacerdocio. Estuvo diez años con los estigmatinos, una congregación clerical dedicada a la enseñanza y la catequesis.

—Tengo que reconocer que tuve una buena educación. Agradezco a mis padres que me mandaran al seminario. ¡Me inculcaron la pasión por la Divina Comedia!

¿Fue la homosexualidad uno de los motores secretos de esa vocación? Pasquale no lo cree; ingresó en el seminario menor siendo demasiado joven para que eso pudiera tener alguna influencia. Pero quizá fuera el motivo de que perdiera la vocación.

Cuando uno descubre su homosexualidad y habla de ello con su padre, la relación de complicidad, muy fuerte, que existe entre ambos se degrada instantáneamente.

—Mi padre dejó de hablarme. Dejamos de vernos. Se quedó traumatizado. Al principio pensó que el problema era yo, luego que el problema era él. Poco a poco, tras un largo recorrido de diálogo que duró varios años, nos reconciliamos. Mientras tanto yo había renunciado al sacerdocio y, en su lecho de muerte, él corrigió las pruebas de un libro que me disponía a publicar sobre la homosexualidad, escrito con un cura, que me ha permitido asumirme mejor.



Los seminaristas gais que aún no han renunciado ¿son felices y alegres? Cuando les hago esta pregunta sus expresiones se apagan, sus sonrisas se borran, la duda se instala. Salvo el suramericano Lafcadio, quien me dice que «le gusta su vida», los otros me hablan del malestar de estar siempre «en zona gris», un poco escondidos, un poco silenciosos, y de los riesgos que asumen para su futura carrera eclesiástica.

Para muchos el seminario ha sido la ocasión de «salir del armario», pero también la conciencia de estar en un callejón sin salida. La mayoría se pelean con su homosexualidad, que en estas circunstancias se vuelve opresiva. Como escribe el Poeta: «cargado con mi vicio, el vicio que ha hundido sus raíces de sufrimiento en mi flanco desde que tengo uso de razón, que sube al cielo, me golpea, me derriba, me arrastra».

Todos tienen miedo de emprender una vida equivocada, de volverse fósiles en un mundo que se les parece demasiado. En el seminario la vida se nubla. Descubren cómo será su existencia de curas en la mentira y las quimeras, una vida áspera de jansenista solitario, insincero, una vida temblorosa como la llama de una vela. Hasta donde alcanza la vista: el sufrimiento, el silencio, las bellezas «cautivas», las ternuras reprimidas apenas imaginadas, los «falsos sentimientos» y, sobre todo, los «desiertos del amor». Hasta donde alcanza la vista: el tiempo que pasa, la juventud que se marchita, casi viejo, ya. Por doquier «paraísos de tristeza», como también dice el Poeta.

La obsesión de los seminaristas es haber agotado su «capital nocturno» antes incluso de haberlo estrenado. En la comunidad gay se suele hablar de gay death, la fecha de «caducidad» para un homosexual, fijada en 30 años, edad que marcaría el fin del ligue fácil. ¡Más vale echarse novio antes de que llegue lo inevitable! Pero como no pueden dar rienda suelta a su pasión, suele ser a esas edades, cuando su «valor de mercado sexual» declina, cuando muchos curas empiezan a salir. Eso explica la obsesión de los seminaristas por recuperar el tiempo perdido, las chem-sex parties y las «quedadas de azotes». Acurrucados en sus seminarios, ¿van a tener que esperar treinta años para crecer en los cuartos traseros?

Este dilema, que me han descrito a menudo los curas católicos, se ha recrudecido desde la liberación homosexual. Antes de los años setenta la Iglesia era un refugio para los que sufrían discriminación fuera; después se ha convertido en una cárcel para los que han entrado o se han quedado. Todos se sienten encerrados, encogidos, ahora que los gais del exterior se han liberado. El Poeta, de nuevo: «¡Oh Cristo! eterno ladrón de energías».

A diferencia de otros seminaristas más viejos, que me han hablado de flagelaciones, azotes o castigos corporales, Ydier, Axel o Lafcadio no pasaron por etapas tan extremas, pero también ellos tuvieron su ración de lágrimas. Maldijeron la vida y ese sufrimiento que se nutre de sí mismo, como consentido, masoquista. Les habría gustado tanto ser diferentes, a fin de cuentas, repitiendo el grito atroz de André Gide: «¡Yo no me parezco a los demás! ¡Yo no me parezco a los demás!».

Queda el onanismo. Según todos mis interlocutores, la obsesión de la Iglesia contra la masturbación alcanza hoy su apogeo en los seminarios, mientras que los curas, por experiencia, saben que no te deja ciego. El afán exagerado de control y coerción apenas surte efecto ya: lejos quedó el tiempo en que los seminaristas «que habían cedido a un onanismo de circunstancia» podían temer por su salud y estar «convencidos de que olían a chamusquina» (según las bellas expresiones del crítico literario Angelo Rinaldi).

La masturbación, que en los seminarios de antes era un tema tabú del que no se hablaba, es hoy un asunto importante, mencionado con frecuencia por los profesores. Esta vana obsesión no va dirigida únicamente a impedir la sexualidad sin fin procreador (el motivo oficial de la prohibición), sino, ante todo, a un control totalitario del individuo, privado de su familia y su cuerpo, una verdadera despersonalización al servicio del colectivo. Una idea fija, tan repetida hoy, tan maniática, que el onanismo se convierte en una especie de «armario dentro del armario», una forma de identidad homosexual cerrada con doble llave. Entonces los curas abusan de él, soñando con «dulces ardores» que son sueños de libertad.

—¡Que la masturbación se siga enseñando en los seminarios como un pecado es medieval! Y que se hable de ella y se condene más que la pedofilia retrata bien a la Iglesia católica —me hace ver Robert Mickens.



Otro día, cuando regreso del Vaticano, un joven me fulmina con la mirada cerca del metro Ottaviano. Con una gran cruz de madera sobre la camiseta, va acompañado de un cura viejo (como le llamará más tarde) y después de un momento complicado se las arregla para abordarme. Se llama Andrea y, sin cortarse, me pide mi número de teléfono. Bajo el brazo lleva AsSaggi biblici, un manual de teología editado por Franco Manzi, lo que le delata y despierta mi interés. Hablo con él.

Ese mismo día, al caer la tarde, tomamos un café en un bar de Roma y no tarda en confesarme que me ha dado un nombre falso y que es seminarista. Tendremos varias charlas y, como los otros futuros curas, Andrea me describe su mundo.

Contra todo pronóstico, Andrea, abiertamente homosexual conmigo, es un fiel de Benedicto XVI.

—Prefería a Benedetto. No me gusta Francesco. No me gusta este papa. Me encantaría volver a la Iglesia de antes del Vaticano II.

¿Cómo concilia su vida gay con su vida de seminarista? Andrea menea la cabeza, visiblemente atormentado y lamentando esa ambigüedad. Con ademán entre orgulloso y abatido, contesta con rodeos:

—Verás, yo no soy tan buen cristiano. Y eso que lo he intentado. Pero no lo consigo. La carne, ya sabes. Y me consuelo diciéndome que la mayoría de los seminaristas que conozco son como yo.

—¿Escogiste el seminario porque eras gay?

—Yo no lo veo así. El seminario, de entrada, era una solución provisional. Quería comprobar si mi homosexualidad era una cosa pasajera. Después, el seminario se convirtió en una solución de compromiso. Mis padres quieren creer que no soy homosexual y les gusta que esté en el seminario. Y a mí me permite vivir, en cierto modo, con arreglo a mis gustos. No es sencillo, pero es mejor así. Si tienes dudas sobre tu sexualidad, si no quieres que se sepa a tu alrededor que eres gay, si no quieres darle un disgusto a tu madre, ¡te metes en el seminario! Si me fijo en mis propios motivos, el que predomina es claramente la homosexualidad, aunque al principio no lo tenía del todo claro. No tuve una verdadera confirmación de mi homosexualidad hasta que estuve dentro del seminario. —Y añade, en plan sociólogo—: Creo que es una especie de regla: una gran mayoría de curas han descubierto que les atraían los chicos en ese mundo homoerótico y estrictamente masculino que son los seminarios. Cuando estás en tu instituto, en tu provincia italiana, tienes pocas probabilidades de encontrar homosexuales que te gusten. Siempre es muy arriesgado. Y entonces llegas a Roma, al seminario, y solo hay chicos y casi todo el mundo es homosexual, y joven, y guapo, y comprendes que tú también eres como ellos.

Durante nuestras charlas el joven seminarista me cuenta con detalle el ambiente del seminario. Me dice que utiliza con frecuencia dos aplicaciones, Grindr e ibreviary.com, la herramienta de encuentros gais y un breviario católico en cinco idiomas que se puede descargar gratis en el móvil. ¡Un perfecto resumen de su vida!

Con 20 años Andrea ya ha tenido muchos amantes, unos cincuenta:

—Los encuentro en Grindr o entre los seminaristas.

Echándose la culpa a sí mismo de esa doble vida y para paliar su decepción por no ser un santo, se ha inventado algunas pequeñas reglas para darse buena conciencia. Por ejemplo, me revela que cuando conoce a alguien a través de Grindr, la primera vez evita la relación sexual. ¡Siempre espera, por lo menos, a la tercera!

—Es mi método, yo diría que mi lado Ratzinger —me dice con ironía.

Yo insisto para que me explique por qué sigue queriendo ser sacerdote. El joven, con ademán seductor, titubea. No sabe qué decir. Se lo piensa y luego me suelta:

—Solo Dios lo sabe.



Según numerosos testimonios recogidos en las universidades pontificias romanas, la doble vida de los seminaristas ha evolucionado mucho estos últimos años gracias a Internet y los smartphones. La gran mayoría de los que salían de noche cerrada en busca de encuentros casuales o, en Roma, a clubes como el Diabolo 23, el K-Men’s Gay, el Bunker o el Vicious Club, hoy ligan tranquilamente desde su cuarto. Gracias a aplicaciones comoGrindr, Tinder y Hornet, y a páginas de encuentros como GayRomeo (convertido en PlanetRomeo), Scruff (para los más mayorcitos y los bears), Daddyhunt (para los amantes de los daddies) o Recon (para los fetichistas y las sexualidades «extremas»), ya no necesitan desplazarse ni correr demasiados riesgos.

En Roma, con la ayuda de mis investigadores, también descubrí la homosexualidad de varios seminaristas, curas gais y obispos de la curia gracias a la magia de Internet. Muchas veces, cuando nos veíamos en el Vaticano, por cortesía o connivencia nos dieron su dirección electrónica o su número de móvil. Luego, cuando metíamos inocentemente estas informaciones en la libreta de direcciones de Gmail o de nuestros smartphones, aparecían automáticamente varias cuentas y nombres asociados en WhatsApp, Google+, LinkedIn o Facebook. Con frecuencia seudónimos. A través de esos nombres fingidos, la doble vida de esos seminaristas, curas y obispos de curia —todos ellos muy discretos pero no lo bastante geeky— asomaba en las páginas de encuentros, ¡como por obra y gracia del espíritu santo! (Pienso en diez casos concretos y sobre todo en varios monsignori con quienes ya nos hemos encontrado en este libro.)

Hoy son muchos los que se pasan noches enteras en Gay Romeo, Tinder, Scruff o el sitio Venerabilis, pero ante todo en Grindr. A mí nunca me gustó esa aplicación deshumanizada y repetitiva, pero comprendo su lógica: geolocalizada en tiempo real, te indica todos los gais disponibles en los alrededores. ¡Es diabólico!

Según varios curas, Grindr se ha convertido en un fenómeno de gran amplitud en los seminarios y las reuniones sacerdotales. El uso de la aplicación se ha vuelto tan masivo en la Iglesia que incluso han estallado varios escándalos (por ejemplo, en un seminario irlandés). A menudo los curas, sin querer, se descubren unos a otros al comprobar que a pocos metros hay otro religioso gay. Por mi parte, he comprobado con mi equipo que Grindr funciona todas las noches dentro del Vaticano.

En efecto, nos ha bastado colocar dos smartphones a ambos lados del pequeño Estado católico para identificar, con un margen de error pequeñísimo, la localización de los gais. Cuando hemos hecho el experimento, en dos ocasiones, no había muchos conectados desde el Vaticano, pero según varios contactos internos los diálogos vaticanescos en Grindr a veces son muy intensos.

El sitio Venerabilis merece un relato aparte. Creado en 2007, era una plataforma en la Red totalmente dedicada a los sacerdotes «homosensibles», que ponían anuncios y podían chatear. Lugar de intercambio y de apoyo, desembocó en la creación de grupos de discusión en la vida real. Hubo un tiempo en que estos grupos se reunían en el café de la famosa librería Feltrinelli del Largo Torre Argentina, con franjas horarias distintas según las universidades pontificias. Uno de los administradores de la web, monseñor Tommaso Stenico, próximo a Tarcisio Bertone, era conocido por ser homófobo dentro de la curia y practicante fuera del Vaticano (fue removido de su cargo después de haber salido del armario en un programa de televisión italiano). Pero, siguiendo una evolución muy natural, la web ha evolucionado hacia el ligue eclesiástico, y ahora, tras una denuncia de la prensa católica conservadora, está inactiva. Hemos encontrado su rastro en los archivos de la página y la deep web, pero ya no es accesible ni está indexada por los motores de búsqueda.

En Facebook, otra herramienta de ligue muy utilizada debido a su carácter mixto, es fácil encontrar a los curas o seminaristas gais. Como a varios prelados a los que investigábamos en Roma, pues la mayoría de ellos conocen mal las reglas de confidencialidad de la red social y dejan visible su lista de amigos. De hecho, basta con mirar esa cuenta desde la de un gay romano bien introducido en la comunidad homosexual de la ciudad para determinar casi con toda seguridad, a partir de los «amigos comunes», si el sacerdote es gay o no. Sin que una timeline condicione el menor mensaje gay, el funcionamiento de Facebook delata casi automáticamente a los gais.

En Twitter, Instagram, Google+ o LinkedIn, cruzándolos con Facebook, se puede hacer el mismo tipo de búsqueda y siempre legalmente. Gracias a herramientas profesionales como Brandwath, KB Crawl o Maltego se pueden analizar juntos las infos «sociales» de un sacerdote, sus amigos, los contenidos que le han gustado, ha compartido o ha enviado e incluso ver sus distintas cuentas vinculadas (a veces con distintas identidades). He tenido ocasión de utilizar este tipo de programas, muy eficaces, que permiten crear arborescencias generales y gráficos de todas las interacciones de una persona en las redes sociales a partir de las informaciones públicas que deja en Internet. El resultado es impresionante, porque aparece el perfil completo de la persona a partir de los miles de datos que ha comunicado ella misma en las redes sin acordarse siquiera. La mayoría de las veces, si esa persona es homosexual, la información aparece con un margen de incertidumbre pequeño. Si alguien quiere zafarse de herramientas como estas tiene que haber compartimentado de tal modo su vida, utilizando redes separadas y sin haber compartido nunca con sus amigos ninguna información personal, que resulta casi imposible.

Los smartphones e Internet, por tanto, están cambiando la vida de los seminaristas y los curas para bien y para mal. A lo largo de esta investigación yo mismo he usado bastante estos nuevos recursos de Internet para alquilar apartamentos en Airbnb, orientarme con Waze y circular con Uber; me he puesto en contacto con sacerdotes en LinkedIn o Facebook, he conservado importantes documentos o grabaciones en Pocket, Wunderlist o Voice Record, y me he comunicado en secreto con muchas fuentes mediante Skype, Signal, WhatsApp o Telegram. Hoy en día el escritor es un verdadero digital writer.



En este libro no trato de reducir la vida de seminaristas y curas a la homosexualidad, la orgía, la masturbación o la pornografía en línea. También hay, por supuesto, algunos religiosos a los que podríamos llamar «ascetas» que no se interesan por el sexo y experimentan pacíficamente su castidad. Pero según todos los testimonios, los curas que son fieles a su voto de castidad son una minoría.

En definitiva, las revelaciones sobre la homosexualidad de los sacerdotes y las dobles vidas del Vaticano no han hecho más que empezar. Con la proliferación de los smartphones que permiten filmarlo y grabarlo todo, con las redes sociales donde todo se sabe, los secretos del Vaticano serán cada vez más difíciles de guardar. La palabra se libera. En todo el mundo hay periodistas audaces investigando sobre la hipocresía generalizada del clero, y los testigos hablan. A mis preguntas sobre estos asuntos, algunos cardenales contestan que «no son esenciales», que «se han ventilado demasiado» y que «las polémicas sexuales ya han quedado atrás». Les gustaría que se pasara la página.

Yo pienso justamente lo contrario. Creo que apenas se han rozado, y que todo lo que cuento en este libro no es más que la primera página de una larga historia por escribir.

Creo, incluso, que me quedo corto. La revelación, el descubrimiento y el relato del mundo secreto y todavía casi inexplorado de Sodoma no ha hecho más que empezar.

CUARTA PARTE
     BENEDICTO

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