Era un hombre gigantesco, imponente, un exboxeador y soldado británico convertido en dictador. Idi Amin Dada llegó al poder en 1971 con un golpe militar que derrocó al presidente Milton Obote. Muchos ugandeses lo recibieron al principio como un héroe. En poco tiempo, descubrirían que habían abierto la puerta a una pesadilla.
Su régimen se convirtió en un reinado de terror. Más de 300.000 ugandeses fueron asesinados, víctimas de purgas, venganzas y caprichos. Nadie estaba a salvo: opositores, periodistas, líderes religiosos, incluso miembros de su propio círculo cercano. La Oficina de Investigación del Estado, su temida policía secreta, convirtió la tortura y las ejecuciones en rutina.
En 1972, Amin tomó una de sus decisiones más fatales: expulsó a la comunidad asiática del país, unas 60.000 personas que eran el motor económico de Uganda. En cuestión de meses, los comercios quebraron, las fábricas se detuvieron y la economía colapsó.
Amin se autoproclamaba “Conquistador del Imperio Británico en África” y alardeaba de títulos extravagantes, pero su gobierno era un pozo de violencia y corrupción. En 1978, su ambición lo llevó a invadir Tanzania. Fue un error: las tropas tanzanas contraatacaron, tomaron Kampala y lo expulsaron del poder en 1979.
El “Carnicero de Uganda” huyó primero a Libia y después a Arabia Saudita, donde vivió tranquilamente hasta su muerte en 2003, protegido por la sombra del olvido.
Su figura es hoy un recordatorio brutal: cuando el poder carece de límites, se convierte en un arma que devora primero a un país y después a su propio portador.
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