Oscar Palacios
Recuerden la historia del corredor keniano Abel Mutai. Estaba a solo unos pasos de la meta cuando, por una confusión con los letreros, pensó que ya había terminado la carrera y se detuvo. Detrás de él venía el español Iván Fernández. Al ver lo que pasaba, empezó a gritarle para que siguiera corriendo. Pero Mutai no entendía español y se quedó parado, confundido. Entonces Iván lo empujó suavemente hacia adelante, regalándole así la victoria que él mismo había ganado con esfuerzo.
Después de la competencia, los periodistas le preguntaron a Iván:
—¿Por qué hiciste eso?
Él respondió:
—Sueño con un mundo donde las personas se apoyen unas a otras y se ayuden a alcanzar sus metas.
El periodista insistió:
—¡Pero pudiste ganar tú!
Iván contestó con calma:
—No, era su carrera. Él merecía cruzar la meta primero.
—¿Y la medalla? ¿Y la fama? —siguió el reportero.
Iván sonrió y dijo:
—¿Y mi honor? ¿Qué diría mi madre de una victoria así?
Aquel gesto se volvió un recordatorio poderoso: la verdadera victoria no consiste en llegar primero a cualquier precio, sino en no perder la humanidad por el camino.
Deberíamos pensar qué valores les estamos enseñando a nuestros hijos. Si los educamos para engañar con tal de ganar, eso es lo que aprenderán. Pero si les enseñamos a tender la mano, a ayudar y a ser justos, entonces los estaremos formando con lo más importante: honestidad, empatía y dignidad.
Porque la verdadera fuerza no está en los músculos ni en las medallas, sino en el corazón.
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