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EXTRAÑA PAREJA
Después de librar la batalla contra el uso del preservativo en África, los
cardenales y nuncios de Juan Pablo II se volcaron en impedir las uniones
civiles. Es su nueva cruzada. Abrimos ahora una de las páginas más
sorprendentes de este libro: la de un ejército de homófilos y homosexuales que
va a la guerra contra el matrimonio gay.
Fue en los Países Bajos donde se entabló el debate, con la sorprendente
apertura, el 1 de abril de 2001, al matrimonio de las parejas del mismo sexo.
En Ámsterdam la comunidad gay celebró el acontecimiento, asombrada de su propia
audacia. La resonancia fue internacional. El nuevo artículo de la ley estaba
redactado así, más sencillo no podía ser: «Un matrimonio puede ser contraído
por dos personas de sexo distinto o del mismo sexo».
Algunos analistas de la santa sede ya habían percibido los signos
precursores y hubo nuncios, como François Bacqué, entonces destinado en el
país, que habían prodigado los telegramas diplomáticos alertando a Roma. Con
todo, la espectacular decisión holandesa se recibió en el Vaticano como una
segunda caída bíblica.
Por entonces el papa Juan Pablo II estaba fuera de juego debido a su estado
de salud, pero el secretario de Estado se movió por dos. Angelo Sodano quedó
literalmente confused y puzzled («confuso» y «perplejo»), al
decir de un testigo, y compartió esta confusión y esta furia en términos muy
explícitos con su equipo, aunque sin perder su inquebrantable placidez. Además
de considerar inadmisible este precedente en Europa occidental, temía, como
toda la curia, que la decisión holandesa abriera una brecha por la que podrían
colarse otros países.
Sodano encomendó este asunto al «ministro de Asuntos Exteriores» del
Vaticano, el francés Jean-Louis Tauran, con la ayuda del nuncio Bacqué, que
había sido su adjunto en Chile. Poco después nombró en Ginebra a un obispo
consagrado por él, Silvano Tomasi, para que siguiera el debate a escala
multilateral. Más tarde el «ministro de Asuntos Exteriores» de Benedicto XVI,
Dominique Mamberti, también se hizo cargo del asunto. (Para el relato que sigue
me baso en mis entrevistas con estos cuatro actores fundamentales, Tauran,
Bacqué, Tomasi y Mamberti, y en otras diez fuentes diplomáticas vaticanas.
También conseguí copias de decenas de telegramas confidenciales enviados por
los diplomáticos en la ONU que describen la postura del Vaticano. Por último,
interrogué a varios embajadores extranjeros, al ministro francés de Asuntos
Exteriores, Bernard Kouchner, al director de ONUSIDA, Michel Sidibé, y al
embajador Jean-Maurice Ripert, que dirigió el core group («grupo
central») en la ONU neoyorquina.)
Entre 2001, el shock holandés, y 2015, fecha en que el Tribunal
Supremo estadounidense autorizó el same-sex marriage («matrimonio entre
personas del mismo sexo») confirmando una derrota duradera de la santa sede, se
libró una batalla sin precedentes en innumerables nunciaturas apostólicas y
episcopados. Con Pablo VI la santa sede solo tenía 73 embajadas, pero su número
ascendió a 178 al final del pontificado de Juan Pablo II (hoy son 183). En
todas partes la movilización contra las uniones civiles y el matrimonio gay
pasó a ser una prioridad, tanto más estrepitosa cuanto más sigilosa era la
doble vida de los prelados movilizados.
En los Países Bajos François Bacqué recibió instrucciones de movilizar a
los obispos y las asociaciones católicas e incitarles a echarse a la calle para
lograr que el gobierno retrocediera. Pero el nuncio enseguida se dio cuenta de
que la mayoría del episcopado holandés, salvo los cardenales dependientes de
Roma (como «Wim» Eijik, muy antigay), era moderado, cuando no liberal. La base
de la Iglesia era progresista y llevaba mucho tiempo reclamando el fin del
celibato de los sacerdotes, la comunión para las parejas divorciadas e incluso
el reconocimiento de las parejas homosexuales. La batalla holandesa estaba
perdida de antemano.
En el Consejo de Derechos Humanos de Ginebra la resistencia contra la «ola
rosa» parecía más prometedora. No había ninguna posibilidad de que se debatiera
el matrimonio gay, dada la oposición radical de los países musulmanes y varios
países asiáticos. No obstante, Sodano puso en guardia al nuncio Tomasi, recién
llegado de Suiza: era menester oponerse con uñas y dientes a la despenalización
de la homosexualidad, que también allí sería un mal ejemplo y, con un efecto
dominó, despejaría el camino al reconocimiento de las parejas.
En las Naciones Unidas ya se habían hecho propuestas de despenalizar la
homosexualidad. En 2003 Brasil, Nueva Zelanda y Noruega plantearon algunas
iniciativas modestas al respecto, a ejemplo de otros países nórdicos. Los
Países Bajos también se movilizaron, como me explica Boris Dittrich durante una
entrevista en Ámsterdam. El diputado y antiguo magistrado fue el impulsor del
matrimonio gay en su país:
—Durante mucho tiempo fui militante y político, y después de contribuir a
cambiar la ley de los Países Bajos pensé que había que seguir luchando a escala
internacional.
Mientras tanto, en Roma, eligieron al papa Benedicto XVI y el cardenal
Sodano, contra su voluntad, fue reemplazado por Tarcisio Bertone al frente de
la curia romana. Para el nuevo papa la oposición al matrimonio homosexual
también fue una prioridad y puede que también un asunto personal.
En realidad, lo que Tomasi aún no entendía era que los cardenales del Vaticano,
demasiado cegados por sus prejuicios, no se daban cuenta de que las tornas iban
a volverse a mediados de los años dos mil. En muchos países occidentales se
puso en marcha una dinámica progay, y los de la Unión Europea quisieron imitar
el modelo holandés.
En las Naciones Unidas la relación de fuerzas también cambió cuando
Francia, en su presidencia de turno de la Unión Europea, optó por dar prioridad
a la despenalización de la homosexualidad. Varios países latinoamericanos, como
Argentina y Brasil, también pasaron a la ofensiva. Un país africano, Gabón, y
también Croacia y Japón, se sumaron al core group que planteó la
cuestión en Ginebra y Nueva York.
Tras varios meses de negociaciones secretas entre estados, en las que fue
excluido el Vaticano, se tomó la decisión de presentar un texto a la Asamblea
General de las Naciones Unidas que debía celebrarse en Nueva York en diciembre
de 2008. La «recomendación» no sería vinculante, contrariamente a una
«resolución», que debe aprobarse por mayoría de votos; pero eso no le restaba
valor simbólico.
—Yo pensaba que no había que defender una resolución si no se estaba seguro
de obtener una mayoría de votos —me confirma el exdiputado holandés Boris
Dittrich—. De lo contrario nos arriesgábamos a provocar una resolución de las
Naciones Unidas contra los derechos de los homosexuales y entonces habríamos
perdido la batalla por mucho tiempo.
Para evitar que el debate pareciese algo estrictamente occidental y se
abriera una brecha entre los países del Norte y los del Sur, los diplomáticos
del core group invitaron a Argentina a presentar oficialmente la
declaración. Así la idea sería universal y se defendería en todos los
continentes.
Hasta 2006-2007 Silvano Tomasi no se tomó en serio la amenaza. Pero en Roma
el nuevo «ministro de Asuntos Exteriores» de Benedicto XVI, el francés
Dominique Mamberti, que conocía al dedillo la problemática gay, se enteró del
plan. Los nuncios apostólicos suelen estar bien informados. La información se
transmitió rápidamente a la santa sede. Mamberti alertó al santo padre y al
cardenal Bertone.
El papa Benedicto XVI, para
quien el rechazo a cualquier reconocimiento de la homosexualidad había sido una
de las líneas maestras de su carrera, se desesperó. Durante un desplazamiento
en persona a la sede neoyorquina de las Naciones Unidas, el 18 de abril de
2008, aprovechó una reunión privada con Ban Ki-moon, el secretario general de
la organización, para sermonearle. Le recordó su oposición absoluta, en
términos suaves pero infalibles, a cualquier forma de aceptación de los
derechos homosexuales. Ban Ki-moon escuchó educadamente al teólogo plañidero y,
poco después, la defensa de los derechos de los homosexuales pasó a ser una de
sus prioridades.
Desde
antes del verano de 2008 el Vaticano estaba convencido de que en las Naciones
Unidas se votaría una declaración pro-LGBT. Primero dio instrucciones a los
nuncios para que interviniesen ante los gobiernos con el fin de impedir algo
irreparable. Pero no tardó en darse cuenta de que todos los países europeos sin
excepción iban a votar la declaración. ¡Hasta Polonia, la niña de los ojos de
Juan Pablo II, y la Italia de Berlusconi! El secretario de Estado Tarcisio
Bertone, que tomó cartas en el asunto puenteando a la Conferencia Episcopal
Italiana, se activó y movió todos sus hilos políticos en el Palazzo Chigi y el
parlamento, sin lograr que el gobierno italiano cambiara de postura.
Fuera
de Italia, el Vaticano tanteó a varios swing states («susceptibles de
cambiar de opinión»), pero en todas partes, de Australia a Japón, los gobiernos
se disponían a firmar la declaración. En Latinoamérica, sobre todo, casi todos
los países hispánicos y lusófonos seguían la misma línea. La Argentina de
Cristina Fernández, por su parte, confirmó que estaba lista para presentar
públicamente el texto, y en el país se murmuraba que incluso el cardenal Jorge
Bergoglio, presidente del episcopado argentino, era contrario a cualquier forma
de discriminación…
El Vaticano pergeñó una posición
sofisticada, por no decir sofista, a base de argumentos retóricos, por no decir
retorcidos: «Nadie está a favor de penalizar la homosexualidad o
criminalizarla», insistía la santa sede. Y a renglón seguido afirmaba que los
textos existentes sobre los derechos humanos «bastaban». Si se ideaban otros
nuevos se corría el riesgo de crear «nuevas discriminaciones» so pretexto de
luchar contra la injusticia. Los diplomáticos del Vaticano, por último,
rechazaban las expresiones «orientación sexual» e «identidad de género», que,
según ellos, carecían de valor jurídico en el derecho internacional. Al
reconocerlos se podría acabar legitimando la poligamia o los abusos sexuales.
(Cito las palabras que aparecen en los cables diplomáticos.)
—¡El
Vaticano tuvo la osadía de agitar el espantajo de la pedofilia para impedir la
despenalización de la homosexualidad! Era increíble. Un argumento retorcido
donde los haya, dada la gran cantidad de casos en que están implicados curas
pedófilos —señala un diplomático francés que participó en las negociaciones.
Con
su oposición a que los derechos humanos se extendieran a los homosexuales, el
Vaticano de Benedicto XVI sacaba a relucir la vieja desconfianza católica hacia
el derecho internacional. Para Joseph Ratzinger, las normas que él erigía en
dogma eran de esencia divina y por tanto superiores a las de los Estados. Este
espíritu ultramontano pronto resultó anacrónico. Francisco, desde su elección,
tuvo una postura claramente contraria al «clericalismo» y trató de integrar a la
Iglesia en el orden mundial, olvidando las ideas trasnochadas de Benedicto XVI.
Ante
el fracaso de la estrategia ratzingueriana, la santa sede cambió de método.
Como ya no podía convencer a los países «ricos», trataría de movilizar a los
«pobres». De modo que Silvano, en Ginebra, se afanó en sensibilizar a sus
colegas de los países musulmanes, asiáticos y sobre todo africanos (viejos
conocidos, pues había sido observador en la Unión Africana en Adís Abeba) para
detener el proceso que se había puesto en marcha en la ONU. En Nueva York, el
nuncio ante las Naciones Unidas Celestino Migliore, sucesor de Renato Martino,
hizo lo mismo. Desde Roma el papa Benedicto también se agitó, un poco perdido,
en todos los sentidos.
—La
línea de nuestra diplomacia obedecía a lo que podríamos llamar la voz de la
razón y el sentido común. Estamos a favor de lo universal y no de los intereses
particulares —me dice simplemente Silvano Tomasi para explicar la oposición de
la Iglesia católica a la declaración de la ONU.
Fue
entonces cuando el Vaticano cometió un error que para muchos diplomáticos
occidentales fue un desliz histórico. En su nueva cruzada, la santa sede se
alió con varias dictaduras o teocracias musulmanas. En diplomacia a eso se le
llama «inversión de las alianzas».
De
modo que el Vaticano formó una coalición heterogénea y de circunstancias
acercándose a Irán, Siria, Egipto, la Organización de la Conferencia Islámica
(OCI) ¡y hasta Arabia Saudí, país con el que no tenía relaciones diplomáticas!
Según fuentes coincidentes, los nuncios apostólicos entablaron conversaciones
con los representantes de unos países con los que mantenían fuertes diferencias
en cuestiones como la pena de muerte, la libertad religiosa y, en general, los
derechos humanos.
El
18 de diciembre de 2008, como estaba previsto, Argentina defendió la Declaración
sobre derechos humanos, orientación sexual e identidad de género ante la
prestigiosa audiencia de la Asamblea General de las Naciones Unidas. La
iniciativa fue apoyada por 66 países: todos los Estados de la Unión Europea,
sin excepción, la firmaron, lo mismo que 6 países africanos, 4 asiáticos, 13
latinoamericanos, Israel, Australia y Canadá. Por primera vez en la historia de
la ONU, países de todos los continentes se pronunciaron sobre las violaciones
de los derechos humanos basados en la orientación sexual.
—Fue
una sesión histórica muy emocionante. Confieso que se me saltaban las lágrimas
—me dice en París Jean-Maurice Ripert, embajador de Francia en la ONU, que
dirigió el core group.
Tal
como también estaba previsto, Siria leyó una contradeclaración sobre las
«supuestas nociones de orientación sexual e identidad de género» en nombre de
otros 59 países. El texto se centra en la defensa de la familia como «elemento
natural y fundamental de la sociedad» y critica la creación de «nuevos
derechos» y «nuevos criterios» que traicionan el espíritu de la ONU. El texto
criticaba especialmente la expresión «orientación sexual» por carecer de base
legal en el derecho internacional y porque daba pie a legitimar «muchos actos
deplorables, incluyendo la pedofilia». Casi todos los países árabes
suscribieron la contradeclaración y también lo hicieron 31 países africanos,
varios asiáticos y, por supuesto, Irán. Entre los firmantes estaba el Vaticano
de Benedicto XVI.
—El
Vaticano se alineó con Irán y Arabia Saudí de un modo inadmisible. Al menos
habría podido abstenerse —critica Sergio Rovasio, presidente de la asociación
gay Certi Diritti, próxima al Partito Radicale italiano, con quien hablé en
Florencia.
Porque,
además, 68 países «neutrales» entre los que estaban China, Turquía, la India,
Suráfrica y Rusia rehusaron adherirse al texto presentado por Argentina y a la
contradeclaración de Siria. El Vaticano, por lo menos, habría podido imitarles.
Cuando
le pregunto al nuncio Silvano Tomasi sobre la posición del Vaticano, lamenta
que esa declaración marcara «el comienzo de un movimiento de la comunidad
internacional y las Naciones Unidas para incluir los derechos de los gais en la
agenda global de los derechos humanos». Cierto: entre 2001, fecha en que se
permitió el matrimonio de las parejas homosexuales en los Países Bajos, y el
final del pontificado de Benedicto XVI, en 2013, hubo un verdadero momentum
internacional sobre la cuestión gay.
Hillary
Clinton, la secretaria de Estado estadounidense, no dijo otra cosa cuando
declaró en la sede ginebrina de las Naciones Unidas, en diciembre de 2011:
«Algunos dijeron que los derechos de los gais y los derechos humanos estaban
separados y eran distintos; lo cierto es que los derechos de los gais forman
parte de los derechos humanos, y a la inversa [gay rights are human rights,
and human rights are gay rights]».
Los
diplomáticos de Vaticano escucharon en silencio el mensaje, hoy común a la
mayoría de las cancillerías occidentales y latinoamericanas: los derechos
humanos se defienden globalmente o no se defienden.
Pese
a todo, hasta el final de su pontificado Benedicto XVI no cedió un ápice. Es
más, se lanzó a una cruzada contra las uniones civiles y el matrimonio gay.
Para él se trataba de una cuestión de principios. Pero ¿se daba cuenta de que
esta batalla, como la anterior, estaba perdida de antemano?
—Para
un hombre como Benedicto XVI luchar contra la homosexualidad fue siempre el
gran objetivo de su vida. Ni se le pasaba por la cabeza que el matrimonio gay
pudiera legalizarse en alguna parte —me confirma un sacerdote de la curia.
¡En tiempos difíciles, ni
un paso atrás! ¡Si es preciso, hay que dejarse la piel! Y se lanza a ciegas, se
arroja al foso de los leones como los primeros cristianos. ¡Que sea lo que Dios
quiera!
La
historia irracional y vertiginosa de ese combate insensato contra el matrimonio
gay es un capítulo decisivo de Sodoma, pues escenifica un ejército de curas
homófilos y prelados homosexuales disimulados que, día tras día, país tras
país, se movilizaron contra otro ejército de activistas openly gay. La
guerra del matrimonio fue, más que nunca, una lucha entre homosexuales.
Antes
de detenerme extensamente en España, Francia e Italia en los próximos
capítulos, empezaré contando aquí las entrevistas que realicé en tres países:
Perú, Portugal y Colombia.
Perilla
blanca, reloj grueso y chaqueta marrón de ante: Carlos Bruce es una figura
insoslayable de la América Latina LGBT. En 2014 y 2015 me entrevisto varias veces
en Lima con este diputado, dos veces ministro en gobiernos de derecha moderada.
Me describe una situación favorable en conjunto al avance de los derechos de
los gais en el continente, aunque haya peculiaridades nacionales que, como en
Perú, frenan su dinámica. En Lima la vida gay es activa, como pude comprobar, y
la tolerancia es creciente. Pero el reconocimiento de los derechos de las
parejas gais, unión civil y matrimonio, choca con la Iglesia católica, que
impide cualquier avance a pesar de su fracaso moral y la proliferación de casos
de pedofilia:
—Aquí,
el cardenal Juan Luis Cipriani es visceralmente homófobo. A los homosexuales
les llama «mercancías adulteradas y deterioradas» y el matrimonio gay sería,
según sus palabras, equiparable al «holocausto judío y a los crímenes del
Estado Islámico». Sin embargo, cuando acusaron de abusos sexuales a un obispo,
él le defendió —comenta, visiblemente asqueado, Carlos Bruce. La fiscalía de
Lima investiga ahora a Cipriani por encubrir los abusos de Luis Figari, fundador
del Sodalicio de Vida Cristiana.
Cipriani,
miembro del Opus Dei, fue creado cardenal por Juan Pablo II gracias al respaldo
activo del secretario de Estado, Angelo Sodano, con quien comparte vinculación
con la extrema derecha y animosidad hacia la teología de la liberación. Es
cierto que algunos curas próximos a esta corriente de pensamiento tomaron las
armas sumándose a las guerrillas maoístas de Sendero Luminoso o al más
guevarista MRTA, lo que aterrorizó al clero conservador. Más allá de estas peculiaridades
locales, el cardenal, como tantos correligionarios suyos, ha logrado la
cuadratura del círculo: ser a la vez claramente hostil al matrimonio entre
personas del mismo sexo (en Perú ni siquiera existen las uniones civiles) y no
denunciar a los curas pedófilos.
En
los años dos mil, el cardenal Cipriani decía tales barbaridades de los gais que
la nueva alcaldesa de Lima, Susana Villarán, pese a ser una católica
convencida, le salió al paso y le ridiculizó públicamente. Exasperada por la
doble moral del cardenal Cipriani, que se oponía a los derechos de los gais
pero hacía la vista gorda con los curas pedófilos, la alcaldesa se le enfrentó
y en la Gay Pride se burló del cardenal fantasmón y de su dos varas de medir.
—Aquí la resistencia
principal contra los derechos de los gais —añade Carlo Bruce— es la Iglesia
católica, como en toda Latinoamérica. Pero creo que los homófobos están
perdiendo terreno. La gente comprende muy bien el argumento de que hay que
proteger a las parejas gais.
Un
juicio que comparte el periodista Alberto Servat, un influyente crítico
cultural con quien hablo varias veces en Lima.
—Esos
escándalos sexuales de la Iglesia son muy chocantes para la opinión pública. El
cardenal Cipriani ha dado la impresión de que no ha hecho nada para limitar los
abusos sexuales. Uno de los curas acusados está hoy refugiado en el Vaticano…
Y
Carlos Bruce concluye, proponiendo soluciones concretas que serían una
desautorización definitiva de Cipriani:
—Creo
que hace falta que la Iglesia saque todas las consecuencias de su fracaso
moral. Tiene que dejar de criticar las relaciones homosexuales entre adultos
consintientes y autorizar el matrimonio gay; además, tiene que salir de su
silencio sobre los abusos sexuales y renunciar por completo a su estrategia de
ocultamiento generalizado e institucionalizado. Por último, porque es el quid
de la cuestión, hay que acabar con el celibato de los curas.
En
Portugal, adonde viajé dos veces para investigar, en 2016 y 2017, el debate
sobre el matrimonio gay se entabló al revés que en Perú o en otros países
europeos, porque la jerarquía católica no siguió las consignas de Roma.
Mientras que en Francia, Italia y España los cardenales se adelantaron a la
posición de Benedicto XVI y luego la apoyaron, el episcopado portugués, por el contrario,
atenuó sus prejuicios. El cardenal clave en este periodo, en 2009 y 2010, fue
el arzobispo de Lisboa, José Policarpo.
—Policarpo
era un moderado. Nunca se dejó arrastrar por Roma. Expresó tranquilamente su
desacuerdo con el proyecto de ley sobre el matrimonio gay pero se opuso a que
los curas salieran a la calle —me explica en Lisboa el periodista António
Marujo, un especialista en temas religiosos que ha firmado un libro con
Policarpo.
Hay
que aclarar que la Iglesia portuguesa, comprometida con la dictadura antes de
1974, guarda ahora las distancias con la extrema derecha católica. No se
entremete en política y permanece al margen del debate parlamentario. Me lo
confirma José Manuel Pureza, el vicepresidente del parlamento portugués,
diputado del Bloco de Esquerda y católico practicante, que fue uno de los
principales artífices de la ley sobre el matrimonio homosexual:
—El
cardenal Policarpo, conocido por haber sido más bien demócrata durante la
dictadura, optó por la neutralidad sobre el asunto del matrimonio. En el
terreno de los principios y la moral familiar estaba contra el proyecto de ley,
pero fue muy mesurado. La Iglesia tuvo la misma actitud sobre el aborto y la
adopción hecha por parejas del mismo sexo.
(Este
análisis coincide con el de otras tres figuras políticas de primera fila que
han apoyado el matrimonio gay, con las que hablé en Lisboa: el intelectual
Francisco Louçã, Catarina Martins, portavoz del Bloco de Esquerda, y Ana
Catarina Mendes, portavoz del primer ministro António Costa.)
Durante
mis viajes a este pequeño país católico me quedé impresionado por esta
moderación política: las cuestiones sociales se discuten educadamente y la
homosexualidad setrata con normalidad y discreción incluso en las iglesias. Hay
mujeres que, debido a la crisis de vocaciones, a veces desempeñan funciones
propias de los curas y, salvo dispensar los sacramentos, hacen todo lo demás.
Muchos curas católicos están casados, en especial los anglicanos que ya vivían
en pareja antes de unirse a la Iglesia de Roma. También conocí a varios curas y
frailes homosexuales que parecían vivir apaciblemente su singularidad, sobre
todo en los monasterios. La parroquia de Santa Isabel, en el centro de Lisboa,
acoge con benevolencia a las parejas de todo tipo. El principal traductor de la
Biblia al portugués, Federico Lourenço, se ha casado públicamente con su
compañero.
Este
liberalismo suave no pasó inadvertido en Roma. La neutralidad del episcopado de
Lisboa sobre las cuestiones de sociedad no gustó nada, ni tampoco su débil
movilización contra la ley del matrimonio gay. Roma esperaba el momento de
asestar el golpe y el cardenal le dio el pretexto.
Con
motivo de una entrevista que se consideró demasiado liberal (en especial sobre
la cuestión de la ordenación de mujeres), el secretario de Estado Tarcisio
Bertone, a petición del papa Benedicto XVI, convocó a Policarpo a Roma. Aquí,
según fuentes coincidentes (y una investigación detallada del asunto publicada
por el periodista António Marujo en Público), Bertone abroncó al cardenal,
quien tuvo que publicar un comunicado para moderar su moderación. El papa
esperaba pasar la página Policarpo lo antes posible.
Por
entonces el hombre clave de Benedicto XVI en Portugal era el obispo auxiliar de
Lisboa y vicerrector de la Universidade Católica, Carlos Azevedo. Después de
organizar el viaje del papa en 2010, decidido oportunamente para contrarrestar
la ley sobre el matrimonio gay, Azevedo se convirtió en la figura ascendente de
la Iglesia portuguesa. El papa Benedicto tenía grandes ambiciones sobre su
protegido; pretendía crearle cardenal y nombrarle patriarca de Lisboa en lugar
del incontrolable Policarpo. Azevedo, que durante mucho tiempo había sido
capellán de hospitales, no era ni verdaderamente liberal ni tampoco
conservador. Todos respetaban su talla intelectual y su ascensión parecía
imparable después de haber llamado la atención del papa.
—El
obispo Carlos Azevedo era una voz muy escuchada, muy respetada —destaca el
exministro Guilherme d’Oliveira Martins.
Pero
¡una vez más Benedicto XVI detectó un closeted! No deja de tener su
gracia esta inflexibilidad del papa, experto a pesar suyo en el arte de
rodearse de homosexuales que luego serían «sacados del armario» por su doble
vida. Porque los rumores sobre la homosexualidad de Azevedo eran insistentes,
divulgados por un prelado «enclosetado» que chismorreaba en los medios, por
celos, en una suerte de revenge porn eclesiástica que los episcopados
católicos conocen bien. Al final los rumores acabaron afectando a la carrera de
Azevedo.
Los
allegados a Ratzinger, tan benévolos con los prelados que tenían tendencias,
activos o no, se llevaron a Roma al obispo Azevedo para sacarle de la trampa en
que le habían metido muy a su pesar. Se creó un cargo a su medida y se encontró
un título para el desdichado gracias a la gran comprensión del cardenal
Gianfranco Ravasi, que conocía el percal: el obispo en el exilio fue nombrado delegato
del Pontificio Consejo para la Cultura, con sede en Roma. Poco después de este
traslado artístico logrado, el gran semanario portugués Visãopublicó una
investigación detallada sobre la homosexualidad de Azevedo en su época de
Oporto. Salió así a la luz, por primera vez en la historia reciente de
Portugal, la posible homosexualidad de un obispo, lo que bastó para cubrir de
oprobio al pobre prelado y condenarle definitivamente al ostracismo. Todos sus
amigos portugueses le abandonaron, el nuncio le rechazó y el cardenal Policarpo
le abandonó a su suerte, porque apoyarle supondría correr el riesgo de ponerse
él mismo en la mira.
Claro
que hubo un «escándalo» Azevedo, pero no es lo que todos pensarán: no es tanto
la posible homosexualidad de un obispo como el chantaje al que fue sometido y
la cobardía de varios prelados que compartían sus inclinaciones y le dejaron
tirado.
—Azevedo
fue víctima de un chantaje o una venganza. Pero el episcopado no le defendió
como cabía esperar —me confirma Jorge Wemans, el fundador del diario Público.
En
Roma hablé varias veces con el arzobispo portugués, que me contó su vida, sus
errores y su exilio desdichado. Hoy pasa el tiempo en el Consejo Pontificio
para la Cultura y dos tardes por semana en la biblioteca del Vaticano, donde
hace indagaciones históricas sobre figuras religiosas portuguesas de la Edad
Media. El hombre es moderado, tolerante, experto en ecumenismo: es un
intelectual (¡hay tan pocos en el Vaticano!).
Cuando
escribo estas líneas pienso en este obispo inteligente cuya carrera quedó
truncada. No pudo defenderse ni reclamar. No pudo abogar por su causa ante el
nuncio italiano en Lisboa, un rígido conservador estetizante cuya hipocresía
sobre este caso supera lo imaginable. Muy digno, Azevedo nunca habló
públicamente de su drama, que era mucho mayor, me dijo su «director
espiritual». Añadió que «el muchacho era mayor de edad y nunca hubo abuso
sexual».
Pues
bien, ¿acaso la Iglesia de Roma no habría tenido que defender al obispo
víctima? Y si hubiera una moral en la Iglesia del papa Francisco, ¿Carlos
Azevedo no debería ser nombrado hoy patriarca de Lisboa y cardenal, como piensan
la mayoría de los sacerdotes y periodistas con quienes hablé en Portugal? Un
país donde el matrimonio gay se aprobó definitivamente en 2010.
Tercer
ejemplo de la batalla contra el matrimonio gay: Colombia. Ya conocemos un poco
este país a través de la figura del cardenal Alfonso López Trujillo. En Bogotá
la obsesión antigay de la Iglesia católica no ha decaído tras la muerte de su
cardenal homosexual más homófobo. Lo cual provocó un fiasco inesperado que
disgustó y puso en dificultades al papa Francisco.
Estamos
en 2015-2016. En esta época el Vaticano se sitúa en el centro de un baile
diplomático de gran alcance para poner fin al conflicto armado con las
guerrillas de las FARC, que dura desde hace más de cincuenta años. Siete
millones de personas han sido desplazadas y al menos 250.000 han muerto durante
lo que con razón se ha llamado guerra civil.
Junto
con Venezuela y Noruega, el Vaticano participa en las largas negociaciones de
paz colombianas que tienen lugar en Cuba. Las FARC se alojan en un seminario
jesuita. El cardenal Ortega y el episcopado cubano en La Habana, los nuncios en
Colombia, Venezuela y Cuba, y los diplomáticos de la Secretaría de Estado
participan en las negociaciones entre el gobierno y la guerrilla. El papa
Francisco se mueve entre bastidores y recibe en Roma a los principales
protagonistas del proceso de paz, firmado en Cartagena de Indias en septiembre
de 2016.
Sin embargo, varios días
después, el acuerdo de paz es rechazado en el referéndum popular que debería
aprobarlo. Y se descubre que el episcopado colombiano, con los cardenales y
obispos a la cabeza, se ha unido al bando del «no» y al expresidente Uribe,
ultracatólico y anticomunista virulento, quien ha hecho campaña con el lema:
«Queremos la paz, pero no esta paz».
Los
motivos de la indignación de las autoridades católicas no tienen nada que ver
con el proceso de paz, a pesar de que han contribuido a descarrilarlo: es una
forma de denunciar el matrimonio gay y el aborto. En efecto, meses antes la
Corte Suprema colombiana ha legalizado la adopción y el matrimonio de las
personas del mismo sexo y a juicio de la Iglesia católica, si el referéndum a
favor del proceso de paz favorece al gobierno, legitimará definitivamente esta
política. De modo que por oportunismo electoral la Iglesia sabotea el
referéndum para defender sus posiciones conservadoras.
Por
si fuera poco, la ministra de Educación de Colombia, Gina Parody, abiertamente
lesbiana, propone en el mismo momento la aplicación de políticas
antidiscriminatorias favorables a las personas LGBT en los colegios. La Iglesia
colombiana interpreta este anuncio como un intento de introducir la teoría de
género en las clases. Si se aprueba el referéndum por la paz, también lo será
la defensa de la homosexualidad, dicen en sustancia sus representantes, que
llaman a abstenerse o votar «no».
—La
Iglesia colombiana siempre se ha aliado con las fuerzas más oscuras del país,
sobre todo con los paramilitares. Así era en la época del cardenal Alfonso
López Trujillo y así sigue siendo hoy. El matrimonio gay y la teoría de género
eran meros pretextos. Llamaron a votar «no» porque ni los paramilitares ni la
Iglesia colombiana querían realmente la paz. Y llegaron a desautorizar al papa
por este motivo —sentencia un cura jesuita con el que hablé en Bogotá.
Un doble discurso y un doble juego que
alcanzaría profundidades abismales en tres países europeos decisivos, España,
Francia e Italia, sobre los que no detendremos ahora.
Próximo capítulo:
16
ROUCO
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