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miércoles, 10 de julio de 2019

SODOMA (Poder y escándalo en el Vaticano) Capítulo 14








14

LOS DIPLOMÁTICOS DEL PAPA





Ah, ¿es usted periodista? —Monseñor Ricca me mira con inquietud y una pizca de ansia—. Tengo problemas con los periodistas —añade Ricca mirándome a los ojos.

—Es un periodista francés, es francés —insiste el arzobispo François Bacqué, que acaba de presentarnos.

—Ah —exclama el célebre Ricca, con alivio fingido. Y añade—: Mi problema son los periodistas italianos. ¡Tienen la cabeza hueca! Cero inteligencia. Pero si usted es francés, a lo mejor hay una posibilidad de que sea distinto. ¡Es un buen presagio!

Mediada mi investigación, cuando ya había empezado a escribir este libro, me invitaron a residir en la Domus Internationalis Paulus VI. Antes, en Roma, vivía en pisos alquilados a través de Airbnb, por lo general alrededor de Roma Termini.

Un día el arzobispo François Bacqué, un nuncio apostólico francés jubilado, me propuso reservar para mí una habitación en la Domus Internationalis Paulus VI y fue así como empezó todo. Bastó con su recomendación para que me fuera a vivir al sanctasanctórum de la diplomacia vaticana.

La Domus Internationalis Paulus VI se encuentra en el número 70 de la romana Vía della Scrofa. Esta residencia oficial de la santa sede es un lugar «extraterritorial», fuera de Italia. Los carabinieri no pueden entrar allí, y si se comete un robo, una violación o un crimen, la muy mediocre gendarmería vaticana y la muy incompetente justicia de la santa sede son las que se hacen cargo.

También llamada Casa del Clero, la residencia diplomática tiene un emplazamiento ideal, entre la Piazza Navona y el Panteón, uno de los lugares más bellos de Roma, templo pagano, laico cuando no republicano, extraordinario símbolo de la «religión civil», dedicado a todas las creencias y a todos los dioses, que fue reconstruido por el emperador LGBT Adriano antes de sufrir una «apropiación cultural» abusiva por el catolicismo italiano.

La Domus Internationalis Paulus VI es un sitio capital de la santa sede. He tenido suerte al poder alojarme en el centro de la máquina vaticana. Aquí me tratan como a un amigo, no como a una personalidad exterior. Ante todo es un hotel de paso para los diplomáticos del Vaticano (los famosos nuncios apostólicos) cuando están en Roma. A veces también se alojan aquí, en vez de ir a Santa Marta, los cardenales y obispos extranjeros. El cardenal Jorge Bergoglio residía aquí durante sus estancias en Roma. Las imágenes que le muestran con sotana blanca pagando personalmente su cuenta con toda sencillez han dado la vuelta al mundo.

Además de alojar a los cardenales y diplomáticos de paso, la Casa del Clero es la residencia permanente de varios nuncios jubilados, obispos sin destino o monsignori que ocupan cargos prestigiosos en la santa sede. Muchos están en pensión completa o media pensión. Durante los desayunos en los salones del primer piso o las comidas en común en la inmensa sala del restaurante, así como en las charlas ante las máquinas de café y las largas veladas ante el televisor, aprenderé a conocer a los nuncios, diplomáticos apostólicos y minutantes de la Secretaría de Estado, o al secretario de la Congregación de los Obispos. ¡Los sirvientes de la Casa del Clero (entre ellos, un playboy digno de una portada de The Advocate) tienen nervios de acero! ¡Ante tantas miradas cruzadas de nuncios y monsignori en flor podría cundir el pánico!

El confort de las santas habitaciones de la Casa del Clero es espartano: una bombilla jubilada arroja una luz cruda sobre una cama de soltero, por lo general con un crucifijo torcido encima. Las camas estrechas de los curas, como las que he visto a menudo en las viviendas del Vaticano, llevan su conservadurismo en su tamaño.

En el cajón de la mesilla de noche anticuada y coja: una Biblia (que reemplazo de inmediato por Una temporada en el infierno). En el cuarto de baño, un neón de tiempos de Pío XI difunde una luz de horno microondas. El jabón lo dan con cuentagotas (y hay que reponerlo). ¿Quién ha dicho que al catolicismo le horroriza la vida?

Durante una de mis estancias, mi vecino de habitación, en el cuarto piso, estaba mucho mejor provisto. Es la ventaja de vivir en la Casa todo el año. Después de cruzarme muchas veces con ese minutante distinguido de la Secretaría de Estado, acabó dejándome escudriñar, un día que estaba en calzoncillos (¿se preparaba para ir a un concierto de Cher?) su gran apartamento de esquina. Cuál no fue mi sorpresa al entrever una cama de un rojo vivo, con dos plazas, que tal vez había servido para un decorado de Fellini. Nunca me pareció tan acertada la expresión «secretos de alcoba». No lejos de allí, otra habitación célebre, la 424, fue la de Angelo Roncalli, el futuro papa Juan XXIII.

El desayuno también es parco. Me uno para no hacer un feo a los curas que me invitan insistentemente a sentarme con ellos. Todo allí es hostil: el pan crucificado y sin tostar, los yogures naturales comprados por docenas, el café americano de grifo tan poco italiano, los cornflakes poco católicos. Solo los kiwis, disponibles en gran cantidad todas las mañanas, son jugosos; pero ¿por qué kiwis? ¿Y hay que pelarlos como un melocotón o abrirlos por la mitad como un aguacate? El asunto se debate en la Casa, me dice François Bacqué. Me como cuatro. Los desayunos de la residencia del Clero se parecen a los de un asilo de ancianos donde se ruega amablemente a los residentes que no se mueran demasiado despacio para ir haciendo sitio a otros prelados algo menos seniles: de esos no faltan en el gran hospicio que es el Vaticano.

También en los salones de lectura de la Domus Internationalis Paulus VI, en el primer piso, conozco a Laurent Monsengwo Pasinya, un eminente cardenal congolés de Kinshasa, miembro del Consejo de los Cardenales de Francisco, quien me dice que le gusta vivir en la Casa del Clero, «porque aquí hay más libertad» que en el Vaticano, antes de sus reuniones con el papa.

El director de la Casa y de todas las residencias vaticanas, monseñor Battista Ricca, también vive aquí en un apartamento hermético y al parecer inmenso, en el entresuelo izquierdo, puerta número 100. Ricca suele almorzar en la Casa, humildemente, con dos amigos íntimos, en una mesa un poco apartada, como en familia. Una noche, durante uno de nuestros encuentros en los salones del primer piso, delante del televisor, le regalé el famoso libro blanco a Ricca, el cual, con gesto zalamero, me lo agradeció calurosamente.

También se puede cruzar uno con Fabián Pedacchio, el secretario particular del papa Francisco, que según dicen ha vivido aquí mucho tiempo y conserva una habitación para trabajar apaciblemente con el obispo brasileño Ilson de Jesus Montanari, secretario de la Congregación de los Obispos, o con monseñor Fabio Fabene, uno de los organizadores del sínodo. Monseñor Mauro Sobrino, prelado de Su Santidad, también vive aquí, y hemos intercambiado algunos secretos. Una misteriosa pareja de chicos, dinkies y bio-queens, que escuchan «Born this way» de Lady Gaga sin parar, también se aloja aquí, y hemos tenido buenas conversaciones nocturnas. Un cura vasco también tiene sus alegres compañías en este «círculo mágico», como lo llaman aquí.

El arzobispo François Bacqué vive en la Casa desde que terminó su carrera diplomática. Este aristócrata venido a menos todavía sigue esperando la púrpura. Al parecer, Bacqué le preguntó al cardenal Jean-Louis Tauran, otro francés como él, natural de Burdeos y perfecto plebeyo: «¿Cómo es posible que sea usted cardenal si no es noble? ¿Y por qué yo no lo soy, si pertenezco a la nobleza?». (Me lo ha contado un asistente de Tauran.)

Especímenes como estos se encuentran a montones en la Casa del Clero, lugar donde los jóvenes ambiciosos esperan mucho y los jubilados venidos a menos se lamen las heridas de su ego. La Casa, con sus últimos retoños del catolicismo declinante, junta misteriosamente a la aristocracia espiritual que sube y a la que baja.

Tres capillas, en el segundo y el tercer piso de la Casa del Clero, permiten concelebrar misas a cualquier hora; a veces ha habido grupos gais que han celebrado allí oficios (me lo confirma, por escrito, un sacerdote). Gracias a un servicio de lavandería en las habitaciones, los nuncios no tienen que lavarse la ropa. Todo es barato, pero se paga en efectivo. Cuando me tocará pagar la cuenta, el lector de tarjetas de crédito de la Domus Internationalis Paulus VI estará «excepcionalmente» averiado. Esto se repetirá en cada una de mis estancias. Al final un residente me explicará que esa máquina «está averiada siempre, todos los años» (y la misma avería se repetirá varias veces cuando me aloje en la Domus Romana Sacerdotalis). ¿Será una manera de alimentar un circuito de dinero efectivo?

En la Casa del Clero no hay costumbre de acostarse tarde, al existir la de levantarse temprano, pero con excepciones. El día que intenté hacerme el remolón comprendí, por el trajín de las mujeres de la limpieza y por su impaciencia, que estaba al borde del pecado. Por la noche las puertas de la Casa se cierran a las doce y todos los nuncios noctámbulos y otros diplomáticos viajeros con jet lag se juntan en el salón de lectura charlando hasta las tantas. Es el mérito paradójico de las quedas de antaño.



La puerta cochera doble me fascina. Tiene algo de gidiano, y de hecho Gide dice en Si la semilla no muere que las buenas familias burguesas necesitaban tener este tipo de «puerta cochera», señal de una condición social elevada. En otro tiempo este porche servía para que entraran los carruajes sin desenganchar y por tanto «guardar las caballerías». ¡Todavía hoy, en la Casa del Clero, menudas caballerías!

En el número 19 de la Vía di San Agostino la puerta cochera, por detrás de la Domus Internationalis Paulus VI, es una entrada lateral y discreta, sin nombre. De color marrón habano, tiene dos batientes, pero ni escalinata, ni umbral. En el centro se abre un postigo, un pequeño batiente recortado en el grande para que los peatones puedan entrar discretamente por la noche. La acera está rebajada en curva. La pared es de sillería blanca y sirve de marco. En la puerta hay unos clavos vistos y una aldaba de hierro corriente, gastada por tantos pasos diurnos y tantos visitantes nocturnos. ¡Oh portal de viejos tiempos, tú sabes muchas historias!

Me he quedado muchas veces mirando la puerta doble, vigilando los movimientos de entrada y salida, haciendo fotos del hermoso porche. Esa puerta tiene profundidad. Hay una suerte de voyeurismo en la contemplación de estas puertas cerradas, verdaderos pórticos urbanos, y esta atracción seguramente explica que el arte de fotografiar puertas se haya convertido en un fenómeno muy popular en Instagram, donde se puede encontrar su retrato con el hashtag #doortraits.

Después de un pasillo, una verja, luego un patio: otra línea de fuga. Por una escalera interior que he subido a menudo, se llega discretamente al ascensor C y con él a las habitaciones de la residencia, sin tener que pasar por la conserjería ni la recepción. Y, si uno tiene las llaves adecuadas, puede entrar y salir por la verja y luego por la puerta cochera después del toque de queda reglamentario de medianoche. ¡Qué chollo!… ¡Que hace añorar el tiempo de las diligencias!

Sospecho que la puerta doble conoce muchos secretos del Vaticano. ¿Los contará algún día? Por suerte en ese lado no hay conserje. ¡Otro chollo! Un domingo de agosto de 2018 vi a un monsignore de la Secretaría de Estado esperando a su guapo escort con pantalón corto rojo y zapatillas azules, haciéndole dulces carantoñas en la calle y en el café Friends antes de entrar con él en la Casa. También me imagino que algunas noches un monje, empujado por una necesidad apremiante, siente la obligación de acudir al oficio de maitines en la iglesia de Sant’Agostino, que está justo enfrente de la puerta cochera, o que un nuncio viajero, con un deseo repentino de ver la espléndida Virgen de los peregrinos de Caravaggio, improvisa su salida con nocturnidad. La Arcadia, buen nombre, también está enfrente de la puerta cochera, así como la Biblioteca Angelica, una de las más bellas de Roma, donde, también allí, un religioso puede sentir la necesidad inaplazable de consultar unos incunables o las páginas iluminadas del famoso Codex Angelicus. Y luego, adosada a la Casa del Clero por el noroeste, se encuentra la Università della Santa Croce, más conocida como la universidad del Opus Dei; y hubo un tiempo en que se podía acceder directamente desde la residencia del clero por una pasarela, hoy condenada. Mecachis… ahora hay que salir por la puerta cochera de noche si se tiene que asistir a una clase de latín o a una reunión ultramontana con un joven y rígido seminarista de «la Obra».

La anomalía de la Casa del Clero se sitúa al oeste del enorme edificio, en la Piazza delle Cinque Lune: el McDonald’s. El Vaticano, como es sabido, es demasiado pobre para mantener sus propiedades y ha tenido que sacrificarse tomando en concesión este símbolo de la comida basura americana. Según mis informaciones, monseñor Ricca firmó el contrato de cesión de arrendamiento sin que le pusieran una pistola en el pecho.

Hubo mucha polémica cuando se quiso instalar un McDonald’s al lado del Vaticano, en un edificio que no pertenece a la santa sede, pero nadie se rasgó las vestiduras cuando el Vaticano autorizó un fast food de la misma cadena dentro de una de sus residencias romanas.

—Se desplazó un altarcillo dedicado a la Virgen que estaba en la entrada actual del McDonald’s, simplemente lo colocaron cerca del pórtico de la Casa del Clero, en Vía della Scrofa —me explica uno de los residentes.

En efecto, veo esa especie de altar-retablo azul, rojo y amarillo, donde han sujetado a una pobre virgen contra su voluntad, desplazado trivialmente bajo el porche de la entrada principal. ¿Fue McDonald’s el que presionó para que alejaran a la Santa Virgen de sus McNuggets?

En todo caso, el contraste es singular. Puerta estrecha del deber, con toque de queda y Ave María, por delante; puerta cochera de dos batientes, con sus fantasías, y muchas llaves, por detrás: he aquí la cruda realidad del catolicismo. El papa conoce todos los recovecos de la Casa del Clero; ha vivido aquí demasiado tiempo como para no saberlo.

Cuando empieza el buen tiempo, este remanso del misterio se prepara para el verano y es aún más intrigante. La Domus Internationalis Paulus VI se convierte en un resort. Vemos a unos jóvenes secretarios de nunciaturas que han perdido el alzacuellos charlando delante de la verja, antes de la queda, con camiseta beis ajustada y pantalón corto rojo; vemos a unos nuncios llegados de países en vías de desarrollo salir justo antes de medianoche de esta YMCA («Young Men’s Christian Association», («Asociación Cristiana de Jóvenes») hacia noches DYMK (por «Does Your Mother Know?» «¿Lo sabe tu madre?»). Volverán de madrugada afónicos por haberse hartado a cantar «I Will Survive» o «I Am What I Am», bailando con el índice de la mano izquierda señalando al cielo como en el San Juan Bautista en el festival Gay Village Fantàsia del barrio del EUR, donde me he tropezado con ellos.

—En mis tiempos un cura nunca se habría puesto un short rojo así —observa, disgustado, el arzobispo François Bacqué cuando pasamos por delante de estos especímenes coloridos que dan la impresión, esa noche, de haber organizado un happy hour delante de la Casa del Clero.



«¡Viajar solo es viajar con el Diablo!», escribe el gran novelista católico (y homosexual) Julien Green. Esa podría ser una de las reglas de vida de los nuncios apostólicos, cuyos secretos he ido descubriendo poco a poco.

Cuando empecé mi investigación, un embajador destinado en la santa sede ya me advirtió:

—En el Vaticano, como verá, hay muchos gais: ¿50 %, 60 %, 70 %? Quién sabe. Pero ¡comprobará que entre los nuncios ese porcentaje es el máximo! En el mundo ya mayoritariamente gay del Vaticano ellos son los más gais.

Y viendo mi asombro por esta revelación, el diplomático me dijo riendo:

—Verá usted, ¡decir «nuncio homosexual» es una especie de pleonasmo!

Para entender esta paradoja pensemos en las oportunidades que brinda una condición solitaria en la otra punta del mundo. ¡Las ocasiones son tan buenas cuando uno está lejos de casa, tan numerosas en Marruecos y en Túnez, y tan fáciles los encuentros en Bangkok o en Taipéi! Para los nuncios, nómadas por naturaleza, Asia y Oriente Próximo son tierras de misión, verdaderas tierras prometidas. En todos estos países los he visto en acción, rodeados de sus favoritos, afectados o efusivos, descubriendo la vida auténtica lejos del Vaticano y repitiendo sin cesar: ¡ah, ese culí!, ¡ah, ese barquero!, ¡ah, ese camellero!, ¡ah, ese conductor de rickshaw!

«Atacados por una rabia masculina de viajar», según la hermosa fórmula del poeta Paul Verlaine, los nuncios abrevan así en sus reservas naturales: los seminaristas, los propedeutas, los frailes jóvenes que en el tercer mundo son aún más accesibles que en Roma.

—Cuando viajo al extranjero me prestan legionarios de Cristo —me confiesa otro arzobispo. (No insinúa nada malo con esa expresión, pero da una idea de la consideración que tiene por los legionarios cuando va a una «antigua colonia».)

—Los nombres «factoría», «concesiones» y «colonias» suenan bien en los oídos de los viajeros europeos. ¡A muchos curas les ponen a cien! —me dijo, con insólita franqueza, un sacerdote de las Misiones Extranjeras, un francés que es él mismo homosexual, con quien hablé varias veces en París.

(A lo largo de esta investigación departí con muchos curas en sus misiones de África, Asia, el Magreb y Latinoamérica; también utilizo para esta parte los testimonios de una veintena de nuncios y diplomáticos que me contaron las costumbres de sus amigos y correligionarios.)

En realidad, una vez más es un secreto a voces. Los curas dejan rastro por todas partes. Los dueños de bares gais con los que hablé en Taiwán, Hanói o Hué no ahorran elogios a esta clientela fiel y seria. Los camareros del barrio Shinjuku Ni-chome de Tokio me señalaron con el dedo a los clientes habituales. Los periodistas especializados en el tema gay de Bangkok han investigado algunos incidentes de «conducta» o algunos asuntos de visado, cuando un prelado quiso llevarse a Italia a un joven asiático indocumentado. En todas partes se advierte la presencia de curas, frailes y religiosos.

Además de los nuncios, para quienes los viajes son la base misma de su profesión, los sacerdotes de la curia también aprovechan sus vacaciones para emprender exploraciones sexuales innovadoras lejos del Vaticano. Pero, como es lógico, estos monsignori no suelen pregonar su categoría profesional cuando peregrinan a Manila o a Yakarta. Se dejan el clergyman en casa.

—Por haberse dado principios más fuertes que su carácter y haber sublimado demasiado tiempo sus deseos, «explotan» literalmente en el extranjero —me señala el sacerdote de las Misiones Extranjeras.

Hoy en día Vietnam es uno de los destinos preferidos. El régimen comunista y la censura de prensa protegen las escapadas eclesiásticas en caso de escándalo, mientras que en Tailandia todo acaba ya en la prensa (como me da a entender el obispo tailandés Francis Xavier Vira Arpondratana durante varias conversaciones y comidas).

—El turismo sexual está migrando —me explica el señor Dong, dueño de dos bares gais de Hué—. Pasa de los países que están bajo los focos, como Tailandia o Manila, a los que salen menos en los medios, como Indonesia, Malasia, Camboya, Birmania o aquí, Vietnam. —(El nombre de uno de los establecimientos del señor Dong, por el que pasé, me hace gracia porque se llama Ruby, como la escort de los bunga-bunga de Berlusconi.)

Asia no es la única meta de estos curas, pero sí una de las preferidas por todos los excluidos de la sexualidad normada, ya que el anonimato y la discreción que brindan son inigualables. África, Suramérica (por ejemplo, la República Dominicana, donde una importante trama de curas gais se ha descrito en un libro) y Europa del Este también tienen sus adeptos, sin olvidar Estados Unidos, matriz de todos los Stonewell unipersonales. Allí se les puede ver bronceándose en las playas de P’Town, alquilando un bungalow en los «Pines» o un Airbnb en los gayborhoods de Hell’s Kitchen, Boystown o Fort Lauderdale. Un cura francés me dice que después de haber visitado metódicamente esos barrios guppies (gay-yuppies) y posgay estadounidenses, lamentó que hubiera «demasiada mezcla» y demasiado poca «gaitud».

Tiene razón: hoy el porcentaje de homosexuales seguramente es más alto en el Vaticano «enclosetado» que en el Castro posgay.

Los hay, por último, que prefieren quedarse en Europa para hacer la ronda de los clubes gais de Berlín, frecuentar las noches sadomasoquistas de sitios como The Church o el Amsterdam, no perderse la closing de Ibiza y luego celebrar en Barcelona su birthday, que se convierte en un birthweek. Estos lugares, más cercanos, no por ello son menos clandestinos. (Utilizo siempre ejemplos concretos relacionados con nuncios o sacerdotes que me han descrito su turismo sexual sobre el terreno.)

Así es como se concreta otra regla de Sodoma, la undécima:

La mayoría de los nuncios son homosexuales, pero su diplomacia es esencialmente homófoba. Denuncian lo que son. En cuanto a los cardenales, obispos y sacerdotes, ¡cuanto más viajeros, más sospechosos acaban siendo!

El nuncio La Païva, del que ya he hablado, no incumple esta regla. ¡Él también es un buen espécimen! ¡Y de qué especie! Este arzobispo es genio y figura. Y evangeliza. Es de los que, en el vagón de un tren casi desierto o en los asientos de un autobús vacío, irá a sentarse junto a un efebo que viaja solo para tratar de traerlo a la fe. También está dispuesto a corretear por la calle, como le he visto, con esa pinta que recuerda al famoso nuncio del escultor Fernando Botero —gordo, orondo y colorado—, si eso le permite trabar conversación con un seminarista que le hace tilín.

Al mismo tiempo, La Païva es atractivo, pese a su temperamento reaccionario. Cuando vamos al restaurante en Roma quiere que me ponga camisa y chaqueta, aunque en la calle estemos a treinta grados. Una noche incluso me hizo una escena porque mi look grunge no le gustaba «nada de nada» y tenía que afeitarme bien. La Païva me abronca:

—No entiendo por qué los jóvenes de hoy se dejan barba.

(Me gusta que La Païva me llame joven.)

—No me dejo barba, Excelencia. Tampoco estoy mal afeitado. Es lo que se llama barba de tres días.

—¿Es por vagancia? ¿Es eso?

—Creo que me hace más guapo. Me afeito cada tres o cuatro días.

—Le prefiero imberbe, ¿sabe?

—El Señor también era barbudo, ¿no?

Pienso en el retrato de Cristo de Rembrandt (Christuskopf, un cuadrito que he visto en la Gemäldegalerie de Berlín), el más guapo de todos, quizá: tiene facciones finas y frágiles, cabello largo despeinado y una barba larga y desigual. En un Cristo grunge, justamente, ¡solo le falta llevar unos vaqueros rotos! Rembrandt lo pintó con un modelo anónimo vivo, una novedad en la pintura religiosa de la época, seguramente un joven de la comunidad judía de Ámsterdam. De ahí su humanidad, su sencillez. La vulnerabilidad de Cristo me impresiona, como impresionó a François Mauriac, que tanto amaba este cuadro y que, como todos nosotros, se enamoró de él.



Los nuncios, los diplomáticos y los obispos con los que me crucé en la Domus Internationalis Paulus VI son los soldados del papa repartidos por el mundo. Desde que fue elegido Juan Pablo II, su acción internacional ha sido innovadora, paralela a la política de grandes Estados y particularmente favorable a los derechos del hombre, la abolición de la pena de muerte, el desarme nuclear y los procesos de paz. En fechas más recientes, Francisco ha dado prioridad a la defensa del medio ambiente, el acercamiento entre Estados Unidos y Cuba y la pacificación con las FARC en Colombia.

—Es una diplomacia de la paciencia. El Vaticano no renuncia nunca, ni siquiera cuando las demás potencias tiran la toalla. Y cuando todo el mundo se va de un país, por ejemplo a causa de una guerra, los nuncios se quedan bajo las bombas. Se vio en Irak y más recientemente en Siria —destaca Pierre Morel, que fue embajador de Francia en la santa sede.

Morel me explica con detalle, durante varias conversaciones en París, el funcionamiento de esta diplomacia vaticana, con las funciones específicas de los nuncios, de la Secretaría de Estado, de la Congregación para las Iglesias Orientales, la función del «papa rojo» (el cardenal encargado de la «evangelización de los pueblos», es decir, del tercer mundo), del «papa negro» (el superior general de los jesuitas) y, por último, las «diplomacias paralelas». La Secretaría de Estado coordina toda la organización y marca el rumbo.

Este aparato diplomático, eficaz y desconocido, también fue puesto al servicio de una cruzada ultraconservadora y homófoba por Juan Pablo II y Benedicto XVI. Se puede narrar a través de dos nuncios emblemáticos que ocuparon el cargo de observador permanente del Vaticano en las Naciones Unidas: el arzobispo Renato Martino, hoy cardenal, y el nuncio Silvano Tomasi.



Cuando llego al domicilio de Renato Raffaele Martino, en la Vía Pfeiffer de Roma, a dos pasos del Vaticano, un filipino de entre veinte y treinta años, quintaesencia de la belleza asiática, me abre la puerta con una amplia sonrisa. Me acompaña sin pronunciar palabra al salón del cardenal, donde el prelado se reúne conmigo.

De repente no es un Renato Martino el que tengo ante mí, sino una docena. Estoy literalmente rodeado de retratos del cardenal, tamaño natural, pintados bajo todos los ángulos, a veces expuestos en paneles, que el nuncio ha colgado en todas las paredes y rincones de su vivienda.

Comprendo que a sus 86 años el cardenal esté orgulloso de todo lo que ha hecho desde que el gran Agostino Casaroli le ordenara obispo, y que tenga un alto concepto de sí mismo. Al fin y al cabo ha peleado con uñas y dientes para obstaculizar la lucha contra el sida en los cinco continentes y además con cierto éxito, y eso no lo hace cualquiera. Pero me digo que tantos retratos de sí mismo a la vez, de pie y de colores, tantas erecciones de estatuas, rozan el ridículo.

Lo que sigue es lo que cabía esperar. El anciano elude contestar francamente a mis preguntas, aunque, como la mayoría de los nuncios, se expresa en un francés impecable, pero se afana en enseñarme su morada. Martino me dice que durante su larga carrera de nuncio ha visitado 195 países; de estos viajes se ha traído un sinfín de objetos que ahora me enseña en el comedor, en la capilla privada, en el pasillo interminable, en los diez dormitorios y en la terraza panorámica, que tiene una hermosa vista sobre la Roma católica. El tamaño de su mansión es por lo menos quince veces mayor que la cámara del papa Francisco.

Es un museo, un verdadero gabinete de curiosidades (digamos que de cachivaches religiosos). El cardenal me enseña, una tras otra, sus 38 condecoraciones, sus 200 medallas grabadas con su nombre, los 14 títulos de doctor honoris causa y los 16 retratos suyos. También veo pañuelos con escudo, baratijas, elefantes en miniatura desportillados, un bonito panamá de colonialista y, adornando las paredes, certificados otorgados a «Su Eminencia reverendísima» con la efigie de no sé qué extraña orden de caballería (la de San Javier, puede ser). Y mientras caminamos en fila entre esas reliquias y esos grisgrises, me doy cuenta de que el paje filipino nos mira desde lejos, con desolación y una apatía irritada; cuántas veces no habrá visto esas procesiones.

En el gran caravanserrallo que es su casa, una leonera, veo ahora al cardenal en foto a lomos de un elefante, en compañía de un efebo; aquí posa confiadamente con un compañero tailandés y allí con unos jóvenes laosianos, malasios, filipinos, singapurenses y tailandeses, gratos representantes de países donde ha sido vicenuncio, pronuncio o nuncio. Está claro que Martino ama Asia. Y su pasión por los elefantes está exhibida con profusión en todos los rincones de su morada.

Según dos fuentes diplomáticas, la «creación» de Martino como cardenal por Juan Pablo II fue larga y estuvo plagada de obstáculos. ¿Tenía enemigos? ¿Falta de straightness? ¿Demasiados gastos, demasiados rumores sobre él? Sea como fuere, tuvo que esperar durante varios consistorios. Cada vez que la fumata no era blanca, a Martino le daba un bajón. Porque además había comprado, y bien caros, el birrete, el capelo, la muceta roja y el anillo de zafiro, sin esperar a dicha creación. La comedia humana duró varios años, y la capa de seda muaré y adamascada con hilo de oro estaba casi carmesí cuando el nuncio, frisando los 71 años, fue elevado por fin a la púrpura. (En su Testimonianza, monseñor Viganò «saca del armario» claramente a Martino acusándole de pertenecer a la «corriente homosexual partidaria de subvertir la doctrina católica acerca de la homosexualidad» de la curia, algo tajantemente desmentido por sus amigos en un comunicado.)

En la capilla del cardenal, esta vez, en medio de los medallones, los retratos de Martino y los amuletos, esmeradamente protegidos del sol por unas cortinas de ribetes dorados, descubro la santa trinidad de artistas LGBT: Leonardo da Vinci, Miguel Ángel y Caravaggio. En este lugar más íntimo cada uno de estos homosexuales notorios tiene derecho a una reproducción mutilada de una de sus obras. Hablamos como de pasada de su chico para todo filipino, y Martino, que al parecer no ha captado adónde yo quería llegar, pone los ojos en blanco y me hace una semblanza idílica del muchacho y me aclara que, en realidad, para servirle, tiene a «dos filipinos», y que los prefiere con creces a las tradicionales monjitas. Se comprende.



El Antiguo Testamento, como es sabido, está lleno de personajes más subidos de color, más aventureros y también más monstruosos que el Nuevo. El cardenal Renato Martino es, a su manera, un personaje de las Viejas Escrituras. Sigue siendo presidente honorario del Dignitatis Humanae Institute, una asociación católica de extrema derecha y un lobby político ultraconservador dirigido por el inglés Benjamin Harnwell. Si en este libro hay una organización estructuralmente homófoba, es esta, y Renato Martino es su brújula.

En los 195 países que ha visitado, en las embajadas donde ha sido nuncio, y como «observador permanente» de la santa sede en las Naciones Unidas durante dieciséis años (de 1986 a 2002), Renato Martino fue un gran defensor de los derechos humanos, un militante exaltado contra la interrupción voluntaria del embarazo y un ferviente opositor a los derechos de los gais y al uso del preservativo.

En la ONU Renato Martino fue el portavoz principal de Juan Pablo II y tuvo que aplicar la línea del papa. Su margen de maniobra, como el de todos los diplomáticos, era reducido. Pero según más de una veintena de testimonios que recogí en Nueva York, Washington y Ginebra, entre ellos los de tres embajadores en la ONU, Martino asumió su misión con una parcialidad, con una animosidad personal contra los homosexuales tan fuerte que ese odio resultaba sospechoso.

—El señor Martino no era un diplomático normal —me explica un embajador que fue su homólogo en Nueva York—. Nunca vi a nadie tan binario. Como observador permanente de la santa sede en la ONU, tenía dos caras y su línea política tenía claramente dos varas de medir. Su actitud en materia de derechos humanos era humanista, la clásica de la santa sede, y siempre muy moderada. Era un gran defensor de la justicia, de la paz y, lo recuerdo en especial, del derecho de los palestinos. Y luego, de repente, cuando se abordaba la cuestión de la lucha contra el sida, el aborto o la despenalización de la homosexualidad, se volvía maniqueo, obsesivo y vengativo, como si le afectara personalmente. ¡Sobre los derechos humanos su postura era similar a la de Suiza o Canadá, y de pronto, sobre la cuestión gay y el sida, hablaba como Uganda y Arabia Saudí! Y de hecho, el Vaticano hizo después una alianza contra natura, a mi entender, con Siria y Arabia Saudí sobre la cuestión de los derechos de las personas homosexuales. ¡Martino era el doctor Jekyll y Mr. Hyde!



Otro diplomático del Vaticano, Silvano Tomasi, desempeñó un papel parecido en Suiza. Si en Nueva York está la prestigiosa representación permanente de las Naciones Unidas y su Consejo de Seguridad, es en Ginebra donde se encuentran la mayoría de las agencias de las Naciones Unidas que intervienen en asuntos de derechos humanos y lucha contra el sida, a saber: el Alto Comisionado para los Derechos Humanos, la Organización Mundial de la Salud, la ONUSIDA, el Fondo Mundial de Lucha contra el Sida y, por supuesto, el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. El Vaticano está representado en todas estas agencias por un solo «observador permanente» sin derecho a voto.

Cuando me reúno con Silvano Tomasi en el Vaticano, donde me recibe en una pausa del encuentro internacional que se celebra en la sala de audiencias pontificias Pablo VI, el prelado se disculpa por no poder dedicarme mucho tiempo. Al final hablaremos durante más de una hora y no por ello se perderá la continuación de la conferencia a la que debía asistir.

—Hace poco el papa Francisco, dirigiéndose a los nuncios apostólicos, nos ha dicho que la nuestra debía ser una vida de gypsies(«gitanos») —me dice Tomasi en inglés.

Por tanto, Tomasi ha recorrido el mundo como un saltimbanqui, un nómada, un gitano, como todos los diplomáticos. Fue embajador del Vaticano en Etiopía, en Eritrea y en Yibuti antes de dirigir el Pontificio Consejo para la Pastoral de los Migrantes e Itinerantes.

—Los refugiados y los migrantes son la prioridad del papa Francisco. Se interesa por las periferias, por los que están al margen de la sociedad, por las personas desplazadas. Quiere ser una voz para los que no tienen voz —me dice Tomasi.

Extrañamente, el nuncio tiene triple nacionalidad: es italiano, nacido al norte de Venecia en 1940, ciudadano del Estado del Vaticano como nuncio y estadounidense.

—Llegué a Nueva York con dieciocho años. Fui un estudiante católico en Estados Unidos, defendí mi tesis en la New School de Nueva York y durante mucho tiempo fui sacerdote en Greenwich Village.

El joven Silvano Tomasi se ordenó en la misión de San Carlos Borromeo, creada a finales del siglo xix con la finalidad principal de evangelizar el Nuevo Mundo. En los años sesenta ejerció su ministerio en la parroquia neoyorquina Our Lady of Pompeii, dedicada a los inmigrantes italianos, una iglesia del Village en la esquina de Bleecker Street y la Sexta Avenida.

Es un barrio que conozco bien, pues viví en Manhattan varios años. Está a cinco minutos a pie de Stonewall Inn. Fue allí, en junio de 1969, justo cuando el joven Silvano Tomasi se mudó al barrio, donde nació el movimiento homosexual estadounidense en una noche de disturbios. Cada año se conmemora en todo el mundo este acontecimiento con el nombre de Gay Pride. En los años setenta Greenwich Village pasó a ser el lugar simbólico de la liberación homosexual, y fue allí donde el joven prelado ejerció su misión evangélica, entre los hippies, los travestis y los activistas gais que tomaron el barrio por asalto.

Durante nuestra conversación hablamos del Village y de su fauna LGBT. Silvano Tomasi, que no tiene un pelo de tonto, mide bien sus palabras y se muestra muy precavido; no se va a dejar enredar.

—Verá: ¡hablamos como amigos, me hace decir cosas y luego usted se queda solamente con lo que deje en mal lugar a la Iglesia, como todos los periodistas! —me dice Tomasi riendo, y sigue hablando por los codos.

(La entrevista se formalizará oficialmente a través del servicio de prensa del Vaticano y el prelado sabe que está grabada, porque utilizo un Nagra bien visible.)

Después de correr mucho mundo, el nuncio Silvano Tomasi terminó su carrera como «observador permanente» de la santa sede en la ONU de Ginebra. Aquí, entre 2003 y 2016, puso en práctica la diplomacia de los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI.

Por tanto, durante más de diez años el jefe de la diplomacia vaticana, pese a haber conocido bien Greenwich Village, aplicó una política tan obsesivamente antigay como la de su colega Renato Martino en Nueva York. Los dos nuncios, de común acuerdo, desplegaron una energía considerable para tratar de torpedear las iniciativas encaminadas a la despenalización internacional de la homosexualidad y del uso del preservativo. No ahorraron esfuerzos para oponerse a todos los proyectos en este sentido de la OMS, ONUSIDA o el Fondo Mundial de Lucha contra el Sida, como me confirman varios responsables de estas agencias de las Naciones Unidas con quienes hablé en Ginebra, entre ellos el director general de ONUSIDA Michel Sidibé.

Al mismo tiempo, ambos nuncios se mostraron muy discretos sobre los casos de abusos sexuales de los curas que en esos años ya se contaban por miles. Dos varas de medir, en suma.

—Un buen diplomático es el que representa bien a su gobierno. En este caso, para el Vaticano, un buen nuncio apostólico es el que se mantiene fiel al papa y a las prioridades que este defiende —me suelta Tomasi para justificar su actuación en Ginebra con estricta obediencia a la línea impuesta por Juan Pablo II.



En 1989, por primera vez, ante una asamblea de médicos e investigadores reunidos en el Vaticano, el papa dedica un discurso al tema del sida. En 1987 ya se le había visto abrazar a un niño condenado a muerte por el virus, y en el mensaje navideño de 1988 había pedido compasión con las víctimas de la epidemia, pero todavía no se había expresado públicamente sobre el asunto. Esta vez Juan Pablo II declara:

Aparece profundamente lesivo de la dignidad de la persona, y por ello moralmente ilícito, propugnar una prevención de la enfermedad del SIDA basada en el recurso a medios y remedios que violan el sentido auténticamente humano de la sexualidad y son un paliativo para aquellos malestares profundos donde se halla comprometida la responsabilidad de los individuos y de la sociedad.

Aunque el papa no menciona el preservativo como tal (no lo hará nunca), esta primera declaración provoca un fuerte desasosiego en todo el mundo. En septiembre de 1990 y otra vez en marzo de 1993 repite el mismo planteamiento, esta vez en suelo africano, primero en Tanzania y luego en Uganda, dos de los países más afectados por la pandemia. Allí afirma una vez más que «la restricción sexual impuesta por la castidad es el único método seguro y virtuoso de acabar con la plaga trágica del sida». El papa no tolera ninguna excepción a su regla, ni siquiera en el caso de parejas casadas asintomáticas, en un momento en que uno de cada ocho ugandeses está infectado por el virus.

Estas posiciones provocaron un fuerte rechazo no solo de la comunidad científica y médica, sino también de cardenales influyentes como Carlo Maria Martini y Godfried Danneels (el arzobispo de París, Jean-Marie Lustiger, con una casuística inimitable, defendió la posición de Juan Pablo II pero proponiendo excepciones como «mal menor»).

En la ONU Renato Martino emprendió una campaña virulenta contra el sexo seguro y el recurso al preservativo. En 1987, cuando un comité de obispos estadounidenses publicó un documento que daba a entender la necesidad de informar a la población sobre el modo de protegerse, Martino recurrió a las altas instancias para que se prohibiera el texto. Después se movió para que la prevención del sida no figurase en los documentos o declaraciones de la ONU. Un poco después utilizó un artículo supuestamente científico, difundido masivamente por el cardenal López Trujillo, que alertaba de los peligros del «sexo seguro» y citaba muchos casos de contagios en relaciones sexuales protegidas. Todavía en 2001, poco antes de terminar su misión, cuando la Conferencia Episcopal de África del Sur publicó una carta pastoral que justificaba el uso del preservativo por las parejas casadas asintomáticas, Martino se movió por última vez para silenciar a los obispos surafricanos.



«El preservativo agrava el problema del sida.» La frase es una de las más célebres del pontificado de Benedicto XVI, aunque en realidad está deformada. Recordemos brevemente el contexto y las palabras exactas. El 17 de marzo de 2009 el papa vuela a Yaundé, en Camerún. Es su primer viaje a África. En el avión de Alitalia toma la palabra en una conferencia de prensa que se ha preparado cuidadosamente. Un periodista francés le hace una pregunta que estaba preparada. En su respuesta, después de elogiar la acción meritoria de los católicos en la lucha contra el sida en África, Benedicto XVI añade que el dinero no basta para vencer la enfermedad: «Si no hay alma, si los africanos no se ayudan, no se podrá resolver este flagelo repartiendo preservativos; al contrario, eso puede agravar el problema».

—Si somos sinceros, debemos reconocer que la respuesta del papa, tomada en conjunto, es bastante coherente. El único problema es esa frase, la idea de que el preservativo es «peor», de que «agrava» las cosa. El error es solo esa idea de «peor» —reconoce Federico Lombardi, el portavoz de Benedicto XVI.

(Lombardi, que estaba al lado del papa en el avión, me confirma que la pregunta sobre el sida se había aprobado y preparado de antemano.)

La frase provocó un gran revuelo en cinco continentes. A Benedicto XVI le llovieron críticas, se burlaron de él, incluso le ridiculizaron. Presidentes de muchos países, primeros ministros y un gran número de médicos de renombre mundial, a menudo católicos, denunciaron por primera vez esas «palabras irresponsables». Varios cardenales lo vieron como una «torpeza» o un «error». Otros, como la asociación Act Up, acusaron al papa de ser, simple y llanamente, «un criminal».

—Los obispos y sacerdotes que ya tenían un lenguaje contrario a los preservativos se consideraron respaldados por la frase de Benedicto XVI y redoblaron las homilías en sus iglesias contra la lucha contra el sida. Muchos de ellos, por supuesto, afirmaron que le enfermedad era un castigo de Dios a los homosexuales —me explica un cura africano que también es diplomático en la santa sede (y al que conozco casualmente en un café del Borgo romano).

Estos curas y obispos católicos a menudo hicieron causa común con los pastores estadounidenses homófobos, los evangelistas o los imanes que se oponían a los derechos de los gais y al preservativo como método de lucha contra el sida.

Según este diplomático del Vaticano, una de las misiones principales de los nuncios destinados en África era vigilar a los obispos y sus planteamientos sobre la homosexualidad y el sida. Debían informar a la santa sede de cualquier «desviación». Durante los papados de Juan Pablo II y Benedicto XVI bastaba con que un cura aprobase el reparto de preservativos o se mostrase favorable a la homosexualidad para que perdiera toda esperanza de llegar a obispo.

La famosa abogada Alice Nkom me explica que en su país, Camerún, donde he investigado, «se ha desatado una verdadera caza al homosexual». Y me informa de que el obispo Samuel Kléda se ha mostrado favorable a criminalizar la homosexualidad y pretende castigar a los enfermos de sida. En Uganda, donde han asesinado a un activista gay, el arzobispo católico Cyprian Lwanga es contrario a que se despenalice la homosexualidad. En Malawi, Kenia y Nigeria los representantes de la Iglesia católica han hecho pronunciamientos contra los homosexuales y los preservativos (dato confirmado por un informe detallado de Human Rights Watch transmitido al papa Francisco en 2013).

—Es una política moralmente injusta con efectos contraproducentes —me confirma durante una entrevista en Ginebra el maliense Michel Sidibé, director general de la agencia de las Naciones Unidas ONUSIDA—. En el África subsahariana el virus del sida se propaga sobre todo con las relaciones heterosexuales. De modo que, basándonos en las cifras, podemos afirmar que las leyes homófobas, además de atentar contra los derechos humanos, son completamente ineficaces. Cuanto más se esconden los homosexuales, más vulnerables son. A fin de cuentas, si los condenamos, nos arriesgamos a frenar la lucha contra el sida y multiplicar los contagios entre la población vulnerable.

De entre los prelados africanos homófobos, que son muchos, hay dos cardenales que llevan la voz cantante. En los últimos años no han ahorrado diatribas contra el preservativo y contra los gais: el surafricano Wilfrid Napier y el guineano Robert Sarah, elevados a la púrpura por Juan Pablo II y Benedicto XVI en una época en que ser homófobo era un plus en el currículum. Después Francisco les marginó a los dos.



Antes de ser homófobo, Wilfrid Napier fue un defensor de los derechos humanos durante mucho tiempo. Su trayectoria habla por él: el actual arzobispo de Durban fue un militante activo de la causa de los negros y del proceso democrático surafricano. Al frente de la Conferencia Episcopal de África del Sur tuvo un papel determinante en las negociaciones para acabar con el apartheid.

Sin embargo, Napier se opuso a las propuestas de Nelson Mandela de despenalizar la homosexualidad, introducir la noción de «orientación sexual» en la constitución del país y, más tarde, autorizar el matrimonio entre personas del mismo sexo.

Varios testimonios que recogí en Johannesburgo, Soweto y Pretoria describen a Napier como un «verdadero homófobo» y un «militante radical contra el preservativo». En 2013 el arzobispo de Durban criticó las propuestas de ley a favor del matrimonio gay que proliferaban por el mundo: «Es una nueva forma de esclavitud. Y Estados Unidos nos dice: “No habrá dinero si no repartís preservativos y no legalizáis la homosexualidad”». (Cabe recordar aquí que el matrimonio gay se adoptó en Suráfrica antes que en Estados Unidos.)

Estas tomas de posición provocaron vivas reacciones. El arzobispo anglicano Desmond Tutu, premio Nobel de la paz, se opuso frontalmente a Napier (sin nombrarle) y denunció a las Iglesias que estaban «obsesionadas por la homosexualidad» cuando había un grave problema de sida. Tutu comparó en varias ocasiones la homofobia con el racismo y llegó a afirmar: «Si Dios fuera homófobo, como pretenden algunos, yo no rezaría a ese Dios».

El escritor Peter Machen, director del festival de cine de Durban, también criticó al cardenal Napier con fuertes alusiones: «Isn’t it a little hard to tell, Archbishop, (who is gay) when most of your colleagues wear dresses?» («¿No es un poco difícil decir, arzobispo, quién es homosexual, cuando la mayoría de sus colegas llevan vestidos [de mujer]?»).

Napier se prodiga en declaraciones contra los gais y denuncia, por ejemplo, «la actividad homosexual» dentro de la Iglesia, que según él es la causa de los abusos sexuales. «Alejarse de la ley de Dios siempre conduce a la desgracia», añade. Esta homofobia obsesiva de Napier genera reservas incluso en la propia Iglesia surafricana. Por ejemplo, los jesuitas de Johannesburgo criticaron las posiciones del cardenal en sus conversaciones privadas con el nuncio apostólico (según una fuente de primera mano) y aceptaron tácitamente, mirando para otro lado, el reparto de preservativos, como pude comprobar in situ.

El juez Edwin Cameron también se mostró crítico. Este amigo de Nelson Mandela, uno de cuyos hijos murió de sida, es una de las figuras más respetadas de Suráfrica. Militante de la causa negra, se unió a la ANC en la época del apartheid, algo infrecuente para un blanco. Hoy es miembro del Tribunal Supremo del país y ha revelado que es seropositivo. Le entrevisté varias veces en Johannesburgo, donde Cameron me dijo, midiendo las palabras, lo que pensaba de Wilfrid Napier:

—Los que se preocupan de paliar la tragedia del sida en África o de proteger a las personas LGTBI en el continente se han tropezado con un adversario implacable en la persona del cardenal Wilfred Napier. Al oírle se siente una mezcla de angustia y desesperación. Ha utilizado su importante poder de prelado de la Iglesia romana católica para oponerse a los derechos de las mujeres, condenar los preservativos y rechazar cualquier protección jurídica de los homosexuales. Ha militado contra la despenalización de las relaciones sexuales entre dos hombres o dos mujeres adultos consintientes y, por supuesto, contra el matrimonio de parejas del mismo sexo. A pesar de esta obsesión, dice que no conoce a ningún homosexual. ¡Con eso nos ha juzgado e invisibilizado a la vez! Esta triste saga en la historia de nuestro país y esta página negra de la Iglesia católica en África ya se está acabando, eso espero, con el pontificado de Francisco.

Cabe precisar, por último, que el cardenal Wilfrid Napier se ha mostrado discreto sobre los abusos sexuales de la Iglesia católica, que en Suráfrica conciernen a decenas de sacerdotes. El arzobispo de Durban llegó a declarar, en una entrevista de la BBC, que no se debe «castigar» a los pedófilos porque «son enfermos, no criminales». Ante el revuelo provocado por sus palabras, el cardenal se disculpó y dijo que había sido un malentendido: «No puedo ser acusado de homofobia, eso está descartado, porque no conozco a ningún homosexual».



Robert Sarah es un homófobo de otra clase. Hablé de manera informal con él después de una conferencia, pero no pude entrevistarle oficialmente pese a mis repetidas peticiones. En cambio pude hablar varias veces con sus colaboradores, en especial con Nicolas Diat, el coautor de sus libros. El cardenal Fernando Filoni, que en el Vaticano se encarga de las cuestiones africanas, y un cura que vivió con Sarah cuando este era secretario de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, también me han informado.

Robert Sarah no nació católico, se convirtió. Creció en una tribu conanigue, a quince horas de taxi de la capital Conakry, y compartió sus prejuicios, sus ritos, sus supersticiones e incluso la cultura de la hechicería y los morabitos. Su familia es animista, su casa es de tierra batida, donde se duerme en el suelo. Así nació el relato del jefe de tribu Sarah.

La idea de convertirse al catolicismo para luego hacerse cura se gestó en contacto con los misioneros del Espíritu Santo. Ingresó en el seminario menor en Costa de Marfil y se ordenó sacerdote en Conakry en 1969, en un momento en que el dictador de Guinea, Seku Turé, lanzaba la persecución contra los católicos. En 1979, cuando metieron en la cárcel al arzobispo de la ciudad, Roma nombró en su lugar a Sarah, que se convirtió en el obispo más joven del mundo. El prelado mantuvo un pulso con el reciente dictador y eso le incluyó en la lista de las personas… envenenables.

La mayoría de las personas con quienes hablé dan fe de la valentía de Sarah durante la dictadura, así como de su conciencia de las relaciones de fuerza. Haciendo alarde de una modestia que disimulaba su ego extravagante, el prelado logró llamar la atención del entorno tan reaccionario como homófilo de Juan Pablo II, que admiraba su oposición a una dictadura comunizante tanto como sus posiciones rígidas sobre la moral sexual, el celibato de los curas, la homosexualidad y el preservativo.

En 2001 Juan Pablo II le llamó a su lado. Se marchó de África y se volvió «romano». Fue un hito en su carrera, que le puso al frente de la importante Congregación para la Evangelización de los Pueblos, el «ministerio» vaticano que se ocupaba de África.

—Conocí bien a Robert Sarah cuando llegó a Roma. Es un biblista. Era humilde y prudente, pero también adulador y cortesano con el cardenal prefecto que por entonces era Crescenzio Sepe. Trabajaba mucho. Y luego cambió —me cuenta un sacerdote especialista en África que estuvo con Sarah en el «Palazzo di propaganda».

Varios observadores se muestran sorprendidos del dúo incongruente formado por Crescenzio Sepe y Robert Salah, que eran como el agua y el aceite. El joven obispo servía sin rechistar a un cardenal llamado el «papa rojo», que tenía una vida muy animada y sería alejado de Roma por el papa Benedicto XVI.

—Sarah es un gran místico. Reza continuamente, como alucinado. Da miedo. De verdad que da miedo —me dice un cura.

En la trayectoria de Robert Sarah, demasiado estupenda para ser verdad, hay importantes zonas de sombra. Su afinidad con las ideas de extrema derecha de monseñor Lefebvre, excomulgado por el papa en 1988, sale con frecuencia a relucir. Sarah se formó en una escuela de misioneros cuya figura tutelar era entonces Marcel Lefebvre; luego, en Francia, frecuentó los ambientes integristas. ¿La proximidad de Sarah con la extrema derecha católica es un simple pecadillo de juventud, o ha dejado una huella profunda en sus ideas?

Otra zona de sombra es la falta de idoneidad litúrgica y teológica del cardenal, que reclama la misa en latín ad orientem sin tener el nivel requerido. Ultraelitista (porque reclamar el latín aunque se hable mal es un modo de situarse por encima de la masa) y filisteo. Se han criticado mucho sus escritos sobre san Agustín, santo Tomás de Aquino y la Reforma, y sus elucubraciones contra los filósofos de la Ilustración denotan «un arcaísmo que sitúa la superstición por delante de la razón», según un teólogo. Quien añade:

—¿Por qué remontarse a antes del concilio Vaticano II pudiendo volver a la Edad Media?

Otro profesor y teólogo francés que vive en Roma y ha publicado muchos libros de referencia sobre el catolicismo me explica, a lo largo de tres entrevistas:

—Sarah es un teólogo de gama baja. Su teología es muy pueril: «Rezo, luego sé». Abusa de los argumentos de autoridad. Ningún teólogo digno de este nombre puede tomarle demasiado en serio.

El ensayista francés Nicolas Diat, próximo a la derecha reaccionaria, que ha escrito tres libros con Sarah, sale en defensa del cardenal las tres veces que comemos juntos en París:

—El cardenal Sarah no es un «carca», como se quiere hacer creer. Es un conservador. Empezó siendo un jefe tribal, no hay que olvidar eso. Yo le considero un santo con una enorme piedad.

Un santo al que algunos critican por sus amistades, su tren de vida y sus conexiones africanas. Defensor incondicional del continente negro, en sus declaraciones públicas Sarah ha restado importancia al comportamiento de algunos prelados africanos, como los de la Conferencia Episcopal de Malí o los que el cardenal-arzobispo de Bamako colocaba en cuentas secretas suizas (reveladas por el escándalo SwissLeaks).

A lo que cabe añadir un extraño misterio editorial que he descubierto. Las ventas en librería de los libros del cardenal Sarah no alcanzan a las cifras que se pregonan. No es raro, desde luego, que un autor «infle» un poco sus cifras de venta por vanidad. Pero en este caso los «250.000 ejemplares» anunciados por la prensa multiplican unas diez veces las ventas reales en librería. El «éxito sin precedentes» del cardenal es una exageración. Los libros del cardenal Sarah solo se venden medianamente bien en Francia: a finales de 2018 se vendieron 9.926 ejemplares de Dieu ou rien (Dios o nada) en primera edición de formato normal y de La Force du silence (La fuerza del silencio)16.325, pese al curioso prólogo del papa jubilado Benedicto XVI (según las cifras de la base de datos de la edición francesa Edistat). Las ventas en Amazon tampoco son muy allá. Y aunque se añada la difusión en las parroquias y los seminarios, mal reflejadas en las estadísticas de la edición, y las ediciones de bolsillo (tan solo 4.608 ejemplares de La Force du silence), seguimos lejos de los «cientos de miles de ejemplares» que se anuncian. En el extranjero encontramos la misma fragilidad, y sobre todo un número de traducciones inferior al que han escrito por ahí algunos periodistas.

¿Cómo se explica este hiatus? Indagando en la editorial francesa de Sarah descubrí el pastel. Según dos personas que conocieron esas negociaciones delicadas, ciertos mecenas de fundaciones compraron «al por mayor» decenas de miles, cuando no cientos de miles, de ejemplares, que se repartieron gratuitamente, sobre todo en África. Esas bulk sales o ventas directas son totalmente ilegales. Al contribuir artificialmente a «inflar» las cifras de ventas, favorecen tanto a editores como a autores. A los primeros les sale muy a cuenta, porque puentean a distribuidores y libreros, y el beneficio de los autores es aún mayor, porque cobran a porcentaje (en algunos casos se añaden cláusulas al contrato de edición para renegociar los derechos, si en el inicial no se habían tomado en consideración estas ventas paralelas). Es posible que las versiones inglesas de los libros de Sarah se hayan publicado en condiciones parecidas. La editorial, católica y conservadora, es conocida por sus campañas contra el matrimonio homosexual: Ignatius Press de San Francisco.

De fuentes diplomáticas coincidentes se confirma que cierta cantidad de libros de Sarah se han repartido gratuitamente en África, en Benin, por ejemplo. Yo mismo vi en un centro diplomático cultural francés pilas de cientos de libros del cardenal envueltos en plástico.

¿Quién apoya la campaña del cardenal Sarah y, llegado el caso, estas distribuciones de libros? ¿Cobra algún tipo de subvención, europea o estadounidense? Lo cierto es que Robert Sarah tiene vínculos con asociaciones ultraconservadoras católicas y en especial con Dignitatis Humanae Institute (me lo confirma Benjamin Harnwell, su director). En Estados Unidos Sarah se relaciona sobre todo con tres fundaciones, el Becket Fund of Religious Liberty, los Chevaliers de Colomb y el National Catholic Prayer Breakfast, donde ha pronunciado una conferencia. En Europa Robert Sarah también puede contar con el apoyo de los Chevaliers de Colomb, sobre todo en Francia, y con la amistad de una multimillonaria de la que ya hemos hablado en este libro, la princesa Gloria von Thurn und Taxis, la riquísima monárquica alemana. Durante una entrevista en su castillo de Ratisbona, en Baviera, Gloria TNT me confirma:

—Aquí siempre hemos invitado al clero, eso forma parte de nuestra herencia católica. Recibo a conferenciantes llegados de Roma. Estoy muy comprometida con la Iglesia católica y me encanta invitar a conferenciantes como el cardenal Robert Sarah. Presentó su libro aquí en Ratisbona y yo invité a la prensa, fue una velada magnífica. Todo eso forma parte de mi vida social.

En las fotos de la recepción mundana se ve a la princesa Gloria TNT al lado de Robert Sarah y su coautor Nicolas Diat, el cardenal Gerhard Ludwig Müller, el sacerdote Wilhelm Imkamp y Georg Ratzinger, hermano del papa (la edición alemana del libro está prologada por Georg Gänswein). En una palabra: los cabecillas del llamado «das Regensburger Netzwerk» («la red de Ratisbona»).

Robert Sarah también mantiene vínculos con la organización de Marguerite Peeters, una militante extremista belga, homófoba y antifeminista. Entre otras cosas Sarah ha prologado un libelo de Peeters contra la teoría de género, cuya edición fue sufragada casi completamente por la autora. En el prólogo leemos:

La homosexualidad es un sinsentido frente a la vida conyugal y familiar. Es, como mínimo, pernicioso recomendarla en nombre de los derechos humanos. Imponerla es un crimen contra la humanidad. Y es inadmisible que los países occidentales y las agencias de la ONU impongan a los países no occidentales la homosexualidad y todas sus depravaciones morales […]. Promover la diversidad de las «orientaciones sexuales» en tierra africana, asiática, oceánica o suramericana es arrastrar al mundo a un total aberración antropológica y moral: ¡hacia la decadencia y la destrucción de la humanidad!

¿De dónde saca Sarah tantos recursos? No lo sabemos. Pero recordamos algo que, según cuentan, les dijo el papa Francisco a ciertos cardinales de la curia romana: «Está Dios y está el Dios del dinero».

Último misterio: los allegados al cardenal no dejan de sorprender a los observadores. Sarah viaja y trabaja rodeado de gais. Uno de sus estrechos colaboradores es un gay de extrema derecha muy conocido por sus coqueteos nada tímidos. Y cuando Sarah era secretario de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, en una de las viviendas del dicasterio se organizaban saraos homosexuales. Pero en el Vaticano la gente sigue bromeando sobre esa época insólita en que los private dancers y las chemsex parties («orgías químicas») eran tan frecuentes bajo el ministerio del «papa rojo».

—¿Acaso podía ignorar Sarah la vida disoluta de ciertos curas de la Congregación y las fiestas desvergonzadas que se celebraban en el edificio donde vivía y trabajaba? —se pregunta, visiblemente abrumado, un cura que por entonces vivía en ese ministerio (y con quien hablé en Bélgica).

Hoy en día quienes conocen bien la curia también destacan la proximidad profesional de Sarah con un monsignore al que pillaron en un escándalo de corrupción relacionado con la contratación de prostitutos. La prensa se burló de este prelado y luego le acusó de pertenecer a una trama de prostitución gay. El monsignore, sancionado por el papa, desapareció para reaparecer luego milagrosamente en el equipo vaticano de Sarah (su nombre todavía figura en el Annuario Pontificio).

—El cardenal más antigay de la curia romana está rodeado de homosexuales. Se exhibe con ellos en las redes sociales. En Roma o en Francia, adonde viaja con frecuencia, se le ve acompañado de gais muy activos y practicantes —dice, muerto de risa, un periodista francés que le conoce bien.

El papa Francisco también conoce bien a este Sarah. Porque si el cardenal, en público, expresa su admiración por el papa, en privado le critica agriamente. Cuando da conferencias sus allegados le presentan como «uno de los más próximos consejeros del papa» para atraer al público y vender sus libros, pero en realidad es uno de sus enemigos más implacables. Francisco, que nunca se ha dejado engañar por cortesanos obsequiosos e hipócritas redomados, le sanciona regularmente con una pérfida severidad. Hace mucho que Sarah no está en olor de santidad en el Vaticano.

—La técnica del papa contra Sarah es lo que yo llamaría la tortura china: en vez de echarle sin más, se le humilla poco a poco, privándole de recursos y de colaboradores, marginándole, desmintiendo sus palabras o negándole audiencia… hasta que al final llega el harakiri. Es una técnica perfeccionada por [Raymond] Burke y [Ludwig] Müller. A Sarah le llegará su turno a su debido tiempo —me indica un sacerdote de la curia que pertenece al círculo del cardenal Filoni.

La tortura china ya está funcionando. Creado cardenal por Benedicto XVI en 2010, Robert Sarah encabeza el poderoso Pontificio Consejo Cor Unum, que se ocupa de las organizaciones caritativas católicas. En él se ha mostrado sectario y más preocupado por la evangelización que por la filantropía. El papa Francisco, desde su elección, le margina por haber ejercido su misión caritativa de manera demasiado poco compasiva. Fase I de la tortura china: ¡en vez de destituirle, el papa reorganiza la curia y disuelve todo el Pontificio Consejo Cor Unum dejando a Sarah sin puesto! Premio de consolación: el cardenal, según la famosa técnica de promoveatur ut amoveatur(«promovido para ser removido»), pasa a dirigir la congregación llamada «del culto divino y de la disciplina de los sacramentos». También aquí da pasos en falso y se revela como un partidario incondicional del rito latino y de la misa ad orientem: el sacerdote debe celebrar la misa de espaldas, mirando a Oriente. El papa le llama al orden: etapa II de la tortura china. Etapa III: Francisco renueva de una sentada a 27 de los 30 cardenales del equipo que aconseja a Robert Sarah y, sin tomarse la molestia de consultarle, nombra en su lugar a sus favoritos. Etapa IV: Francisco le deja sin colaboradores. Se salvan las apariencias, pues Sarah sigue en su puesto, pero el cardenal queda marginado dentro de su propio «ministerio».

Después de permanecer mucho tiempo en la sombra, Sarah reapareció a cara descubierta en el sínodo de la familia promovido por Francisco. El africano no dudó en afirmar que el divorcio era un escándalo y las segundas nupcias de los divorciados un adulterio. En 2015 pronunció en el sínodo un discurso histérico en el que denunciaba, como si todavía

estuviera en su poblado animista, a la «bestia del Apocalipsis», un animal de siete cabezas y diez cuernos enviado por Satanás para destruir a la Iglesia. ¿Y quién era esa bestia diabólica que amenazaba a la Iglesia? Su discurso de 2015 era claro al respecto: se trataba de la «ideología del género», las uniones homosexuales y el lobby gay. Y el cardenal, rizando el rizo, comparó esta amenaza LGBT… con el terrorismo islámico: eran dos caras de la misma moneda, según él «dos bestias del apocalipsis» (le cito aquí a partir de la transcripción oficial que obra en mi poder).

Al comparar a los homosexuales con el Daesh, Sarah se pasó de la raya.

—Es un iluminado —resume severamente un cardenal próximo al papa, off the record.

Y un cura que participó en el sínodo me dice:

—Ya no se trata de religión, sino de un discurso típico de la extrema derecha. Es monseñor Lefebvre, no hay que buscar más lejos. Sarah es Lefebvre africanizado.

Lo realmente extraño es esa obsesión de Sarah con la homosexualidad. ¡Qué idea fija! ¡Qué psicosis sobre ese «apocalipsis»! En docenas de entrevistas oscurantistas el cardenal condena a los homosexuales o les suplica que se mantengan castos. Cuando está de buenas les propone a los menos frugales unas «terapias reparadoras» por los que abogan el cura psicoanalista Tony Anatrella y otros charlatanes, que les podrían «curar» para que volvieran a ser heterosexuales. Si una persona homosexual no consigue mantener la abstinencia, las terapias reparadoras pueden ayudarla: «En muchos casos, cuando la práctica de actos homosexuales aún no está estructurada, [estos homosexuales] pueden reaccionar positivamente a una terapia apropiada».

En el fondo, el cardenal cae en una suerte de esquizofrenia. En Francia llega a ser una de las figuras tutelares de la «Manif pour tous» sin ver que muchos de sus apoyos anti-gender son también puros racistas, que en la elección presidencial de 2017 llaman a votar a la extrema derecha de Marine Le Pen. El que defiende una visión absolutista de la familia se exhibe al lado de los que quieren reservar las ayudas familiares a los franceses «de pura cepa» y se oponen al reagrupamiento familiar de los padres africanos con sus hijos.

¿Imprudencia o provocación? Robert Sarah llega a prologar el libro de un tal Daniel Mattson, Why I Don’t Call Myself Gay (¿Por qué no me defino como gay?). El libro, de título vertiginoso, es significativo por lo que propone a los homosexuales: ni caridad ni compasión, sino la abstinencia total. Sarah da a entender que ser homosexual no es un pecado si se permanece en la continencia. «¿Acaso Jesús no dijo, ante una adúltera, “No te condeno, ve y no vuelvas a pecar”?» Este es el mensaje de Sarah, extrañamente parecido al de muchos pensadores y escritores católicos homosexuales que han valorado la castidad para frenar su caída.

Con una declaración así, Sarah se acerca, consciente o inconscientemente, a los homófilos más caricaturescos, los que han sublimado o reprimido su inclinación en el ascetismo o el misticismo. El prelado confiesa que ha leído mucho sobre esta «enfermedad» y asistido en Roma a las conferencias que trataban de la cuestión homosexual, sobre todo a las de la Università Pontificia San Tommaso (como cuenta en su prólogo del libro ¿Por qué no me defino como gay?). «Sentí [al oír a esos homosexuales] la soledad, la pena y la desdicha que padecían al seguir una senda contraria [a la verdad] del Señor —escribe—. Y solo cuando empezaron a vivir en la fidelidad a las enseñanzas de Cristo pudieron hallar la paz y la alegría que buscaban.»



En realidad, el mundo de Robert Sarah es una ficción. Su crítica a la modernidad occidental opuesta al ideal africano solo pueden creerla quienes no conocen África.

—La realidad africana no tiene nada que ver con lo que pretende Sarah, por pura ideología —me explica el diplomático africano del Vaticano que ha trabajado con él.

La ilusión es palpable, sobre todo, en tres asuntos: el celibato de los sacerdotes, el sida y la supuesta homofobia de África. El economista canadiense Robert Calderisi, exportavoz del Banco Mundial en África, me explica, cuando le pregunto, que la mayoría de los sacerdotes del continente viven discretamente con una mujer; los otros suelen ser homosexuales y tratan de exiliarse en Europa.

—Los africanos quieren que los curas sean como ellos. Aprecian que estén casados y tengan hijos —añade Calderisi.

Todos los nuncios y diplomáticos a quienes pregunté, y todos mis contactos en los países africanos donde he llevado a cabo mi investigación, Kenia, Camerún y Sudáfrica, confirman esta doble vida frecuente de los curas católicos en África, sean heterosexuales u homosexuales.

—Sarah lo sabe, un número significativo de curas católicos africanos viven con una mujer. ¡De hecho, perderían su legitimidad en su aldea si no dieran muestras de su práctica heterosexual! Lejos de Roma, a veces hacen incluso como si estuvieran casados por la Iglesia en su aldea. Todo lo que dice Sarah sobre la abstinencia y la castidad es una pura patraña, conociendo la vida de los curas en África. ¡Es un espejismo! —comenta un sacerdote especialista en África que conoce bien al cardenal.

Este prelado también confirma que la homosexualidad es uno de los ritos de paso tradicionales de las tribus del África occidental, sobre todo en Guinea. Una singularidad africana que el cardenal no puede ignorar.

Hoy en día los seminarios africanos, como los italianos de los años cincuenta, son lugares homosexualizados y espacios de refugio para los gais. Una vez más se aplica una ley sociológica o, me atrevería a decir, una suerte de «selección natural» en el sentido de Darwin: al condenar a los homosexuales en África, la Iglesia les obliga a esconderse. Se refugian en los seminarios para protegerse y no tener que casarse. Si pueden, huyen a Europa, donde los episcopados italianos, franceses y españoles recurren a ellos para repoblar sus parroquias. Y así se cierra el círculo.

Las ideas de Robert Sarah se volvieron más rígidas a medida que se alejaba de África. El obispo era más ortodoxo que el sacerdote, y el cardenal más que el obispo. Mientras que ante muchos secretos de África cerraba los ojos, en Roma se volvió más intransigente que nunca. Los homosexuales se convirtieron en sus chivos expiatorios, junto con lo que, a su juicio, llevaban aparejado: el sida, la teoría de género y el lobby gay.

Robert Sarah es uno de los cardenales que más se ha pronunciado contra el uso del preservativo en África. Rechazó las ayudas internacionales al desarrollo que contribuían a esa «propaganda», negó que la Iglesia tuviese una misión social y sancionó a las asociaciones, y en concreto a Caritas, que repartían preservativos.

—En África hay un gran desfase entre el planteamiento ideológico de la Iglesia y el trabajo de campo, que a menudo es muy pragmático. En todas partes he visto monjas que repartían preservativos —me confirma el economista canadiense Robert Calderisi, antiguo jefe de misión y portavoz del Banco Mundial para África del Oeste.

Sarah comete otro error histórico sobre la homosexualidad. Su matriz es aquí neotercermundista: no se cansa de repetir que los occidentales quieren imponer sus valores a través de los derechos humanos. Al atribuir derechos a los homosexuales niegan la «africanidad» de los pueblos del continente negro. Sarah, por tanto, se rebela en nombre de África —aunque lleva mucho tiempo fuera, dicen sus detractores— contra el Occidente enfermo. A su juicio los derechos LGBT no pueden ser derechos universales.

En realidad, como descubrí en la India, casi todos los artículos homófobos vigentes en los códigos penales de los países de Asia y el África anglohablante, que apenas difieren entre sí, los impuso a partir de 1860 la Inglaterra victoriana a las colonias y los protectorados de la Commonwealth (se trata del artículo 377 del código penal indio, la matriz inicial que luego se generalizó, idéntica y hasta con el mismo número, en Botsuana, Gambia, Kenia, Lesoto, Malawi, Mauritania, Nigeria, Somalia, Suazilandia, Sudán, Tanzania, Zambia…). En otros lugares, como el norte y el oeste de África, este fenómeno también puede existir, esta vez como resultado de la colonización francesa. Por consiguiente, la penalización de la homosexualidad no es en absoluto algo local ni asiático, sino un vestigio del colonialismo. La supuesta singularidad de una «africanidad» fue una imposición de los colonos para tratar de «civilizar» a los autóctonos africanos, de inculcarles una «buena moral» europea y condenar las prácticas homosexuales.

Si tenemos en cuenta esta dimensión homófoba de la historia colonial, podemos apreciar hasta qué punto es tramposo el discurso del cardenal Sarah. Cuando afirma que «África y Asia tienen que proteger con uñas y dientes sus culturas y valores» o insiste en que la Iglesia no debe dejarse imponer «una visión occidental de la familia», el cardenal abusa de los creyentes, cegado por sus prejuicios y sus intereses. Su postura no deja de recordar a la del dictador africano Robert Mugabe, presidente de Zimbabue, para quien la homosexualidad es «una práctica occidental antiafricana», o la de los presidentes autócratas de Kenia o Uganda, quienes también afirman que es «contraria a la tradición africana».

En realidad, si los cardenales como Robert Sarah y Wilfrid Napier fueran coherentes con ellos mismos, deberían pedir la despenalización de la homosexualidad en África en nombre del anticolonialismo y para recuperar una verdadera tradición africana.



Hubo que esperar al papa Francisco para que la posición de la Iglesia sobre el preservativo se suavizara o, por lo menos, se matizara. Durante su viaje a África de 2015, el soberano pontífice reconoció explícitamente que el preservativo es «uno de los métodos» viables de lucha contra el sida. A falta de comentarios sobre la prevención, hizo hincapié en el protagonismo de la Iglesia en el tratamiento de la epidemia: miles de hospitales, dispensarios y orfelinatos, así como la red católica Caritas Internationalis, cuidan a los enfermos y les proporcionan terapias antirretrovirales. Mientras tanto el sida había causado en todo el mundo, y especialmente en África, más de 35 millones de muertos.








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