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martes, 30 de julio de 2019

SODOMA (Poder y Escándalo en el Vaticano) Novela por entregas Capítulo 16




16

ROUCO

 La batalla contra el «matrimonio gay» no se libra únicamente en territorios lejanos como Suráfrica o Latinoamérica. No se limita a los países del norte de Europa, que a menudo —magro consuelo para el Vaticano— son de predominio protestante. Lo más inquietante para Roma es que el debate, al final del pontificado de Juan Pablo II, llegó al núcleo duro del catolicismo: España, tan importante en la historia cristiana; Francia, «hija mayor de la Iglesia»; por último, la mismísima Italia, el corazón del papado, su ombligo, su centro.

Al final de su interminable pontificado, Juan Pablo II, enfermo, asiste impotente a la mutación de las opiniones públicas y al debate que se abre en España sobre el matrimonio de parejas del mismo sexo. Al final de su pontificado, en 2013, Benedicto XVI, aún más impotente, solo podrá constatar que Francia se dispone a adoptar la ley sobre el matrimonio antes de que Italia haga lo mismo para las uniones civiles, poco después de su partida. En su momento el matrimonio homosexual también llegará a Italia.

Entre estas dos fechas, las uniones homosexuales se impusieron en Europa, no siempre en el sistema legal, aunque sí en la mente de todos.



«¡No pasarán!» El mensaje de Roma es tajante. El cardenal Rouco lo recibe, alto y claro. En realidad tampoco se ha hecho de rogar. Cuando su amigo Angelo Sodano, el secretario de Estado de Juan Pablo II, convertido en papa bis desde la enfermedad del santo padre, le pide que frene a toda costa el «matrimonio gay», Rouco ya se ha puesto al frente de la «resistencia». Para Roma es fundamental que España no ceda. Si este país legaliza el matrimonio homosexual, el símbolo sería tan fuerte, sus efectos tan amplios, que toda América Latina podría caer.

«¡No pasarán!» no es, bien mirado, el lenguaje de Rouco. Este neo-nacionalcatólico está más cerca de las ideas del dictador Franco que de las de los republicanos. Pero entiende el mensaje, repetido con la misma intensidad por el cardenal Bertone cuando este sustituye a Sodano.

Viajé a España cinco veces, antes, durante y después de la batalla sobre el matrimonio. En 2017, cuando regresé a Madrid y Barcelona para mis últimas entrevistas, se estaba eligiendo el nuevo presidente de la Conferencia Episcopal. Más de diez años habían pasado desde la batalla sobre el matrimonio homosexual, pero la herida parecía abierta todavía. Los actores eran los mismos; la violencia, la rigidez y las dobles vidas también. Era como si la España católica estuviera atascada. Y ahí, moviendo los hilos, seguía el cardenal Rouco. En español se dice «titiritero», el que manipula las marionetas.

Antonio María Rouco Varela nació en el camino de Santiago. Se crio en la localidad gallega de Villalba, etapa de la gran peregrinación que hoy siguen haciendo cientos de miles de fieles. El año de su nacimiento, 1936, estalló la guerra civil española. Su carrera autoritaria, en las décadas siguientes, fue similar a la de muchos curas de su tiempo que respaldaron la dictadura franquista.

Nacido en una familia modesta, con una madre enferma y huérfano precoz de padre, el joven Rouco inició una ascensión social insólita. Su educación en el seminario menor fue estricta y conservadora. «Medieval» incluso, según un sacerdote que le conoce bien. Quien añade:

—Por entonces en esos colegios católicos españoles todavía se les decía a los muchachos que la mera masturbación era un pecado abominable. ¡Rouco se educó con esa mitología del Antiguo Testamento que hace creer en las llamas del infierno, donde arderán los homosexuales!

Ordenado sacerdote con 22 años en 1959, el hidalgo Rouco ya soñaba con ser uno de esos caballeros que combatieron contra los infieles con un escudo en el que figura la cruz púrpura representada por una espada teñida de rojo sangre, los de la orden militar de Santiago (la misma enseña que hoy puede verse en el Museo del Prado en el pecho de Velázquez, en uno de los cuadros más bellos del mundo, Las Meninas).

Sus biógrafos conocen mal los diez años que Rouco pasó después en Alemania, en los sesenta, donde estudió filosofía y teología, principalmente con el canonista Klaus Mörsdorf. Quienes le conocieron entonces le describen como un cura bastante moderado, poco sociable, de constitución frágil, afeminado, deprimido, inquisitivo; algunos pensaron incluso que era progresista.

De vuelta a España, Rouco pasó siete años en Salamanca. Fue ordenado obispo de la sede de Gergi y nombrado obispo auxiliar de Santiago durante el papado de Pablo VI. En los años ochenta se acercó a las posiciones del arzobispo de Madrid, Ángel Suquía Goicoechea, un conservador al que Juan Pablo II había elegido para suceder al liberal y antifranquista Vicente Enrique y Tarancón. Por cálculo, quizá, más que por convicción, Rouco se adhirió a la nueva línea madrileña y vaticana. Y eso tuvo su recompensa: a los 47 años es nombrado arzobispo de Santiago, su sueño. Diez años después es arzobispo de Madrid y más tarde Juan Pablo II le crea cardenal.



Tengo cita con José Manuel Vidal en el restaurante Robin Hood de Madrid. El nombre (Robin de los Bosques) está escrito en inglés, no en español. Esta cantina solidaria está regentada por el centro social de la iglesia de San Antón del Padre Ángel, que acoge a los vagabundos y a los niños de la calle. Vidal, que también ha sido cura durante trece años, come aquí para apoyar a la asociación. Y es aquí donde nos veremos en varias ocasiones.

—Al mediodía este es un restaurante como todos los demás. Por la noche, en cambio, es gratuito para los pobres. Comen lo mismo que nosotros: pagamos al mediodía para que ellos puedan comer gratis por la noche —me explica Vidal.

Hijo del Vaticano II, José Manuel Vidal también pertenece a esa gran familia, ese gran río inquieto y silencioso que cruzó los años setenta y ochenta: la de los curas que se salieron de la Iglesia para casarse. Admiro a Vidal por su franqueza en un país donde se supone que uno de cada cinco curas vive en concubinato con una mujer.

—En mi juventud, los años cincuenta, la Iglesia era la única vía de ascensión social para un hijo de campesino como yo —dice.

El cura que colgó los hábitos conoce la Iglesia española por dentro. Está al tanto de sus intrigas con todo detalle, y tras la «pureza asesina» descubre todos los secretos, como en la película La mala educación de Almodóvar. Ha sido periodista de El Mundo y luego director de la importante página web Religión Digital, primer sitio católico en idioma español. Vidal ha publicado una biografía del cardenal Antonio María Rouco Varela. Su título, en grandes letras mayúsculas, como si fuera un personaje tan famoso como Juan Pablo II o Franco, es un simple ROUCO.

—Mi pasado de sacerdote me ha permitido recoger informaciones desde dentro. Mi secularización actual me da una libertad que no suelen tener los eclesiásticos españoles —resume hábilmente Vidal.

El trabajo de José Manuel Vidal, de 626 páginas, es una fotografía fascinante de la España católica desde los años cuarenta hasta nuestros días: la colaboración con la dictadura franquista; la lucha contra el comunismo; el poder del dinero y la corrupción que ha gangrenado al clero; los estragos del celibato y los abusos sexuales. No obstante, la mirada de Vidal es benevolente con esos curas que fueron como él y que hoy siguen creyendo en Dios y amando a su prójimo.

El cardenal Rouco fue el hombre más poderoso de la Iglesia católica española durante unos veinte años, desde que le nombraron arzobispo de Madrid en 1994 hasta que el papa Francisco le retiró en 2014.

—Rouco es un hombre de lo más maquiavélico. Ha dedicado su vida a controlar la Iglesia y España. Tenía una auténtica corte a su alrededor. Y dinero, mucho dinero. Tenía soldados, tropas, un verdadero ejército —cuenta Vidal para explicar esta ascensión anormal.

Figura del «Antiguo Régimen», al decir de su biógrafo, Rouco Varela era un personaje sumamente anacrónico en España. A diferencia de sus predecesores, como el cardenal Vicente Enrique y Tarancón, que fue el hombre del Vaticano II y la transición democrática en España, no parecía «haber roto claramente con el franquismo», según la expresión del padre Pedro Miguel Lamet, un jesuita con quien hablo en Madrid.

Rouco era un «psicorrígido oportunista» que «optó por Roma contra España», dice Vidal. No tenía el menor escrúpulo en lanzar a los católicos al ruedo político. Movilizó al episcopado y luego a toda la Iglesia española en apoyo de la facción más sectaria del Partido Popular, el ala derecha del partido de José María Aznar.

La piedra angular del poder de Rouco estaba formada por cuatro tramas entrelazadas: el Opus Dei, los Legionarios de Cristo, «los Kikos» y el movimiento Comunión y liberación.

El Opus Dei siempre ha desempeñado un papel importante en España, donde se fundó esta cofradía secreta en 1928. Según varios testimonios coincidentes, Rouco no era miembro de «la Obra», pero supo manipularla. Los Legionarios, influenciables por sus pocas luces, formaron el séquito de Rouco (el cardenal fue partidario de Marcial Maciel incluso después de las primeras revelaciones sobre casos de violaciones y pedofilia).

La tercera trama de Rouco se conoce en España con el nombre de «los Kikos» (y en otros países como movimiento del Camino Neocatecumenal). Es un movimiento de juventud católica que pretende volver a los orígenes del cristianismo y rechaza la secularización que se propaga por el mundo. Por último, Rouco se apoyaba en el importante movimiento católico conservador Comunión y liberación, fundado en Italia pero con fuerte presencia en España (desde 2005 su presidente es español).

—Esos cuatro movimientos de derechas formaron la base social del poder de Rouco, eran su ejército. Cuando le convenía, el «general» Rouco les ordenaba echarse a la calle y entre los cuatro podían llenar las grandes plazas de Madrid. Ese era su modus operandi. Se vio cuando libró la batalla contra el matrimonio gay —me explica Vidal.

Antes del debate sobre el matrimonio Rouco había hecho alarde de su talento organizador durante las Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ) de 1989, que se celebraron justamente en la ciudad de Santiago. Allí el arzobispo echó el resto y su eficacia sedujo al papa Juan Pablo II, que le felicitó públicamente en su primer discurso. Con 52 años Rouco tuvo su momento de gloria y una consagración que otros esperaron toda la vida. (Rouco renovó la maniobra de seducción con Benedicto XVI, en 2011, para las JMJ de Madrid.)

Intelectualmente, el pensamiento de Rouco es calcado del de Juan Pablo II, que le creó cardenal. El catolicismo está asediado por sus enemigos y hay que defenderlo. Esta visión granítica de una Iglesia fortaleza puede explicar, según varios testigos, la rigidez del cardenal, su propensión autoritaria, la movilización de las tropas para el combate en la calle, su afición por el poder extravagante y el control.

Sobre la cuestión homosexual, su verdadera obsesión, Rouco estaba en la misma línea que el papa polaco: no hay que condenar a los homosexuales si optan por la abstinencia y, si no lo consiguen, hay que brindarles «terapias reparadoras» que les permitan alcanzar la castidad absoluta.

Elegido y reelegido cuatro veces al frente de la Conferencia Episcopal Española, Rouco ocupó el cargo doce años. A los que hay que sumar los años en que siguió moviendo los hilos, como un titiritero, sin tener oficialmente el poder (aún sigue haciéndolo). Siempre acompañado de su secretario, que no le deja ni a sol ni a sombra, y de su peluquero, que no se separa ni un pelo de él, «una bellísima persona», reconoce Rouco; al arzobispo se le han subido los humos. Un apellido que aquí nos vale como nombre común le define muy bien: ¡Rouco se ha convertido en un Sodano!

 El poderío de Rouco Varela es español, pero también romano. Debido a sus inclinaciones ideológicas y a sus inclinaciones en general, Rouco siempre ha permanecido en olor de santidad en el Vaticano. Próximo a Juan Pablo II y Benedicto XVI, que le defendieron a capa y espada, también era íntimo de los cardenales Angelo Sodano y Tarcisio Bertone. Como el poder da poder, Rouco ha tenido mucha influencia en todos los nombramientos españoles, de modo que muchos sacerdotes y obispos le deben su carrera. Los nuncios le llevaban en andas. Y como en España la Iglesia mide su poder en la relación Roma-Madrid, le llaman «el vicepapa».

—Rouco gobernó con el miedo y la compra de favores. Siempre se ha dicho de él que era un «traficante de influencias» —me dice un cura en Madrid.

El arzobispo colocaba sus peones en todas partes y desplegaba su poder. Tenía sus «hombres de placer», como se llamaba en la corte de los Austrias a los bufones que hacían reír al rey. Cuando nombraron obispo al hijo de su hermana, Alfonso Carrasco Rouco, estalló una polémica sobre el nepotismo y se empezó a hablar de Rouco como el «cardenal nepote», lo que trae tristes recuerdos.

El dinero también, ¡y cuánto! Lo mismo que el cardenal López Trujillo, o los secretarios de Estado Angelo Sodano y Tarcisio Bertone, Rouco es, a su manera, un plutócrata. Gracias al dinero (de la Iglesia y quizá al de la Conferencia Episcopal Española) pudo cultivar su poder en Roma.

En España, el arzobispo de Madrid vivía como un príncipe en un ático restaurado en 2004 por varios millones de euros. Este auténtico penthouse, de un lujo inaudito, con cuadros de grandes maestros, se encuentra en el Palacio de San Justo, una mansión del siglo xviii, magnífica, sin duda, y un poco mareante con su barroco tardío (estuve en el palacio cuando visité al cardenal Osoro, el sucesor de Rouco).

—En el extranjero no se hacen una idea de hasta qué punto la elección de Francisco fue un drama para el episcopado español —me explica Vidal—. Los obispos vivían aquí como príncipes, más allá del bien y del mal. Todas las sedes episcopales son palacios grandiosos y la Iglesia española posee un patrimonio inimaginable por todo el país, en Madrid, Toledo, Sevilla, Segovia, Granada, Santiago… Y de repente, Francisco les pide que sean pobres, que salgan de sus palacios, que vuelvan a la actividad pastoral y la humildad. Lo que les fastidia, con este nuevo papa latinoamericano, no es tanto la doctrina, porque siempre han sido muy acomodaticios en ese sentido; lo que les fastidia es tener que apartarse del lujo, dejar de ser príncipes, abandonar sus palacios y, para colmo, ¡tener que ponerse a servir a los pobres!

Si la elección de Francisco fue un drama para la Iglesia española, para Rouco fue una tragedia. Amigo de Ratzinger, su renuncia, que no habría imaginado ni en sus peores pesadillas, lo dejó anonadado. Y cuando salió elegido el nuevo papa, el cardenal-arzobispo de Madrid tuvo esta salida de actor trágico, recogida por la prensa: «El cónclave se nos ha ido de las manos».

¡Qué bien sabía lo que le esperaba! El papa Francisco solo tardó unos meses en pasarle a la reserva. Empezó apartándole de la Congregación de los Obispos, un puesto privilegiado que le permitía decidir el nombramiento de todos los prelados españoles. Marginado en el Vaticano, también le rogaron que en España dejara su cargo de arzobispo de Madrid, en el que pretendía apalancarse a pesar del límite de edad. Entonces, hecho una furia, acusando a todos los que le habían traicionado, exigió poder elegir a su sucesor y propuso tres nombres sine qua non al nuncio en España. La lista volvió de Roma con cuatro nombres: ¡ninguno de los que Rouco había propuesto!

Pero lo más duro aún estaba por llegar. Desde las altas esferas, desde la misma Roma, llegó la sanción más inimaginable para este príncipe de la Iglesia: le pidieron que dejara su palacio madrileño. Lo mismo que Angelo Sodano y Tarcisio Bertone en Roma en circunstancias parecidas, Rouco se negó categóricamente y dio largas al asunto. Apremiado por el nuncio, propuso que su sucesor viviera en el piso de encima, con lo que podría quedarse en su casa, en su palacio. Nueva negativa de la santa sede: Rouco tenía que mudarse y dejar su

piso del Palacio de San Justo al nuevo arzobispo de Madrid, Carlos Osoro. Pero reaccionó haciendo reformar el famoso ático.



¿Es el cardenal Rouco una excepción, y un caso extremo, como dicen algunos hoy en España para disculparse y tratar de hacer olvidar sus calaveradas y su vida mundana? Nos gustaría creerlo. Pero ese mal genio es más bien el fruto de un sistema engendrado por el pontificado de Juan Pablo II, en el que los hombres se intoxicaron de poder y malas costumbres sin ningún contrapoder que frenara sus excesos. En eso Rouco no se diferencia de un López Trujillo o un Angelo Sodano. El oportunismo y el maquiavelismo, de los que ha sido maestro, fueron tolerados, cuando no alentados, por Roma.

También en este caso el patrón de interpretación es triple: ideológico, económico y homófilo. Durante mucho tiempo Rouco estuvo en sintonía con el Vaticano de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Se sumó sin titubear a las guerras contra el comunismo y la lucha contra la teología de la liberación declaradas por Wojtyla; hizo suyas las ideas contra los gais del pontificado de Ratzinger; mantuvo una relación estrecha con Stanislaw Dziwisz y Georg Gänswein, los famosos secretarios particulares de los papas. Rouco fue el eslabón esencial en España de su política, su aliado, su servidor y su anfitrión en un lujoso chalet de Tortosa (según tres testimonios de primera mano).

Su entorno era homófilo. De nuevo estamos ante una matriz como la que se da en Italia, Francia y muchos otros países. En los años cincuenta y sesenta los homosexuales españoles escogían con frecuencia el seminario para librarse de su condición o de la persecución. Alrededor de Rouco, muchos criptogáis hallaron refugio en la Iglesia.

—Con Franco, que era un dictador en apariencia muy piadoso, muy católico, la homosexualidad era un delito. Hubo detenciones, encarcelamientos, homosexuales enviados a campos de trabajo. De modo que a muchos jóvenes homosexuales el sacerdocio les pareció la única solución contra la persecución. Muchos acababan siendo curas. Esa era la clave, la regla, el modelo —explica Vidal.

Un jesuita con quien hablo en Barcelona me dice:

—Todos aquellos a los que en las calles de su pueblo les llamaban «maricón» acabaron en el seminario.

¿Fue ese el viacrucis que siguió, estación tras estación, en el camino de Santiago, el propio Rouco? No lo sabemos.

—He indagado mucho al respecto —prosigue Vidal—. Rouco nunca se interesó por las chicas. Las mujeres siempre fueron invisibles para él. Su misoginia es tremenda. De modo que el voto de castidad con las mujeres no sería un problema para él. En cuanto a los chicos, hay muchas cosas dudosas, personas gais a su alrededor, pero no hay indicios de inclinaciones reales. Mi hipótesis es que Rouco es asexuado.



Así estaban las cosas cuando Rouco, en 2004-2005, al final del pontificado de Juan Pablo II, se lanzó a la batalla española en contra del matrimonio gay.

—Hay que darse cuenta de que para Sodano, y luego para Ratzinger y Bertone, el proyecto de ley a favor del matrimonio gay en España se presentó como un enorme peligro. Temían el efecto dominó en toda Latinoamérica. Pensaban que había que detener definitivamente el matrimonio gay en España, antes de que el contagio se extendiera. Estaban aterrorizados por el peligro de un efecto bola de nieve. El hombre decisivo ante esa situación, para ellos, era Rouco. El único capaz de detener definitivamente el matrimonio era él —comenta Vidal.

Rouco no les decepcionó. En cuanto el presidente del gobierno, Rodríguez Zapatero, se comprometió a favor del matrimonio gay en 2004 (lo incluyó en su programa electoral sin pensar que saldría elegido y sin ninguna convicción), Rouco Varela se cruzó en su camino. Fue entonces cuando hizo su primera demostración de fuerza, sin previo aviso. Con sus «Kikos», sus Legionarios de Cristo y la ayuda del Opus Dei, el cardenal convocó a las masas. Cientos de miles de españoles llenaron las calles de Madrid con el lema: «La familia sí importa». Con ellos estaban los obispos; durante este periodo fueron veinte los que se manifestaron contra el matrimonio gay.

Después de sus primeros éxitos, Rouco sintió que su estrategia daba resultado. Roma aplaudía con entusiasmo. Se sucedieron las manifestaciones en 2004 y la duda empezó a hacer mella en la opinión pública. El papa Ratzinger felicitó a Rouco por medio de su secretario personal Georg Gänswein. Rouco había ganado su apuesta: el gobierno de Zapatero estaba en apuros.

—En ese momento Rouco se convirtió en nuestra bestia negra. Hizo que los obispos se echaran a la calle, para nosotros era inimaginable —me explica Jesús Generelo, presidente de la principal federación de asociaciones LGBT españolas, próxima a la izquierda.

Pero en la primavera de 2005 la situación dio un vuelco. ¿Habían ido demasiado lejos los obispos en sus soflamas? ¿Las pancartas exhibidas en las calles eran demasiado exageradas? ¿La movilización religiosa recordaba al franquismo, que también decía luchar por la familia y los valores católicos?

—El principal fallo de Rouco fue hacer que los obispos encabezaran las manifestaciones. Franco también lo había hecho. Los españoles interpretaron inmediatamente el mensaje: era la vuelta del fascismo. La imagen fue devastadora y hubo un viraje en la opinión pública —comenta José Manuel Vidal.

Después de un tira y afloja de varios meses, los medios se inclinaron a favor del matrimonio homosexual. Los medios, a pesar de tener en varios casos vínculos con el episcopado, empezó a criticar las manifestaciones y a parodiar a sus dirigentes.

El propio cardenal Rouco pasó a ser el blanco preferido. La vehemencia con la que lanzaba sus ataques contra esa ley le valió el mote usurpado de «Rouco Siffredi», incluso entre los curas (según el testimonio de uno de ellos). Las redes se burlaron del cardenal a placer: se convirtió en «Rouco Clavel», reina de día, en alusión al cómico Paco Clavel, reina de noche, un célebre cantante de la movida, travesti llegado el caso y siempre en la «extravaganza». «Es Rouco Varela de día y Paco Clavel de noche» fue la comidilla del momento. La Iglesia perdió el respaldo de la juventud y de las grandes ciudades; la élite del país y los poderes económicos también se desligaron de esas posiciones anti matrimonio gay para no parecer trasnochados. Los sondeos mostraron que dos tercios de los españoles apoyaban el proyecto de ley (hoy son cerca del 80 %).

Roma, que seguía los debates con mucha atención, empezó a alarmarse por el cariz que estaban tomando los acontecimientos. A Rouco se le reprochó el haber ido demasiado lejos y haber permitido que unos obispos iracundos desvariasen cada vez más. El nuevo secretario de Estado, Tarcisio Bertone, viajó urgentemente a Madrid para reunirse con Zapatero y para pedirle a Rouco que «se calmara». Que el nuevo hombre fuerte del Vaticano, el más estrecho colaborador del papa Benedicto XVI, él mismo muy homófilo, quisiera aplacar a Rouco, era todo un síntoma.

Hay que decir que, tras las consignas belicosas y las pancartas rabiosamente contrarias al matrimonio gay, el episcopado español estaba más dividido de lo que se ha dicho. Rouco perdió el apoyo de su propia Iglesia. Por ejemplo, el nuevo cardenal y arzobispo de Sevilla, Carlos Amigo, y el obispo de Bilbao, Ricardo Blázquez (a quien Francisco crearía cardenal en 2015), criticaron su línea. El arzobispo de Pamplona, Fernando Sebastián, un religioso y buen teólogo considerado de izquierdas, antiguo secretario del cardenal Tarancón (al que Francisco también crearía cardenal en 2014), llegó a atacar frontalmente la estrategia de Rouco, tachándola de regreso al franquismo.

Lo cual no quita para que Sebastián, Amigo y Blázquez desaprobaran el matrimonio gay defendido por Zapatero. Pero ellos rechazaban la movilización callejera de los obispos. Pensaban que la Iglesia no debía entremeterse en los asuntos políticos, aunque podía dar su punto de vista ético sobre los debates sociales.

El cardenal Rouco echó un pulso a sus rivales en la Conferencia Episcopal, apoyado por dos lugartenientes. Detengámonos un momento en estos dos hombres, figuras destacadas de la Iglesia española que serían apartados por Francisco. Porque en ninguna parte la batalla entre los ratzinguerianos y los partidarios de Francisco fue más dura que en España.

El primero era Antonio Cañizares, por entonces arzobispo de Toledo y primado de España. Este amigo de Rouco también era muy afín al cardenal Ratzinger, lo que le valió en España el apodo de «pequeño Ratzinger» (Benedicto XVI le crearía cardenal en 2006). Lo mismo que al cardenal estadounidense Burke, a Cañizares, como hemos visto más arriba, le encantaba ponerse la capa magna, el traje de boda de los cardenales que, con todos sus mantos desplegados, mide varios metros, sostenida por monaguillos y guapos seminaristas en las grandes ocasiones.

—Como Cañizares es bajito, verlo con esa cola tan larga le hacía aún más ridículo. ¡Parecía una Mari Bárbola! —me explica un conocido periodista español (refiriéndose a la enana de Las Meninas, una broma maligna que me han repetido varias de mis fuentes).

Arreciaron las críticas a Cañizares y los rumores sobre la gente que lo rodeaba. Varios políticos y asociaciones LGBT le denunciaron por sus declaraciones homófobas y por «incitación al odio». No se sabe si un cardenal así sirve la causa cristiana o si la parodia. Sea como fuere, poco después de su nombramiento Francisco optó por apartarlo de Roma, donde era perfecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, y lo mandó de vuelta a España. Cañizares reclamó el arzobispado de Madrid con insistencia, pero Francisco lo borró de la lista y le forzó a aceptar ser arzobispo de Valencia.

El segundo hombre de Rouco Varela es, si cabe, aún más caricaturesco y extremista. El obispo Juan Antonio Reig Pla se lanzó a la batalla contra el matrimonio gay a su manera: con la sutileza de una drag-queen que entrase en el vestuario del Barça.

Indignado con el matrimonio gay y la «ideología de género», Reig Pla atacó a los homosexuales con una virulencia apocalíptica. Publicó testimonios de personas «curadas» gracias a las «terapias reparadoras». Equiparó los actos de pedofilia con la homosexualidad.

Luego, en la homilía de una misa transmitida en abril de 2012 por la 2 de TVE, lo que provocó un escándalo también nacional, llegó a decir: «Os aseguro que [los homosexuales] encuentran el infierno».

—El obispo Reig Pla es una caricatura de sí mismo. Ha sido el mejor aliado del movimiento gay durante la batalla por el matrimonio. ¡Cada vez que abría la boca, ganábamos apoyos! ¡Menos mal que tenemos adversarios como él! —me declara un responsable de una asociación gay madrileña.

La batalla espiritual y la batalla personal que se entabló en el país entre estos seis cardenales y prelados, Rouco-Cañizares-Reig Pla contra Amigo-Blázquez-Sebastián, marcó profundamente la España católica del primer decenio del siglo xxi. Reprodujo la línea de fractura entre Benedicto XVI y Francisco, y todavía hoy, por su intensidad, puede explicar la mayoría de las tensiones que subsisten en el episcopado español. (En la última elección de la Conferencia Episcopal Española, que coincidió con uno de mis viajes a Madrid, Blázquez fue reelegido presidente y Cañizares vicepresidente, una manera de mantener el equilibrio de fuerzas a favor y en contra de Francisco.)



A pesar de la movilización excepcional instigada por el cardenal Rouco Varela, el 2 de julio de 2005 España pasó a ser el tercer país del mundo, después de Holanda y Bélgica, que abría el matrimonio a todas las parejas del mismo sexo. El 11 de julio se celebró la primera boda, y al año siguiente se casaron cerca de cinco mil parejas. Fue una derrota humillante para el ala conservadora del episcopado español. (Después, el Partido Popular, con el respaldo de la Iglesia, recurrió esa ley ante el Tribunal Constitucional. El fallo de los jueces, por ocho votos contra tres, fue inapelable y una victoria definitiva de los partidarios del matrimonio gay.)

Desde entonces la cuestión del matrimonio homosexual fue la principal línea de fractura en la Iglesia española. Para entenderlo hay que pensar de un modo contraintuitivo: no creer que los obispos «gais» pertenecen necesariamente al clan de los defensores del matrimonio y los prelados «heteros» al de los contrarios. La regla, como en todas partes, es más bien la contraria: los más alborotadores y homófobos suelen ser los más sospechosos.

No cabe duda de que el papa Francisco conoce perfectamente al episcopado español, sus charlatanes, sus cocottes, sus delirios, y ha descifrado sus códigos. Por eso, desde su elección en 2013, optó por hacer una limpieza general en España.

Los tres cardenales moderados creados por él (Osoro, Blázquez y Omella) confirman este control. El nuncio apostólico Fratino Renzo, que tampoco era del agrado de Francisco por su tren de vida y sus partidas de golf, fue totalmente puenteado (y su partida ya estaba programada). En cuanto al obispo Reig Pla, que esperaba la púrpura, todavía la sigue esperando.

—¡Estamos al principio de una nueva transición! —me asegura José Beltrán Aragoneses, nuevo director de Vida Nueva, el semanario de la Universidad Pontificia de Salamanca.

El nuevo arzobispo de Barcelona, Juan José Omella y Omella, me confirma el cambio de línea con palabras prudentes y diplomáticas, algo crípticas, cuando me recibe en su hermoso despacho, al lado de la catedral barcelonesa:

—Después del Concilio, el episcopado español aprendió la lección: no somos políticos. No queremos intervenir en la vida política, aunque podemos expresar nuestro pensamiento desde el punto de vista moral… [Pero] creo que debemos ser sensibles a las inquietudes de la gente. No comprometernos en el plano político, sino en el respeto. Un respeto, no una actitud beligerante, no una actitud de guerra; [la nuestra, por el contrario, debe ser] una actitud acogedora, de diálogo, no juzgar, como ha recordado Francisco [con su «¿Quién soy yo para juzgar?»]. Debemos ayudar a la construcción de una sociedad mejor, resolver sus problemas y siempre con la mirada puesta en los pobres.

La declaración es hábil. Quirúrgica. Se ha pasado la página Rouco. Omella, que había sido misionero en Zaire, es el nuevo hombre fuerte del catolicismo español. Francisco ha creado cardenal a quien rehusó salir a la calle contra el matrimonio homosexual. En la Congregación de los Obispos ha quitado a Cañizares y le ha puesto a él. Intransigente con los abusos sexuales de los curas, nada sospechoso de llevar doble vida, Omella también es más tolerante con los gais.

Durante uno de mis viajes a Madrid, cuando los obispos debatían para la elección de su nuevo presidente de la Conferencia Episcopal Española (CEE), una importante asociación LGBT amenazó con publicar una lista de obispos «rosa». Esta promesa de outing no llegó a hacerse realidad. Pero el Observatorio Español contra la LGTBfobia sí llegó a publicar la lista de los catorce obispos más homófobos de España en junio de 2016. Según esa información, recogida por eldiario.es, uno de cada seis obispos españoles fomentan la exclusión de la sociedad y la Iglesia de los homosexuales. Encabezan el listado Cañizares, Reig Pla y López de Andújar, seguidos por Rico Parés, Demetrio Fernández y dos eméritos, Rouco y Sebastián.

Una noche, cuando yo asistía a un programa en directo en los estudios de la COPE, una radio de gran audiencia que depende del episcopado, me sorprendió que la elección del presidente de la CEE fuera un acontecimiento en España (cuando esa elección en Francia no suscita el menor interés). Faustino Catalina Salvador, jefe de redacción de los programas religiosos de la COPE, pronosticó la victoria del cardenal Blázquez, de la tendencia pro-Francisco; otros tertulianos la de Cañizares, el ala ratzingueriana y pro-Rouco.

Después del programa seguí conversando con algunos de los periodistas de la tertulia a la que acababa de asistir. Me sorprendió oírles decir que tal o cual cardenal español estaba «en el armario» o «enclosetado». Todos estaban al corriente.

—La gente piensa que el hombre de Francisco en España es Osoro. Pero no, el hombre de Francisco es Omella y Omella —resume un miembro importante de la CEE con quien paso varias veladas conversando.


Algo apartado de todos estos debates y prudente, el arzobispo de Madrid, Carlos Osoro, es el gran perdedor de esta elección de la CEE. Cuando me reúno con él para entrevistarle comprendo que este hombre complicado, que procede del ala «derecha» pero se ha puesto del lado de Francisco, está buscando su sitio. Como todos los recién conversos a la línea del papa Francisco, que le nombró cardenal, quiere congraciarse. Y para ganar méritos ante Roma en el terreno pastoral fue a visitar la iglesia de los «pobres» del Padre Ángel en el barrio gay de Chueca. El día en que yo también fui, los vagabundos acudían allí muy contentos de encontrar un sitio donde el café caliente, el wifi, el pienso para su perro y losaseos eran gratis. «Alfombra roja para los pobres», me dijo el sacerdote de la CEE que me acompañaba.

—Los homosexuales también acuden a esta iglesia. Es la única que les trata bien —me dice.

Antes la iglesia de San Antón estaba cerrada, abandonada, como lo están cada vez más las pequeñas iglesias católicas aisladas en España. La crisis de vocaciones sacerdotales es tremenda y el número de fieles disminuye (menos del 12 % de los españoles son todavía practicantes, según los demógrafos), las iglesias se vacían y los numerosos escándalos de abusos sexuales gangrenan el episcopado. El catolicismo español declina peligrosamente en uno de los países del mundo donde fue más influyente.

—En vez de dejar la iglesia cerrada, el cardenal Osoro se la dio al Padre Ángel. Fue una buena idea. Desde entonces ha revivido. Hay gais todo el tiempo, curas gais, mezclados con los sin techo y los pobres de Madrid. El Padre Ángel les dijo a los gais y a los transexuales que eran bienvenidos, que esta iglesia era su casa, y acudieron —prosigue el sacerdote.

Las «periferias» de las que habla el papa Francisco están reintegradas en una iglesia del centro de la ciudad convertida en «la casa de todos». El cardenal Osoro, ahora gay-friendly, ha llegado a estrechar la mano a los miembros de la asociación Crismhom que se reúnen aquí (hoy en Madrid un cura gay celebra misas para las personas homosexuales, como he podido comprobar). El cardenal estaba un poco tenso pero salió airoso, según varios testigos.

—Intercambiamos algunas palabras y algunos números de teléfono —confirma un parroquiano.

El asistente de Osoro me ha dicho que le preocupa que «el cardenal le dé su número a todo el mundo: la mitad de los madrileños tiene su móvil», y de hecho Osoro también me lo dio durante nuestra entrevista.

—El Padre Ángel celebró en su iglesia el funeral por Pedro Zerolo. Fue muy emocionante. Toda la comunidad gay, todo el barrio de Chueca, a dos pasos de aquí, vino con sus banderas arcoíris —prosigue el sacerdote español de la CEE.

Zerolo, a quien he visto en muchas fotos de las asociaciones LGBT de Madrid, era un icono del movimiento gay español. Fue uno de los impulsores de la apertura del matrimonio a los homosexuales y se casó con su compañero meses antes de su muerte, causada por un cáncer. Y el sacerdote añade:

—Su funeral fue grandioso y muy emocionante. Pero ese día el cardenal Osoro, muy descontento, le dijo al Padre Ángel que había ido demasiado lejos.


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LA HIJA MAYOR DE LA IGLESIA












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