En el campo de la muerte le dieron un número: 119104.
Pero lo que más intentaron destruir fue precisamente lo que acabaría salvando millones de vidas.
1942. Viena.
Viktor Frankl tenía 37 años.
Era un psiquiatra respetado, con una carrera prometedora,
un manuscrito casi terminado
y una esposa, Tilly, cuyo amor y risa llenaban la casa.
Tenía la oportunidad de huir a América — un visado, una salida —
pero sus padres mayores no podían acompañarlo.
Así que decidió quedarse.
Meses después, los nazis llegaron por todos ellos.
Theresienstadt. Luego Auschwitz. Luego Dachau.
El manuscrito en el que había trabajado durante años — cuidadosamente cosido en el forro de su abrigo —
le fue arrebatado en pocas horas tras su llegada.
Su obra. Su propósito. Hecho cenizas.
Le quitaron la ropa, le raparon el cabello, borraron su nombre.
En el formulario de ingreso solo quedaba un número: 119104.
Pero los guardias no entendieron una cosa:
se puede quitar a un hombre sus posesiones, su manuscrito, su nombre...
pero no lo que sabe.
Y Viktor Frankl sabía algo sobre el espíritu humano
que no solo lo mantendría con vida,
sino que daría origen a una revolución en la psicología.
Observó un patrón.
En los campos, los hombres no morían solo de hambre o enfermedad.
Morían cuando perdían su razón para vivir.
El momento en que un prisionero abandonaba toda esperanza — su “por qué” —
su cuerpo colapsaba en cuestión de días.
Los médicos lo llamaban “give-up-itis” — la enfermedad del abandono.
Pero quienes se aferraban a algo —
una esposa que los esperaba, un hijo que volverían a ver, un libro por escribir, una promesa por cumplir —
podían soportar lo inimaginable.
La diferencia no era física.
Era el sentido.
Entonces Frankl comenzó un experimento.
No en un laboratorio, sino en los barracones.
Se acercaba a los hombres al borde del derrumbe y les susurraba:
«¿Quién te espera?»
«¿Qué trabajo te queda por hacer?»
«¿Qué le dirías a tu hijo para sobrevivir a esto?»
No podía ofrecerles comida ni libertad,
pero podía ofrecerles algo que los guardias no podían quitarles:
una razón para ver el mañana.
Uno recordó a su hija — sobrevivió para volver a verla.
Otro recordó un problema científico — sobrevivió para resolverlo.
Frankl mismo sobrevivió reconstruyendo mentalmente su manuscrito,
página por página, párrafo por párrafo,
en la oscuridad del barracón.
Abril de 1945. Liberación.
Viktor Frankl pesaba 38 kilos.
Sus costillas se marcaban bajo la piel.
Tilly había muerto.
Su madre — muerta.
Su hermano — muerto.
Todo lo que amaba había sido destruido.
Tenía todas las razones para rendirse.
Y, sin embargo, se sentó y escribió.
Nueve días.
Eso tardó en reescribir de memoria el manuscrito que los nazis habían destruido tres años antes.
Pero esta vez contenía algo nuevo:
la prueba.
La prueba viva, irrefutable, de que su teoría era cierta.
La llamó Logoterapia — la terapia basada en el sentido.
Una idea simple pero revolucionaria:
El ser humano puede soportar casi cualquier cosa, si tiene un porqué para vivir.
«Quien tiene un porqué, puede soportar casi cualquier cómo.»
(Las palabras eran de Nietzsche, pero Frankl las había demostrado en el infierno.)
1946. Publicación del libro.
En alemán: "...trotzdem Ja zum Leben sagen" — "...Decir sí a la vida, a pesar de todo."
En inglés: Man’s Search for Meaning.
Al principio, los editores lo rechazaron.
«Demasiado sombrío», decían.
«¿Quién querría leer sobre los campos de concentración?»
Pero poco a poco, el libro se difundió.
Los terapeutas lloraron al leerlo.
Los prisioneros encontraron esperanza en sus páginas.
Personas enfrentadas al divorcio, a la enfermedad, al fracaso o a la depresión
comprendieron que el sufrimiento también podía tener un sentido.
El impacto fue inmenso.
El libro fue traducido a más de 50 idiomas,
vendió más de 16 millones de ejemplares,
y fue clasificado por la Biblioteca del Congreso entre los 10 libros más influyentes de América.
Pero lo más importante:
incontables personas, en su noche más oscura,
lo leyeron y encontraron una razón para seguir adelante.
Porque Viktor Frankl demostró lo que los nazis no pudieron destruir:
Se puede quitar todo a un ser humano — su libertad, su familia, su futuro, su esperanza —
pero siempre quedará una última libertad:
la de elegir el sentido de lo que nos sucede.
No controlamos lo que nos pasa.
Pero siempre podemos elegir qué hacer con ello.
Hoy, Viktor Frankl ya no está.
Pero en las habitaciones de hospital, en los consultorios, en las prisiones,
en esos momentos silenciosos en que alguien decide
si debe rendirse o seguir — sus palabras siguen vivas:
«Cuando ya no podemos cambiar una situación, se nos desafía a cambiarnos a nosotros mismos.»
«A un hombre se le puede arrebatar todo, excepto una cosa: la última de las libertades humanas —
elegir su actitud ante cualquier circunstancia.»
Los nazis le dieron un número.
La historia le dio inmortalidad.
Porque el hombre que lo perdió todo enseñó al mundo
que el sentido es lo único que jamás se puede quitar.
El prisionero 119104 no solo sobrevivió.
Transformó el sufrimiento en sanación.
Y en algún lugar, esta noche, alguien al borde del abismo leerá sus palabras
y decidirá resistir un día más.
Eso no es solo sobrevivir.
Es una victoria sobre la muerte misma.
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