Cinco pesetas.
Esa fue la recompensa que recibió el hombre que denunció a Miguel Hernández ante el régimen franquista.
Ese fue el precio de su vida.
Miguel fue condenado a 30 años de cárcel por antecedentes izquierdistas, por adhesión a la rebelión y por ser el poeta de la revolución.
Fue castigado por defender algo tan fundamental como es la libertad.
Miguel murió a los 31 años en la cárcel.
Hambre y guerra, pan y cebolla, que hicieron que su cuerpo medrara hacia la enfermedad.
El aire se volvió irrespirable.
Pero nunca dejó de escribir.
Porque en el pensamiento no puede mandar nadie.
Así que Miguel cogió papel higiénico y entre rejas creó cuentos para su hijo Manolillo.
Para hacerle florecer los oídos en su ausencia.
Para conseguir que se durmiera cuando no estuviera.
Para resistir a la tristeza de las armas que no son las palabras.
Miguel burló a la pena.
Construyó futuro desde un presente expropiado.
Y aunque mataran al hombre, el poeta sobrevivió.
Miguel murió con los ojos abiertos.
Nadie pudo cerrárselos porque él dormía con los ojos abiertos.
Que es la única forma de regalarle algo al mundo.
De hacer algo con el mundo.
Nadie puede borrar a Miguel Hernández.
Porque es como querer aplastar el firmamento.
Porque el rayo no cesa.
Porque la memoria es poderosa y es dignidad y es nuestra del pueblo siempre.
Miguel esperó la muerte cantando.
Como un ruiseñor que sobrevuela cunetas y cumbres.
Entre batallas y fusiles.
Hasta una ventana.
En la que un hijo sin padre aprende a leer.
Un hijo que no puede preguntar por qué.
Por qué te encerraron, papá.
Por qué te enfermaron y dejaron morir, papá.
Por qué no me verás crecer, papá.
Y unos ojos abiertos.
Que dicen.
Sí te veré, Manolillo.
Estoy en este cuento contigo.
Anda, sigue leyendo.
Hasta la vuelta, pequeñuelos,
y que no os vayáis a perder
en las estrellas de los cielos.
Venid siempre al atardecer.
Roy Galán
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