| La crisis masculina que está reconfigurando la democracia
Por Javier F. Ferrero
MACHOSFERA, VICTIMISMO MASCULINO Y ULTRADERECHA EMOCIONAL
Es una grieta silenciosa. Una fractura que atraviesa a buena parte de los hombres jóvenes y que, sin embargo, se narra como anécdota digital. La crisis masculina no es un meme y tampoco un capricho sociológico. Es un vector político global. Un dispositivo cultural que hoy opera como cantera de votos, captación emocional y fábrica de relatos reaccionarios.
Las plataformas que moldean identidades juveniles funcionan como incubadoras de frustración. Allí donde las y los adolescentes deberían encontrar referencias plurales, encuentran discursos polarizantes. La machosfera ofrece respuestas simples a vidas complejas. Si te sientes perdido la culpa es del feminismo. Si el mercado te aplasta la culpa es de las mujeres. Si fracasas es que alguien te ha robado tu lugar. Un chollo ideológico para quienes llevan décadas viviendo de administrar el resentimiento.
Ese ecosistema forma parte de una arquitectura política mayor. Influencers como UTBH, Gallardo o los gurús de gimnasios emocionales disfrazan de autoayuda un mensaje autoritario. Hablan de libertad, pero venden obediencia. Prometen empoderamiento, pero entregan jerarquía. Una doctrina que afirma que los hombres jóvenes están siendo perseguidos. Que jueces, profesores, periodistas y movimientos sociales organizan un complot para humillarlos. Esa narrativa de victimismo masculino es la gasolina emocional de la extrema derecha internacional.
La ultraderecha ya no necesita uniformes ni marchas marciales. Le basta directos en Twitch o Youtube y un relato de masculinidad asustada que necesita enemigos para sentirse viva. La nueva derecha radical ha entendido algo que la democracia sigue ignorando: no se disputa solo el voto, se disputa la autoestima.
Y quien capture la autoestima de una generación capturará sus urnas.
EL CAPITALISMO PRECARIZA, LA MISOGINIA ORGANIZA
El neoliberalismo ha fabricado la tormenta perfecta. Los salarios se estancan, la vivienda se dispara y las expectativas vitales no son las esperadas. La precariedad económica se ha convertido en precariedad identitaria. Sin estabilidad laboral es más difícil construir autonomía, afectos, proyectos. Y cuando el futuro desaparece del horizonte, alguien aparece para explicar quién tiene la culpa.
La izquierda institucional se ha limitado a gestionar el desastre como buenamente pudo. La socialdemocracia se refugió en el lenguaje tecnocrático y abandonó el terreno simbólico. En ese vacío ha crecido una industria cultural que ofrece pertenencia, comunidad y un relato emocional. La derecha radical ha hecho lo que Gramsci avisaba hace un siglo: disputar el sentido común.
Pero aquí hay un aspecto más incómodo. Mientras el capitalismo precariza, la misoginia organiza. La crisis masculina no surge porque las mujeres avancen. Surge porque el modelo tradicional que garantizaba a los hombres un privilegio automático se ha roto sin que nadie haya construido una alternativa democrática de identidad masculina. Y ahí es donde aparece la ultraderecha emocional. No solo promete orden. Promete devolver privilegios perdidos. Restituir un mundo donde todo estaba claro para ellos. Donde la virilidad era un manual.
Los algoritmos hacen el resto. Una frase de Tik Tok, un clip de Vox, un hilo de Reddit resentido. Cadena de montaje del malestar. La polarización actúa como pegamento identitario. Y la rabia, convertida en mercancía, encuentra salida política.
Del meme a la urna.
Del chiste privado al voto público.
Del victimismo al autoritarismo.
Este fenómeno atraviesa continentes. Trump lo entendió en 2016. Milei lo explota desde entonces. Meloni lo rentabiliza con sonrisa fría. Y España no se libra. El votante joven que se radicaliza en internet no busca ideas. Busca refugio. Busca quién le explique por qué se siente tan pequeño, siendo él un hombre, en un mundo tan grande.
La democracia (y la izquierda) no puede permitirse seguir ignorando este conflicto cultural. No se trata de moralizar ni de ridiculizar. Se trata de disputar el sentido de la masculinidad. De decirles a los hombres jóvenes que su crisis no es culpa de las mujeres, sino de un sistema que los quiere solos, competitivos, agotados y aislados. Un sistema que necesita convertir cada inseguridad en mercado, cada frustración en algoritmo y cada herida en oportunidad de negocio.
La ultraderecha ofrece una salida falsa. La izquierda no ha ofrecido ninguna. Y el vacío, como en política siempre ocurre, se llena con ruido, miedo y caudillos digitales.
El siglo XXI tendrá que enfrentar este conflicto sin paternalismo ni condescendencia. Porque lo que está en juego no es solo el bienestar masculino. Lo que está en juego es el futuro democrático.
No habrá democracia sólida con una masculinidad que necesite destruir para existir.
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