Las atrocidades inimaginables que los nazis cometieron contra las mujeres en los campos de concentración; al leerlas, a cualquiera se le pondrá la piel de gallina...
No los gritos, no las órdenes en alemán, no los perros. El chirrido metálico contra la madera seca del vagón fue lo que Hanna recordaría toda su vida. El eco de hierro que marcaba el final de una existencia y el comienzo de otra en la que su cuerpo, sus decisiones y hasta su nombre dejarían de pertenecerle.
Antes de la guerra había sido simplemente Hanna Lewin, hija de un sastre en una pequeña ciudad polaca. Había aprendido a leer a escondidas las novelas que su padre traía enrolladas dentro de los periódicos, había bailado en bodas, se había enamorado una vez de un chico que tocaba el violín. La vida tenía un orden sencillo: pan, trabajo, sábado, esperanza.
Luego llegaron los uniformes, los brazaletes, los carteles.
Y después, el ghetto.
La casa familiar fue reducida a una habitación húmeda detrás de lo que antes era una tienda de zapatos. La madre de Hanna vendía el pan de ración en trozos más finos de lo que el corazón permitía. Su padre tosía cada vez más fuerte. Su hermano pequeño, Dawid, contaba soldados desde la ventana como si fuera un juego.
Por las noches, se escuchaban pasos tambaleantes, risas gruesas, puertas arrancadas.
Las mujeres sabían, aunque nadie lo decía en voz alta, que había otro peligro además del hambre.
—Hoy no salgas —le dijo una tarde su madre, arrancándole el pañuelo del cuello y enrollándolo en la cabeza, ocultando el brillo del pelo castaño—. Estás demasiado bonita.
La palabra sonó como una maldición.
En el ghetto corrían historias en susurros: alemanes borrachos, húngaros, rumanos, colaboracionistas locales que entraban de noche, arrancaban a una muchacha de la cama, la devolvían al amanecer con la mirada rota. Padres que ocultaban a las hijas bajo tablas sueltas del suelo. Madres que untaban de hollín los rostros de las adolescentes, las vestían con trapos de vieja, les rapaban el cabello para que parecieran enfermas. Rumores de tifus, de sarna, de fiebre, inventados como escudos desesperados.
Hanna lo vio con sus propios ojos una vez: en el patio, una chica que había sido la más alegre del barrio, ahora caminaba como si cada paso fuera una piedra. Tenía la ropa hecha jirones, el cuello morado. Nadie le preguntó nada. Nadie la tocó. El silencio se posó sobre ella como una sábana.
“Es mejor no saber”, murmuró alguien.
Pero Hanna sabía.
Sabía que la guerra no solo mataba con balas.
El día de la redada final, el cielo estaba demasiado azul.
Los camiones llegaron temprano. Las botas golpearon el empedrado con ritmo mecánico. Se oyeron órdenes en un alemán duro que Hanna ya entendía lo suficiente como para temer. Todo el ghetto fue expulsado hacia la plaza....
*Continuará
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