Pilar González García
Las rapadas: el castigo de ser mujer y libre
A las mujeres republicanas no solo las fusilaron.
A muchas las raparon, las pasearon, las humillaron.
Porque el franquismo sabía que el miedo se propaga más rápido que las balas cuando se siembra en el cuerpo de una mujer.
Les cortaron el cabello como si pudieran arrancarles las ideas,
las hicieron desfilar por sus propios pueblos entre risas,
y las marcaron con aceite de ricino para que la vergüenza fuera visible.
Creyeron que así apagarían su dignidad.
Pero no entendieron nada: esas mujeres ya habían elegido la verdad.
El poeta Nicanor García Ordiz lo escribió con la fuerza que merecen los recuerdos más silenciados:
“Les raparon la dignidad junto al cabello, como si el alma se cortara al ras de la piel.”
A esas mujeres —maestras, campesinas, modistas, madres, jóvenes— no las castigaron por un crimen.
Las castigaron por ser libres.
Por haber amado sin permiso.
Por haber votado.
Por haber dicho “no”.
Por haber soñado con un país justo, donde la voz de una mujer valiera lo mismo que la de un hombre.
El castigo ejemplar
El franquismo necesitaba ejemplos.
Y ellas lo fueron.
Cada cabeza rapada era una advertencia:
“Esto les pasará a las que olviden su lugar.”
Los verdugos creían que estaban purificando, pero en realidad se estaban condenando a la memoria eterna.
Porque ninguna humillación se borra.
Solo se transforma en historia.
Las plazas donde las pasearon siguen existiendo.
El polvo de aquellas calles todavía recuerda sus pasos.
Y aunque nadie escribió sus nombres en los libros de historia, las nietas han empezado a hacerlo ahora.
Cada historia recuperada, cada fotografía, cada testimonio rescatado,
es una reparación moral que el Estado aún no ha sabido ofrecer.
La dignidad que no se corta
Las rapadas fueron el rostro más cruel del machismo político y religioso.
El poder se ensañó con ellas porque sabía que educar a una mujer libre era el principio del fin del miedo.
Por eso las sotanas callaron, los curas bendijeron el ultraje y muchos vecinos bajaron la mirada.
El silencio fue la complicidad más cobarde.
Pero ellas resistieron.
En el exilio o en la sombra, siguieron peinando el silencio con dedos temblorosos.
Esperaron años —a veces toda una vida— para contarlo.
Y cuando lo hicieron, la historia entera se estremeció.
“Porque rapar no es purificar: es condenarse a no olvidar.”
Hoy, las nietas de aquellas mujeres llevan su memoria como una trenza invisible.
Cada mechón perdido se ha convertido en bandera,
cada cicatriz, en raíz.
Porque la memoria no pide venganza: pide respeto, justicia y verdad.
Ellas no fueron vergüenza.
Fueron dignidad.
Y mientras las recordemos, nadie podrá volver a rapar el alma de este país.
⸻
Texto original de Pilar González. Todos los derechos reservados.
Inspirado en “Las rapadas” de Nicanor García Ordiz.
SÍGUEME para descubrir la historia que nunca te contaron.
No hay comentarios:
Publicar un comentario