FAUNA IBÉRICA
Carlos
Herrera, temperamento falangista
CTXT
18
DE MAYO DE 2016
LUIS GRAÑENA
Hace periodismo con el
pañuelo de la americana. De hecho, lleva esa lengua de seda, real o sucedánea,
como garantía de algo que ya no le apetece demostrar por sí mismo. Su aspecto
general codicia un estilo de baladista italiano o espectador de ópera, pero se
acerca más al de un encargado de funeraria con prejuicios y muchas ganas de
trabajar. Es cierto que su escote transmite una ansiedad por vivir en abril, y
eso fundamenta su rollo galante, pero hay apariencias irreconciliables, y
Carlos Herrera ambiciona algo en los personajes vaqueros de Clint Eastwood que
no sabemos muy bien qué es.
Este periodista
famélico, nadie lo niega, gusta mucho a los viejos que pasan la mañana
masticando regaliz y gritando a las palomas. Hace años habría sido difícil
retratarle con acierto, su bigote ocultaba muchas cosas. Ahora posee el segundo sobrelabio más inhóspito del panorama ibérico, después del de
Aznar.
Ahora vemos que tiene
una boca sin labios o que, en todo caso, el labio superior se ha comido al
inferior. Su sonrisa es caricaturesca, forzada, recrea una mueca picuda y
efímera como un pato impaciente. Esto es producto de su ironía. Existen ironías
solidarias e ironías egoístas y despreciativas. Él optó por el segundo tipo,
que exige apretar mucho la barbilla y combinar el gesto con una elevación de
cejas no muy severa, lo suficiente para que quede claro que está mofándose por
dentro de lo que se le dice.
Es de esos periodistas
que una mañana se levantó, miró el reloj y decidió que podía empezar a insultar
tranquilamente, que ya estaba bien, cojones. Como otros tantos, Herrera se
cuece en su propio prestigio y ha acabado pensando que el oficio es él. Cree
que la zafiedad es un dechado de ingenio periodístico sólo porque viene
pronunciada con su voz. La gente que se atribuye cierto grado de genialidad
cree que usar un lenguaje burdo es un ejemplo de humildad. “Golfos”, “Teresa
Rodríguez, un animal de bellota importante”, “Andrés Bódalo, el sacamantecas,
el macarra ese con boina de tonto de pueblo”, “le conviene hacer huelga de
hambre porque es más fácil saltarle que darle la vuelta”. Los profiere su
artillería siempre con reposo, añadiendo pausas en las que uno, afinando el
oído, puede oír cómo se recoloca el paquete. En sus mejores corridas insulta
con el mismo talento literario que un cronista taurino del No-Do, tirando sólo
de léxico y sinónimos. Hay arzobispos que lo escuchan y suspiran con ojos
enamorados.
Todo en él resulta muy
esteticista, dispone de su galantería con la libertad de quien la ha diseñado
al detalle, se paladea a sí mismo como si probara una receta propia, imaginamos
que poniendo los ojos en blanco. Debe mirarse mucho al espejo y por eso entorna
tanto los ojos en los selfies. De alguna forma, entre tanto revisarse la guapura,
ha llegado a concluir que le favorece comprimir los párpados. La persona que se
mira mucho al espejo acaba viendo una reconstrucción mental de sí misma, y no
la imagen real: en este caso más cercana a un garbanzo crudo que a una varonía
seductora y virilísima.
Posee una voz
totalizadora. Una voz que siempre está en la nota correcta, pero no en el tono.
Es imposible no reconocerle cierta simpatía y gracia. Sabe provocar la
carcajada. Esa voz pesa media tonelada: arrastra vinos, puros, tarareos de
copla y hojarasca. Es, además, una voz muy paladeada, gustada en boca propia,
aficionada a la vibración del murmullo o la onomatopeya. Una voz con plena
consciencia de sí misma.
Hay varias formas de
ser de derechas y una es peinándose hacia atrás y pareciendo siempre recién
duchado. El repeinado-cavernario describe a una especie de conservador ácido en
la que Herrera encuentra hermandad, por ejemplo, con Antonio Jiménez de 13TV.
Son lo que se conoce como falangistas temperamentales: no es que griten
Presente cada vez que oigan el nombre de José Antonio, es una cosa más estética
y de carácter. Un cruce entre solemnidad, desfachatez y achaques ocasionales de
pedantería melancólica. Importa, sobre todo, hablar con autoridad y escoger
clichés ideológicos muy rígidos que le permitan a uno despacharse a gusto y con
arbitrariedad.
Por lo demás, le
importa poco lo que le digan, es cierto, y responde a las críticas con una risa pelícana, que sucede más al fondo de la garganta que en los dientes. Aun cuando
se pone serio, unas arrugas finas de sus párpados desvelan que está a punto de
reírse. Sin duda, pasa más tiempo al borde de la risa que riéndose.
AUTOR
Es periodista,
creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.