Público
16-11-16
Emilio Silva
Periodista y presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica
Periodista y presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica
Cuando terminó la
semana de luto decretada por los dirigentes de la dictadura, tras la muerte de
Francisco Franco, millones de estudiantes regresaron a los centros de
enseñanza. Allí les esperaba, a la entrada, un gran cartel en el que podía
leerse el testamento del Caudillo, algo así como las últimas voluntades que
decenas de miles de alumnos tuvieron que memorizar. En la memoria colectiva de
mucha gente permanece el error de que la frase “Quedó todo atado y bien atado”
formaba parte de esta despedida del dictador pero lo cierto es que la dijo en
su discurso de navidad de 1969, el año en el que Juan Carlos de Borbón juró en
las cortes franquistas los principios del movimiento.
De ese modo el
dictador expresaba que el entonces príncipe Juan Carlos heredaría su legado,
con los mismos principios y la impunidad con la que las élites del fascismo
español se habían enriquecido y hecho dominantes gracias al uso de la
violencia.
Durante muchos años de
democracia el franquismo ha disfrutado de incomprensibles privilegios; la hija
del dictador tuvo pasaporte diplomático para entrar y salir de España hasta
1986 y le fue retirado por la Unión Europea. Los herederos del dictador han
conservado los frutos de su saqueo y de toda la corrupción que rodeó su
ejercicio sanguinario del poder; y las familias de los criminales de guerra que
le acompañaron en el golpe de 1936 han visto cómo los ministro de justicia de
nuestra recuperada democracia renovaban los títulos nobiliarios que concedió el
dictador.
Como en una versión
española de la película Good bye Lenin, si un dirigente franquista
despertara de un coma padecido por la impresión el día de la muerte del
dictador, hoy podríamos recorrer con él un itinerario por las calles y
monumentos que permanecen intactos, mantenidos por la democracia, como si la
élite que ha gobernado nuestro Estado desde 1975 hubiera sido incapaz de salir
del salón del franquismo a la manera de El ángel exterminador de Luis
Buñuel. Ese franquista podría ir en Madrid a la plaza del Caudillo o ver entrar
en la Audiencia Nacional (el remodelado Tribunal de Orden Público) a
titiriteros de mal vivir o a otros grupos de música, concejales o rompedores de
España a los que aplicar la Ley de Responsabilidades Políticas.
En los últimos años el
atado y bien atado ha ido perdiendo fuerza. La caída del espejismo de la
modélica transición y la extensión de una mirada crítica para analizar nuestro
pasado inmediato han obrado el milagro laico.
La ciudad de Pamplona
fue una de las cunas del golpe de Estado del 18 de julio de 1936. En ella se
inseminó al ejército colonial con la idea de que España había sido invadida por
una “canalla roja” que había usurpado el poder y la verdadera identidad
española; a la que había que exterminar. Vinculados a esa ciudad, dos generales
pioneros en el golpismo contra nuestro primer periodo democrático; Sanjurjo,
que en el verano de 1932 lanzó la primera militarada; y Mola, redactor de las
instrucciones del golpe del 18 de julio y uno de los principales progenitores
de la dictadura franquista.
Desde 1961 los cuerpos
de estos dos honorables fascistas han permanecido honrados en el Monumento a
los Caídos de Navarra, junto a los de otros soldados de la patria ultra
católica. En pleno centro de Pamplona y sostenido con fondos públicos, los
residuos fascistas del franquismo han disfrutado impunemente de un lugar
principal en el que rendir homenaje a quienes pusieron en marcha una máquina
que arrasó con cientos de miles de vidas y segó en Navarra, donde no hubo
guerra ni trincheras, la vida de cerca de 4.000 personas civiles.
El pasado verano el
ayuntamiento de Pamplona anunció que iniciaba el proceso para que el 16 de
noviembre, previo plazo de alegaciones, los cuerpos fueran retirados del
Monumento a los Caídos, entregados a sus familias y la ciudad dejara de honrar
a quienes tanto deshonraron al género humano.
Inmediatamente, las
voces irreciclables del requeté y los ecos del Pensamiento Navarro
comenzaron a anunciar una especie de llegada del apocalipsis. Culpaban al
alcalde de la ciudad, Joseba Asirón (BILDU), de revanchismo, división de la
sociedad, negacionismo de la historia y reapertura de heridas; la lista de
argumentos con los que la derecha declara en el presente su franquismo, de
forma eufemística.
La semana pasada se
conoció que los restos del general Mola habían sido extraídos del monumento de
forma discreta, algo que molestó a algunos sectores que hubieran preferido que
se hubiera llevado a cabo de forma pública y notoria. El ayuntamiento había
llegado a un acuerdo con el arzobispado y sus descendientes, algo que no ha
sido posible con la familia del general Sanjurjo, que ha tratado de paralizar
el proceso ante los tribunales que han rechazado sus demandas.
La caída fuera del
espacio público de estos caídos puede tener un significado profundo; el nudo
del franquismo se afloja con decisiones democráticas y podría ser el primer
paso para que los restos del dictador Francisco Franco abandonen el Valle de
los Caídos, el gigantesco mausoleo que, como una forma del maltrato del Estado,
sus víctimas financian a través de su pago de impuestos.
Para que los restos
del Caudillo fueran trasladados a una tumba familiar, sería necesaria una
sencilla decisión política y la colaboración del obispado de Madrid, porque
apoyándose en el Concordato podría ejercer la cláusula de inviolabilidad de un
lugar de culto e impedir el acceso a la basílica.
Que cuarenta años
después el Valle de los Caídos permanezca intacto, ocultando la historia de los
esclavos políticos que lo construyeron, dedicado a un dictador y al fundador
del partido que organizó las bandas de paramilitares que asesinaron a más de
114.226 civiles, explica muchas cosas de nuestra debilidad democrática. Que
cada dos días, y con dinero público, se coloquen flores frescas en sus dos
tumbas, explica la connivencia que han mantenido las élites de la democracia
con ese pasado.
Lo que está ocurriendo en Pamplona es un primer paso, un desprecinto. Si en
Pamplona ya pueden decir Good bye Mola y Good bye Sanjurjo sin
ironía, está más cerca el momento en que podamos decir Good bye Franco.
Otra cosa será despedirse del franquismo, para eso habrá que reparar sus daños
vigentes. Es un largo adiós que empieza cuatro décadas después de lo debido,
pero un imperativo categórico para quienes realmente respetan y sienten los
valores democráticos.